9

VAMOS, MUCHACHO, ¿ERES TAN NECIO COMO para seguir negando la maldición?

Con el rostro encendido, Donald MacKinnon ocupaba su puesto de señor en la mesa principal y le dirigía a Magnus una mirada triunfal, casi petulante, que venía a significar «ya te lo dije».

—Es un espectáculo repulsivo, ¿verdad? —el viejo señor señaló con el mentón la víbora moribunda que colgaba de la hoja del puñal de su hijo mediano, Dugan—. Dios sabe que hasta las piedras admitirían lo que vengo diciéndote. Nos atacan fuerzas más graves que la saña del mismísimo demonio.

Magnus miró con asco a la retorcida criatura.

—Repulsivo, es cierto —dijo, ignorando los demás comentarios del anciano.

Se sentía muy alterado. Paseó la mirada por los rostros de sus parientes. Como una multitud que avanzaba, los deudos se abrían paso desde cada rincón del magnífico vestíbulo abovedado, empujándose unos a otros, para observar sorprendidos. Llenaban las plataformas, con los rostros solemnes, pasmados y en silencio.

Una luz gris, helada, caía sobre ellos desde las ventanas altas y angostas, iluminando su inquietud, su ciega fe en los delirios de Donald MacKinnon sobre maldiciones y otras supercherías por el estilo.

Magnus frunció el ceño.

El descubrimiento de la víbora y la superstición que destilaban los ojos de los deudos echó un manto oscuro sobre una tarde a la que él ya venía temiendo desde días antes.

Las cosas no hacían más que empeorar.

Miró con aprensión los rostros pálidos de sus parientes, haciendo un esfuerzo por olvidar el amargo sabor de su boca.

—Me da pena que pensemos de forma tan diferente —dijo con tono dulce—. Pero os aseguro que el único demonio que tiene algo que ver con esta víbora es un hombre de carne y hueso que anda entre nosotros, y no una nebulosa criatura del remoto reino de los muertos o de la secreta tierra de la fantasía.

Dicho eso, se cruzó de brazos y barrió con la vista a todos los presentes.

Para su satisfacción, divisó algunos asentimientos entre la multitud de caras embobadas. Pero sólo fueron unos pocos. La mayoría miró a otro lado, para tomarse una copa de cerveza o rascarse la cabeza. Era, esta última, una curiosa epidemia de malestar que parecía propagarse entre todos los MacKinnon reunidos en el vestíbulo.

Libre de tal enfermedad, Donald MacKinnon, lejos de rascarse soltó un resoplido y lanzó a Magnus una mirada desafiante.

—No tienes por qué mirarnos así, muchacho —exclamó, con tono irritado—. Seguro que tú también estarías inclinado a creer si no te hubieses ausentado tanto tiempo, si hubieras compartido la tensión y los problemas que nosotros padecimos.

—Yo también tuve que soportar sufrimientos, no lo olvides.

Magnus intentó apartar de su mente las imágenes de las desdichas antes de que tomaran forma. Se negó a evocar el espectáculo de cuerpos destrozados y carne hecha pedazos; sus oídos se cerraron a los gritos desgarradores de hombres agonizantes. Su nariz negó el paso al inolvidable hedor de la sangre recién derramada.

Levantó los ojos hacia el techo ennegrecido por el humo y se apretó el puente de la nariz, hasta que los recuerdos desistieron de su intento de asaltarlo.

—Sabes bien lo que digo: me refería a las cosas que pasan en esta isla y a la agitación que reina en ella —protestó su padre—. Nos enfrentamos a demasiadas pruebas, sufrimos penas interminables.

Aquellas palabras fueron acogidas con sonoros gritos de aprobación. Hubo numerosos pateos, gorros lanzados al aire y brazos en alto.

Animado por el apoyo de sus parientes, el anciano señor golpeó la mesa con el mango de su puñal, mandando callar a los hombres que acababa de enardecer con su discurso. En el silencio que siguió, apretó el respaldo de su silla con tanta fuerza que las manos se le quedaron blancas, sin sangre casi, y miró fijamente a Magnus con sus ojos de intenso color azul.

—Si dudas de mí o de estos hombres de tu propia sangre, puedes preguntarle a tu esposa. Ella ha visto lo suficiente y podría contarte historias suficientes para convencerte mil veces —dijo, con creciente aire de desafío—. ¡Es un milagro que no se haya ido corriendo de vuelta a la seguridad y el confort de Baldoon, libre de maldiciones y de serpientes! Sí, ¡tendría que hacerte feliz que todavía esté allí arriba, preparando sus abluciones o como se llame lo que hacen las mujeres! ¡Y que no haya presenciado... esto! ¡Precisamente en su fiesta de casamiento!

Terminado el parlamento, se balanceó un poco y, ensimismado, comenzó a mascullar estupideces.

Por fortuna, inaudibles. Las dijo en voz demasiado baja como para que se entendieran.

Lo último que deseaba Magnus era escucharlas.

Pero el trastorno visible en el rostro del viejo era tan elocuente como las palabras incoherentes.

Y también lo era la renovada inquietud que se percibía a lo largo y ancho del atestado vestíbulo.

—Escuchadme bien, buena gente —clamó Magnus—. Esas tonterías no sirven para nada. Golpear el aire sin propósito alguno no os reportará nada más que cansancio. Pero sí, estoy de acuerdo. Esto —volvió la cabeza hacia la víbora— me huele a maquinación de alguien que no da una puntada sin hilo.

Las últimas palabras llamaron la atención de su padre.

—Entonces admites que la víbora no llegó hasta aquí por sí misma, para desearnos a todos los buenos días...

Magnus pareció dudar antes de responder, y ahogó un gruñido.

—No. En eso, al menos, estamos completamente de acuerdo. Sostengo que, en efecto, alguien la puso aquí; pero no fueron los poderes del más allá.

—¡Habla un hombre de poca fe! —el viejo levantó las manos—. ¡Venga, moléstate en pensar! Hay otras cosas en el mundo, además del acero frío, el dinero y aquello que alcanzamos a ver con nuestros propios ojos. Cosas que los hombres ven con el corazón, muchacho. Deberías ser más sabio y hacer caso de lo que digo.

—¿Y tú qué dices, Dugan? —Magnus se volvió hacia su hermano y lanzó otra mirada de soslayo, a la vez de asco y fascinación, a la víbora colgante.

Dugan se encogió de hombros. De pie y solo, pues nadie parecía querer su compañía, mantenía el brazo bien extendido, mientras sus rasgos morenos se estremecían con repugnancia.

—Digo que importa bien poco cómo llegó hasta aquí esta cosa. Lo principal es que la encontramos antes de que... —Dugan dejó de hablar y miró, a través del vestíbulo iluminado por antorchas, hacia el punto lejano en que su hermano menor, Hugh, estaba sentado. Reposaba en un banco, rodeado por un grupo de mujeres.

Magnus siguió la mirada de Dugan.

—No, hermano mío, importa, y mucho. Podría haber picado a Hugh. ¡No es agradable recoger el laúd y encontrarse con una víbora enroscada a su lado! —dijo, volviéndose para mirar de nuevo al reptil.

—¡Ya lo sé! —fue la respuesta ofuscada de Dugan, pero Magnus apenas le hizo caso, concentrado como estaba en el ofidio.

Ensartada por la mitad, se agitó lo indecible en los últimos instantes de su venenosa vida. El fuego se reflejaba en las escamas de su piel, tornando el gris pálido en un brillante color plateado. La negra línea en zigzag de su espalda y sus ojos rojos y pequeños indicaban que se trataba de un macho.

Un macho muerto, por fortuna, y a punto de ser asado.

Magnus atravesó las plataformas a grandes pasos, maldiciendo en voz baja, y arrebató el puñal con la serpiente incluida, de la mano de Dugan.

Antes de que su hermano pudiera siquiera pensar en quejarse, y mucho menos en recuperar el arma, Magnus la arrojó con su horripilante víctima al fuego del hogar. Se dio la vuelta hacia Dugan otra vez, desenvainó su propia daga, la mejor que tenía, y se la alcanzó, por el lado del mango, a su hermano.

—Puedes quedártela como muestra de mi gratitud —le dijo, con la voz un poco más ronca de lo habitual y la garganta oprimida ante la idea de lo que podría haberle sucedido a Hugh—. Salvaste la vida de nuestro hermano.

Dugan tocó el puñal. Parecía indeciso.

—¿Acaso crees que me hubiera quedado sin hacer nada, viendo aquella cosa enroscada y lista para hundir sus colmillos en la mano de Hugh? —bajó la voz—. Él se quedó tieso, paralizado. No se me ocurrió otra cosa más que empujarlo y matar al miserable animal. Siento haberle empujado tan fuerte, no quería tirarlo al suelo, de verdad, pero no me di cuenta de lo que hacía, sólo quería apartarlo de esa horrible bestia.

—Un brazo herido no es en absoluto tan grave como un cuerpo lleno de veneno de serpiente —alegó Magnus, con voz igualmente baja.

—Sí, es cierto, pero... —Dugan soltó un largo suspiro—. Todavía me tiemblan las rodillas al pensar en lo que podría haber sucedido.

Magnus tomó a su hermano por el brazo, y le dio un amistoso apretón.

—Pero no pasó nada. Y nada pasará.

—Ruego a Dios por que tengas razón —dijo Dugan, con el ceño todavía fruncido, mientras miraba otra vez el vestíbulo. Aún no había envainado su nuevo puñal.

Quitándoselo de las manos, pero esta vez con cuidado, Magnus metió la daga debajo del cinturón de su hermano. Entonces hizo un gesto, señalando con el brazo los ricos tapices que colgaban de las paredes y las largas mesas que crujían bajo el peso de las viandas, el vino y la cerveza preparados para los festejos nocturnos.

—Si se espera de mí que bendiga sin rechistar este derroche, supongo que tú podrás aceptar mi daga como un gesto de amor fraternal, ¿o no?

—Hugh habría hecho lo mismo... por mí o por cualquiera de nosotros —rebatió Dugan, pero acarició el mango del cuchillo, y desde luego pareció complacido.

—¿Qué vamos a hacer, pues, con los oscuros poderes ocultos dentro de estos muros? —la voz de su padre se alzó de nuevo sobre el caos reinante. Los miraba desde la mesa principal, mientras inclinaba sobre sus labios una jarra llena de uisge beatha¹¹ . Bebió un trago largo e intenso de aquella ardiente bebida espirituosa de las Highlands.

—Mis tripas me dicen que más ruina caerá pronto sobre nuestras cabezas —dijo enfáticamente y con mirada belicosa—. ¡Especialmente ahora que la serpiente falló en su diabólico plan y que tenemos barcos endemoniados navegando en nuestras aguas! ¡No quiero imaginar qué será de nosotros si esa funesta nave decide desembarcar!

Magnus respiró hondo, y se agarró la cabeza, con aire desesperado.

—Restableceremos el orden —dijo, echando mano de sus reservas de paciencia—. El truquito de la víbora ha estado a punto de tener éxito. A partir de ahora no vamos a permitir que ningún peligro se aproxime —agregó, sin hacerse, en realidad, ilusiones sobre lo difícil que resultaría evitar los golpes de un enemigo invisible.

Un enemigo inteligente y desalmado.

Al que pensaba encontrar costara lo que costara, así tuviera que remover cada una de las piedras del castillo y dragar cada maldita ciénaga de la isla.

Una tarea que emprendería esa misma tarde.

Con la angustia apretándole la garganta, lanzó a Hugh otra mirada. Su hermano tenía subida la manga y Dagda cacareaba como una gallina clueca, a su lado, poniéndole un ungüento en el codo, que se había hinchado rápidamente.

Indiferente, al menos en apariencia, a todo aquel tumulto, Colin caminaba de un lado a otro, por delante de Hugh, con un andar casi tan armonioso y gallardo como antes de ser herido en Dupplin. Hablaba por los codos. Sin duda, comentaba a Hugh las penas y privaciones que reportan las lesiones físicas.

Sólo Janet permanecía distante, con la mirada fija en el codo enrojecido de Hugh y el rostro aún más pálido que el de él. Estaba visiblemente preocupada.

Detrás de Magnus, alguien abría las persianas de uno de los profundos balcones del vestíbulo, dejando entrar ráfagas de viento húmedo y refrescante.

La brisa helada llevaba consigo aroma a lluvia y a mar. Pero no eliminaba el olor a serpiente quemada. Magnus, con el estómago revuelto por aquella peste acre, se hizo con una jarra de cerveza sin dueño y se bebió de un trago su contenido.

Luego se estremeció. Era impensable que Hugh no hubiera visto la serpiente antes de coger el laúd. Tenía la intención de afinar sus cuerdas antes de los festejos de la noche, de la gran fiesta de bodas.

Magnus dejó la jarra vacía en la mesa, se limpió la boca con la manga y procuró quitarse de la mente cualquier idea sobre la víbora. Se lanzaría a navegar por ese mar proceloso cuando las aguas le llegaran a los talones, ni un momento antes.

Por ahora, bastaba con una oración de agradecimiento por que su hermano siguiera vivo.

Si es que el cielo le escuchaba.

Debía dar las gracias aunque su voz no fuera atendida. Si le hubiera pasado algo al trovador, Magnus habría tenido que soportar el peso de saber que su hermano había encontrado la muerte mientras se preparaba para cumplir el papel de único artista de su fiesta de matrimonio.

Un matrimonio que duraría sólo una noche.

Por decir algo.

Pero una noche que su esposa jamás olvidaría, por muy loca que estuviese y muy aficionada que fuera a subir y bajar las escaleras húmedas y heladas.

Sí, durante unas inolvidables horas, él la amaría cabal y auténticamente. Con su ser más profundo, deponiendo su orgullo y sus frustraciones, le daría la noche de bodas que ella se merecía.

Su sentido del honor no permitiría lo contrario.

Y algo le decía, en lo más profundo de su ser, que la persona que había intentado arruinarles el día era consciente de que él pensaba poner todo su empeño en complacer a su esposa.

Consciente de que, por una vez, sólo una, sería un caballero total para ella.

Magnus estaba más decidido que nunca a darle la efímera alegría que alguien intentaba robarles.

Pero en el mismo instante en que las difusas sospechas que rondaban por los límites de su conciencia comenzaban a dibujarse con nitidez, un fuerte tirón de la manga le devolvió a la realidad del tumultuoso vestíbulo.

—Por las barbas de Satanás, hijo, ¿quieres decirme qué piensas hacer para restablecer el orden, siendo el demonio en persona quien anda acosándonos? —Donald MacKinnon lo asió con fuerza. Un destello de temor en su mirada empañada por el uisge beatha contradecía su belicoso arranque.

Tal mirada fue un golpe más para el orgullo de Magnus.

—¿Qué me dices? —el viejo acuciaba a Magnus presionándole en las costillas con un dedo—. ¿Te has quedado sin lengua... o todavía estás pensando un plan?

Magnus se apartó el cabello de la frente y contuvo un grito frustración. Ya había tomado numerosas precauciones, incluido el sellado de todas las puertas y rejas, incluso en horarios diurnos.

Y, sin embargo, todos sus esfuerzos habían sido en vano.

—No te culpo, muchacho —dijo su padre con un suspiro afligido—. A mí tampoco se me ocurre la manera de hacer frente a la maldición.

Antes de que Magnus pudiera responder, el viejo se volvió, y se encaminó hacia la mesa principal, con los brazos caídos y paso vacilante.

—Reforzaré la guardia —gritó el joven caballero, que odiaba la resignación que había vislumbrado en los ojos de su padre, en sus hombros hundidos—. Yo mismo estoy vigilando —agregó, alzando aún más la voz—. Estaremos en guardia de noche, al amanecer, a todas horas, en los lugares concurridos y en los pasillos vacíos de la fortaleza... ¡especialmente allí!

—Estamos marcados por el destino, muchacho —dijo su padre sin siquiera volverse, y su débil voz logró imponerse de forma misteriosa sobre el estruendo de la gran sala.

Magnus observó cómo retomaba su lento andar entre la multitud.

—Con la ayuda de Dios, pondré fin a todo esto. Te lo prometo... —Magnus había alzado nuevamente la voz, intentando consolarlo, pero se interrumpió, porque sus propias palabras le sonaron huecas.

Tan vanas e inútiles que deseó no haberlas pronunciado.

El viejo lo miró una vez más.

—Ni tu más feroz y entusiasta vigilancia logrará nada —afirmó, con la voz cada vez más cansada—. El mal se cierne desde hace años sobre esta casa, y todavía no ha nacido el hombre que pueda protegerse de una maldición. Sabes que a mí me sublevaba, pero aprendí a vivir con ella. No digo que me guste caerme en el agujero de la letrina. No, yo...

«Caerme en el agujero de la letrina».

Aquellas palabras saltaron sobre Magnus y le cortaron la respiración.

Penosas palabras que le oprimieron el pecho todavía con más fuerza cuando su padre tomó asiento en la mesa principal. Un vago temor flotaba en su mente.

Estaba seguro de que aquella enorme plancha de roble pesaba como si fuera de granito. Con los adornos y las viandas, mucho más.

La mesa crujía bajo el peso de más fuentes de plata pesada, candelabros, candeleros y otros lujosos adornos que hacía siglos que no se veían en el castillo de Coldstone.

Si es que se habían visto allí alguna vez, cosa que Magnus dudaba.

Cuando los festejos comenzaran de lleno, y los deudos bebieran copa tras copa, aquellos que todavía pudieran sostenerse en pie correrían hasta las plataformas para arrastrar a Magnus y Amicia a sus aposentos. Cada hombre, y algunas de las mujeres más intrépidas, competirían por el privilegio de desnudarlos para la ceremonia de la cama.

Una ceremonia procaz y escandalosa, rituales subidos de tono, de los cuales hubiera querido prescindir.

La noche que se avecinaba sería un desafío para él.

Podía ser que algún espíritu malvado se hubiese aventurado en la bóveda secreta, al fondo del vestíbulo, para meter mano en aquella antigua trampa que alguno de sus viles antepasados había instalado bajo el suelo de la mesa principal.

Bastaría con disparar el mecanismo para que todos los que estaban sentados en la gran mesa desaparecieran en un pozo sin fondo, con bancos y todo.

Una buena manera de acabar con el enemigo.

Es decir, de exterminar a los suyos.

Señor feudal, familia cercana y deudos de todos los niveles de parentesco.

«Será peor que la caída por el agujero de la letrina, viejo encorvado».

Un personaje oculto en las sombras más oscuras del vestíbulo observaba, amenazante, a Donald MacKinnon, mientras éste apoyaba su trasero en el almohadón del asiento de su silla presidencial.

Aquel apestoso cabrón necesitaba sentarse sobre almohadones, frágil y enclenque como era. ¡Pero ni siquiera su flacura lo salvaría de caer en el foso de su propia fortaleza!

Ni siquiera escuchar misa de rodillas durante mil años lo salvaría.

Ni a él, ni a sus hijos y, si los dioses de la ira y la venganza le eran propicios, tampoco a ninguno de los MacKinnon que el agujero abierto en el suelo de las plataformas pudiera tragarse.

Era una pena que el hijo mayor, campeón de torneos y esposo a la fuerza, careciera del seso suficiente como para recordar la manera en que su cobarde antepasado solía acabar con aquellos que no eran de su agrado.

Y era una pena todavía mayor que, desde aquellos días, a ningún señor MacKinnon se le hubiera ocurrido destruir con un hacha el mecanismo, oxidado, pero todavía en funcionamiento, escondido en un rincón frío y lleno de telarañas de la cripta profunda y poco frecuentada de Coldstone.

Emergiendo de las sombras, el personaje tuvo especial cuidado de fundirse con la multitud e incluso dirigirle a Hugh unas palabras de consuelo por su brazo roto.

Pero había asuntos más urgentes que reclamaban su atención, así que la vengativa figura caminó con resolución por el vestíbulo de cargado ambiente, abriéndose paso entre deudos bulliciosos y apurados servidores.

Ansioso por esconderse, el enemigo anónimo del clan Fingon fue otra vez en busca de las sombras. Disfrutando con su plan, se recreó en la idea de saber que pronto los MacKinnon tendrían su merecido, y que, no mucho después, sólo el rugido del mar y los gritos de las gaviotas perturbarían el silencio de su isla.

Con una sonrisa dibujada en los labios, el personaje llegó hasta la penumbra protectora, en un extremo del vestíbulo, pero enseguida giró de golpe, con los ojos bien abiertos, por el repentino alboroto que llegaba de las plataformas.

El personaje se frotó las manos con ardorosa furia al ver a Magnus correr a toda velocidad, ante los rostros asustados de sus parientes. Irrumpió en las plataformas, arrancó al charlatán de su padre de la silla señorial y luego se lo echó al hombro y se alejó del lugar antes de que ninguno de los presentes en el vestíbulo pudiera siquiera soltar un suspiro.

Siguió un gran alboroto. Por todos lados sonaban gritos y protestas, y la confusión era tal que no podía distinguirse ni una palabra.

Todos los presentes requerían una explicación sobre el comportamiento del primogénito del señor.

Con una expresión tan oscura como la noche que se cernía sobre las Highlands, y mascullando maldiciones, la figura se deslizó fuera del vestíbulo, en soledad y sin ser vista.

Al heredero de los MacKinnon no le faltaba seso. Habría que encontrar otra forma de acabar con el clan Fingon.

Si asientos de letrinas serrados, serpientes venenosas y antiguas trampas no servían, recurriría a métodos más drásticos.

O buscaría blancos más vulnerables, menos sospechosos.

Él había dado su palabra y era un hombre de honor.

Magnus no perdería la cabeza ni siquiera ante la evidencia de que sus expresas órdenes habían sido ignoradas.

Se repitió interiormente aquellas palabras llenas de determinación cuando, más tarde, a la hora del crepúsculo, se escondía entre las sombras para observar cómo ella se adentraba sigilosamente en la penumbra aún más oscura de las caballerizas.

La presencia del viejo Boiny debería habérselo advertido. Aquella criatura del tamaño de un ternero yacía roncando delante de la puerta del establo, con toda su masa desparramada en el umbral, bloqueando la entrada.

Magnus soltó un suspiro. Él sólo pretendía pasear un poco, examinar los paneles y tal vez aventurarse hasta los límites exteriores, buscando algún túnel recién cavado o alguna pista similar dentro de la fortaleza, cuando vio humo saliendo de la puerta del establo.

Una puerta entreabierta e hilos serpenteantes de humo para los que no encontraba explicación todavía.

Los hilillos de humo provenían de la pequeña antorcha que ella sostenía en la mano mientras husmeaba por lugares donde, sin importar lo que buscara, no encontraría más que polvo, telarañas y unos cuantos caballos raquíticos.

Animales que parecían confiar en ella tan ciegamente como Boiny, pues ni siquiera uno de ellos piafó ni relinchó por su intromisión.

Pero él sí se oponía a que ella anduviera sola.

A que metiera su hermosa nariz en los sucios rincones de su humilde establo.

Sin duda, Magnus debía de ser grato a los dioses, para, viviendo en una hostil y solitaria tierra de lagos, ciénagas y rústicos páramos, no poder dar un paso sin que una atractiva muchacha de negros cabellos se le apareciera entre la niebla para sumir su vida en la pasión. Y también en la confusión.

Como si percibiese su mirada, o tal vez sus pensamientos, Amicia detuvo de repente la furtiva exploración y se dio la vuelta.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —exclamó al verlo. Su pecho subía y bajaba y con una mano asía una vieja manta de montar, comida por las polillas—. Me dijeron que estabas fuera, de ronda por los muros del castillo.

Al menos no mentía, no buscaba excusas.

—¿Sueles interesarte por mi paradero y mis empresas antes de encaminarte a las tuyas, milady?

Ella se encogió de hombros y tuvo la delicadeza de sonrojarse.

—Tenía motivos para inspeccionar aquí dentro —alegó, ensartando la pequeña antorcha en un soporte de la pared—. Tampoco quería que mi búsqueda te ocasionara una molestia más. Son tantas las cosas que tienes en la cabeza...

—No es momento de pararse a considerar lo que pasa por mi mente, ¿no te parece?

Magnus se arrepintió de sus crudas palabras en el instante mismo en que salieron de su boca. Como ocurría a menudo, lady Amicia sacaba lo peor de él.

Pasó por encima de la masa durmiente de Boiny y cruzó la penumbra, para colocarse frente a ella.

—Aliviarías mis preocupaciones si me dijeras qué esperabas encontrar aquí, milady.

Magnus acarició una de las maderas del establo, y esa simple acción levantó una nube de polvo.

—Podrías registrar, rastrillo en mano, este establo desde ahora hasta el día de tu muerte, y no encontrarías nada de nada —dijo—. Ni un trocito de tela, ni una moneda. Nada que pueda satisfacer la curiosidad de una mujer.

Ella se ruborizó y apartó la mirada con los dedos todavía aferrados a la vieja manta.

—Creo que ya sabes de sobra que esas frivolidades no me interesan, Magnus MacKinnon.

—Sí, lo sé —dijo él, parándose tan cerca de ella que notaba el calor de su cuerpo—. Vamos, dime qué esperabas encontrar.

Amicia sintió que se le encendían las mejillas, más por la cercanía del cuerpo del hombre que por lo que tenía que decirle. Clavó los ojos en las sombras oscuras del cubil más cercano y respondió.

—Fragmentos de vidrio o trozos afilados y cortantes de metal —anunció, mirándolo y nada sorprendida por la conmoción que notó en los ojos de Magnus—. Eso o una aguja larga, o tal vez dos —agregó, empeorando el ánimo de su esposo.

—Doy por hecho, porque te conozco, que no buscabas esos objetos para matarme —dijo con tono grave—. Ni para atacar a ninguna otra persona, ¿verdad?

Amicia asintió.

—Si quisiera armas, ¿piensas que éste sería el mejor sitio para buscarlas? Sólo trataba de evitar que se hiciese daño alguien, incluidos estos queridos animales —afirmó Amicia, lanzando una rápida mirada a una yegua de lomo ajado, que la observaba desde su cubil.

—¿Y qué clase de daño querías prevenir? —preguntó con un tono que dejaba entrever que algo se imaginaba—. ¿Qué te hizo pensar que había peligro?

Amicia apretó la vieja manta, rezando para que él no creyese que era propensa a las fantasías, como su padre.

—Vi una silueta enfundada en una capa meterse aquí hace un rato. Quienquiera que fuese, corría de sombra en sombra; se arrastró pegado a los muros de la torre, hasta que llegó a las caballerizas para luego deslizarse dentro, siempre con demasiadas precauciones.

Amicia lo miró. Sus ojos eran un vivo reflejo de la sinceridad de sus palabras.

—Al verlo se me heló la sangre. Y luego recordé que mis hermanos me contaron la pena que se abatió sobre un amigo suyo cuando perdió un corcel porque cierto enemigo puso una espina debajo de su manta de montar. Cuando el pobre hombre se subió a su cabalgadura, la espina se clavó en el lomo del animal, sumiendo al caballo en un ataque de locura. El joven salió despedido por el caballo y podría haber sufrido heridas graves, o algo peor que eso, pero sólo padeció magulladuras. Pero el animal se rompió una pata y hubo que sacrificarlo.

—¿Y tú temías que yo corriera la misma suerte esta noche? ¿Piensas que me preparaban una trampa?

—Pensé que era una posibilidad, sí.

—Entonces tengo que agradecerte tu interés, milady. Y considerarme afortunado por tener una esposa tan inteligente y dispuesta a todo.

A la joven mujer se le aceleró la sangre por la dulzura que se adivinaba en las palabras de su esposo.

—No encontré nada —confesó ella, con el corazón agitado—. Quizás dejé que las palabras de tu padre me impresionaran más de la cuenta.

—Poco me importa que estuvieras o no en lo cierto —se apartó de ella unos pasos, mirando el contorno gris de la puerta entornada—. Lo que te agradezco es tu valor, el hecho de que hayas venido a mirar si había peligro o no.

«Me lo agradece».

Magnus MacKinnon le estaba dando las gracias.

Y ella quería mucho más que eso.

Pero algo era algo y una pequeña emoción, cualquiera que fuese, era mejor que la indiferencia,

Mucho mejor.

Entonces, ¿por qué sentía aquellos agudos y cálidos pinchazos en el fondo de los ojos y aquel nudo en la garganta que apenas dejaba pasar aire a los pulmones?

Apretando aún más la vieja manta fijó sus ojos ardientes en Magnus. Miró intensamente el hermoso y joven rostro del caballero, casi ordenándole que le devolviese la mirada.

   

Ella quería entregarle su regalo.

El precioso corte de seda, tachonada con piedras preciosas, que su padre le había dado quince días antes, asegurando que la hermosa tela contenía todos los colores del sol.

Ella pensó enseguida que la seda iría muy bien con la melena del color del bronce de Magnus MacKinnon.

Quería que él la aceptase como muestra de su gratitud, por haberla ayudado cuando se dañó el tobillo en la reunión de clanes del año anterior.

Quería que fuese una muestra, también, de su afecto, pues aquella misma tarde ella había decidido entregarle su corazón. Pero eso sólo podría decírselo más adelante... más adelante.

Por ahora, no podía hacer o decir nada, al menos hasta que él no se tomara la molestia de mirarla.

Se mordió el labio inferior, alzó el brazo y agitó la seda sobre su cabeza. Como era delicada y liviana, al instante hizo un chasquido, y flameó con el viento, y ella no tuvo dudas de que él la había visto.

Sus ojos comenzaron a velarse con lágrimas de frustración, que le nublaban la vista, pero mantuvo el brazo en alto y la mirada fija en su regalo hasta que el hombro le quemó tanto como los ojos, y sintió un hormigueo insoportable en el brazo y en los dedos.

Y él seguía sin mirarla.

—Demonios —susurró Amicia, descargando su tristeza con una de las maldiciones preferidas de su hermano.

Ya que no podía invocar el nombre de Magnus, el improperio la alivió. Llamarlo por su nombre, siendo él un MacKinnon, hubiera implicado que su padre la sacara de una oreja fuera del campo de justas. Tal vez, hasta le prohibiera volver al año siguiente.

Así que continuó blandiendo su premio reluciente, rogando que él lo notara y acudiera a recogerlo, pues si así lo hacía, justamente por tratarse de un campeón, ni siquiera su padre sería capaz de prohibirle entregárselo.

Prohibírselo, con todos los clanes mirando, hubiera sido una crasa violación de la etiqueta de las Highlands.

Por tanto, siguió agitando la seda y mirando en dirección a Magnus, pronunciando su nombre en silencio, con toda la fuerza de su corazón.

Pero él seguía allí de pie, de perfil, rodeado de tantas aclamaciones y tantas jóvenes encandiladas, que la esperanza que tenía de llamar su atención se debilitaba a cada segundo... y las pruebas de tiro con arco estaban a punto de comenzar.

Llorando por dentro, Amicia trató de absorber la dorada belleza de Magnus, grabándosela en la memoria, para poder revivir luego a su antojo cada dichoso momento de aquella jornada. Cada sonrisa con hoyuelos que él había esbozado, cada feliz destello de sus sonrientes ojos azules. No le importaba que las maravillosas sonrisas no le estuvieran destinadas.

En sus sueños, ella era la dueña de aquella risa.

Miró de nuevo a su joven dios caledonio, perfilado frente a ella, tan gallardo bajo el sol de un hermoso día de las Hébridas, con el viento revolviendo su reluciente cabellera.

Que él rechazara su presente fue tan triste como asistir, ahora, a la transformación de aquella bella bandera de seda en un pedazo de tela viejo y gastado. La fría suavidad perdida para siempre, las pequeñas perlas y gemas que engalanaban sus bordes convertidas ahora en bultos sarnosos, sobre una andrajosa y nauseabunda manta de montar...

...La manta del caballo.

Moviéndose de golpe, Amicia la arrojó al suelo, con el corazón todavía partido en dos por la angustia que le producían los recuerdos. Se pasó el dorso de la mano por las mejillas, y no se sorprendió al notarlas húmedas. Hacía un esfuerzo por divisar a Magnus dentro del establo oscuro.

Y comprobó, una vez más, que se había marchado y la había dejado, tal como hacía también en su vivido sueño.

Pero luego lo vio, todavía allí, y su corazón dio un vuelco. Estaba parado entre las sombras, cerca de la puerta y la observaba con una expresión extraña e intensa.

Sus ojos casi resplandecían en la oscuridad, y si ella hubiera sido proclive a creer en los milagros, habría jurado que en sus magníficos ojos azules brillaba una pasión tan ardiente como la suya.

Emociones turbulentas que se escondían tras la adusta expresión de la superficie.

Emociones que ella pensaba desatar.

Y esta vez, a diferencia de otras, Amicia iría con su corazón por delante. Pues no había nadie alrededor que pudiera llevársela de la oreja ni negarle lo que ella tanto deseaba.

Sus clanes ya no estaban enemistados. Y, ¡oh bendición!, hasta recibían con beneplácito la unión. Ahora todo había cambiado.

Y ella tenía el firme propósito de aprovechar la oportunidad.