15
DEBERÍAS ESTAR EN EL VESTÍBULO, MUCHACHO. Donald MacKinnon dejó caer su magro cuerpo sobre un banco de tres patas que había en el salón de paredes desnudas del viejo señor feudal, y lanzó a su hijo mayor una mirada llena de reproche.
—Nunca me haces caso cuando te digo que el demonio navega últimamente por nuestras aguas. ¿Por qué habrías de creerle a un vigía borracho?
El viejo hizo una pausa y comenzó a toser. Era una tos áspera y espasmódica que sacudía sus hombros frágiles. Pero en cuanto cesó la tos, clavó en Magnus otra mirada punzante.
—Mejor será que te apresures a bajar. A estas alturas, Dagda ya debe de haber refregado esa sábana nupcial por las narices de todos tus parientes y, probablemente, hasta debe de haber clavado la cosa en la pared, detrás de la mesa principal.
Magnus arrugó la frente.
—Bueno, esa es otra de las estúpidas tradiciones de los MacKinnon, que juro que erradicaré cuando sea señor feudal —dijo con ira contenida, y emprendió otra nerviosa caminata por la miserable sala, la misma que una vez fuera la segunda mejor estancia del castillo después del cuarto de Reginald.
El mismísimo cuarto que él compartía ahora con su esposa.
Ante el recuerdo de la dulzura de su amante y esposa, de cómo lo había apretado entre sus piernas con pasión, Magnus sintió que su amargura cedía. Se pasó una mano por el pelo, haciendo lo posible para despejar de su rostro todo vestigio de mal humor.
Pero de nuevo se ofuscó al pensar en todos los chismosos que vagaban bajo su techo, que estarían examinando, seguramente, con cara embobada, la evidencia de su fuerza amatoria y de la virginidad de su esposa.
Costumbre o lo que fuera, se trataba de una práctica bárbara y estúpida.
Su padre chasqueó la lengua.
—Cambies o no las antiguas tradiciones, por el momento es una costumbre en vigor, y tú deberías ir ahora abajo, para recibir los aplausos de tus invitados —dijo, estirando sus piernas flacas hacia el calor del fuego de turba—. Hasta el último habitante de esta isla está allí, esperándote —el viejo señor echó una mirada hacia las combadas persianas—. Con esta tormenta azotándonos, no debe de haber ni un alma trabajando en la playa de los barcos esta mañana.
Para sorpresa de Magnus, la mención al esfuerzo diario y al trabajo de los hombres que se empeñaban en reconstruir la flota de galeras de los MacKinnon no le causó el enojo que solía ocasionarle cualquier referencia, por indirecta que fuera, a los tesoros de su esposa.
No, ni una pizca de enojo.
No, su ira provenía ahora exclusivamente de la imagen de aquella sábana nupcial desplegada a la vista de todo el mundo.
De nuevo sonó la tos de su padre. Magnus estiró los brazos sobre su cabeza, chasqueo los dedos y soltó un suspiro deliberadamente impetuoso.
—No te preocupes, padre. Bajaré en cuanto hayamos determinado si efectivamente hay una galera extraña en nuestras aguas, y en caso afirmativo, sepamos a quién pertenece y cuál es su intención.
Donald MacKinnon resopló.
—¿Entonces sí lo crees?
Magnus se encogió de hombros. No sabía qué pensar. Pero el vigía, borracho o no, insistía en que había escuchado el poderoso sonido de un gong y canto de remeros antes de que la misteriosa nave desapareciera en la niebla.
La misma imagen que siempre había descrito su padre.
—¿Crees que tus hombres no son capaces de divisar una nave cuando tú no estás tras ellos? —el viejo se golpeó las huesudas rodillas con los puños y echó una mirada vidriosa a las ventanas ojivales de la estancia y a los tres hombres corpulentos que estaban allí de pie, observando—. Llevan horas buscando inútilmente en el horizonte.
Dugan y Hugh, y hasta Colin, con la pierna casi curada pero todavía un poco incómodo, permanecían de pie, erguidos y callados, junto a las ventanas, espiando entre los velos de lluvia e intentando divisar la galera que supuestamente se acercaba.
Un trabajo para idiotas, pensaba Magnus, pues tenía serias dudas de que la nave existiera.
Tripulada por el demonio o un tío lejano de Satanás.
Pero allí estaban sus hermanos y su mejor amigo, impasibles, sin pestañear.
Una lástima, pensaba el padre, cuando podrían estar abajo, junto a los demás, roncando en camastros junto al fuego o uniéndose al jolgorio obsceno que seguramente había estallado en el momento en que Dagda irrumpió en la habitación con la sábana manchada de sangre.
Una diversión inocente que innegablemente ellos se merecían, aunque indignara a Magnus.
—Hasta el viejo Boiny preferiría estar abajo —dijo con desdén Donald MacKinnon desde el lugar que ocupaba, junto al fuego.
Magnus giró sobre los talones, y un fuerte latido en sus sienes comenzó a hacerse evidente.
—Ese chucho no se separa jamás del calor del fuego... —guardó silencio y miró al animal.
Pero Boiny, desmintiendo su afirmación, ya no estaba echado junto al hogar como una gorda alfombra gris, sino que caminaba tan frenéticamente como Magnus, aunque lo hacía delante de la puerta cerrada del solar, y no dando vueltas por la sala.
Con las patas entumecidas y gimiendo, el perro viejo ya había dejado un surco en la delgada capa de juncos que cubría el suelo.
Magnus lo miró, y sintió una extraña inquietud. Pero se sacudió los malos pensamientos. El perro estaba viejo, y seguramente tenía la cabeza tan confusa como su padre.
—O el animal desprecia nuestra compañía, o quiere husmear debajo de las mesas del vestíbulo, en busca de las sobras del festín de anoche.
Como respuesta, sólo obtuvo una risita espontánea, proveniente de uno de los hombres situados junto a la ventana.
—Boiny no es el único de los presentes a quien le gustaría comer algo.
Era Dugan quien hablaba.
El mediano, el que tragaba con el apetito más voraz que Magnus hubiera visto jamás en un ser humano.
Un fugaz sentimiento de culpa atravesó a Magnus, que sintió dolor en el corazón.
Suspiró, dándose por vencido.
Tenía suficiente experiencia en el campo de los vencedores como para reconocer la derrota.
Respiró hondo, cruzó la estancia y dio una amistosa palmada a Dugan en el hombro.
—Terminemos con esta farsa. Ve abajo a llenar la barriga —movió la cabeza mirando a Hugh y a Colin, dejando claro que su permiso servía para los tres.
—Y llevaos a papá y a Boiny con vosotros. Yo me quedaré aquí arriba y haré de vigía un rato más.
—¡Ah, claro, y acabaremos pagando carísimo el frívolo empeño de ir abajo a llenarnos de comida, mientras tú intentas evitar el desembarco de la nave y su horda de fantasmas en nuestras costas! —dijo su padre, que se puso lentamente de pie, inflando el pecho—. O peor aún, supongamos que divisas una galera MacLean navegando hacia nosotros, cargada con materiales de construcción de buques. Como te conozco, ¡seguro que ordenas encender una fila de hogueras para ahuyentarla, antes de que llegue a descargar una mísera tabla de madera en nuestras playas!
Magnus cerró los ojos y se apretó las sienes, agobiado. Luego soltó un lento y largo suspiro.
Había llegado la hora de abrir su corazón.
—Si se diera el caso de que Donall MacLean enviara una nueva galera con suministros de madera y otras cosas necesarias, yo... yo no me opondría al desembarco ni al aprovechamiento de los materiales que necesitemos para terminar con la reconstrucción de nuestra flota —cada una de aquellas palabras le sabía a ceniza amarga.
Aunque no fue tan desagradable como temía.
Ni tan difícil.
—Sí, mi orgulloso hijo está siempre ocupadísimo, y no tiene tiempo para ver lo mucho que necesitamos...
Donald MacKinnon se dio cuenta de lo que había dicho Magnus y detuvo su frenético caminar por el cuarto. Con sus ojos azules a punto de salirse de las órbitas, miró a Magnus.
—¿He oído bien, muchacho? —preguntó, al tiempo que alzaba sus tupidas cejas hasta casi fundirse con su cabellera—. ¿Has dicho que aceptarías más regalos?
Dugan y Hugh también estaban atónitos. Ambos permanecían en pie, con los ojos tan abiertos como los de su padre.
Colin Grant estalló en carcajadas.
Y se rió todavía más fuerte cuando Magnus lo miró iracundo.
Ignorando su mirada, el ingrato amigo se apoyó en la pared y se dio una regocijante palmada en el muslo sano.
—¡Ya ve, señor MacKinnon! —el muy descarado se dirigió al padre de Magnus—. Parece que las expediciones clandestinas de su hijo a la Silla de Beldam dieron sus frutos —gritó, casi atragantándose por la risa—. O ha sido eso, o una bonita joven le quitó de la cabeza su maldito orgullo.
El viejo pestañeó.
—¿Pero he oído bien? —inclinó la cabeza hacia un lado y tiró del lóbulo de su oreja como si tuviera dificultad para escuchar cualquier respuesta que Colin fuera a darle—. Me parece que no lo he oído bien. Mis oídos no son lo que eran...
Adelantándose para pasar un brazo sobre los hombros de su padre, Hugh le respondió por Colin.
—Ha dicho que desea que sea una galera cargada de madera y suministros para terminar cuanto antes de reconstruir nuestra flota y... —Hugh miró a Magnus con ojos suplicantes, para que no le contradijese— que si llega a sobrar alguna cosa que no necesitamos para los buques, podríamos aprovecharla para amueblar de nuevo el castillo.
—Sí, eso ha dicho —asintieron a coro Colin y Dugan.
Donald MacKinnon parecía emocionado.
Sus ojos eran ahora muy grandes, y sospechosamente alegres.
Sollozó y pareció más senil que nunca.
—Por todos los santos, creí que no iba a llegar este día... —balbuceó, acariciándose la cara, aún incrédulo.
—Tampoco yo —admitió Magnus, y los echó de la habitación antes de que él también se pusiera a lloriquear—. Ahora, si queréis verme feliz, bajad y quitad de la pared esa estúpida sábana de lino.
Pese a todo, Magnus no podía estar más feliz.
De hecho, en el instante en el que todos salieron de la habitación, su boca se curvó en una sonrisa dichosa.
Y todavía sonreía cuando llegó hasta la ventana para otear a través de la lluvia, a ver si descubría una galera que pudiera estar navegando en dirección a sus costas.
Podría pasarse el día entero sonriendo. Jamás imaginó que podría sentirse tan bien después de dejar a un lado su orgullo.
Un viento hostil la azotaba, implacable. Amicia se envolvió aún más en los pesados pliegues de su abrigo forrado de piel, y aceleró el paso bajo la peor tempestad que se había desatado sobre las Islas Hébridas en muchos años.
No tuvo más remedio que ir a pie, pues hasta el más fuerte de los caballos que había intentado ensillar en el establo de su esposo se resistió a sus intentos de sacarlo del refugio de su caballeriza.
Cada animal que quiso sacar al viento y la lluvia de aquella horrible mañana se había rebelado con tanta vehemencia que Amicia tuvo que desistir. Los caballos relinchaban de tal manera que temió que fuera a ser descubierta su escapada.
Se secó la lluvia de la frente y la cara y maldijo en silencio su poca habilidad para manejar a los caballos.
Y la hora en que aceptó la cita que le pedía Janet.
Pero ahora, llegada más allá de la mitad de camino, no le quedaba más remedio que seguir poniendo un pie detrás del otro hasta llegar a la Silla de Beldam. Era una tediosa empresa que sólo tendría sentido si Janet, en efecto, podía arrojar alguna luz sobre la identidad de la persona que estaba detrás de los agitados acontecimientos que acosaban al clan Fingon.
Pensaba que esa debía ser la razón por la que la joven le había pedido un encuentro tan secreto.
Pero la excursión se le hacía interminable y hubo de obligarse a un gran esfuerzo de voluntad para no darse la vuelta y abandonar su disparatada caminata por la tierra pantanosa, anegada de lluvia y batida por un viento feroz.
Una excursión estúpida, sin duda, con ráfagas de una extraña y pavorosa luz verde delineando la masa oscura de las colinas e iluminando el vasto brezal. Cada destello le recordaba la locura de su escapada y el peligro que podía entrañar. Amicia se estremeció, intentó olvidar el viento que agitaba su abrigo y la intensa lluvia que nublaba sus ojos, que le golpeaba la cara como miles de pequeñas y frías agujas.
Mantuvo la cabeza gacha e hizo un esfuerzo para atisbar algo entre los remolinos de pesada niebla gris; pero no vio nada. Comenzó a maldecir, esta vez en voz alta. Así, por lo menos, se desahogaba, aliviaba su tensión y su miedo. Luego se acomodó la capucha del abrigo, bendiciendo a la vieja Devorgilla por haberle regalado un manto tan grande, tan pesado.
Pero cuando finalmente divisó el montón de piedras grises que formaban el monumento funerario, se le encogió el estómago.
Tal como había prometido, Janet la esperaba. La joven estaba sentada, muy rígida, sobre la silla con runas grabadas. Una capa envolvía su frágil figura y un pliegue de la tela escocesa le protegía la cara de la intensa lluvia.
En lugar de ponerse de pie o alzar la mano para saludar a Amicia, Janet permaneció donde estaba, con sus delicadas facciones desfiguradas por la expresión más dura, por no decir terrorífica, que la recién casada había visto nunca.
Temiendo que sufriera una extraña enfermedad y tuviera dificultad para moverse o hablar, Amicia apresuró el paso. Lo hizo a pesar de que una voz interior le advertía que era mejor correr de vuelta al castillo lo más rápidamente que se lo permitieran sus pies.
Pero una mezcla de preocupación genuina y morbosa curiosidad la impulsó a seguir adelante. Janet estaba poniendo los ojos en blanco y lanzaba miradas de terror y súplica en dirección al camino por el que Amicia llegaba. El sendero que atravesaba los altos páramos y conducía de vuelta al castillo de Coldstone.
Amicia entendió finalmente que su antigua rival la estaba urgiendo a regresar. La avisaba del peligro.
Lo espantoso de la situación quedó aterradoramente claro cuando, ni a diez pasos de distancia del antiguo monumento, un vigoroso brazo tomó a Amicia por la cintura, y la sujetó por detrás, con fuerza irresistible. De inmediato, sintió en la garganta la presión de una fría daga.
—Ah, muchacha, mira que pasear bajo esta terrible tempestad, después de una noche tan llena de felicidad.
Era la voz de Dagda. Su agresor tenía la voz, la misma voz de la gobernanta. Pero en aquella voz tenía a la vez algo horriblemente distinto.
—¿Tú? —presa de un hondo terror, Amicia luchó contra el brazo de la vieja, fuerte como la zarpa de un oso. Sus esfuerzos le costaron un rasguño debajo de la oreja.
Al sentirse herida, Amicia se quedó quieta en el acto, el alma se le cayó al empapado suelo, y sintió que el miedo estaba a punto de acabar con ella.
—Sí, yo misma —Dagda soltó una risa que le heló la sangre—. Yo soy la fuerza que está detrás de los hechos siniestros y las maldiciones que acechan al clan Fingon —dijo, con tono socarrón—. Lo lamento, pero también me llevaré tu abrigo. A ti no te servirá de nada en el lugar al que te diriges, pero su piel de armiño me pagará a mí una vida lejos de estas miserables costas.
Procurando mantener la daga en la garganta de Amicia, la vieja le quitó el abrigo de Devorgilla con increíble destreza, y se cubrió los hombros con sorprendente velocidad, aun antes de que Amicia pudiera esbozar una ahogada queja.
—¡Está loca! —gritó Janet finalmente, recuperada la voz. Aún sentada sobre la Silla de Beldam, tenía las empapadas ropas pegadas a su cuerpo, que temblaba sin control—. ¡Completamente loca! ¡Y quiere matarnos!
Con los ojos muy abiertos y el rostro mortalmente pálido, Janet parecía mucho más trastornada que Dagda. Tenía los brazos cruzados sobre el talle y se balanceaba hacia delante y hacia atrás sobre el asiento de piedra, lamentando y sollozando su miseria.
—Oh, milady, lo lamento tanto... Jamás me imaginé que llegaría a esto... nunca quise...
—¿Yo, loca? —clamó Dagda—. ¿Y quién no se volvería loco tras ver a su joven y amado esposo arrojándose por un acantilado y llevándose a sus dos inocentes hijos consigo?
—¿Cómo? —Amicia pensó girarse de golpe para mirar a la cara a la vieja, pero su instinto de supervivencia y el miedo la disuadieron de moverse. Dagda apretó su cuchillo todavía más fuerte contra la piel temblorosa del cuello de la joven.
—Sí, sí, ¿creías, pobre idiota, que Niall y mis hijos murieron como consecuencia de unas fiebres? —Dagda tenía una expresión confusa, enloquecida—. Bueno, bueno. Lamento tu ignorancia —dijo, y Amicia divisó un destello demencial en sus ojos—. Pero no te preocupes, muchacha. Nadie sabe la verdad, así que no estás sola en tu ignorancia.
Permaneció unos segundos en silencio, con los ojos en blanco, como ida.
—También lamento mucho —dijo de repente, con cierta extraña tristeza en la voz— que tengas que pagar por sucesos con los que no tienes nada que ver. Te había tomado cariño. Pero no hay nada que hacer. Tu desaparición causará un dolor más profundo en el corazón de los MacKinnon que ninguna otra cosa.
Amicia se sintió sobrecogida por el terror. Creyó que el suelo cedía bajo sus pies y se precipitaba hacia un abismo infernal.
—¿Mi desaparición? —dijo con voz trémula, empujando las palabras con una boca demasiado seca por el miedo—. Pero...
Dagda resopló.
—Te lo explicaré todo cuando lleguemos a la playa de los barcos y tu muchachita y tú estéis seguras y cómodas a bordo de una de las nuevas galeras, la que he preparado yo misma.
—¡Dagda ha perforado las maderas, ha roto todo el maderamen! —gimió Janet—. ¡Quiere dejarnos atadas sobre la galera, para que nos hundamos con ella cuando la tormenta la sumerja! ¡Es su venganza contra los MacKinnon! Magnus te perderá y el viejo señor feudal estará convencido de que la maldición ha vuelto a azotar al clan con toda su fuerza.
—Y tú, prostituta charlatana, será mejor que dejes de hablar si no quieres que te tape la boca —los ojos de Dagda brillaron con furia—. Ahora, ven aquí y ata las muñecas de Amicia. La soga está en la camilla escondida al otro lado del monumento. Y ni se te ocurra huir. No llegarás muy lejos, pero aunque lo hicieras, ¿qué crees que harían contigo los MacKinnon cuando les cuente cómo me ayudaste a mantener viva y fuerte la maldición del viejo Reginald?
—Madre de Dios, ayúdanos... Nunca fue mi intención causarle mal a nadie... —dijo Janet, poniéndose en pie de un salto y corriendo al otro lado del montón de piedras.
Reapareció momentos más tarde, arrastrando una improvisada camilla, y con la soga que Dagda le había pedido colgando de una mano.
Lanzó a Amicia una mirada cargada de arrepentimiento, tomó sus manos y las ató con sorprendente rapidez, pues sus dedos temblaban tanto que Amicia había dudado que pudiera siquiera sostener la soga.
—Lo lamento tanto —miró otra vez a Amicia con lástima—. Yo sólo quería a Magnus, ¿sabes? Creí que lo amaba. Ahora sé que nunca lo amé, pero en aquel momento...
—En aquel momento, creíste que si me ayudabas a destruir al clan Fingon, Magnus estaría tan triste y vulnerable que podrías consolarlo —Dagda completó la frase—. Así fueron las cosas, ¿no es cierto? Tú confiabas en que, ayudándome a vengar a mis seres queridos, harías que Magnus dependiera de ti, tanto que finalmente se casaría contigo por pura gratitud.
—Sí, eso es lo que pensé. Dios santo, ¿cómo pude estar tan ciega? —Janet cayó de rodillas, mirando a Dagda con total horror. Torrentes de lágrimas corrían por su rostro—. No pensé que lastimarías a nadie. ¡A nuestra propia familia!
—No llevo en mis venas ni una gota de tu sangre —la corrigió Dagda, valiéndose de la daga para empujar a Amicia sobre la camilla—. Era mi Niall quien estaba vinculado con el clan Fingon. Lo que suponía una ventaja, pues yo me aproveché de ese lazo de sangre y de la tradición hospitalaria de las Highlands para asegurarme un lugar de confianza en esa casa, después de que su intromisión en los mares acabara con la fortuna de Niall y lo empujara a quitarse la vida. ¡La suya y la de mis hijos!
—Tu esposo fue el único responsable de su propia perdición —argumentó Janet, dando la primera señal de temple desde que había comenzado aquella pesadilla. Con mirada ahora furiosa explicó a Amicia lo ocurrido—. Dagda y su esposo vivían en la más inhóspita de las islas. Tras años de intentar ganarse la vida en el mar, su marido quiso mejorar su suerte informando a los ingleses y a sus renegados amigos escoceses, los Balliols, de cualquier actividad leal en nuestras aguas.
Temblorosa, hizo una pausa para secarse la lluvia de la frente.
—Su pequeña isla no tenía más que piedra y arena, pero su ubicación estratégica les permitía obtener información directa del tráfico de galeras, barcos de suministro o mensajeros entre estas islas, Inglaterra y la costa de Irlanda. Cada vez que el esposo de Dagda arreglaba un encuentro secreto con sus benefactores, se topaba con las galeras del clan Fingon y no podía cumplir con sus prometidas tareas de informante. Des...
—Después de un tiempo, dejaron de venir. ¡Y ni siquiera le pagaron una moneda por sus esfuerzos! —Dagda, que había recuperado el hilo de la narración, miró con ira a Janet—. Los MacKinnon y su labor de guardianes de las aguas de esta zona arruinaron la oportunidad de Niall de ganar una fortuna y no le dejaron más salida que quitarse la vida y convertirme en viuda. ¡El clan Fingon me quitó a mi esposo y a mis queridos hijos... mi vida entera!
Amicia se estremeció sobre la camilla. ¿La vieja pensaba arrastrarla por el páramo hasta la playa de los barcos? Cuando ordenó a Janet que también le atara los pies a la camilla, pareció que esa era precisamente su intención.
Aterrorizada como nunca lo había estado, Amicia combatió una irresistible necesidad de vomitar. Luchando por reprimirla, escuchó los desvaríos de Dagda y rogó que Magnus notara su ausencia, y la de Janet y la gobernanta, y saliera a buscarlas con una patrulla.
Rezaba para que así fuera, y las encontrara rápido.
—Pon tus manos detrás de la espalda, muchacha —Dagda arrebató la soga a Janet—. Te las voy a atar, pero no tanto como para que no puedas ayudarme a cargar la camilla hasta la playa de los botes —explicó, atando rápidamente las muñecas de Janet con la pesada cuerda de brezo.
Aparentemente satisfecha con su trabajo, la vieja alzó un pliegue del abrigo de Amicia y se lo puso sobre la cabeza, valiéndose de él para impedir que la lluvia le bajara por la frente.
Para sorpresa de Amicia, la gobernanta se arrodilló junto a ella en el lodazal de turba, con una expresión de remordimiento nublándole la vista.
—Sí, muchacha, lamento de verdad tener que recurrir a tu ayuda para esto —dijo, con una sonrisa triste en los labios—. Pero la ausencia de tan amada esposa hará más ruido que la quema de mil habitaciones vacías y otros tantos asientos de letrina serrados.
Meneando la cabeza, miró a Amicia otra vez, y con cada relámpago de la incesante tormenta, el destello loco de sus ojos se hacía más notorio, más terrorífico.
Pero Amicia no podía verla muy claramente, acostada como estaba sobre la tosca camilla, con la lluvia azotándole despiadadamente el rostro y nublándole la visión. Atada, no podía retirar las gotas de lluvia, que se le acumulaban en los ojos, cegándola.
Pero no tanto como para que el corazón no se le helara de miedo cuando vio el destello plateado de la hoja del puñal que Dagda estaba alzando sobre su cabeza.
—Porque eres de mi agrado, te voy a ahorrar sufrimiento —dijo Dagda, como si estuviera convencida de que, en verdad, matándola la aliviaba—. Tu charlatana amiga deberá sufrir su destino hasta el final. Tú tendrás la fortuna de acabar antes.
—¡No! —un espeluznante grito salió de la garganta de Amicia mientras la daga descendía sobre ella. Era la expresión de todo su terror, del dolor aplastante de una agonía, de la conciencia del horrible sinsentido que implicaba que se acabase así lo que iba a ser el primer día de una vida maravillosa.