7
AMICIA LO MIRÓ FIJAMENTE, NO DEL TODO segura de haber escuchado bien.
Pero la tensión que se mascaba en el aire que mediaba entre ellos lo confirmaba.
De todas maneras, quiso asegurarse de que había escuchado bien.
—¿Estás diciendo que alguien cortó el asiento deliberadamente? —le costaba trabajo hablar. La sorpresa le había dejado la boca seca—. ¿Querían matarlo?
Magnus estaba de pie, con la vista clavada en el hacha que reposaba sobre la mesa. Al oír las preguntas, se volvió.
—Eso he dicho —confirmó con expresión gélida—. Ojalá no fuera así.
Amicia pestañeó, intentando asimilar las noticias y alterada también, no podía evitarlo, por la imponente presencia masculina, tan cerca de ella.
La suave luz de un farol se derramaba sobre la cabeza y los hombros del caballero, haciendo que centellearan sus mechones castaños e iluminando los ribetes plateados de su cota de malla. El dorado resplandor iluminaba también la frente, poderosa y sombría.
Con el pulso acelerado, Amicia lo examinó una vez más. Su proximidad, el simple hecho de estar respirando el mismo aire, la trastornaban. Aquel embriagador perfume masculino, mezcla de lino limpio, cuero y acero lustrado, mandaba excitantes mensajes a las partes más profundas de su cuerpo y hacía que se le aflojaran las rodillas.
Notó que se sofocaba, que el calor la invadía, que todo en el mundo era Magnus y sólo Magnus. No podía combatir el deseo. Aun sin aquella sonrisa de cara encantadora, con hoyuelos, e incluso sin la alegre mirada de su juventud, la suya era una presencia apremiante. Una fuerza y una vitalidad irresistibles manaban de su cuerpo, atormentándola y atrayéndola más allá de lo razonable, de lo conveniente. Lo amaba pese a su expresión adusta.
O tal vez a causa de ella.
En realidad, en su alterada preocupación, Magnus tenía un ardiente atractivo que llegaba al corazón de la mujer, la sumergía en un torbellino de emociones y desataba en ella una abrumadora necesidad de rozar con los dedos la áspera superficie de su rostro. Quería desesperadamente suavizar cada rasgo con la más tierna de las caricias.
Pero volvieron los persistentes recuerdos de las muchas ocasiones en que había intentado tocarlo y fue desairada. Tales evocaciones mitigaron, primero, y frenaron del todo, después, el impulso. Así que se limitó a acariciar sus faldas y se conformó con la decisión de intentarlo en breve, en mejores circunstancias.
Con la ayuda de Dios, y algo de la audacia de los MacLean, tal vez podría acariciarlo antes de lo que ella misma se atrevía a soñar.
Con el corazón exaltado por esa idea, desvió la vista hacia la puerta cerrada.
—Lo que estás diciendo significa que hay traición dentro de estos muros, milord.
—Sí, nos guste o no, así son las cosas —lo dijo con un tono estremecido, como si se resistiera a creer la terrible verdad—. Por mucho que intento buscarla, no se me ocurre ninguna otra explicación —Magnus cerró los ojos por un instante y luego se atusó nerviosamente el pelo—. Hay un demonio viviendo entre nosotros, muchacha. ¿Pero quién es?
Amicia se contuvo durante un instante de enloquecedora indecisión. Creía saber quién podía ser el responsable de aquellos actos. Pero no era el momento de exhibir sus sospechas, a menos que quisiera quedar ante su amado como una bruja celosa.
Se tragó las palabras que pugnaban por salir de su boca, guardó la acusación y rogó que él no la adivinara en sus ojos.
—¿De verdad crees que hay un traidor?
—Sí, lamentablemente —Magnus bajó los ojos, pasó un dedo a lo largo del mango de su hacha—. Y te digo, también, que no creo en maldiciones ni en fantasmas —añadió.
Jugueteó un rato con la mecha de una vela antes de mirar de nuevo a la joven.
—El trabajo de serrar una madera tan fuerte exige un brazo casi tan poderoso como el mío. Y un brazo siempre va unido al cuerpo de un ser humano. De una persona valiente, audaz y lo suficientemente importante como para moverse a sus anchas dentro de estos muros.
Las palabras de Magnus resonaron con fuerza en la mente de Amicia; pero no eliminaron sus sospechas sobre la prima de su esposo. Aquella insignificante mujerzuela bien podía haber engatusado a cualquier tonto para que hiciera lo que ella quería.
Casi convencida, carraspeó, y pestañeó para combatir el efecto del humo que se elevó de la vela apagada por Magnus.
—¿La madera no puede haberse roto sola? Por un fallo natural... ¿No tendría algo podrido dentro? —trataba de aferrarse a otras posibilidades, que sabía remotas, sin embargo—. Una vez, en Baldoon, y en pleno desfile navideño, una mesa se partió en dos. ¿No puede...?
—No, muchacha, no cabe ninguna duda —Magnus negó con la cabeza—. Los trozos del asiento tenían las marcas de una sierra. El bribón que lo hizo no sólo tenía brazos fuertes, sino que además, por las señales que quedaron, sabemos que lo guiaba una rabia frenética.
Con el rostro serio, Magnus fue hasta el alféizar de la ventana, donde ignoró los bancos enfrentados, recientemente cubiertos con mullidos almohadones finamente bordados. Se paró de espaldas a la dama, mirando los remolinos de niebla mortecina que flotaban frente al arco de la ventana.
La brisa nocturna, cargada de olor a lluvia, le acarició el cabello. Mientras tanto, la luz de una antorcha cercana hacía brillar sus hermosos mechones dorados, y a Amicia le ardían los dedos por las ganas de acariciarlos. Un deseo feroz, casi irresistible, reavivó el fuego de innumerables noches de anhelos juveniles.
Intentando salir de su estado, casi hipnótico, Amicia se agarró las manos y respiró hondo antes de hablar.
—Si hay alguien con un corazón tan retorcido, ruego a Dios que descubras su identidad cuanto antes. Por el bien de todos nosotros.
—No te preocupes, lo haré —respondió sin mirar hacia atrás—. Ese cobarde estará muy pronto en el foso más profundo de Coldstone, arrepintiéndose de haber nacido. O tal vez debería llevarlo hasta el acantilado para que se hunda de cabeza en el mar, del mismo modo en que él esperaba que alguno de nosotros se precipitara en el pozo negro —apretó los puños con rabia—. Por mi vida, Amicia, te juro que no permitiré que nadie te haga daño.
A la joven se le paró el corazón al escucharlo pronunciar su nombre sin el formal lady delante. Fue un primer triunfo que ella celebró íntimamente. También se sintió invadida por el más dulce de los placeres por el fervor con que él había dicho que iba a protegerla.
—Tengo fe absoluta en tu protección —dijo Amicia, derritiéndose. Un mar de imágenes preciosamente guardadas le inundó el corazón—. Tal vez no debiera confesártelo, pero la verdad es que hace mucho tiempo que admiro tu fuerza y tu destreza, Magnus MacKinnon.
—Te... lo agradezco —respondió el caballero, con extraña gravedad en la voz.
El resplandor del brasero reveló un tenue matiz rojo en sus mejillas. Tal vez era un signo de cuan incómodos le resultaban sus cumplidos; o quizás de cuánto le gustaban.
Amicia prefirió la segunda posibilidad.
Con creces.
Cuando lo miraba, le parecía que el anillo de zafiro se calentaba en su dedo. La posibilidad de que fuera así, real o imaginaria, le dibujó una sonrisa en el corazón.
—Recuerdo que, desde que eras muy joven, siempre ganabas las competiciones de fuerza en las que participaban nuestros clanes —le recordó, animándose.
Mientras esperaba una respuesta, dibujó con su pulgar círculos sobre el anillo. Se diría que intentaba asimilar el coraje y la osadía encerrados en la piedra.
—Seguro que siempre abandonaste el campo como ganador, como campeón.
—Oh, no, mujer. En eso te equivocas —replicó, volviéndose hacia la ventana, hacia la oscuridad de la noche neblinosa—. En una ocasión perdí un concurso de tiro con arco al fallar horriblemente. Me desvié mucho del blanco. Pero eso fue hace muchos años, y ya no tiene importancia.
El suave tono de voz que ahora usaba tenía un raro toque de nostalgia.
—Pero ahora, en el presente, puedes estar segura de que no fallaré, que cuidaré de tu seguridad con todas mis fuerzas y hasta mi último aliento. Eso es tan cierto como que a la noche le sigue el día.
El juramento y, aún más, el acento apasionado que resaltaba su voz ronca, hicieron que Amicia se estremeciera. A decir verdad, aunque se sentía muy halagada, no quería que él luchara por ella. Era ella quien quería protegerlo. Ponerlo a salvo de cualquier oscuridad, de cualquier peligro.
Amicia se resistía a la idea de ser una carga para Magnus.
Una más, entre las muchas que ya pesaban sobre sus hombros.
Ella ardía por una sola razón.
Por su amor y su adoración.
Por una oportunidad para ganarse su corazón.
Haciendo un esfuerzo, retiró los ojos de sus anchas espaldas, cubiertas por la capa. A menos que la vista se le hubiera debilitado desde su llegada a la isla de los MacKinnon, le pareció que las espaldas de Magnus se habían cargado significativamente. Se diría que le costaba soportar tanto peso y, maldita fuera su larga lengua, temía que se debiera a algo de lo que ella había dicho.
O tal vez le deprimían los juegos de ojos que ella le había estado haciendo desde que irrumpiera en su habitación. Miradas coquetas que lanzaba a pesar de sus esfuerzos por conservar una conducta decorosa, propia de una lady.
Trataba de dominar los deseos que ardían dentro de ella con una pasión tal que bien podría prenderle fuego a un bosque.
Con un nudo en la garganta y los ojos velados por la frustración, Amicia se volvió hacia la mesa y dirigió la vista a la hoja brillante del hacha. El acero pulido reflejaba vivamente la luz de las velas, y su filo no dejaba ninguna duda sobre el daño que podía hacer.
Igual ocurría con la enorme espada que le colgaba del cinto y las temibles dagas que se adivinaban bajo la cota. ¡Si hasta llevaba una escondida en la bota!
Amicia le lanzó otra mirada, observó de nuevo las armas, un auténtico arsenal, y sintió que la ansiedad le oprimía el pecho, ocultando las demás sensaciones.
Las otras preocupaciones le parecieron baladíes.
Todas excepto una.
Miró nuevamente hacia la puerta, bien asegurada.
¿Tenía Magnus la intención de dormir en aquel aposento? ¿Tal vez en su hermosa cama nupcial con dosel, a su lado?
Con el corazón revolucionado, lo miró intensamente por un momento, antes de dar el primer paso sobre el suelo cubierto de pieles.
Tenía que preguntarlo.
Aunque lo que se encontrara fuese otra vez su rechazo. La cálida y placentera sensación que se extendía por su vientre ante la idea de acostarse con él exigía que buscara respuesta
Así que se dejó llevar por lo que ordenaba la caliente excitación, hacia cuya causa avanzó, un osado paso tras otro.
Fuera o no apropiado, fuera o no oportuno, la pasión física que la consumía acabó con el último rastro de su decoro.
¡Ningún MacLean permitiría que el decoro o el peligro se interpusieran en el camino del deseo!
Y ella era una MacLean de una pieza.
Valiente y decidida, aunque ahora las rodillas le temblaran un poco.
Se aproximó, con la frente alta y los hombros derechos, con el corazón golpeando contra las costillas. ¡Dios, si hasta podía escuchar la sangre rugiéndole en los oídos!
Incluso Boiny, que hasta ese momento había estado hundido en su sueño canino, alzó la cabeza gris para mirarla con sus curiosos ojos nublados, como si él también, pudiera escuchar el martilleo del corazón y el bramido de la sangre.
Únicamente Magnus parecía ajeno al arrebato.
Estaba de pie, en un rincón apartado, y su soberbia altura se dibujaba contra el arco gris de la ventana, con el perfil iluminado por la luz de la luna, suavizado por las sombras.
Por un instante, la extraña penumbra del alféizar borró las apretadas líneas que la tensión trazaba en su rostro y permitió vislumbrar al Magnus de otro tiempo, al joven hermoso, lleno de carácter y de vigor. El gallardo joven campeón de la sonrisa picara que había encantado a todas las muchachas y se había ganado el afecto de Amicia.
Un afecto eterno que fue creciendo año tras año.
Un lazo indecible, que ahora la consumía.
Según llegaba hasta él, Amicia aflojó la marcha, saboreando los recuerdos que aquella imagen había despertado en ella. De pronto le dio pena romper el hechizo de la visión. Pero, igual que el viejo Boiny, Magnus la había oído acercarse, y se volvió para mirarla de frente, contemplándola con ojos llenos de luz y alegría y mostrando su mejor sonrisa, la que hacía surgir los hoyuelos.
Hasta que el rojizo resplandor del fuego de la habitación rompió de repente el encanto de su corazón anhelante.
Amicia, sin saber muy bien por qué, se quedó sin aliento, y sus ojos se dilataron, mientras los de él se estrechaban con visible consternación.
—Te has puesto pálida como la luna —dijo Magnus, y su mirada y su voz le hicieron cosquillas en todo el cuerpo.
—¿Piensas pasar la noche aquí... conmigo? —soltó ella, pese a sus dudas, antes de que su espina dorsal se derritiera, se escurriera de su cuerpo para formar un charco a sus pies.
—Creía que era obvio —dijo él, dando dos pasos—. ¿Por qué, si no, habría trabado la puerta?
Amicia tomó aliento, deseando que los nervios no la hiciesen tartamudear.
—Perdón, no he formulado correctamente la pregunta. ¿En qué lugar de este cuarto piensas dormir, si es que puedo saberlo? —preguntó de nuevo, haciendo especial énfasis en las palabras «qué lugar».
—No donde tú estás pensando —aclaró, y sus ojos se iluminaron fugazmente al pasar sobre la imponente cama con baldaquino, situada al otro lado de la habitación.
Magnus puso las manos sobre sus hombros, y la intimidad de ese simple contacto, aun a través de las ropas, llegó hasta ella como una corriente misteriosa.
—No te preocupes. Puedes estar tranquila esta noche. Ya habrá tiempo para los... deberes matrimoniales —comenzó a darle masaje en los hombros, y aquel contacto y la mención a su unión, aunque sólo tácitamente formulada, la deshicieron por completo y provocaron que su respiración se convirtiese en jadeos cortos, superficiales.
Casi obscenos.
Pero el calor y el interés desaparecieron enseguida de sus claros ojos azules, que recuperaron el aspecto duro, implacable.
—Hay suficientes adornos y pieles en la habitación como para hacerme un camastro más que confortable. En verdad, he pasado los últimos tres años haciéndome la cama en el rústico brezal, sin más elemento de abrigo que la capa.
Como una buena MacLean, Amicia aprovechó el pie que el comentario le daba.
—Podemos compartir la cama... no me importa —ella misma se sorprendió de tanta osadía. No daba crédito a su descaro, pero se sentía orgullosa de su valor.
Durante un esperanzador momento, la excitación la atravesó como un rayo, pero Magnus se encargó de enfriarla dando un paso atrás, hasta dejar entre ambos un metro de distancia.
—Eso no sería prudente —dijo, colocándose la capa, que estaba un poco caída—. Verás, me tengo que levantar antes del amanecer y no quisiera interrumpir tu sueño.
—Entiendo, milord —dijo Amicia, llena de vergüenza.
Muy tenso, Magnus fingió concentrar toda la atención en quitarse inexistentes pelusas de la ropa.
—No saques conclusiones de lo que ves, o crees ver. Eso no es necesariamente la verdad del asunto, muchacha.
—¿No? —Alzó las cejas—. ¿Entonces cuál es, milord?
Él pareció muy incómodo.
—Que quiero levantarme temprano para empezar a buscar a ese bribón...
—No necesitas buscar demasiado. Juraría que no fue otra que Janet —soltó, despechada, dolida y frustrada.
—¿La pequeña Janet? —Magnus la miró boquiabierto, con un sello de incredulidad grabado sobre su hermoso rostro—. No. Estás muy equivocada, muchacha, eso te lo aseguro.
Magnus casi bramaba, lleno de perplejidad.
—¿No escuchaste lo que te dije? A quienquiera que esté detrás de estos funestos hechos lo impulsa el odio. La mayor furia de Janet es incapaz de causar más problemas que los que causa un gatito.
Agobiada por un calor intenso, Amicia hizo un esfuerzo por borrar el rostro de la joven de su mente, pero la fastidiosa imagen perduraba, burlándose de ella con todo su frágil y rubio encanto.
—Un gato será quizás muy pequeño, pero puede tener garras extremadamente afiladas —argumentó bruscamente Amicia, sintiéndose grotescamente torpe, con el vestido desarreglado y el cabello suelto y enredado—. Tal vez eres tú el que se equivoca —remató, mirándolo casi con odio.
Una expresión grave se apoderó del rostro de Magnus, que desvió la mirada.
—Últimamente me he equivocado en muchas cosas, seguro. Pero Janet es de mi familia. No puedo sospechar de ella.
—¿Hay alguien bajo este techo que no pertenezca a tu familia?
Touché.
—No, nadie —reconoció, frotándose la barba cobriza—. De cualquier manera, es una locura sospechar de Janet.
Amicia reprimió un resoplido de indignación.
—Tu prima está muy enfadada, y sin duda es menos delicada de lo que parece. Yo os aconsejaría a ti, o a cualquiera que se ponga en el camino de su ira, que tengáis el mayor de los cuidados.
Magnus se pasó una mano por los ojos y negó con la cabeza.
—No, no puedo creerlo. No lo creeré de nadie que lleve en las venas sangre MacKinnon.
—Entonces, tal vez debas buscar entre tus fantasmas —dijo, sacando a relucir el mal genio de los MacLean.
—¿Entre mis fantasmas?
—Reginald de las Victorias y su señora esposa, para empezar —gritó a Magnus, que estaba demasiado afligido como para poder disimular la rigidez de sus rasgos, el tic incontrolable de su mandíbula.
—Dagda me dijo que honran con su presencia precisamente este cuarto —declaró, con las mejillas encendidas—. Tal vez sea un buen lugar para empezar la búsqueda.
Amicia se encaminó hacia la gran cama y levantó el opulento cobertor por uno de sus extremos.
—Tal vez estén escondidos en la cama. Su cama.
—¿Su cama? —soltó un resoplido—. No me cabe ninguna duda de que este armatoste es muy antiguo y está en esta habitación desde hace muchos años —reconoció, hablando como si las palabras le dejaran un gusto amargo en la boca—. Y sé que a Reginald le hubieran atraído los encantos que la adornan desde tu llegada, pero me tragaría la espada si alguien demuestra que pasó alguna noche sobre esta cama. Ni con su señora esposa ni con ninguna otra mujer.
Amicia soltó el cobertor y se sacudió las manos.
—¿Entonces Dagda me mintió?
—Dagda es una vieja chismosa, y es una pena que no sea un hombre. ¡Con la labia que tiene habría sido mejor cuentista que mi hermano Hugh!
Magnus se cruzó de brazos y dirigió a la joven una mirada penetrante.
—Espero que tengas suficiente cabeza como para no creer en esas palabrerías.
—Si no crees en la tradición, ¿por qué no permitieron que se extinguiera el fuego del hogar de este cuarto desde aquellos días? Tu propio padre me contó que los carbones se mantuvieron encendidos aunque nadie usó esta habitación durante siglos.
Magnus lanzó un gran suspiro.
—Por lo que sé, todos los fuegos de los hogares de esta zona se mantienen vivos. ¿O acaso no has visto a las viejas criadas merodeando bien entrada la noche, enterrando trozos pequeños de carbón al rojo vivo en las cenizas, para tener una brasa con la que encender la llama por la mañana?
Touché.
En efecto, la mayoría de los clanes se jactaban de que sus fuegos estaban encendidos desde que había memoria de esa familia. Y hasta una tradición antigua rezaba que los seres del más allá fruncen el ceño ante una casa cuyo fuego no puede mantenerlos abrigados durante las oscuras noches de las Highlands.
Sí, la tenía acorralada. No le quedó más remedio que asentir, en silencio. Y dejar que el gesto, mezcla de ira y resignación, expresara lo que no decía con palabras.
Para su sorpresa, los ojos de Magnus brillaron divertidos, en lugar de ensombrecerse por el enfado.
—Así que ahórrame el lado fantasmagórico del asunto —le dijo, como si hubiera leído su mente—. Los dos sabemos que la razón de que existan esas costumbres es el bienestar del cuerpo en las mañanas heladas.
Hizo un gesto hacia el hogar y su suave hoguera de turba.
—En cuanto al fuego de este aposento, seguro que mi padre y Dagda conservan la tradición, pero no porque teman la ira de los espíritus, sino porque disfrutan creyendo en cuentos chinos. En la magia.
—¿Y tú no?
—¿Me preguntas si creo en la magia? —el brillo de sus ojos desapareció, lo que fue una respuesta tan elocuente como una declarada negación.
—Trajiste a tu amigo hasta aquí para que se sentara sobre la Silla de Beldam —prosiguió la mujer—. Luego debes creer en sus poderes...
—Yo no reniego de la eficacia de los milagros y las prácticas milenarias —regresó a la mesa y se sirvió otra copa del potente vino de Rhenish—. Pero, simplemente, creo más en la fuerza de mi brazo, en el acero de mi espada y en lo que puedo ver con mis propios ojos.
—Pero...
—He visto la magia de la Silla de Beldam, mujer. Por eso traje a Colin hasta aquí —agitó suavemente su copa de vino—. Y porque tiene un corazón más confiado que el de mi padre y Dagda juntos.
—¿Y tú, sir? ¿Tú confías en tu corazón?
—Si le preguntas a Colin, te dirá que vio islas encantadas surgir de la superficie del mar, para luego desaparecer en un abrir y cerrar de ojos —dijo, como si no hubiera escuchado su pregunta, o como si hubiera preferido no hacerlo—. También jurará que una buena cailleach puede convocar una tormenta con un hechizo. O invocar las olas más grandes, las que romperán contra las ventanas de las torres del castillo más alto.
—¿Lo que estás diciéndome, pues, es que la Silla de Beldam curará a Colin porque él cree en ella?
—Por eso o por su propia voluntad de recuperarse para poder hacer el debido cortejo a mi pequeña prima, la gatita —encogió sus grandes hombros—. Está loco por ella.
Amicia se enfadó.
—Entonces deberías advertirle que tenga cuidado con sus garras.
Dándose la vuelta antes de que él respondiera, se dirigió hacia las ventanas altas y abiertas. Le oía a sus espaldas, tirando de los cobertores de la cama, e imaginó que pensaba usarlos para armar su camastro.
Pero si se daba la vuelta para mirar, estaría perdida.
No sabría controlarse.
Mejor sería llenarse los pulmones del helado aire nocturno y dejar que su frío abrazo apagara algo de la ira y la pasión que la atravesaban como rayos.
Que el fresco extinguiera el calor de su pasión.
Humillada como nunca lo había estado en su vida, Amicia aspiró grandes bocanadas de aire frío, pero el ronroneo de la voz de su rival aún rechinaba en sus oídos. Las veladas burlas de la otra mujer arrojaban puñados de escarcha sobre cada llama a la que ella trataba de aferrarse desde el instante en que Magnus irrumpiera inesperadamente en la habitación.
Y cuando recordaba el motivo de su presencia, la agobiaba la culpa por haberle contestado de forma tan seca.
Pero no se sentía culpable por acusar a Janet MacKinnon.
Eso no podía evitarlo.
Y menos después de que Magnus se refiriera a ella como «la pequeña». O, todavía peor... como «gatita».
Daba igual que Colin Grant la deseara.
Caminó por la habitación sintiendo que la sangre hervía en sus venas, con los nervios demasiado alterados para intentar siquiera quedarse quieta un instante. Él, en cambio, parecía haberse vuelto de piedra.
De hecho, se había montado un camastro de confortable apariencia, cerca del hogar, y estaba plantado frente a él, con los brazos en jarras.
Y, que el diablo la llevara por pensar en ello en un momento tan serio, pero, bajo la parpadeante luz del fuego, Magnus parecía a la vez magnífico y vulnerable, arrebatador, con aquel atavío de caballero.
Sobre todo, parecía vulnerable.
Porque sus ropas de guerra no casaban con las pacíficas galas de la habitación ricamente amueblada.
Que Dios la perdonara, pero, cada vez que lo miraba, aquel aire de vulnerabilidad se deslizaba un poco más bajo su piel y apretaba todavía más los invisibles cordones dorados que envolvían su corazón tontamente enamorado.
Sentía una tentación grande, que disipaba su enfado tan rápido como había aparecido, y la hacía arder por el deseo de correr hacia él y despojarlo de cada uno de los ridículos adornos de caballero que llevaba adheridos a su magnífico y robusto cuerpo.
Se le escapó un gemido nada propio de una lady. Inmediatamente se tapó la boca, deseando que él no la hubiera escuchado.
Fue un gemido imposible de contener.
La imagen de Magnus desnudo frente a ella, caballerosa o no caballerosamente, con erección o sin ella, era una idea demasiado fuerte. Una fantasía que amenazaba con volverla loca.
Se le secó la boca. Se moría de deseo. Quería verlo desnudo, en todo su esplendor.
Se moría por tocarlo.
Por pasar sus dedos inquisidores por... por donde él era más hombre.
«Señor, ten piedad de mí», dijo para sí. Suspiró y se abanicó con la mano mientras paseaba, como enloquecida.
Calentada con aquellas lascivas ideas más que si hubiera estado bajo el fuego de diez hogueras, se pasó el dorso de los dedos por la frente empapada. Luego se quitó el chal arrojando sus pliegues de lana sobre un banco de tres patas.
¡Le daba igual que a sus pezones se les ocurriera asomarse otra vez por el gran escote del vestido!
Al menos tenía pezones, y de buen tamaño, gracia de la que dudaba mucho que su rival pudiera jactarse.
Aquella pequeña victoria la mantuvo a flote hasta que se le ocurrió bajar la vista. Su vestido de talle bajo no sólo llamaba la atención sobre la generosa curva de las caderas, sino también sobre aquel pequeño rollito de carne visible sobre su cintura.
Haciendo un esfuerzo para que no se notara, metió tripa. Y cruzó la habitación hasta que estuvo al lado de Magnus.
—¿Entonces piensas dormir aquí? —señaló la pila de cobertores y pieles, y una almohada que había sacado de la cama.
—Esta noche, sí. Ya te lo he dicho. Hoy podrás descansar en paz.
«¿Y si no quiero descansar en paz?», pensó.
Su caliente sangre MacLean casi la hizo pronunciar aquellas palabras. Pero como su mayor ambición era salir victoriosa a la larga, apretó las manos sobre el vestido y dijo lo primero que le vino a la mente.
—Tú dijiste que la mujer de Reginald estaba predestinada. ¿Por qué?
«Porque estaba enamorada de un hombre cuyo orgullo estaba escrito que la llevaría a la perdición», respondió el corazón de Magnus. Pero su boca no se abrió.
La miró. Aquella inocente pregunta había sido como un golpe en el estómago.
Su instinto le advertía que no era bueno aventurarse ni en broma en aquellos cuentos antiguos de leyenda y maldición; pero su rectitud no le permitía mentirle a Amicia.
—¿Qué has escuchado sobre la leyenda? —replicó al fin, centrando toda su atención en el rostro de Amicia, en vez de mirar el atractivo temblor que se extendía tan amorosamente sobre la hinchazón de su escote.
—Muy poco —confesó ella con tono malhumorado y un destello de rebeldía en los ojos—. Nadie parece querer hablar de ello, salvo para emitir suspiros o lamentar secretas tragedias.
—Es que fue realmente una tragedia. Una historia triste y lamentable. Escucharla sólo te afligiría —aseguró Magnus, esperando disuadirla.
Pero sus palabras tuvieron el efecto opuesto, pues ella adelantó el mentón y el destello en sus ojos se volvió vehemente.
—Si voy a ser la señora de esta casa, debo conocer el alma de Coldstone. Lo bueno y lo malo de esa fortaleza.
Y luego sorprendió a Magnus, tomando con las manos las tazas de sus pechos y alzándolos, ofreciéndole su gracia. Al menos eso fue lo que pensó él hasta que ella señaló las manchas de sudor seco que arruinaban con sus aureolas blancas la tela del vestido.
—¿Ves estas manchas? —le preguntó, y su firmeza era una invitación a decir la verdad.
«Lo que veo son las mitades superiores de los dos pezones más grandes y tentadores que jamás había contemplado», pensó. Se controló como pudo y asintió con la cabeza.
—Sí, las veo, las manchas, quiero decir. ¿Qué pasa con ellas?
Amida respiró hondo y con eso quedó al descubierto un poquito más de la excitante visión. Al instante, una súbita tensión le contrajo las ingles, pero Magnus logró sofocar la urgente erección, dejándola para un momento más apropiado, si es que llegaba alguna vez, de lo cual tenía serias dudas.
—Tengo estas manchas porque estaba un poco agitada hace un rato —la chica entornó los ojos, esperando un comentario de Magnus.
Como él optó por un prudente silencio, ella prosiguió.
—Pocas muchachas andarían de acá para allá enfrascadas en actividades poco femeninas, hasta acabar con este aspecto. Ni tampoco muchas mujeres de buena cuna se dejarían ver en un estado tan poco favorecedor.
¿Poco favorecedor?
Magnus casi soltó un grito, y lo habría hecho de no encontrarse de tan mal humor. Ella podía presentársele manchada de estiércol y cubierta de plumas de ganso, que igualmente le parecería la mujer más atractiva sobre la que jamás se hubieran posado sus ojos.
La más deseable.
Su simple contemplación era para él un placer irresistible... cualquiera que fuese la forma en que se presentara ante sus ojos.
Aunque jamás lo admitiría.
—Las manchas no importan —fue lo mejor que pudo decir sin comprometer su orgullo.
—Pues te equivocas, porque importan, y mucho —la hermosa joven hablaba con los ojos oscuros encendidos por el resplandor de las velas—. Importan porque prueban que soy más fuerte... que la mayoría. No me acobardaré ni temblaré ante los secretos y pesares de tu familia. No pueden ser más graves que los que pesan sobre mi propio clan.
Magnus se puso en guardia; no le gustaba el camino por el que ella se adentraba.
—¿De veras?
Ella asintió, claramente satisfecha.
Un súbito temor empezó a morder las entrañas de Magnus. Su instinto le avisaba del riesgo de lo que ella podría hacer con aquella historia cuando la hubiera escuchado entera.
Cómo la usaría.
Amicia se acercó, toda curvas, toda luminosa piel. Su vitalidad y aquel perfume femenino con un suave matiz dulce fueron armas demasiado poderosas.
Si seguía acercándose, él perdería toda su fortaleza. Ya temía que se le doblaran las rodillas en cualquier momento.
Con una mirada que delataba que era consciente de su fragilidad, Amicia pasó suavemente las yemas de los dedos por la malla de su pecho.
—¿Me lo contarás? —su voz era una sensual caricia de mujer, que lo enamoraba tanto como las tentadoras formas de sus pechos—. Háblame de tu antepasado y de su mujer.
Magnus no pudo, en realidad ni lo intentó, reprimir un gemido.
—Sí, claro —dijo, y sus orejas ardieron—. Pero sólo después de que te hayas metido en la cama y yo me haya instalado en mi camastro.
—Como quieras —aceptó, acompañando las palabras con un gesto despreocupado de los hombros.
Pero cuando él estaba tomando un respiro de alivio, Amicia minó su pequeña victoria llevando unos dedos sorprendentemente habilidosos a los cordones de su corsé. Suelto y escotado como ya estaba, ella lo abrió todavía más, antes de que Magnus pudiera siquiera soltar el aire que había aspirado.
El caballero, atónito, dejó escapar una exclamación. Al oírla, Amicia le clavó una mirada cómplice y se bajó el vestido hasta la cintura.
—Ya te he dicho que soy de buen corazón —dijo mientras soltaba los tirantes de la camisola—. Como ves, tampoco soy tímida. Puedes estar seguro de que no habrá nada que me digas, o que me pidas, que yo considere excesivo.
Magnus inclinó la cabeza y notó que el cuello y todos los miembros, incluso el que no es decoroso mencionar, estaban demasiado rígidos.
Ella estaba lanzada.
—No podría negarte nada, sir.
El ardiente clima que reinaba en la habitación se incendió cuando ella se quitó la corta envoltura de sus enaguas, hasta que sólo la brisa nocturna y los fascinados ojos del caballero tuvieron contacto con sus pechos.
Turgentes, de generosos pezones, brillantes bajo el resplandor del fuego del hogar, se balancearon un poquito cuando se soltaba las prendas. Y lo hicieron todavía más cuando ella alzó los brazos y comenzó a tirar de las horquillas que le sujetaban las trenzas.
Aquel movimiento provocador envió lujuriosos dardos, que hicieron blanco entre las piernas de Magnus. Cada movimiento le robaba el aliento y lo dejaba helado. Los pezones de Amicia comenzaron a contraerse, y los círculos de sus aureolas se fruncieron, hasta quedar deliciosamente firmes.
—Santo Dios —exclamó cuando aquellas puntas endurecidas crecieron, como si avanzaran hacia él en busca de sus caricias, sus besos.
Temeroso de que en poco tiempo fuera él quien empezara a suplicar, se mordió con tanta fuerza los labios que notó el sabor de la sangre. Pero el cielo debió de compadecerse, pues la conciencia de la intensidad de su deseo rompió el hechizo de repente.
Reaccionó. La idea de que estaba a punto de lanzarse y poseerla, allí mismo, en aquellas circunstancias, le devolvió la cordura en el último instante.
Para resistir la tentación, se puso a merodear por la estancia, apagando las velas una por una. Miró el cirio que parpadeaba, inocente, en la mesa situada junto a la cama. También apagaría aquella llama, pero cuando lady Amicia estuviera cómoda y protegida en su gran cama con dosel.
Mientras tanto, Magnus extinguió cualquier otra fuente de luz, oscureciendo todavía más el cuarto, hasta que lo único que iluminaba la tenebrosa penumbra fueron el suave resplandor del fuego y el diminuto brasero.
A sus espaldas, ella también iba de un lado a otro, doblando los cobertores, una tarea que no parecía estar ejecutando con demasiada prisa.
Pero Magnus no tenía intención de mirarla para cerciorarse. Estimó más prudente trajinar, resistirse, no sólo a ver, sino a imaginar siquiera el voluptuoso cuerpo de ella tentadoramente desplegado sobre las sábanas de lino.
Por fortuna, su miembro viril parecía apaciguarse Pero bastaría con un solo vistazo, aunque fuera muy fugaz, de aquella piel blanca, para que se encontrara sumido de nuevo en la peor de las agitaciones.
—Estoy en la cama, sir, y... tapada.
Las palabras surgieron de la penumbra, dulces como siempre, pero con un leve matiz desafiante.
Y hasta aquella insinuación de rebeldía envió otra señal de alarma a sus partes bajas. ¿Se habría despojado de todos los vestidos? ¿Tendría la audaz dama otros sensuales encantos a la vista?
Al preguntárselo, el pene se le endureció más que la empuñadura de la espada. No pudo resistir más y se dio la vuelta para encararla. De inmediato se enfrentó a su provocación erótica.
En realidad no podía ver demasiado, pues estaba enterrada bajo un montón de pieles y almohadas.
Había apagado el cirio, pero por las cortinas abiertas se filtraba el resplandor necesario para revelar una sensual chispa de humor en sus ojos oscuros. Parecía que estaba mordiéndose el labio para contener la risa.
Fueron breves, pero reveladores destellos de aquel espíritu indomable, que llenaron el cuerpo del caballero de un calor tan glorioso como el fuego que lo había atravesado cuando vio los pechos balancearse desnudos.
Por un instante, disfrutó de aquel calor. Luego, con un pesado suspiro, atravesó la habitación para buscar refugio en el baño de fría luz de luna que proporcionaban las ventanas abiertas.
Si tenía suerte y la Providencia se apiadaba de él, el frescor de la llovizna, el silbido hueco del viento y la prudente distancia que había puesto entre él y la cama le ayudarían a salvar la situación.
Estaba tan excitado que sentía un malestar físico, una especie de pellizco en cada rincón de su cuerpo. Alzó la vista hacia la techumbre atravesada por vigas negras y comenzó el relato de la leyenda.
—El primer patrono de este castillo, Reginald de las Victorias, era manco —las primeras palabras provocaron una aguda exclamación de su esposa.
—Pero me contaron que era un formidable guerrero —argumentó Amicia desde la cama— ¿Cómo es que...?
—Fue un hombre muy apreciado en todos los terrenos. Se le consideraba el guerrero más diestro de todas las islas —confirmó Magnus—. Pero la vida es implacable, y siempre llega el día en que el mejor de los mejores se encuentra con alguien todavía más capacitado. Ello le costó a Reginald su brazo derecho. Desde aquel día dejó de ser un hombre cabal.
—¿Estaba casado cuando perdió el brazo? —preguntó Amicia incorporándose. Se esforzaba para vislumbrarlo entre la penumbra—. ¿Ésa es la parte triste de la historia? ¿Que su esposa dejó de quererlo?
—No, todo lo contrario: ella lo amaba profundamente. Ahí residió la tragedia: él no podía creerlo.
—¿Porque su orgullo no se lo permitía?
—Eso dice la leyenda —admitió Magnus, pasándose una mano por la cara—. Estaba recién casado y construía esta fortaleza cuando le cortaron el brazo en el fragor de una batalla. Aunque siempre había sido un hombre apuesto e ingenioso, y de naturaleza alegre, se hundió en la amargura.
Amicia se irguió todavía un poco más, pero manteniendo aún su desnudez bien oculta tras los cobertores.
—¿Pero no dejó la construcción de la fortaleza?
—Oh, no. Siguió con ese empeño —Magnus fijó la vista en la lluvia que caía, para no mirar a la tentadora cama—. No ahorró ni un gasto ni un esfuerzo; su propósito era construir la fortaleza más bonita de las islas, por no decir del mundo.
Soltó un suspiro, pues no le gustaba lo que tenía que contarle a continuación.
—Reginald quería impresionar a su nueva esposa, ¿sabes? Temía que ella no lo amara si no le regalaba el hogar más grandioso que su dinero y su prestigio pudieran ofrecerle.
—Pero tú dijiste que ella lo amaba profundamente.
—Y así era —Magnus suspiró otra vez—. Con todo su corazón.
—No le importó que su amado perdiera un brazo —dijo Amicia, que ahora afirmaba en vez de preguntar.
—No, no le importó nada. Pero ella tenía dudas del amor de Reginald, aunque los seannackies9 cuentan que él también la quería profundamente—. A Magnus comenzó a revolvérsele el estómago. Llegaba a la parte del relato que temía contarle a ella, precisamente a ella— se dice que él nunca le habló a su esposa con el corazón, que jamás dejó al descubierto sus sentimientos más íntimos. Solamente parecía anhelar la construcción de este castillo.
Magnus dedicó a la mujer una intensa mirada, e inmediatamente deseó no haberlo hecho, pues su cabellera estaba desordenadamente suelta sobre los hombros. Los rizos largos, negros y seductores lo atraían de forma indecente, demandando una lujuriosa atención.
Procuró resistir una vez más sus impulsos carnales. Vio que ella le miraba con cara de sorpresa, pero sabía que su corazón femenino intuía el final de la historia.
—No se sentía amada —dijo Amicia, confirmando la intuición. Le temblaba la barbilla en un intento de reprimir el llanto—. Ella desconocía la razón por la que Reginald se había obsesionado tanto con la construcción del castillo, y él nunca se la dijo.
Magnus apretó los dedos contra la piedra fría y húmeda de la moldura de la ventana, y un escalofrío intenso le subió por la espalda.
—Cada amanecer los encontraba más enamorados y, sin embargo, también un poco más distantes —dijo, parafraseando la descripción que Hugh había hecho de la pareja—. Con cada nueva piedra, la mujer de Reginald, Margaret, lejos de demostrar reconocimiento y devoción, se ponía cada vez más triste.
—¿Y ella tampoco le hablaba de sus sentimientos?
—Más veces que estrellas hay en el cielo —otra cita de Hugh—. Pero siempre que lo hacía, o le suplicaba que le abriera su corazón, él se sumía en otro desafío concerniente a la construcción del castillo, o se entregaba a un sueño profundo, producto de sus enormes esfuerzos.
Desde la cama le llegó el sonido de unos sollozos.
Magnus reprimió un gruñido... y la tentación de dar un puñetazo a la pared helada y llena de tapices de la habitación.
—Reginald de las Victorias no pudo ver la mayor de sus victorias, por tanto —la declaración fue como un suspiro largo, tembloroso—. Nunca supo que lo que su esposa quería no era un castillo imponente y poderoso, sino sólo su amor —concluyó Amicia.
—Así parece que fueron las cosas, sí —afirmó Magnus, preparándose para contarle el resto, y deseoso de que ella no fuera tan curiosa.
Tan persuasiva.
—Y amándolo como lo amaba, la vida sin él no tenía sentido para ella.
Al oír las palabras de Magnus, Amicia palideció.
—Entonces, por eso decías que estaba predestinada. Ella se quitó la vida, ¿verdad?
Magnus asintió.
—La suya y también la de Reginald, pues desde el día en que ella se tiró desde el parapeto, se cuenta que su esposo se fue poniendo cada vez peor, y creyó hasta el día de su muerte que ella se había tirado por no seguir ligada a un hombre incompleto.
—Oh, santo cielo —Amicia sollozó. Lágrimas plateadas corrieron por sus mejillas.
Furioso consigo mismo por apenarla con aquella historia, e igualmente enfadado con ella por no haberle dejado escapatoria, Magnus miró hacia el exterior, a la noche oscura, y tomó una bocanada profunda y paralizante de aquel aire helado.
Cuando se sintió lo bastante seguro para volver a hablar, se volvió hacia ella.
—Hay más: la razón por la que muchos creen que una extraña nube, una maldición, flota sobre todos los que vivimos dentro de estas paredes. ¿De verdad quieres conocer el alma de Coldstone, milady?
Ella asintió. Aún tenía los ojos húmedos, pero una nota de agresividad asomaba entre las lágrimas.
—Entonces debes saber que a partir de la muerte de Margaret, las piedras de este castillo se volvieron frías, tan heladas que ni el día más caliente del verano puede templarlas. De ahí el nombre de Coldstone —le dijo, y sentía un frío en la nuca cuando ella asentía a cada palabra—. Algunos creen que el desgraciado amor de la pareja todavía está vivo, que permanece aquí, como un espectro, hasta el día de hoy, refugiado en la fría humedad de los muros de Coldstone.
Amicia lo miró de hito en hito, con ojos ardientes.
—Pues ya es hora de que alguien los libere.
Magnus pestañeó. No supo qué decirle.
Por un delicioso instante, algo dentro de sí dio un brinco, y se iluminó. Luego la arrebatadora sensación pasó tan rápido como había llegado.
Así que se dirigió hacia su camastro en silencio, pensativo, despojándose de sus atavíos caballerescos a medida que avanzaba. Le daba igual que su esposa lo mirara... o que quisiera dormir.
Magnus intentó dejar de lado las absurdas ocurrencias de Amicia.
Ocurrencias imposibles, peligrosas.
Profundizar demasiado en antiguos relatos románticos, que mejor era olvidar, equivaldría a dejar al descubierto su propio corazón.
Y no tenía intención de hacerlo.
Especialmente delante de ella.