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ESPOSA —MAGNUS MACKINNON pronunció la palabra lentamente, como si su simple mención pudiera poner en peligro su alma. Haciendo gala de su hombría, célebre por su encanto e ingenio, se pasó una mano por el cabello y masculló una maldición. Luego habló claramente—. Que el cielo nos ampare, un matrimonio por poderes.

Incapaz, en el fondo, de asimilar lo ocurrido, ni siquiera le dirigió una mirada a Amicia. En lugar de eso, alzó la vista hacia el alto techo manchado de humedad y permaneció así largo rato, incómodo, a punto de descargar toda su frustración sobre su padre.

Dispuesto a defenderse, Donald MacKinnon afrontó la mirada de su hijo con ojos impávidos.

—Sí, por poderes para... para que tuvieras algo de felicidad en tu regreso a casa —hablaba con muchas dudas, balbuceando, y el temblor latente detrás de sus palabras perforó el corazón de Amicia—. Es tan válido como cualquier otro matrimonio, a no ser que...

—A no ser que no sea consumado. Pues yo ahora mismo no tengo ninguna intención de... —Magnus se interrumpió, sonrojándose. Lanzó un rápido e impaciente suspiro—. Maldita sea, ¿de verdad creíste que semejante atadura me alegraría el corazón? ¿Una esposa? ¿Justo ahora que no tengo ni una moneda para respaldar mi nombre y nada de que jactarme, salvo una espada llena de muescas y un escudo abollado?

Al escucharlo, Amicia hizo un esfuerzo por ignorar la sucesión de escalofríos que le corrió la espalda, pero la amargura de su tono, tan distante de aquella voz dulcemente ronca de su juventud, era como un filo vacío y helado que se extendía por todo su cuerpo, extinguiendo a su paso la luz y el calor de los sueños y esperanzas que ella tan devotamente había alimentado.

«No tengo ninguna intención de...».

Aquellas palabras se convirtieron en un muro de hielo alzado entre los dos, una gélida barrera que congelaba hasta la respiración de Amicia. Con la humillación devorándola por dentro, la dama acarició el pesado anillo de zafiros en su mano izquierda. La alianza matrimonial de la madre de él, que ahora le pertenecía.

Su anillo, su consuelo.

La fuente de fortaleza en las largas noches que había pasado en vela, esperando su regreso.

El regreso de Magnus y su propia felicidad.

Y no semejante rechazo.

Un repudio que parecía brotar del joven caballero en oleadas que la ahogaban.

Y el maldito oleaje le oprimía el corazón, amenazaba con hacer inútil su titánica lucha por permanecer tranquila.

Cómo le ardían los ojos. Hasta le dolía el rostro del esfuerzo que estaba haciendo por contener las lágrimas. ¿Sería posible que rechazara su unión? ¿Se resistiría a hacerla suya? La sangre se le helaba con cada triste idea que pasaba por su mente.

Amicia pestañeó.

Las mujeres MacLean no lloraban.

Desde tiempo inmemorial, habían sabido desafiar las situaciones más difíciles, enfrentarse a los adversarios más temibles y resistir las noches más tenebrosas de viento y lluvia, siempre firmes, valientes, inquebrantables.

Ella, Amicia MacLean, no iba a ser menos.

Se tragó, pues, el nudo que tenía en la garganta, apretó la mano del viejo señor y puso especial atención en mantener la frente alta. Así, fortalecida, dirigió su mirada más impávida hacia aquel rostro inflexible que tan poco tenía que ver con el semblante gentil y risueño que ella había guardado en su corazón durante largos, interminables años.

Desde aquel día de verano, cuando, con apenas trece años, se había alejado del campo de justas, donde se celebraban torneos a la vez que una reunión de clanes de las Hébridas, y acabó resbalando con una húmeda mancha de musgo y torciéndose un tobillo. Sin querer hacerle caso al dolor, o admitir que se había perdido, caminó cojeando y conteniendo las lágrimas. Hasta que él apareció ante ella y le puso una flor de campanilla detrás de la oreja para consolarla y alegrarla.

Con aquella sonrisa suya de hoyuelos, tan particular, luminosa, se agachó, pasó los brazos por detrás de las rodillas de la jovencita y la alzó en brazos, apoyada en su pecho, para llevarla hasta la tienda de su familia a través del tupido brezal. Todo para que, en cuanto llegó, lo señalaran como un MacKinnon, es decir, por aquel entonces un adversario de su clan. Sólo por eso recibió el mote de «pretencioso patán que desconoce su lugar en el mundo», que le lanzó Iain, su irascible hermano.

La difamación le costó a Iain un labio partido y una hemorragia nasal; a Magnus, un ojo a la funerala, y a Amicia, el dolor de haber entregado secretamente el corazón a un muchacho de melena cobriza a quien su familia jamás estimaría.

Confiada de que en esta ocasión también lograría ocultar su angustia, Amicia miró fijamente al caballero, esforzándose por controlar la tempestad nerviosa que notaba en el estómago. Rogaba que la humedad que notaba en la cara y las manos sólo fuera producto de su imaginación.

Más alto, más ancho de hombros, de complexión más fuerte que en sus años mozos, Magnus MacKinnon ya era algo más que guapo. Sí, con el tiempo se había convertido en un hombre absolutamente espléndido.

Se lo decía cada estremecido y anhelante rincón de su cuerpo.

Casi como si leyera su pensamiento, la miró, y sus claros ojos azules se hundieron en los de ella. Y la mujer se derritió. Creyó que se deshacía entera a pesar de la incómoda situación en que estaban y de la dolorosa desilusión que le oprimía el alma.

Esperó, intentando centrar la atención en aquel hombre, en vez de en su creciente malestar. En el largo tiempo pasado lejos de la isla MacKinnon no había cambiado casi nada. Ya no llevaba el llamativo largo pelo juvenil. Sus lustrosos mechones no le llegaban ahora a los hombros, pero su color era del mismo castaño intenso que ella había admirado siempre. En efecto, cada hebra relucía con un brillo que la joven tenía grabado en la mente y que todavía lanzaba a sus dedos irrefrenables impulsos, deseos violentos de tocarlo y disfrutarlo.

Pero los ojos de aquel hombre no tenían ni una chispa de alegría, y los hoyuelos que habían cautivado su corazón adolescente eran ahora un par de rayas profundas, que ponían entre paréntesis la línea apretada y amenazante de la seria boca.

Amicia se humedeció los labios y le dedicó una sonrisa firme, llena de coraje.

—Me alegra mucho verte, sir Magnus. Alabado sea Dios por haberte devuelto entero y en buen estado —dijo, haciendo media reverencia.

Se inclinó lo mejor que pudo, con un esfuerzo sobrehumano para aparentar calma, agarrada a la mano del anciano, con las rodillas tan flojas que todavía se preguntaba cómo era posible que no cayese al suelo de inmediato. El gesto le salió torpe.

En otras circunstancias, Magnus habría apreciado el encanto de su falta de gracia. Aquella torpeza bien podría haber sido una buena excusa para recordarle aquel lejano día en que se vieron por primera vez, aunque no estaba seguro de que ella lo recordara.

Sin embargo, para desesperación de la joven, el forzado intento de romper la pétrea expresión de Magnus sólo había ofuscado aún más sus hermosos rasgos.

—¿Entero, dices? ¿Tú crees? —la miró muy serio, con los puños apretados. Imponente, rígido—. Milady, ¿no sabes que hay heridas que pasan desapercibidas hasta para los ojos más perspicaces?

—Claro que lo sé. Además, veo bien, milord.

El caballero puso cara de sorpresa.

—¿De veras?

Amicia tomó aire, dispuesta a hablar, para afirmar que no sólo decía la verdad sino que conocía de sobra dichas heridas. Bien sabía Dios que ella también tenía algunas, las que él mismo le había infligido, aun sin saberlo. Pero, antes de que pudiera empezar su refutación, Magnus retrocedió, apartándose de ella. Se alejó hasta que la masa durmiente de Boiny, el viejo cuzco mestizo de su padre, un perro tan viejo como el amo, se interpuso en su camino.

Distraído, Magnus casi tropezó con el animal, que tenía el tamaño de un ternero.

—¡Por todos los santos! —exclamó, sacudiendo los brazos—. Casi me mato. Tenía que haberme acordado de este monstruo. Lanzó a Boiny una mirada asesina y se acomodó la capa informalmente sobre la cota de malla de los hombros—. A este maldito perro siempre le gustó atormentarme.

Pero algo de su ira se desvaneció al mismo tiempo que pronunciaba aquellas palabras, y acabó agachándose para rascar la cabeza gris del can. Boiny, que no se había inmutado, lo miró un instante con sus ojos turbios y tiernos y golpeó el pelado rabo contra el suelo.

Con aire de gran frustración, Magnus se incorporó, pero mantuvo la mirada fija en el perro hasta que el golpeteo de la cola cesó y el vago silencio de la estancia se pobló otra vez de suaves ronquidos caninos. Luego se pasó una mano por el rostro y dejó escapar un fuerte suspiro.

Un suspiro disonante, cansado.

—Que el diablo me lleve, mujer. Te juro que mi mal humor tiene poco que ver contigo. A decir verdad, no tiene nada que ver contigo —se aproximó para pasar suavemente los dedos por la curva de la mejilla de la joven, con expresión de evidente remordimiento en los ojos—. Por favor, aleja de tu mente esa idea y discúlpame si parece lo contrario.

Amicia se sacudió una pelusa de la solapa.

—Tal vez sería más apropiado que fueran otros los que se disculparan contigo.

Después de hablar, Amicia desvió la mirada. La suave caricia que él le había hecho en la mejilla le había provocado un cosquilleo de naturaleza completamente distinta a los que conocía. Había en esa sensación una vulnerabilidad que prefería que él no percibiera, al menos por el momento.

Procurando liberarse de su hechizo, intentó dominar el corazón desbocado. Reprimió un suspiro cuando Magnus retiró la mano.

—Haré todo lo posible —dijo, echando un fugaz vistazo al anillo de la mujer— para que esta situación no genere aún más pesar.

Amicia respondió con lo que esperaba que fuese un despreocupado encogimiento de hombros.

—Yo sólo quería darte la bienvenida. Tú sabrás cuan cálida quieres que sea.

Magnus la atravesó con sus cálidos ojos azules, y la extraña luz que salía de ellos pareció iluminarle el alma.

—Lo que deseo, lo que he deseado siempre...

Amicia entornó los ojos, pues había algo en las palabras del hombre que la sobresaltó. En realidad, hasta el mismo silencio, cuando la voz de Magnus se apagaba, resonaba en ella con una significación indecible.

Amicia levantó las cejas, animándolo a seguir hablando, pero ante su obstinado silencio decidió callar ella también.

De nada serviría decirle que en este momento lo que él necesitaba era reponerse, más que ofrecer disculpas y explicaciones.

Era evidente.

Estaba escrito en cada una de las doloridas líneas que mancillaban su hermoso rostro.

Pero había otra verdad evidente; a saber, el enorme enfado que le causaba verse cargando con una esposa que ni siquiera había elegido. Aquella verdad llegaba hasta Amicia en forma de invisibles oleadas de recelo. Un temor crudo, corrosivo, serpenteaba en el pecho de la mujer, oprimiéndolo cada vez con más fuerza, hasta que apenas pudo respirar.

Temiendo que su voz se quebrara si intentaba decir algo con aquel nudo atravesado en su garganta, concentró la mirada en el alféizar de la ventana más próxima. Era la misma ventana de la persiana rebelde, la que su esposo por poderes fue incapaz de cerrar, en pleno acceso de ira, un rato antes.

Un aire frío, húmedo, entraba por la abertura, y se colaban finos jirones de una niebla mojada, gélida. Amicia encontró un poco de sosiego con esa visión, pues, por muy tupida que fuera la niebla, no podía ocultar la belleza de la isla de los MacKinnon.

La bruma velaba, pero no ocultaba lo que había más allá de la ventana.

No borraba las largas costas de arenas y dunas, los escarpados promontorios, las magníficas bahías de aguas profundas. No mancillaba la admiración que ella había sentido al contemplar por primera vez las playas de oro bruñido que bordeaban la isla, ni menguaba el amor que sentía por la cadena de altas colinas, envueltas en nubes, que se alzaban en el centro.

Lo mismo se podía decir de Magnus MacKinnon, cuyo ceño fruncido y miradas fulminantes, su niebla particular, no ocultaban en absoluto el hombre que había detrás.

El hombre que ella deseaba.

El hombre que siempre había deseado... a pesar de la prolongada y estúpida enemistad que había existido durante tanto tiempo entre sus clanes por supuestos desaires cuyo origen nadie podía recordar. Se decía que tenía algo que ver con una novia robada.

Pero las familias ya se habían reconciliado y ella era cualquier cosa menos una novia robada. Nadie la había obligado, y además estaba segura de que junto a Magnus encontraría la felicidad, si éste era capaz de darle una oportunidad.

Amicia se irguió y se volvió para ponerse frente a él, tan resuelta como el más valiente de los guerreros que jamás pisara un campo de batalla.

—Lamento que no hayan podido comunicártelo con antelación —el frío temblor de los dedos avejentados de Donald MacKinnon la ayudó a mantener un aire de dignidad mientras lanzaba su primer ataque verbal.

Examinó las arrugadas ropas de viaje de su esposo. Una capa de lodo seco cubría el cuero de las botas gastadas. Manchas oscuras visibles en la capa y la cota de malla hicieron que casi se le parase el corazón.

Las siniestras manchas parecían de sangre.

Ante el sombrío recuerdo de la opresiva derrota y los horrores que Magnus había vivido en Dupplin Moor, Amicia sintió escalofríos en la espalda y se le revolvió el estómago. Se identificaba íntimamente con su estado de ánimo.

—Acabas de llegar y ya pareces cansado —dijo, volcando toda su compasión en las palabras—. Sin duda, hubieras preferido no enterarte de que...

—Sólo me enteré de que se hizo algo que puedo deshacer —cortó Magnus, impidiéndole terminar.

Las secas palabras del caballero sonaron vacías, como si se las hubiera arrancado una a una del alma. Un matrimonio requiere su consumación para ser santificado. Una dote puede devolverse intacta. Una novia, inmaculada.

—Seguro, milord, lo sé bien —concedió Amicia, negándose a prestar atención al malestar físico que la invadía—. Pero...

—¡Por Dios! ¿Por qué tarda tanto Dagda? —esta vez fue el viejo MacKinnon quien la interrumpió. Soltándose de la mano de ella, el anciano caballero feudal arrojó una mirada desesperada hacia la puerta, que estaba abierta.

Pero Dagda, la temible ama de llaves de Coldstone, apodada así en honor al formidable y masculino dios principal de la mítica raza de los irlandeses, Tuatha dé Danann, no aparecía por ningún lado.

Nada se percibía en el corredor en penumbra, salvo aquel ambiente frío que olía a humedad y el tenue humo, como un hilo de niebla, que emitía una enorme antorcha de pared. No se oía nada parecido a los pasos de Dagda acercándose: el único sonido que se escuchaba por encima del rumor de la suave lluvia era el bramido de las olas que rompían en la cercana costa.

—Que el demonio se lleve a esa descarada sinvergüenza si no se da prisa en traer los refrescos. ¡Ya tenía que estar aquí! —Donald MacKinnon, fuera de sí, trémulo, parecía más frágil que nunca. Se balanceaba, y parecía a punto de caer.

Enseguida, Magnus alargó una mano para calmarlo.

—A no ser que sus rodillas hayan mejorado milagrosamente, a la buena señora le llevará un buen tiempo llegar aquí desde la cocina.

—¡Tonterías! —el irritado viejo se sacudió la mano de su hijo y dirigió otra mirada hacia el pasillo oscuro—. Bien que se las arregla para llegar rápido cuando se trata de meter la nariz en asuntos que no le competen.

Magnus respiró hondo.

—Tal vez sea así, pero no deberías haberle pedido que me trajera nada. No tengo el estómago ni el ánimo para ningún brindis esta noche —hizo una pausa para mirar a un rincón—. Aunque apostaría lo que fuese a que Colin se tomaría con gusto un vaso de leche con vino para conciliar el sueño.

—¿Leche con vino? —la sonora voz masculina se alzó entre las sombras, junto al hogar—. ¿Qué hombre que se considere tal pediría leche con vino cuando tiene delante de los ojos una hermosura de este calibre?

Sorprendida, Amicia giró hacia la voz, para encontrarse con un hombre moreno de la misma edad de Magnus, que en ese momento se levantaba de un banco bajo de madera de roble.

De aspecto casi tan espléndido como Magnus, y tan cubierto de barro como él, se adelantó con pasos lentos, llenos de firmeza. El dolor que le causaba cada movimiento se hacía evidente en la crispación del rostro y en ciertos estremecimientos imposibles de disimular.

—Por favor, señor, que está herido. Guarde asiento, se lo ruego —le exhortó Amicia, mientras se le retorcía el corazón al ver el modo en que el caballero apoyaba la pierna derecha. La joven señaló el banco donde estaba sentado, pero el hombre no hizo caso y se aproximó aún más, con las manos extendidas en un gesto tan amistoso que le quitó el aliento.

Ojalá Magnus hubiera sido la mitad de cálido al recibirla.

—Por Dios, tonto patán, ¿dónde quedaron tus modales? —el hombre moreno, claramente un noble, dio una palmada a Magnus en el hombro, a modo de reto burlón. La palidez de sus manos y de su rostro revelaba que necesitaba ayuda para mantenerse en pie.

Su caballerosidad no necesitaba, sin embargo, ningún apoyo.

—No haga caso a mi amigo —sugirió a Amicia—. Este botarate es demasiado orgulloso como para admitir que su belleza es capaz de borrar las preocupaciones de la mente más atribulada.

Inclinándose en la mejor reverencia que podía hacer teniendo en cuenta el estado de su pierna herida, tomó la mano de Amicia para plantarle un suave beso.

—Colin Grant de... bueno, Colin Grant a secas, bella dama, a sus órdenes.

Amicia se ruborizó.

—Le doy las gracias por su gentileza, noble señor, y su amistad será prenda de honor para mí —deslizó una mirada de soslayo hacia Magnus, notando que tenía los labios apretados y la mandíbula muy tensa.

¿Estaría celoso, quizás?

Con el pulso agitado al pensar en esa posibilidad, Amicia ofreció una bella sonrisa al hombre que tan valientemente la había defendido.

—Nunca te daré órdenes, serás mi amigo fiel, Colin Grant. Tu valentía me hace tenerte en alta estima.

—Como quieras, milady —Colin inclinó su cabeza oscura.

Magnus frunció el ceño todavía más.

Y carraspeó... demasiado fuerte, de forma poco natural.

—Dispondrás de poco tiempo para atender sus deseos o ser su amigo, fiel o como fuere —dijo, con evidente irritación en el tono—. Lady Amicia será devuelta a sus hermanos tan pronto como podamos cargar sus cofres repletos de monedas y otros bienes de su dote en la próxima galera que logremos detener con nuestras señales de fuego.

—¡Joven Magnus! ¿Cómo te han ido las cosas? —una mujer mayor, alta y corpulenta, lo observaba desde el vano de la puerta—. Bueno, no importa —añadió, exhibiendo una mirada perspicaz—. Percibo con mis propios ojos que has dejado atrás un camino largo, difícil.

—Estoy relativamente bien, o al menos lo estaba hasta que... —Magnus se interrumpió. No tenía intención de agregar a su larga lista de culpas otro insulto a una mujer inocente.

Aunque, a juzgar por la forma en que lady Amicia enderezó la espalda y echó hacia atrás los hombros, parecía haber adivinado las palabras que Magnus estuvo tentado de pronunciar.

Sintiéndose ridículamente culpable, abrió la boca como para decir algo, cualquier cosa que pudiera borrar la ofensa que Amicia intentaba en vano disimular. Pero Dagda habló antes de que él pronunciara una palabra.

—No necesitas ningún gorro de pico —aseguró Dagda—. Si lo que quieres es quedar como un tonto de capirote, puedes poner a tu esposa ya mismo en una magnífica galera de tu propiedad. Pero, te guste o no, es preciso que sepas que los cofres de la dote ya están vacíos.

La anciana pasó al lado de Magnus acompañada por el frufrú de sus faldas. Llevaba en la mano, una bandeja con rodajas de carne de ave y tortillas de maíz endulzadas con miel.

—¿Es que, al llegar, no desembarcaste en la playa? —con un ruido seco apoyó la bandeja sobre la única mesa de la habitación, un pedazo de madera de roble mal cortado, inestable y oscurecido por el paso del tiempo. Volviéndose, se limpió las manos—. No me digas que todavía no sabes dónde están tus hermanos —lanzó una mirada acusadora al viejo señor feudal—. ¿No te ha dicho tu padre que aquellos dos picaros y todos los hombres fuertes de la isla trabajan noche y día para reconstruir tu flota?

Magnus se atragantó.

—No sabía nada de todo esto —dijo, balbuceante, sin apenas aliento—. Antes de que tuviera tiempo para preguntar por Hugh y Dugan me asaltaron otros asuntos inesperados... y otras ocupaciones.

Magnus sentía ahora el estómago revuelto. Casi sufría vértigo.

—La galera de los MacDonald que nos transportó a mi amigo y a mí nos dejó en los acantilados, en la cala más oculta. Y lo hicieron por expreso deseo mío, pues no hubiera resistido la visión de la playa de desembarco sembrada de restos de buques destrozados.

Dagda resopló.

—Aquellos restos ya fueron muy bien aprovechados, no te preocupes —declaró, pasando las palmas de las manos sobre el lino negro de sus faldas de viuda—. Necesitábamos madera para leña y para hacer algunos arreglos en la fortaleza —mirando a Amicia, asintió, y por un instante sus rasgos taciturnos se endulzaron—. Gracias a tu nueva esposa, pronto tendremos una multitud de nuevas y buenas galeras amarradas en la isla de los MacKinnon.

—Dios santo, no. ¡No! —la negativa estalló como un trueno que naciera en el mismo corazón de su orgullo hecho pedazos—. Se suponía que nuestra flota sería reconstruida con dinero de los MacKinnon, y de nadie más —mientras negaba enloquecidamente con la cabeza, hizo un esfuerzo por controlar sus alteradas facciones—. Esto no puede tolerarse. De ninguna manera puedo permitir...

—Estás dejando que el dolor de los últimos días te ciegue y te impida ver lo que es sensato y correcto —Colin le agarró el brazo con mano de acero, apretando para dar énfasis a sus palabras—. Y haces daño precisamente a quienes deberían estar a salvo de tus arranques de cólera.

Las últimas palabras apenas fueron un susurro en el oído del amigo, un ahogado reproche, lleno de ira contenida.

Liberándose del apretón de su amigo, Magnus se pasó la mano por la frente. Sudaba, presa de una gran alteración. Sudaba todo su cuerpo... ríos de sudor helado le corrían por la espalda.

La verdad que encerraba la reprimenda de Colin no hizo más que incrementar el copioso fluir de aquel sudor.

Como lo hacía en tiempos aquella cantinela de su padre sobre la necesidad de ser un hombre hecho y derecho.

Sintiéndose, desde luego, bastante hecho y derecho, Magnus miró a Amicia, y al notar la palidez de sus mejillas sintió una estocada instantánea, un agudo dolor producto de la culpa.

A su padre le dedicó una mirada feroz.

—Tú estás detrás de todo esto —dijo con brusquedad, y sus palabras tuvieron un sonido más amargo de lo que hubiera deseado—. Al partir juré que haría las cosas bien. Así lo hice y así lo haré. También ahora. ¡Y cuanto antes!

—No tienes ni idea de los malos vientos que soplaron sobre esta isla durante tu ausencia —insistió Donald MacKinnon, recobrando la voz—. Había problemas dondequiera que... —su voz se desvaneció para dejar paso a un acceso de tos sonoro y áspero.

Cuando amainó, se enderezó, llevándose una mano temblorosa al pecho, y siguió hablando.

—Donall MacLean ha dado pruebas de ser un excelente amigo —hacía un visible esfuerzo para hablar—. Nos envió una buena cantidad de monedas de Escocia para que pudiéramos dar comienzo a la empresa, y eso antes todavía de que lady Amicia pusiera un pie en la isla de los MacKinnonn.

—No discuto la generosidad de MacLean. No hay una sola persona en todas las islas que se atreva a negar que MacLean es un hombre bueno y honrado, un magnífico señor. No tengo nada contra él —Magnus hizo una pausa, soltando un suspiro agitado—. Lo que pasa es que hubiera preferido que esperaseis a mi regreso. Debisteis esperar.

Donald MacKinnon se mordió el labio inferior, y el rubor tiñó sus mejillas.

—No, no, no, muchacho —dijo finalmente—. Era imposible. Y más teniendo en cuenta que la dote de tu lady nos llegó como un regalo del cielo.

Miró fijamente a Magnus; su expresión era una mezcla rara de provocación y... temor.

—Verás, cómo explicártelo, no podíamos esperar ni un día siquiera. La maldi...

—¡En el nombre de Dios! —la paciencia de Magnus había saltado en mil pedazos—. La única maldición que pesa sobre esta isla es la incapacidad de sus dueños de conservar su fortuna —declaró, sin preocuparse por bajar la voz. Notaba que le subía la bilis por la garganta, barrió la habitación y a todos lo que en ella estaban con una mirada encendida—. Esa es la única verdad, ¡te lo aseguro!

—No, te equivocas. Una sombra yace sobre nosotros desde tiempos remotos —le recordó su padre, con una voz aguda, cargada de belicosidad—. Desde el mismo día en que el primer señor feudal, Reginald de las Victorias, puso los cimientos de esta fortaleza.

—Reginald de las Victorias, que en paz descanse, se labró su propio destino, como hace cada uno de nosotros —Magnus meneó un brazo como queriendo abarcar la totalidad de las paredes patéticamente desnudas del castillo—. Ningún oscuro poder influyó sobre él o sobre estos muros, pierde cuidado. Nada enturbia la suerte del otrora gran clan Fingon más que nuestra despreciable incapacidad de conservar lo que es nuestro.

Magnus sentía que sus propias insuficiencias le devoraban las entrañas. Se pasó la mano por los labios sellados y comenzó a caminar por el salón. Pero su mal humor lo perseguía, lo acosaba con tanta fuerza que no podía librarse de él.

Hasta la misma falta de muebles de aquella sala parecía una burla dirigida a él. Las poquísimas comodidades que quedaban en el castillo de Coldstone recordaban el bienestar que podría y debería reinar en ese lugar.

Reinaba una escasez que tendría que padecer todos y cada uno de los días por venir si no hacía algo para impedirlo.

Todavía no demasiado seguro de lo que haría, pasó delante del arco ancho del alféizar de una ventana, y una ráfaga de viento helado, húmedo y lleno de salitre le golpeó en la cara, haciéndolo temblar y empeorando todavía más su humor.

Arrugó la frente, se acomodó la capa para protegerse del frío y miró el rincón en sombras. Contemplaba con odio las persianas inútiles, deformadas por la humedad. Pero fueron los dos bancos que flanqueaban el alféizar los que llamaron su atención de verdad.

Aquellas superficies desnudas desafiaron su ánimo iracundo. Los dos pedazos de piedra fría y gris, cargados de silenciosas acusaciones, parecían seguirlo por la habitación, dirigiéndole reproches que a él le resultaban tan odiosos como la angustiosa miseria que destilaban los ojos de su padre.

O la desilusión impresa en el hermoso rostro de Amicia MacLean.

O la compasión en el triste meneo de la cabeza de Colin, y el detestable sermoneo de la afilada lengua de la vieja Dagda.

Intentó mantener la compostura y giró sobre sus talones para mirar cara a cara a su padre.

—Jamás te censuraría por creer en esas idioteces. Dios sabe que a lo largo de los siglos se desataron sobre esta isla suficientes tormentas como para que cualquiera crea que estamos endemoniados. Lo que quiero decir es que me hubiera gustado hacerlo a mí, ¿entiendes? Sin ayuda externa. Ni la de Donall el Valiente. Ni la de su indudablemente encantadora hermana. Ni la de nadie. Yo...

Se interrumpió. No le gustaba su propia voz, quebrada por el disgusto. Decidido a ahorrarse más humillaciones, se encaminó hacia la puerta, con la intención de marcharse de una vez, pero una suave mano sujetó la malla de su manga.

—Permíteme una palabra, señor.

Para su sorpresa, el contacto y el cariño patentes en los ojos oscuros de lady Amicia resultaron un freno tan firme como los dedos de hierro de Colin.

Apartándose por instinto, esperó un instante. Ella le ofreció una tenue sonrisa. Sutil, dubitativa, como si también cargara con sus propias humillaciones.

Como si, en realidad, Amicia lo necesitara a él tan desesperadamente como él necesitaba su dinero.

Una idea demasiado peligrosa para considerarla siquiera.

La descartó, por tanto, y al fin pareció recuperar el habla.

—¿Sí?

—¿Podemos dar un paseo? —preguntó ella, y la suave cadencia de su voz isleña le resultó tan seductora como la compasión que daba calor a sus ojos de pestañas oscuras. Le apretó el brazo—. Tal vez allí, en las murallas, podamos hablar en privado, con sinceridad, sin la presencia de otras personas.

Magnus meneó la cabeza, intentando librarse de su cálido olor femenino.

—No tengo nada que decir hasta que pueda pensar detenidamente en todo esto, en cómo están las cosas y en qué debo hacer en esta situación.

Amicia apartó la mano de su manga y pasó el dorso de los dedos por la mejilla del caballero.

—¿Estás seguro?

—Nunca estuve más seguro de algo —dijo Magnus con tono seco, sintiendo que el contacto de la mano de la mujer se transformaba en unas ondas demasiado placenteras que cubrían todo su cuerpo— pasear contigo entre las almenas no me reportará la paz que necesito para pensar.

¡Su compañía le alteraba por razones muy diferentes a las que ella se imaginaba!

—Muy bien —la joven dejó caer la mano, desanimada—. Pero permíteme una observación.

—Sí, mientras estés aquí, puedes decir todo lo que piensas —dirigió una mirada de soslayo a su padre y a Dagda—. No soporto las intrigas ni los secretos.

—Debes saber que te vi temblar cuando pasaste delante de la ventana abierta —dijo Amicia, con una expresión cuidadosamente estudiada—. Considera, pues, buen Magnus, que así como la brisa fría puede arrastrar nubes grises, esa misma brisa puede disipar la oscuridad, consiguiendo que el sol caliente todo con sus rayos.

Magnus la miró intensamente, sin pronunciar palabra.

Completamente perdido, se sintió sobrecogido por un deseo irrefrenable de arrebatarla, llevarla consigo, beber en la fuente de su dulzura y su calor, hundirse en su voluptuosidad. Pero un comportamiento tal sólo complicaría su intención de enviarla de vuelta, así que se mantuvo en silencio.

El padre, por enfermo que estuviera, no tenía tanta afición al silencio.

—Ya ves —dijo, con alegre orgullo—. Ya ves qué buena mujer te he conseguido —la señalaba con un dedo flaco y huesudo—. No sólo es agradable a la vista, sino que también es muy inteligente... como lo serías tú si atendieras su ruego y fueras a tomar un poco de aire con ella.

El juicioso asentimiento de Dadga y la exhortación visible en los ojos entornados de Colin Grant le desataron la lengua.

—El único aire que necesito es el de mi habitación —proclamó, dándose la vuelta—. Tengo una imperiosa necesidad de descansar. Sea lo que fuere lo que aún deba hablarse, podrá esperar hasta mañana.

—¿A tu habitación? —el fugaz arranque de alegría de Donald MacKinnon se desvaneció como si nunca hubiera existido—. No puedes dormir allí, hemos preparado los viejos aposentos de Reginald de las Victorias para ti... para ti y para tu esposa. Ella ya está instalada en ellos.

—Me basta con mi habitación.

—Pero...

—Mañana, padre —con incontestable aire resuelto, Magnus salió de la habitación.

—¡Santo Dios, sálvanos! ¡Oooohhh, santos mártires...! —gritó el anciano a sus espaldas.

Ignorando las protestas, casi delirios, de su padre, Magnus recorrió el pasillo oscuro que llevaba hacia la escalera de caracol.

Pero por mucho que intentara hacer oídos sordos, la voz de su padre resonaba en las sombras, como si aprovechara la luz tenue de las antorchas de las paredes para colarse en cada pequeña hendidura de la armadura del joven caballero.

La frase más perturbadora de todas le llegó a los oídos justo cuando alcanzaba el pie de la escalera que serpenteaba hacia el piso superior.

—Tu antiguo cuarto ya no existe, muchacho. Te lo arrebató el poder de la oscuridad...

Casi convencido de que lo escuchado era producto de su cansancio y de su enojo, y no del balbuceo del pobre anciano, Magnus comenzó a subir los escalones de dos en dos.

Tras llegar al segundo rellano enfiló a la carrera un pasillo con más olor a humedad que el anterior, y soltó un gran suspiro de alivio cuando vio la puerta de roble, tan familiar, que conducía a su habitación de la infancia.

Sintiéndose mal, ridículo incluso, por haber dado lugar a los delirios de su padre, abrió de un tirón la puerta de la estancia y... casi se precipita en un abismo negro y profundo.

—¡Cielo santo! —agarrándose al picaporte ennegrecido, observó con incredulidad la vasta oscuridad que sustituía a lo que una vez fuera su habitación. Su padre tenía razón... El cuarto ya no existía.

Ciertamente, parecía que un hechizo infernal se lo hubiera arrebatado.

O tal vez una maldición antigua.

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A esa hora, una oscuridad sigilosa se cernía ya sobre la vecina isla de Doon, cubriendo no sólo la costa sino también el interior, hasta que el páramo más solitario y los pantanos llenos de turba yacieron silenciosos y desiertos en la negra noche hechizada.

Los habitantes de Doon dormían, arrullados en su profundo sueño por el calor de los fuegos de carbón y el silencio de la noche helada de las Highlands.

Sí, dormían todos... menos uno.

Devorgilla, la cailleach¹ que vivía en Doon desde tiempos remotos, velaba dentro de su choza de paredes gruesas y techo de paja. Esa noche su catre de brezo y helechos le estaba resultando demasiado duro para sus huesos envejecidos. Nunca le había ocurrido tal cosa.

La vieja bruja soltó un suspiro de frustración, se dio la vuelta hacia un lado y echó un brazo huesudo por detrás de su cabeza cana. A decir verdad, la cama no era el problema. Más aún, dudaba que alguien en toda la isla pudiera dormir más cómodo que ella sobre su lecho de brezo.

No, era aquella misteriosa sombra de color verde oscuro que había visto moviéndose sobre la isla de los MacKinnon lo que le había quitado el sueño y le erizaba el vello.

En su habitual paseo para recolectar hierbas y otros ingredientes vitales para sus pociones y hechizos, había descubierto una oscuridad de lo más extraña sobre la superficie del mar, una especie de sombra con vida propia que se cernía sobre la otra isla como una odiosa y amenazante bóveda de pura maldad.

Jamás en su larga vida había visto nada igual, nada tan escalofriante.

Y a pesar de que, en general, ella se ocupaba de ayudar a los hombres buenos de Doon, era muy capaz de reconocer los poderes más oscuros.

Temblorosa, la vieja bruja se llevó un gastado cobertor a los ojos. Si no hubiera sido por su indomable terquedad, habría tirado gustosamente de la manta raída hasta cubrirse toda la cabeza.

Pero no estaba dispuesta a admitir que sentía en los huesos un frío mucho más intenso que el propio de una noche helada de otoño.

Por pura fuerza de voluntad, miró más allá del refugio de su cama, hacia las dos ventanas profundas que se abrían en la pared. Firmemente cerradas, la protegían del viento recio de la noche. Al igual que su puerta, cuidadosamente atrancada, que impedía cualquier visita extraña. Pero no se sentía segura.

Inquieta, sin saber por qué, hizo un esfuerzo por escudriñar en la penumbra, mirando el fuego del hogar, que aún ardía dentro de la choza. Todos sabían que si ese fuego se extinguía se extinguiría junto con él la vida de los moradores de la casa. Pero el montón de turba que había arrojado en el hogar antes de acostarse soltaba vivas llamas y una azulada espiral de humo se elevaba hacia un agujero, negro por el hollín, que había en el techo.

Todo estaba como tenía que estar.

El pequeño brasero de carbón marino, muy estimado regalo de Donall MacLean, brillaba con una tenue luz roja y emitía un calor agradable, sedante.

Y sin embargo ella estaba helada, como si se encontrara apresada en las fauces de la más horrible tormenta invernal. Sentía el tuétano de sus huesos congelado por un frío que no llegaba de la atmósfera del mundo exterior, sino de algún siniestro rincón de aquella malvada oscuridad que no podía quitarse de la cabeza.

Estaba convencida de que era una maldad absoluta que había surcado las aguas oscuras para aullar frente a las paredes de su cabaña.

Avergonzada por su inquietud, a la que se negaba a llamar miedo, Devorgilla se removió por enésima vez en el camastro. A modo de paliativo, y para combatir los escalofríos que le subían por la espalda, se cruzó de brazos y contempló el techo bajo atravesado por vigas negras.

De él colgaban sus ramos de hierbas secas. Cada querido manojo fue reunido con manos dedicadas, incansables. Al verlos sintió consuelo y recordó que todavía le quedaba una pequeña dosis de aquella poción para el sueño que había estado preparando horas antes.

Una poderosa tisana de amor de hortelano.

Tal vez una medida o dos acabarían con aquella desagradable noche agitada. Y mejor aún si las tomaba con una copa rebosante de espumosa cerveza de brezo.

Preparada con una receta especial de la propia Devorgilla, era la mejor cerveza de todas las islas.

Animada por la idea, se quitó el cobertor para ponerse de pie. Por fortuna, lo hizo sin problemas, sólo con el crujido de algún hueso. Un maullido ronco la saludó desde el crepitante brasero, lo que elevó aún más su ánimo.

—Hola, tú también tendrás una ración de cerveza —prometió a Mab, el compañero incondicional de muchos, muchos años.

Eso pensaba, ahora casi feliz, Devorgilla, mientras se daba masaje en la espalda, a la altura de los riñones. Esperó hasta que Mab se acercó, con su andar rígido, y luego se agachó para acariciar la piel sedosa y tricolor del gato.

—A ti tampoco te gusta lo que acecha en las sombras, ¿verdad, querido? —dijo casi cantando, con la voz melodiosa que reservaba para Mab.

—No queremos tener nada que ver con aquellos cobardes —afirmó, enderezándose—. Venga, recemos una oración o dos para arrear aquellas sombras de vuelta a la región funesta de donde... ¡Ayyyyyyyyyy!

Apretándose el pecho con una mano, Devorgilla dio un tambaleante paso atrás. Sus ojos, muy abiertos, contemplaban la gigantesca y masculina espalda del guerrero en cota de malla que estaba plantado frente a ella. No, no estaba precisamente de pie, pues aquel espléndido caballero que ella reconoció de inmediato como Magnus MacKinnon, se agarraba con furia al picaporte de la puerta.

¡Y lo más extraordinario era, la madre luna la protegiera, que podía ver a través de su cuerpo!

Un abismo negro se abría a los pies del joven caballero, una sima profunda como la noche y lo suficientemente amplia como para tragarse su cálida choza entera.

Devorgilla miró atentamente el cuadro surgido ante ella, mientras el corazón golpeaba, enloquecido, contra sus costillas. A su alrededor giraba una especie de vacío que lo abarcaba todo con inquietantes rayos de la peor luz verde. Aquella exhibición de perversidad la dejó rígida, paralizada por el miedo.

Luego, el caballero desapareció, y la visión se esfumó tan rápidamente como había llegado. Pero la oscuridad perduraba. De hecho avanzaba, tragándose el suelo cuidadosamente barrido y transportando a la vieja bruja y a Mab hasta el precipicio del acantilado más peligroso de Doon.

Olas de blanca y amenazante espuma rompían allí abajo contra las dentadas rocas, y un viento helado y cortante llegaba, furioso, desde el mar. Su rugido ensordecedor era todavía más estridente que el estruendo del oleaje. A lo lejos, la isla de los MacKinnon flotaba en el horizonte, y su oscura masa casi quedaba oculta por irritantes nubes de aquel desdichado color verde.

—Diosas, tened piedad —dijo Devorgilla en un suspiro, alzando en brazos a Mab antes de que el viento desbocado le arrebatara al pobre animal.

Instantes después, el suelo se desplazó debajo de sus pies y, en un abrir y cerrar de ojos, Devorgilla se encontró pisando una superficie más baja, más suave... la arena del embarcadero de los MacLean. Un puerto calmo, tan lejano del acantilado tormentoso sobre el que había estado suspendida como su pequeña choza lo estaba de la luna.

Pero aún la seguía aquel espeluznante resplandor, que daba vueltas en capas sobre la playa llena de guijarros y ya invadía los enormes paneles de Baldoon, la formidable fortaleza de los MacLean que se alzaba al final de la playa con su forma de media luna. Las torretas más altas pinchaban ya la masa verde y luminosa que se cernía sobre ellas formando una niebla ligera, llena de reflejos.

Devorgilla se tranquilizó al comprobar que la niebla se volvía cada vez más liviana y menos siniestra. De todas maneras, siguió mascullando oraciones para protegerse de las maldiciones.

Por una hendidura que se abrió en la niebla vislumbró Lady Rock, un islote rodeado de marea negra brillante, que inspiraba miedo. Una constante fuente de conflictos para la isla de Doon.

O al menos eso decía la tradición.

La vieja soltó un resoplido.

No, todos aquellos pensamientos eran ideas sin sentido que ella sacaba de la cháchara más idiota. Majaderías que sólo los bobos podían creerse.

Ninguna maldición asolaba la tierra, ni en ese lugar ni en ningún otro... Hasta las rocas más peligrosas que se elevaban sobre la superficie del mar tenían su origen explicable, su razón de ser. Dios no fallaba.

Sólo el hombre podía propagar tanto mal... Devorgilla se sintió consolada con esa verdad, alzó su mentón peludo y escudriñó entre la niebla para descifrar lo que los antepasados estaban intentando revelarle.

Pero fue Mab quien lo vio primero; su ronroneo grave indicaba la presencia de un alma amiga. Entornando los ojos, la bruja se esforzó para ver, ella también, a la gruagach², aquel espíritu femenino casi siempre benévolo que estaba sentado sobre Lady Rock.

Con aire melancólico, la gruagach se limitaba a permanecer allí, quieta, aparentemente abstraída de la noche extraña y la marea revuelta que la circundaban. Tenía la cabeza levemente vuelta hacia un lado y jugaba de forma distraída con las algas marinas enredadas en su pelo mojado y suelto.

Inclinándose hacia delante, Devorgilla aguzó todavía un poco más la vista, y casi confundió a la atractiva figura con una de las sirenas o selkies que recorren las aguas hébridas. Pero el verde brillo que rodeaba a la gruagach la delataba... aunque a causa de él algunos la confundieran con un ángel.

Devorgilla sabía la verdad.

Supuestos espíritus de mujeres de carne y hueso, fallecidas durante un parto o víctimas de un aciago encantamiento, las gruagachs quedaban atadas a los lugares que habían amado, y tenían el deber de velar por el bienestar de sus seres vivos.

Algunas hasta tenían el poder de influir sobre las cosechas o sobre las vacas, para que fueran generosas o dieran una leche pura y dulce. De hecho, cada vez que sus achaques y sus obligaciones le daban un respiro, Devorgilla emprendía el largo viaje hasta la Clach na Gruagach, la Piedra de las Mujeres Hadas, en Doon, para depositar allí una ofrenda de la más pura nata.

Y para presentar sus respetos, pues Devorgilla sospechaba que la naturaleza de las gruagachs era en realidad terrenal.

Mientras tanto, la imagen de la criatura se estaba desvaneciendo, lavada por la espuma de las olas que cubría Lady Rock. Cuando finalmente desapareció, la vieja bruja sintió un estremecimiento de honda pena, pues había estado muy cerca de ver claramente el rostro que otras veces apenas había adivinado.

Con los ojos clavados en la roca de color negro brillante, Devorgilla lanzó un suspiro cansado y se llenó los pulmones de aire, pero no de aire frío y húmedo con sabor a mar, sino de un aire cerrado y sofocante, cargado del aroma de la turba.

Pestañeó, se miró los pies, y no se sorprendió al notar que no caminaban sobre cantos mojados por la lluvia ni sobre el suelo de piedra de su propia choza, sino que estaban en reposo, cubiertos por el calor familiar de sus mantas escocesas.

El querido Mab todavía dormía acurrucado bajo el resplandor rojizo del brasero.

Demasiado vieja como para dejarse engañar por los caprichos de la magia, y demasiado sabia como para no respetar sus influjos, Devorgilla se acomodó en el camastro, contenta de ver los delgados hilos de humo azul que subían desde el fuego de turba hasta las vigas del techo.

Murmuró una palabra de agradecimiento a sus antepasados por haberle otorgado el don de la visión, lo que le había permitido obrar un pequeño hechizo sobre Amicia MacLean antes de que ésta partiera hacia la isla de los MacKinnon.

Allí acechaban fuerzas ocultas, ella lo sabía de sobra.

Sí, por suerte había tomado precauciones.

Sólo esperaba que fueran suficientes.