6

TRAS ANDAR UN RATO POR PASILLOS FRÍOS Y ventosos que apestaban a moho y a cosas aún más hediondas en cuya naturaleza prefirió no pensar, Amicia se detuvo ante una pesada puerta de roble. Esperó a que Boiny la alcanzara antes de poner la mano en el pomo y entrar en su habitación.

Eran hermosos los aposentos que alguna vez habían pertenecido al tan recordado ancestro de su esposo, Reginald de las Victorias, el constructor del castillo de Coldstone. Una leyenda ya en su tiempo, Reginald de las Victorias fue tan venerado que se contaba que, tras su muerte, la habitación había permanecido vacía varios siglos.

Un tenue aire de melancolía inundaba el cuarto. Como hacía cada vez que cruzaba el umbral, Amicia ofreció una oración silenciosa por el alma de Reginald.

La pálida luz de la luna se colaba por las altas ventanas ojivales, reflejándose en los nichos del muro opuesto. Como de costumbre, el aire de la habitación le pareció aún más frío de lo que seguramente era. Las persianas estaban abiertas, lo que dejaba entrar la brisa, pero la fresca humedad del viento salino no se correspondía con aquella corriente helada que le calaba hasta los huesos y que parecía provenir de los pesados muros de la torre, más que de la noche tormentosa.

Se reprendió por abrigar ideas tan tontas y echó un vistazo a la habitación, antes de aventurarse en la penumbra. Era aquella una precaución que le había inculcado su padre, y luego sus hermanos, insistiendo mucho en que alguien podría codiciar un generoso rescate a cambio de una persona como ella, dada su espléndida figura y la riqueza de los cofres de los MacLean.

Respiró hondo. La ironía de su destino le oprimía el corazón.

Un destino que la había llevado hasta aquel lugar, desgreñada y temblorosa, en el umbral de unos aposentos llenos de todos los lujos y frivolidades que la fortuna MacLean podía adquirir. Estaba allí como esposa de un hombre que no la deseaba, ni por su fortuna ni por sus encantos.

Un hombre que nunca la había deseado, a pesar de las innumerables oportunidades en las que, durante su juventud, ella había intentado ganarse su respeto y aprecio.

Ahora sabía por qué.

El rechazo no tenía nada que ver con que sus clanes estuvieran enemistados durante años. Ni con el hecho de que su propio padre hubiera seducido y deshonrado a una de las MacKinnon, para luego abandonarla y casarse con la difunta madre de Amicia, una acusación, por lo demás, que el padre había negado hasta el día de su muerte.

No. Sus fracasos en el intento de seducir a Magnus MacKinnon se debían al gusto refinado de su esposo.

A él le atraían las mujeres delicadas y rubias, y no las carnosas y morenas.

Llena de ira, Amicia se tragó un adjetivo que prefería no pronunciar mientras tuviera a Dagda merodeando cerca. Alguien había puesto más turba en el hogar y se le hizo un nudo en la garganta por tan considerado gesto, que moderó su irritación.

Todo el entorno de su esposo, con sólo una notable excepción, le había dado una calurosa bienvenida. Sus nuevos familiares le habían abierto sus corazones y eran todo lo bondadosos y afables que ella podía desear.

Se hizo la íntima promesa de corresponder a esas bondades y mostrarles su agradecimiento y cariño. Con suerte, al hacerlo quizás se ganase el corazón de su marido. Se frotó los brazos para combatir el frío y miró, a través de la habitación, el fuego de turba que ardía quedamente.

Recién removidos, los carbones tenían un intenso brillo rojizo y mitigaban el frío intenso de la noche. En un rincón crepitaba un brasero de carbón, proporcionando un bienestar adicional.

Decidido a procurarse su propia comodidad, Boiny emitió un ruido sordo desde lo más profundo de su pecho y pasó junto a su ama en dirección al hogar, donde trazó algunos círculos antes de posarse con un gruñido satisfecho, típico de perro viejo.

Dagda aspiró sonoramente.

El ruido asustó a Amicia, que pestañeó y giró para encararse con la mujer, recordando con algo de pudor el motivo por el que la gobernanta había decidido acompañarla hasta el cuarto.

—Ya te dije que el animal ese siempre encuentra un lugar junto al fuego —Dagda miró a Boiny. El rostro de la vieja era una máscara de luces y sombras, iluminada por la ardiente antorcha que todavía apretaba firmemente en la mano.

—Calor y... ternura —añadió el ama de llaves, apoyando la antorcha en un candelabro de pared cercano a la puerta—. Puedo asegurarte que eso es precisamente lo que quieren los hombres. Eso y tener la panza llena, y alguna excusa para agitar sus espadas y vociferar unos contra otros.

—¿Sabes mucho de hombres? —Amicia intentó hablar con inocencia y aplomo.

—Lo suficiente como para saber que aquél —señaló al perro con el mentón— no piensa abandonar esta habitación mientras pueda disponer de todos esos nuevos adornos aptos para revolcarse en ellos.

Con expresión animada en su rostro de rasgos casi siempre adustos, la gobernanta levantó con la punta de su bota negra el borde de una de las tantas finísimas pieles esparcidas por el suelo, uno de los muchos lujos propios de los MacLean, que los hermanos de Amicia habían enviado como parte de su equipaje nupcial.

—Ningún macho, de cuatro o de dos patas, buscará su bienestar en otra parte si puede contar con tales comodidades junto a su propio hogar —dijo Dagda, mirando nuevamente de soslayo a Boiny.

Una vez expresada su idea, dirigió a Amicia una mirada penetrante.

—Una buena esposa procurará garantizar que las necesidades del esposo estén siempre bien cubiertas. En especial, las que tienen que ver con el cuerpo.

Amicia hizo un leve asentimiento, intentando mostrar educada conformidad.

—Quédate tranquila, seguiré tus consejos —dijo, disimulando la incomodidad que le producía la mirada penetrante de la vieja.

—Si lo haces, tu cama jamás estará fría —afirmó Dagda con tono enérgico.

Amicia se humedeció los labios.

—Sé lo que me espera —afirmó, confiando en que el rubor de sus mejillas no delatara lo mucho que sabía.

El resoplido de Dagda despejó sus temores.

—Lo que sucede cuando un hombre se une a una mujer tiene poco que ver con la satisfacción.

Meneó la cabeza y miró a Amicia con los ojos entrecerrados.

Luego se puso a trajinar con ahínco, encendiendo velas y asegurando que los faroles tuvieran suficiente aceite como para permanecer encendidos hasta el alba.

—Sí, muchacha, es mucho lo que podría contarte acerca de los deberes de una esposa y de cómo satisfacer a un hombre más allá de esas obligaciones —comentó, mientras sacudía las almohadas y los cojines de la cabecera de la cama con dosel.

Lanzó una mirada misteriosa en dirección a Amicia.

—Dame un momento para cerciorarme de que el fuego está bien atendido y tendremos nuestra charla.

Amicia la miró fijamente, observándola mientras clavaba un atizador de hierro en el carbón humeante. Por fortuna, su lánguida expresión, un poco ridícula en un rostro tan marcado por la edad, duró lo suficiente como para sosegar la inquietud anterior de Amicia.

De todas formas, el insistente parloteo de Dagda sobre asuntos de carácter amoroso le revolvía el estómago y la vergüenza ajena hacía que le sudaran las palmas de las manos. A pesar de lo mucho y bien que le habían hablado sus cuñadas respecto de aquellas cuestiones tan privadas, la incomodaban sin remedio.

A decir verdad, Amicia sospechaba que se le revolvía el estómago precisamente por las cosas que ellas le habían contado.

Cosas que, en lo más recóndito de su corazón, tenía que admitir que la encendían y excitaban.

En sus años mozos, a Magnus MacKinnon le bastaba con una exhibición de sus hoyuelos sonrientes y un movimiento de la cabeza de broncínea cabellera para seducir hasta a las aves de los árboles. Si el Magnus adulto, hombre hecho y derecho, llegaba a hacer uso de aquellas habilidades otra vez, ella perdería el control.

Temiendo que aquellos pensamientos tan licenciosos y a la vez tan queridos le mudaran la expresión, se dio la vuelta, para ocultar el rostro del escrutinio de la otra mujer.

Se sentía malvada y placenteramente excitada. Se dirigió hacia la mesa más grande de la habitación, elaborado mueble de oscura madera de roble tallada, y con mano levemente temblorosa se sirvió una medida del vino más fino de Rhenish, una muestra más de la generosidad de sus hermanos.

Con la mirada fija en las ventanas y en la oscura y húmeda noche que se vislumbraba más allá de ellas, alzó la copa en un silencioso brindis por los sabios consejos de sus cuñadas.

Consejos audaces y excitantes.

Consejos a los que ahora se sumaba la vieja Dagda, quien, con su dura mirada y su verruga en el mentón, también pretendía instruirla.

Estremeciéndose, o tal vez simplemente temblando por el frío del cuarto, apuró de un trago el vino, que le calentó la garganta, y no supo si reír o hacer una sencilla mueca.

Optó por una solución intermedia y pintó en su rostro una expresión que esperaba que no pareciera ni burlona ni incrédula.

Luego se dio la vuelta y se vio cara a cara con el fracaso de su intento.

Dagda la miraba atentamente, con la cabeza inclinada y los ojos levemente entornados. El aire helado crepitaba entre ambas.

—Es obvio que crees que es un disparate que yo te hable de los hombres y sus necesidades.

—Creo que tienes muy buena intención —dijo Amicia con sinceridad, entendiendo que no había necesidad de mentir.

—Oh, sí, claro, no lo dudes —de nuevo con su habitual expresión melancólica, Dagda clavó enérgicamente el atizador en el carbón, empujando con fuerza hasta que se desprendieron unas finas espirales azules de humo dulzón—. No hay día en que no me encuentre dando lo mejor de mí para aquellos a quienes estimo, aunque algunos jamás me lo agradezcan.

Apartó los ojos de su tarea el tiempo necesario para dirigir a la joven una mirada penetrante, de mujer a mujer. Y aunque Amicia no le había prestado demasiada atención, las palabras pronunciadas por la gobernanta todavía retumbaban en sus oídos.

«Los hombres y sus necesidades», de eso había hablado.

«Un hombre espléndido con muchas necesidades», había susurrado Janet en la escalera de caracol.

Eran expresiones similares, pero la prima de su esposo lanzó las suyas como dardos y recurrió a un ronroneo cargado de insinuaciones para lanzar su veneno debilitador directamente al corazón de Amicia.

Y la pequeña gatita había dado en el blanco.

De repente, Amicia sintió más frío, y se apoyó en la mesa, necesitando, bendiciendo, su firme sostén. Por Dios, bastaba con recordar la intimidad implícita en las palabras de Janet para que se le aflojaran las rodillas.

Las miradas escrutadoras y la maldad oculta detrás de aquellos ojos azules de apariencia inocente le daban escalofríos.

Y, lo que era peor, la belleza frágil de su rival le clavaba aguijones de celos en las zonas más vulnerables de su corazón.

—No siempre fui como soy ahora —Dagda tocó a Amicia en el brazo con un dedo—. ¡Créelo, muchacha!, eran muchos los pretendientes que llamaban a mi puerta.

Amicia dio un respingo al notar el dedo de la vieja en su piel, y casi volcó la jarra de vino que había apoyado precariamente muy cerca del borde de la mesa. No se había dado cuenta de que la vieja estaba ahora tan cerca.

—Sé que estuviste casada —respondió, mirando fugazmente las almidonadas faldas negras de la vieja.

—Sí, y con el mejor hombre de todas las islas —Dagda suspiró, con gesto ausente en el rostro—. Y era guapo, como lo era yo —se pasó la mano por sus trenzas matizadas de plata, firmemente enroscadas en la cabeza—. A Niall le encantaba cepillarme el pelo, le encantaba...

—Por favor, Dagda, no hace falta que me hables de tu matrimonio —la interrumpió Amicia, a quien no pasó desapercibido el brillo de humedad que asomaba en los ojos de la anciana—. No quisiera que te afligieses.

—Estoy bien, no te preocupes —Dagda se secó las mejillas con el dorso de la mano—. Perdí a Niall, pero... bueno, eso fue hace mucho tiempo. Lo que intentaba decirte era que mi cabello fue una vez tan negro como el tuyo. Niall compuso una canción de alabanza a mi color de pelo. Comparaba su tono con el del ala de un cuervo. Y el pelo de él..., me bastaba con mirarlo para quedarme sin aliento.

Hizo una pausa para servirse una copa de vino y tomó varios sorbos antes de hablar de nuevo.

—Su melena tenía el mismo color bermejo que la de tu Magnus. Parecía cobre bruñido, pesado y brillante —suspiró, evocadora—. Si se ponía al sol en pleno verano, su cabello relucía con reflejos de color dorado. Yo no hacía otra cosa que pasar mis manos por su melena y a él... a él le encantaba sumergirse en mi pelo.

—¿Sumergirse en tu pelo? —preguntó Amicia, sin poder contenerse.

Dagda asintió.

—De cosas como ésas quiero hablarte —levantó la cabeza y clavó en Amicia una mirada aguda—. ¿Sabías que puedes doblegar a un hombre por completo si le permites hundir su rostro en tu cabellera suelta?

Sí, ella había escuchado algo por el estilo, de boca de Isolde, la esposa de su hermano Donall el Valiente. Pero en vez de reconocer que se lo habían comentado, fingió sorpresa y negó con la cabeza.

Dagda mordió el anzuelo y se inclinó para acercarse aún más. Bajó la voz.

—Si de verdad quieres tener a un hombre a tu merced, debes permitirle que te olfatee.

—¿Que me olfatee?

Esta vez la perplejidad de Amicia era genuina.

La anciana miró a su alrededor, como temiendo que los muros escucharan.

—Dale tu perfume, muchacha —hablaba tan bajito que Amicia apenas podía oírla— déjalo bucear, respirar en tu perfume. Que te huela donde quiera.

Amicia tragó saliva.

Ruidosamente.

Sabía a qué lugar del cuerpo se estaba refiriendo Dagda.

—¿Tú permitías que Niall hiciera... eso?

—Oh sí, y con frecuencia —confesó la anciana, y el labio inferior le tembló un poco—. No existe una forma más segura de atar un hombre que marcarlo con tu perfume más íntimo.

—¿A los hombres les gusta eso?

Amicia no podía creerlo.

Pero Dagda afirmaba rotundamente con la cabeza.

—Hasta el hombre más espléndido caerá de rodillas ante ti una vez que te haya... eh... husmeado de esa forma.

—¿Por qué me estás contando esto? —preguntó Amicia, reconociéndose ahora muy lejos de lo mundana que se había sentido al despertar. Tragó saliva, esperando que su corazón dejara de golpear tan fuerte contra sus costillas—. ¿Por qué te interesa tanto lo que nosotros... hagamos juntos?

Dagda hizo un gesto irónico.

—Verás, conozco a Magnus de sobra. Es un hombre espléndido, y lujurioso, aunque haya vuelto de Dupplin vencido, dolido y de mal humor. Justamente por su estado actual, conviene que hagas caso a mis consejos. Tendrás que recurrir a los incentivos más poderosos para lograr que olvide todos sus problemas.

Bajó la vista y se pasó una mano por la falda.

—Quiero que estés bien preparada cuando te llegue la hora de acostarte con él.

Dagda alzó los ojos, sosteniendo la mirada en Amicia.

—También te lo digo porque él siempre me ha recordado a Niall cuando era joven. Si aprendes a satisfacerlo como es debido, y a mantenerlo junto a ti correctamente, te amará toda la vida.

—¿Y es eso lo que tú quieres?

—Nada me haría más feliz —Dagda inclinó la copa sobre sus labios y la vació—. Le haría mucho bien a mi viejo corazón ver a ese espléndido muchacho tan enamorado de su buena esposa como lo estaba Niall de mí, y yo de él —dijo, con los ojos empañados—. Mi hombre solía decir que me necesitaba como al aire que respiraba. Y yo todavía lo necesito de esa misma forma. A pesar de todo el tiempo que ha pasado desde su muerte.

Amicia miró hacia las ventanas y vislumbró la luna a través de la niebla cargada de lluvia.

—Tienes motivos para echarle tanto de menos —dijo Amicia, sinceramente conmovida por el dolor de la otra mujer—. Lo lamento. De verdad.

—Y yo te agradezco tus palabras, pero tu dolor o el mío no pueden hacer nada para ayudarme —Dagda emitió un suspiro largo y tembloroso—. Unas fiebres me arrebataron a mi Niall, y a mis dos niños con él. Nada podrá devolvérmelos. Ni oraciones, ni quejas, ni pesares.

Mordiéndose el labio, pues en verdad no sabía qué decir, Amicia se adelantó, y habría estrechado a Dagda en un sincero aunque embarazoso abrazo, si la vieja no la hubiese esquivado con sorprendente agilidad.

—Ya te he dicho que no tiene ningún sentido lamentarse por el pasado, por lo que no puede remediarse —movió la mano con gesto desdeñoso—. Por fortuna, conseguí este trabajo. Como Niall y Donald MacKinnon eran parientes, el viejo señor feudal me ofreció un techo cuando yo no tenía ningún lugar al que ir.

Hizo ademán de acariciarse el cabello, pero en realidad se secó los ojos nuevamente.

—Los tres muchachos de Donald necesitaban una figura maternal —prosiguió, secándose la mano furtivamente en la manga—. Y puesto que yo había perdido a mis dos hijos, mi llegada al castillo fue provechosa para todos.

«Pero no lo suficiente como para borrar el dolor profundo que llevas dentro del corazón», pensó la joven.

Amicia caminó hacia el único alféizar que había en la habitación. Tenía el corazón roto por el dolor de la anciana. Ella sabía de sobra lo que era tener que ponerle buena cara a la mala vida. Preservar la dignidad a cualquier precio, para que los demás no te crean débil.

Ella misma había hecho exactamente eso durante más de un año, y sólo recientemente había decidido cambiar de actitud... abandonar el decoro para entregarse al deseo.

No sin esfuerzo, abrió las persianas para dar paso a una ráfaga del aire frío nocturno y al destello plateado de la lluvia que caía sin cesar. Se apoyó en la piedra helada del alféizar de la ventana, miró hacia el negro mar de la noche y creyó ver un débil rayo de luz verde parpadeando en el horizonte lejano. Pero cuando pestañeó y miró de nuevo, la extraña luz había desaparecido.

Sólo restaba tristeza, el dolor que parecía irradiar de Dagda, inundando la habitación. Por mucho que la vieja se empeñara en ocultar su sufrimiento detrás de gestos y palabras, la pena flotaba en el ambiente.

Amicia respiró hondo y sus pulmones se llenaron de aroma a piedra mojada y a mar. Olores familiares. Queridos. Acarició el anillo de zafiros, regocijándose en el tacto de su banda de oro, en la suavidad satinada de la piedra preciosa sin pulir.

Era su pequeño trozo de esperanza.

Un recordatorio constante de que la vida puede pasar muy rápido, es demasiado corta y preciosa como para no atreverse a perseguir los sueños.

A sus espaldas, apagados sollozos rompieron su ensoñación.

Como siempre había sido una persona más capaz de aguantar sus propias penas que las de otros, enderezó la espalda lo mejor que pudo y buscó en la mente alguna broma liviana que pudiera distraer y consolar a Dagda.

Pero lo único que rondaba sus pensamientos eran imágenes de Magnus MacKinnon olfateándola.

Se obligó a sí misma a darse la vuelta, dispuesta a decir lo que fuese.

Cualquier cosa.

Pero Dagda parecía ya más tranquila. Estaba cerca de la puerta, examinando el nuevo abrigo de Amicia, una formidable prenda forrada de piel. Colgaba de un gancho de la pared, exactamente en el lugar donde ella pretendía que permaneciera, pues Devorgilla, bendito fuera su buen corazón, había creado para ella una prenda suntuosamente abrigada, pero demasiado pesada como para que le resultara práctica.

—Es un abrigo muy suntuoso —dijo Dagda, señalando los broches. Alzó un pliegue y observó con esfuerzo los motivos decorativos a base de motas negras que salpicaban la suave piel amarillenta—. ¿Esto es armiño? Niall siempre me prometía un abrigo forrado de...

—Sí, es armiño —Amicia la cortó antes de que se entristeciera de nuevo hablando de su esposo—. Mi hermano recibió algunas remesas en un intercambio, hace algún tiempo. Pero, Dagda, me gustaría saber más de Reginald y de su esposa... —no terminó la petición. Su voz se apagó por el alboroto creciente que se escuchaba al otro lado de la puerta.

Ruidos metálicos, pesados pasos que se aproximaban con rapidez. Al cabo de una corta pausa, sin golpe o anuncio previo, la puerta se abrió bruscamente.

Magnus irrumpió en la habitación con expresión furiosa; cada centímetro de su rabioso cuerpo estaba cubierto por espléndidas galas reales.

—¡Santo Dios, ten piedad! —gritó Dagda, llevándose, asustada, una mano al pecho.

Amicia se quedó sin aliento. Con el corazón en la garganta, lo miró, perpleja, incapaz de pronunciar palabra.

Junto al hogar, Boiny soltó un gruñido y enseguida reconoció al responsable del revuelo. Satisfecha su curiosidad, se dejó caer de nuevo sobre los juncos y volvió a dormirse.

Pero Amicia se había quedado paralizada, con la mirada fija en el hacha que su esposo apretaba con poderosa mano, con tal fuerza que tenía los nudillos blancos.

Tampoco le pasó desapercibida la cota de malla que colgaba orgullosamente de su hombro. Llevaba su cinturón para la espada e incluso allí, en los silenciosos y pacíficos confines de la habitación de Amicia, su mano libre merodeaba peligrosamente cerca de la empuñadura de la mortífera arma.

Magnus las miró con una expresión lo suficientemente siniestra como para helarles la sangre. Para dejarlas a ambas mudas. Estaba muy agitado.

Amicia se puso a temblar.

—Bueno, he aquí una... sorpresa —masculló al fin, hundiendo las manos en sus faldas para ocultar el temblor.

—Así es, y seguro que es una sorpresa muy desagradable —ladró bruscamente el caballero, barriendo la habitación con sus encendidos ojos azules—. Agradece a los santos del cielo que no te pasara nada.

Dagda, recuperada del susto, le agarró de la capa, dándole una buena sacudida.

—¡Por los hijos de Belcebú, muchacho! —bramó—. ¿Estás borracho? ¿O es que te has vuelto loco? ¿Cómo te atreves a entrar con tal violencia en esta habitación, armado hasta los dientes y escupiendo fuego contra dos mujeres indefensas?

Ignorándola, Magnus tiró de su capa y se dio la vuelta para mirar ceñudamente hacia la puerta abierta. Amicia también la miró. Los paneles de pesado roble todavía vibraban por el tremendo golpe que había dado el pestillo de hierro contra la pared encalada, cuando Magnus entró como un ciclón.

—¿Por qué no estaba bien cerrada y trabada la puerta? —preguntó.

Amicia se humedeció los labios y hundió los dedos todavía más en sus faldas.

—¿Aquí, señor? ¿En tu propia casa? —la voz de la joven sonó ronca incluso para sus propios oídos—. No veo por qué hubiera sido necesario.

—Yo tampoco, milady, ése es el problema —respondió el guerrero, pasándose la mano por la cabeza. Su ira pareció decaer, para volver con renovada intensidad en el mismo instante en que su mirada se detuvo en la barra que se usaba para atrancar la puerta.

Se le acercó, apoyó una mano firme sobre el hombro de Amicia y la miró a los ojos con intensidad, como nadie la había mirado nunca.

—Que el demonio me lleve si alguna vez vuelvo a pillarte detrás de una puerta sin cerrar. ¿Me oyes bien, muchacha?

Amicia lo miró indignada, dolorosamente tentada de ignorar su petición. Pero, para su propio asombro, asintió mecánicamente.

—Como quieras —cedió, decidida a hacer exactamente lo que él le pedía.

Pero no porque sus palabras o aquel despliegue de hirviente furia la hubieran intimidado y vuelto dócil.

No, ella cumpliría su deseo por una única razón.

Por el perturbador rastro de miedo que Magnus no podía ocultar tras su voz ronca y profunda.

Un misterioso malestar recorría su magnífico y robusto cuerpo, nublando el azul claro de sus ojos y cubriendo cada espléndida pulgada de su humanidad con una tensión casi visible, apenas controlada.

Y como si percibiese que ella lo había notado, el hermoso rostro de Magnus se despojó de todo signo de incomodidad y le ofreció una pálida sonrisa. Si es que un leve rictus en una de las comisuras de la boca podía considerarse una sonrisa.

—No es mi intención asustarte —dijo, todavía mirándola profundamente a los ojos—. Simplemente, haz lo que te digo y yo te prometo que haré todo lo posible para no asustarte con otro de estos arrebatos.

A sus espaldas, cerca de la mesa, se escuchó un sonoro resoplido, al que siguió el ruido de vino que se vierte. Dagda llegó junto a ellos un momento después, ofreciéndoles dos copas rebosantes de vino Rhenish.

En cuanto sus manos quedaron libres, Dagda las apoyó sobre las caderas enfundadas en una falda negra, y se volvió hacia Magnus echando chispas por los ojos oscuros.

—Si de verdad no tienes intención de andar aterrorizando a las mujeres de tu clan, tal vez no debas vagar por esta torre en noches oscuras y ventosas, advirtiendo de peligros que no existen.

Magnus alzó una de sus cejas rojizas y bebió un generoso trago de vino.

—¿Y qué hacías tú vagando por esta torre tan entrada la noche? ¿Querías impedir descansar a Amicia en esta... noche oscura y ventosa?

—Tal vez no habría motivo para que la visitara si tú estuvieras aquí, cumpliendo con tu deber y abrigándola en esta noche tan horrible —el travieso centelleo que apareció en los ojos de Dagda compensó el sarcasmo de su áspera respuesta.

Se alzó las faldas y se encaminó a la puerta. Pero se detuvo en el umbral, para levantar el dedo índice, con aire de advertencia.

—Asegúrate de colocar la barra —exclamó—. ¡Seguramente no querrás que el viejo Reginald o su mujer vengan a fisgonear, para ver quién está en su cama!

Luego, con un perspicaz guiño, como un torbellino de faldas de lino negro, desapareció, escabullándose en la penumbra del corredor, sin dirigirles ni una mirada ni una palabra de despedida.

Magnus la vio alejarse, y su ceño comenzó a oscurecerse de nuevo.

—A esa mujer le gusta caminar al borde del precipicio —dijo, agitando en círculos la copa de vino—. Quiera Dios que nunca dé un mal paso.

—Seguro que tiene motivos para ser como es —Amicia sintió la imperiosa necesidad de defender a la vieja.

—Seguro, sí —respondió Magnus con rapidez.

Con los ojos entornados y un aspecto muy poco amable, se llevó la copa de vino a los labios y vació su contenido con un largo trago.

Depositó en la mesa la copa vacía con un sonoro «clac», y comenzó a estudiar a Amicia con ojos agudos, exploratorios.

—Todos tenemos motivos, evidentes u ocultos, en lo más hondo del corazón, para comportarnos como lo hacemos.

—¿Y cuáles son los tuyos?

Amicia apoyó su copa en la mesa sin probar el vino. Tomó una servilleta de pesado lino de la mesa y se pasó sus puntas bordadas entre los dedos, mientras lo miraba, expectante. Los ojos de ambos se encontraron, y ella tragó saliva, pues la boca se le había secado de repente.

—¿Por qué estás aquí, milord? ¿Ahora, esta noche, antes de que el decoro te autorice a reunirte conmigo?

En vista del silencio de su esposo, ella bajó la vista hacia el hacha que él todavía apretaba con fuerza. No era la única arma que portaba. El bulto de la espada, su empuñadura y la funda, se adivinaba, inquietante, bajo la capa. La mujer descubrió también dos puñales en su cinturón.

—Quiero saber la verdad, Magnus —usaba su nombre de pila por primera vez. Oírlo en su propia boca fue a la vez extraño y emocionante.

—Sólo quería ver si te encontrabas bien.

—¿Si me encontraba bien? —repitió ella, intuyendo que había algo más detrás de sus palabras.

Él asintió, y un tic casi imperceptible en su mandíbula confirmó a Amicia su sospecha.

—Puesto que no puedo recibir nuestro matrimonio con la debida alegría, lo menos que debo hacer es garantizar que estés bien y a salvo.

Amicia arrugó la servilleta y la dejó caer de nuevo sobre la mesa.

—Hace muchos años que me cuido sola. No necesito ni a mis hermanos, que son muy fuertes y se preocupan mucho.

Sentía la desilusión en lo más íntimo de su ser y la dominaba una terrible sensación de vacío. Hizo un esfuerzo supremo por reprimir las ganas de llorar. Durante su juventud, la indiferencia de Magnus le había roto el corazón, y ahora echaba sal en la herida al afirmar que estaba preocupado por su seguridad.

No quería preocupación, quería amor.

—Hay peligros peores que los riesgos físicos, milord —le dijo, desafiante—. ¿Me darás seguridad también frente a esas amenazas?

Él le acarició suavemente la mejilla y jugó con un mechón de su pelo.

—Será mejor para ti que no entremos en ese camino, milady.

—¿Y qué pasaría si resultase que yo ya he entrado en ese camino y voy por la mitad?

Magnus apretó los labios y se limitó a mirarla.

Luego retiró la mano del rostro de ella. Para Amicia, perder aquel contacto, por muy inocente y fugaz que hubiera sido, fue como un baño de agua fría que la dejó inerte, como si la hubieran vaciado de pronto.

Cerró los puños, combatiendo el impulso de agarrarlo y sacudirlo. Empezaba a recordarle a su hermano Donall el Valiente cuando desplegaba toda su vanidad.

¡Era insoportable!

De no ser por el brillo de su abundante pelo color caoba, tan lustroso bajo la luz de las antorchas, Magnus sería un gemelo de Donall en uno de sus arrebatos, cuando todo en él decía, con extrema petulancia, «yo soy el señor y que nadie se atreva a cuestionarme».

Amicia comenzó a golpear con nerviosa rabia el suelo. Gracias a la gruesa capa de pieles que lo cubrían no se oyó el ruido de sus pies, que hubiera delatado la agitación que la dominaba.

Quería velar por su seguridad.

Y la vieja Dagda quería que ella le proporcionara placer.

El pecho de Amicia comenzó a subir y bajar. El deseo que el simple roce de la mano de Magnus había desatado en ella le estaba rompiendo el corazón. En realidad, sólo quería un hogar... un esposo a quien amar y que la amara, un fuego ante el que pudiera charlar con su esposo y un niño o dos que brincaran sobre sus rodillas en el acogedor círculo familiar.

Pero sólo tenía el cariño fiel de un viejo achacoso, y el amor de su perro, igual de viejo. Por lo demás, convivía con una gobernanta de mirada feroz y corazón de celestina y un esposo que prefería merodear en cota de malla y lleno de sospechas que trepar a su cama sin más atavío que el deseo de poseerla.

Decidida a exigir por todos los medios posibles la añorada sonrisa del joven con hoyuelos en la cara, y el placer que anhelaba, señaló el hacha, que él había colocado tímidamente sobre la mesa cuando Amicia lo había mirado con un gesto de desaprobación.

—¿De quién tienes que protegerme, buen señor? Los temibles escandinavos no amenazan estas aguas desde hace siglos, y estamos en paz con todos nuestros vecinos más cercanos —alargó un dedo para juguetear con la manga de su cota de malla. Le regaló la mejor de sus sonrisas—. ¿No tratarás de protegerme de los fantasmas del mítico Reginald y su esposa? Porque son ellos los responsables de la maldición, ¿no?

El repentino cambio en el semblante de Magnus confirmó su sospecha.

—Todavía no conozco esa historia —continuó, confiando en que la invitación a contar la leyenda lo sacaría de su obstinado silencio... lo impulsaría a abrirse a ella—. ¿Quieres hablarme de ellos? Dagda...

—¿Por eso estaba Dagda aquí? ¿Llenándote la cabeza con delirantes historias de piedras heladas y amores perdidos? —la miraba con expresión casi enloquecida—. No hagas caso de una sola palabra de su cháchara. Precisamente en eso consiste la dichosa gran maldición MacKinnon, en pura cháchara —hablaba con voz grave y vehemente—. Cuentos para entretenerse junto al fuego en las noches frías de invierno, nada más que eso. El día en que esos antiguos males y esos fantasmas vivientes le toquen un pelo a un ser vivo, las vacas volarán y hablarán los peces.

—Pero hay algo que no entiendo. No habrías entrado como una tromba en esta habitación, vestido para entrar en batalla, si no pasara algo —Amicia se cruzó de brazos y levantó, altiva, la barbilla—. Quisiera saber de qué se trata. No puedo luchar contra un enemigo sin nombre.

—¿Y tú crees que yo lo sé? ¿Piensas que conozco su nombre?

—Estoy segura de que sabes lo suficiente, milord. Sabes muchas cosas que ignoro y me gustaría que compartieras conmigo —Amicia lo miraba, desafiante. Magnus bajó los ojos y a ella se le subió el corazón a la garganta.

Estaba soberbia, allí, con los brazos cruzados, lo que subía y aumentaba el tamaño de sus generosos pechos. Por si eso fuera poco, el ajustado lino de su vestido subrayaba su saludable plenitud.

Para colmo, el borde superior de su oscuro pezón derecho asomaba por el escotado corpiño. A decir verdad, se le veía la mitad de la aureola. En cuanto respirase hondo todo el pezón quedaría a la vista.

De repente, como si lo hubiera notado, Amicia se colocó el vestido adecuadamente.

—Como puedes ver, sir, no soy precisamente una delicada florecilla que teme a la lluvia y al viento. No necesito protección, ni me desmayaré si me cuentas qué es lo que te preocupa.

El caballero alzó la mirada, que llevaba un buen rato prisionera de los pechos de ella. ¡Su rostro ardía más que el brasero cercano! Y Amicia tenía una vaga sospecha de la causa de tal fenómeno.

Al pensar en ello se desató en su cuerpo una corriente de burbujeante placer, que estalló en el más suave y secreto rincón de su bajo vientre. Pero decidió analizar esa sensación y lo que implicaba más tarde, en un momento más propicio.

De momento, se contentaría con inclinar la cabeza y estudiar a Magnus a través de sus pestañas.

—Te lo pregunto otra vez: ¿qué haces aquí?

Magnus carraspeó.

—Noticias inesperadas me traen hasta aquí, milady —admitió por fin, y sus encendidas mejillas resultaron tan inquietantes como su ceño.

—¿Qué noticias?

—Cielos, eres una joven insistente —respondió, pasándose una mano por el cabello, y cada vez más serio—. Fue el asiento del excusado, si te interesa saberlo.

—¿El asiento del excusado? ¿El que se rompió debajo de tu padre?

Magnus asintió.

—Sí, ese mismo.

Amicia abrió la boca, dispuesta a preguntarle qué tenía que ver el asiento roto de la letrina con su merodeo nocturno, armado hasta los dientes. Pero antes de que pudiera pronunciar una palabra él ya se había dado la vuelta.

Llegó a la puerta en tres pasos, y la cerró y la trabó con la barra engrasada.

Con los ojos muy abiertos y fijos en él, Amicia recogió un chal del respaldo de una silla y se cubrió los hombros con sus suaves pliegues de lana, ocultando su desaliño y, sobre todo, los díscolos alrededores de los pezones.

Pero cuando Magnus se volvió de nuevo, ostentaba una expresión tan intensamente seria que ella dudó que se fijara en nada, incluso si estuviese completamente desnuda.

Magnus respiró hondo y dirigió la vista a un punto indefinido, al otro lado del cuarto iluminado por el fuego. Tenía la mirada perdida.

Dio unos golpecitos en la empuñadura de su espada y luego se levantó el dobladillo de eslabones plateados de su cota de malla.

—Quieres saber por qué irrumpí aquí con uniforme de campaña, y te lo diré —dijo, con el rostro petrificado—. La caída de mi padre dentro de la letrina no fue un accidente. Verás, envié unos muchachos a recuperar el asiento. Tenía una inquietante intuición al respecto. Un presentimiento. Si lo prefieres, puedes llamarlo «cosquillas frías en la nuca». Qué sé yo. No me gustaba lo ocurrido.

Hizo una pausa y tomó aliento.

—Como el pozo negro necesitaba desde hace tiempo una buena limpieza, buscar el asiento no fue una pérdida de tiempo. Cuando terminaron su tarea, los muchachos me trajeron el objeto en cuestión.

Se dio la vuelta para mirarla. Sus ojos parecían más penetrantes que nunca.

—El asiento fue cortado en dos con una sierra.

—¿Cortado en dos con una sierra? —la revelación le cortó el aliento—. ¿A propósito?

Magnus asintió.

—Así fueron las cosas, sí. Alguien quería que mi padre, o alguien que fuera a usar ese excusado, se cayera en el pozo ciego.