12
LADY, TENGO QUE HABLAR CONTIGO... CUANTO antes.
La suave voz femenina llegó hasta los oídos de Amicia, pero cuando se dio la vuelta para buscarla, sólo se encontró con rostros encendidos por el alcohol y prendas desaliñadas. El ruidoso grupo de familiares que consideraba un deber empujarlos a ella y a Magnus escaleras arriba, hacia su habitación.
No obstante, Amicia continuó mirando.
Poco más sonoras que un suspiro, las palabras, susurradas al pasar, le habían llegado desde algún lugar situado a sus espaldas, y le habían parecido llenas de prisa, quizás de angustia. La voz le había recordado a la de Janet.
Si es que, en efecto, había escuchado algo.
Pues con las llamas de las antorchas siseando bajo las corrientes nocturnas y el constante rocío de aquella bruma húmeda entrando por las ventanas, tal vez lo que había escuchado fuera el llanto del viento, que quizás había confundido con palabras.
Sabía Dios que, en noches tan desenfrenadas como aquella, inmersa en tal torbellino de emociones, no sería extraño que escuchara voces aunque nadie hubiera dicho nada.
O al menos eso pensó hasta que la multitud apiñada llegó hasta la puerta de su habitación y vislumbró entre la gente la cabeza rubia de Janet.
—Sería para siempre una carga en mi corazón si yo no...
Esta vez Amicia sí escuchó claramente las palabras, aunque sólo fueron unas pocas, pues Janet volvió a quedar rezagada enseguida, y su extraño mensaje y sus pies apresurados, perdidos entre los familiares borrachos, empeñados en llegar a la habitación de su futuro señor para dar inicio al gran espectáculo de la noche.
Era la única oportunidad que tendrían de fastidiar a su futuro señor sin tener que pagar más tarde las consecuencias. Y también la oportunidad, innegablemente dichosa, de echar un vistazo a la desnuda exuberancia de su nueva señora.
Un ritual molesto, que Amicia había decidido soportar con dignidad.
Había cosas mucho peores.
Por ejemplo, el extraño comportamiento de Janet la desconcertaba mucho más que la idea de mostrarse desnuda frente a un grupo de isleños aturdidos por el alcohol, quienes seguramente cuando llegara el amanecer ya se habrían olvidado de todo.
Eran los mismos invitados que ahora sonreían tontamente mientras daban patadas a la puerta de su cuarto. Los mismos que, una vez dentro, tiraron a Magnus sobre la cama con dosel, cayéndose sobre el colchón, con él, algunos de los más borrachos.
—Recuerda mis palabras, muchacha —le dijo Dagda, apareciendo por un lado, con la capa forrada de piel de Amicia doblada sobre el brazo. Se aproximó, y sus ojos brillaron con excitación—. Tienes que hacer que él te desee.
Amicia se estremeció. El recuerdo de aquel extraño susurro de janet se evaporó ante la avalancha de imágenes de intimidad que se le vinieron a la mente.
Lanzó una mirada a Magnus y su corazón estalló, aun cuando él estaba todavía vestido. Sentado en el borde de la cama, miraba, sonriente bajo el dosel, cómo dos familiares de barbas pelirrojas luchaban por arrancarle las botas.
Alguien había corrido las cortinas de la cama y el resplandor del fuego del hogar proyectaba juegos danzantes de luz y sombra en el interior del refugio de la cama. El blanco prístino de las sábanas nupciales relucía radiante, y llamaba su atención, y su connotación erótica hizo que su excitación llegara al máximo.
Al atardecer del día siguiente, esas mismas sábanas habrían sido paseadas por todo el castillo y exhibidas ante aquellos MacKinnon lo suficientemente mayores como para entender el significado de las manchas rojas que, por entonces, ya habrían teñido su níveo tejido.
—Asegúrate de que te huela —insistió Dagda, bajando la voz. Le dio un golpecito en el brazo para remarcar su consejo—. Acuérdate de lo que te dije, si quieres dejarlo embobado.
—Eres muy amable por compartir conmigo tu... experiencia —respondió Amicia, dejando de mirar a Magnus y rogando que nadie hubiera escuchado a la mujer.
Se sentía desnuda por anticipado. Señaló su abrigo.
—Y gracias por traerme la capa —dijo, para apartar a la gobernanta de los asuntos carnales—. No debí dejarla tirada en el vestíbulo.
Dagda acarició el forro de armiño de la capa.
—Pues no, un abrigo tan fino no debería quedar tirado por ahí. Al menos en Coldstone, porque... —dejando incompleta la frase, se volvió hacia un lado y colgó enérgicamente el abrigo de un gancho situado junto a la puerta.
—¡Largaos, torpes patanes! —dijo Magnus, mitad rugiendo mitad riendo, desde la cama—. ¡Yo puedo desnudarme solo, y en la mitad de tiempo!
No había terminado de decir aquellas palabras cuando sus botas cayeron al suelo, una después de la otra, con sonoros golpes.
—Ya veis —dijo, poniéndose de pie—, ¡un hombre no debe permitir que otros hagan lo que él puede hacer mejor y por sus propios medios!
Amicia se irguió y se humedeció los labios. A ella también la desvestirían pronto. En efecto, ya estaban casi encima, pues Dagda había dejado de preocuparse por su abrigo y caminaba hacia ella, con la picara intención grabada en el rostro.
Para la ocasión, se había recogido el pelo entrecano en la nuca, con una cinta de raso negra. A primera vista, daba la impresión de que las vulgares canas que delataban su edad habían desaparecido de la cabellera, ahora morena.
Las numerosas velas que alguien se había tomado el trabajo de encender también la favorecían, pues su tenue luz dorada suavizaba las líneas y arrugas de su rostro.
Amicia se quedó un instante sin aliento al verla. Hasta el andar de la vieja parecía más enérgico y seguro que habitualmente. Le pareció estar viendo a la gobernanta cuando era joven. En el fondo era una llamativa y hermosa mujer que había sufrido grandes tragedias, perdidas terribles, como volvían a atestiguar, vista de cerca, las arrugas del rostro y el destello plateado de las sienes.
Amicia pestañeó un par de veces, pensando en la pobre mujer y sus muchos sufrimientos, hasta que la alegría y obscenidad de los deudos se volvió hacia ella y cualquier vestigio de la juventud perdida se esfumó del semblante del ama de llaves.
—¿Estás preparada? —le preguntó Dagda, con voz que resonó en la habitación, repentinamente silenciosa.
Mientras la gobernanta apoyaba sus dos robustas manos sobre los hombros de Amicia, empujándola para que diera la espalda a Magnus, la lujuria y la expectación se apoderaron de los rostros de todos los invitados presentes.
—No tienes por qué ruborizarte. Él no está desnudo del todo todavía —dijo Dagda, cuyos ojos brillaban—. Está en pie, junto a la cama, aún vestido con sus calzones —reveló, con un pícaro guiño de ojo—. La tradición dice que debes mirar mientras sus hombres le quitan los calzones, y luego él contemplará cómo yo te desvisto.
—Me parece que lo que manda la tradición es que todos miremos —dijo una voz deformada, que sonaba desde las proximidades de la puerta.
—Pero, por decencia, debe mirarse lo menos posible, y rápidamente —explicó Hugh—. Os ruego que no lo olvidéis.
El que estaba cerca de la puerta, lo miró con ojos muy abiertos.
—¡Venga, Hugh! ¿Quieres saber cuánto hace que no veo...? —empezó a discutir, pero luego alzó las manos en señal de rendición y se apoyó, decepcionado, sobre el quicio de la puerta.
Sin hacerle caso, pues el hombre estaba demasiado borracho como para generar disturbios aunque quisiera, Dagda dirigió una mirada de censura a Colin y a Janet.
Los dos se habían aprovechado de la confusión para dar una vuelta por el cuarto y apagar casi todas las velas, hasta que sólo quedaron el rojizo resplandor del fuego del hogar y la gruesa vela de noche que se consumía en su candelero, junto a la cama.
Amicia les dio las gracias en silencio, sintiendo creciente afecto por la prima bastarda de su esposo.
Dagda carraspeó
—Te lo pregunto otra vez: ¿estás lista para que tu esposo te vea desnuda y te juzgue digna... o no?
¡Muero por que me vea desnuda!
Muero por verlo desnudo a él.
Amicia estuvo a punto de expresar, no ya en palabras, sino a gritos, aquellos desvergonzados pensamientos.
Pero guardó para sí sus secretos anhelos y se limitó a asentir, con el estómago vacío y la boca seca, presa de creciente excitación.
—Asentir no es suficiente. Debes pronunciar las palabras que ensayamos antes.
Amicia inspiró hondo y obedeció.
—Sí, estoy preparada para examinar la desnudez de mi esposo y permitirle que él haga lo mismo conmigo —dijo, con las mejillas cada vez más encendidas.
—Entonces date la vuelta y míralo —Dagda la hizo girar el rostro en dirección a Magnus.
Avergonzada o no, una emoción sensual, un deseo ardiente y puro le llegó directamente hasta los más profundos rincones de su ser femenino.
Él quitaba el aliento.
Alto, fuerte y hermoso, su magnífico porte la envolvía, encendiendo sus sentidos y acariciando su cuerpo con las más deliciosas sensaciones.
Bastaba con echar un vistazo a sus pantorrillas bien torneadas y poderosas, cuya forma definida se adivinaba bajo el lino liviano de los calzones, para que se le secase la boca y perdiese el control de su pulso.
Un latido insistente nació entre sus muslos, y una deliciosa pesadez comenzó a propagarse por la parte baja del vientre, al tiempo que cada centímetro de su cuerpo empezaba a cosquillear, gozoso.
Casi ni le hacía falta contemplar la virilidad desnuda de su esposo, pues el poder masculino, total, lleno de vitalidad, latía en toda su gloriosa figura.
Más llamativo que cualquiera, a cualquier hora del día, en aquel momento, allí de pie, casi desnudo bajo el resplandor de un fuego que destacaba sus anchos hombros y su hermoso rostro, su figura hacía parecer pequeño a cada uno de los hombres que estaban en la habitación, incluso a los más fuertes y recios.
Un suspiro de admiración se escapó de sus labios, acompañado de una exclamación ahogada que despertó silbidos y carcajadas entre los parientes.
—Imponente y poderoso, ¿verdad, muchacha? —bromeó un isleño de barba morena, tirándose bufonescamente de las orejas.
Amicia se ruborizó, pues era lo bastante versada en asuntos anatómicos como para saber a qué parte del cuerpo de su esposo se estaba refiriendo aquel enorme señor.
Magnus levantó las cejas. Su mirada azul parecía decididamente complacida. O divertida.
Se quedó mirándola, con los brazos cruzados sobre el pecho y sus musculosas piernas ligeramente separadas. Una sutil sonrisa le hacía un guiño, haciendo aparecer los incipientes hoyuelos, seduciéndola tanto como el brillo de sus músculos y su fuerza masculina.
En aquella pose, con los párpados caídos, la mirada de Magnus parecía más oscura y ardiente que nunca. Su caricia le excitaba todas y cada una de las terminaciones nerviosas.
Hablando con propiedad, Amicia se estaba derritiendo, cercana al orgasmo.
Él parecía, por el contrario, perfectamente relajado, casi desnudo, bajo el escrutinio de ella.
En efecto, un imperceptible tic de su mandíbula inferior era el único signo que delataba que no estaba del todo cómodo en medio del ritual.
Ella no podía ni quería dejar de mirarlo.
Así que continuó examinándolo, comiéndoselo con ojos encendidos, deteniéndose en su pecho. Sentía que era cada vez más fuerte el latido de sus partes más íntimas.
Nunca en su vida había visto un torso tan atractivo.
Una pelusa rojiza cubría los músculos de su pecho y también el abdomen y el vientre, rígido como una tabla, para desaparecer debajo de la pretina de los calzones. Cómo deseaba seguir explorando, para ver hasta dónde llegaba aquella bonita pelusa.
Brillaba como el oro bajo la luz del fuego. Y sólo pensar en tocarlo, tal vez frotar su mejilla contra la pelusa rojiza para saber cómo era el roce con aquella amada piel, hizo que su corazón latiera con violencia e intensificó el pulso caliente que martilleaba con tanta energía y tanto secreto placer entre sus muslos.
Todo en él la encendía. No tenía ninguna necesidad de ser examinado para probar su virilidad.
Porque de él manaba un encanto tan irresistible, una masculinidad tan pura y tan fuerte, que cualquiera que se hubiera atrevido a cuestionarla se habría puesto en peligro de morir bajo la ira de algún dios celta. Por sacrílego.
No, no cabían dudas sobre su masculinidad.
Especialmente allí, en aquel punto situado bajo la fina tela de sus calzones, donde se definía el pesado bulto de los órganos sexuales. Por fortuna, no tenía una erección, aunque en reposo resultaba igual de impresionante. El poder de su potencia llegaba hasta Amicia en invisibles ondas de deseo, que la consumían y llenaban la habitación de un aura masculina de poder.
De poder y de una excitación apenas contenible.
El deseo de ella.
La repentina e indescriptible necesidad de ver más aún, de verlo todo.
—Creo que es el momento de probar la entereza del muchacho —dijo un familiar mayor, adelantándose.
Se echó hacia atrás la melena de grueso cabello plateado, y clavó la vista en Amicia mientras se estiraba para coger la pretina de los calzones de Magnus.
—¡Vamos, Magnus! Déjale ver...
—Mi esposa puede ver todo lo que quiera y más —dijo Magnus, asiendo al viejo por la muñeca antes de que sus dedos alcanzaran la cintura del calzón—. Me desvestiré yo solo.
Con el rabillo del ojo, Magnus vio cómo Colin se apartaba de Janet, para coger la capa, que estaba tirada y hecha un ovillo sobre la cama.
Bendita la resistencia al frío de aquel truhán, pues también se quitó la suya, y se quedó con ambas en ristre, un poco detrás de Magnus.
Lo suficientemente apartado como para no interferir en la tradición del clan, pero lo bastante cerca para ofrecer a Magnus y a su esposa un rápido y valioso apoyo, un gesto de leal y caballerosa camaradería.
Puso las manos sobre el cinturón de sus calzones, miró a su amigo con profunda gratitud, y luego se volvió hacia la excitada novia.
Ella se había comportado temerariamente en la fiesta, seduciéndolo con toda su osadía y todos sus encantos, y sin embargo, para él era obvio que se trataba de una muchacha casta. Casi podía oler la ansiedad temblorosa de su virginidad, oculta tras una valiente apariencia.
Haciendo un esfuerzo por controlar su propia tensión sexual, soltó un prolongado suspiro.
—No tienes nada que temer, ni de mí, ni de las tradiciones con las que cumplimos esta noche. Pronto estaremos solos —le prometió, intentando calmar con aquellas palabras de consuelo el pulso nervioso que palpitaba visiblemente en el hermoso cuello de Amicia—. Verás, esta noche... —hizo una pausa para recorrer con la mirada todo el círculo de curiosos familiares—, esta noche nos inventaremos nuestras propias tradiciones.
Ante esta declaración, algunos de los presentes alzaron las cejas o se cruzaron nerviosas miradas. Otros se tiraron de las barbas o se quitaron inexistentes pelusas de las capas.
Ninguno de ellos parecía satisfecho.
Donald MacKinnon carraspeó sonoramente.
—La tradición del clan Fingon está vigente, hijo. ¿Es que no has visto lo que les ocurre a los descerebrados que hacen trampa y se la saltan?
Magnus enroscó sus dedos todavía más firmemente sobre la cinta de su pretina y le echó un rápido vistazo a la tela fina que todavía tapaba su hombría.
—¿Acaso esto no es acatar la tradición?
—¡Todavía no te hemos visto pavonearte desnudo delante de ella! —dijo un descarado desde las sombras—. ¡Caramba, si el único MacKinnon que está desnudo es este perro dormilón! —concluyó, señalando con el dedo a Boiny, a su desaliñada masa, acurrucada como siempre junto al fuego.
Enseguida se produjo un revuelo de comentarios procaces y expresiones rudas, especialmente por parte de los que estaban más borrachos. Pero una mano en alto y una mirada de advertencia de Magnus bastaron para sofocar el tumulto.
—Ella, tú y todos los presentes me veréis ahora... y mejor será que luego contengáis las lenguas si no queréis que las corte.
Para probar su buena voluntad, se bajó de un tirón los calzones de lino y los alejó de una patada, para quedar completamente desnudo en el centro de la habitación.
Sin apartar los ojos de su esposa, y rogando no sufrir una inoportuna erección, al menos todavía, abrió las piernas lo suficiente para que su miembro y sus testículos quedaran totalmente expuestos, colgando libres ante los ojos curiosos de quienquiera que se atreviera a mirarlos.
—Con respecto a esto —comenzó, poniendo sus manos detrás de la nuca para hacer gala también de los músculos de su torso—, dicen que la capacidad de un hombre de estar sereno puede medirse por el control del tamaño y la hinchazón de su vara. Yo creo que la relajación se convierte en una hazaña cuando se está frente a la desnudez de la mujer de uno, y no cuando, como lo indica la costumbre MacKinnon, una sirvienta cualquiera te palpa y soba los testículos.
No obtuvo más respuesta que el silencio.
Silencio de bocas abiertas por el asombro.
Sus parientes sabían que Magnus los castigaría si osaban dedicarle algo más que una mirada superficial a aquel lugar donde los ojos masculinos no tenían nada que observar. Sabían, también, que era mejor que no se permitieran más que un fugaz parpadeo sobre la intimidad de su esposa.
En cambio, ella sí miraba con deleite y atención todo su cuerpo.
Había bajado los párpados, pero en sus entornados ojos oscuros se adivinaba la pasión.
Y cuanto más lo miraba de aquel modo, más difícil le resultaba a él aguantar la erección.
Con una dolorosa tensión latente en la ingle, Magnus carraspeó y pronunció las palabras que esperaba que señalarían el final del espectáculo.
—Mujer, desnúdate y acabemos con esta payasada —dijo, y sus palabras sonaron más bruscas de lo que hubiera querido.
Antes de que pierda el control, quiso decir.
Una posibilidad real, inminente, porque el calor aumentaba en su entrepierna.
—Quítate el vestido —insistió, con voz emocionada—. ¿Puedes desnudarte tú misma, verdad?
Ella miró a Dagda.
—Pero la tradición... No quisiera romperla. ¿No es Dagda quien tiene que desves...?
—¡Al diablo con la tradición! —clamó Magnus, que cubrió con tres zancadas el espacio que había entre ellos, olvidándose de que iba desnudo—. ¿No me has oído? —haciendo un esfuerzo por mantener una voz calmada, pasó un dedo por la suave curva de su pómulo y luego por la plenitud de sus dulces labios, percibiendo el leve temblor que le producía el contacto.
—Esta noche nosotros hacemos la tradición. Ahora, en este momento, tú y yo somos leyendas de Coldstone, nada más.
Amicia se tocó los labios, como si quisiera sentir los dedos de él sobre su boca, y asintió.
—Claro que puedo quitarme yo misma el vestido —dijo, con voz sorprendentemente firme—. Lo haré con mucho gusto.
—Y rápido, si es posible muchacha —rogó un deudo atontado por la cerveza. El tarambana había notado el leve movimiento de la verga de Magnus, que empezaba a ponerse erecta.
—Será mejor que te des prisa, ¡si no quieres ver cómo se le ponen azules las bolas! —gritó otro, que celebró su broma palmeándose la pierna.
Magnus hizo una mueca.
No sólo se había olvidado de su desnudez. ¡También se había olvidado de controlarse!
Para regocijo de los invitados.
—Sí, míralo, no puede aguantar mucho más —confirmó un invitado calvo, y su observación y las carcajadas que siguieron confirmaron que, en efecto, aquellos indiscretos bastardos estaban metiendo las narices donde no debían.
—¿Te ayudo, milady? —Janet se abrió paso entre la multitud, evitando mirar la desnudez de Magnus, con las mejillas tan ruborizadas como las de Amicia.
—No, está bien, pero... te lo agradezco —dijo Amicia, mientras alzaba las manos para desatar los cordones de su vestido.
Bastaron unos pocos movimientos de los dedos para que el corsé se abriera. Con tranquila determinación, liberó sus brazos de las mangas del vestido y se bajó el corsé hasta que los senos quedaron al descubierto. Sus pezones ya estaban endureciéndose, quizás por el frío de la noche, o más probablemente por la intensa mirada de su esposo.
De Magnus y de todos aquellos sinvergüenzas lujuriosos que poblaban la habitación.
Con los dientes tan apretados que le dolían, Magnus hizo un gesto rápido hacia el vestido, todavía amontonado en la cintura.
—Termina —ordenó con voz áspera—. Acabemos de una vez.
—Oh, sí, claro —respondió Amicia con la sangre ardiendo.
Con su mirada enganchada a la de Magnus, Amicia hundió las manos en los pliegues de lino azul oscuro, hasta encontrar y desabrochar la faja bordada con oro, prendida a sus caderas. Arrojó a un lado el cinturón y alzó la barbilla. Los pechos brillaron bajo el juego de luces y sombras de la estancia. Aquellas curvas, aquellos volúmenes, las puntas oscuras, amenazantes, eran una tentación irresistible.
Durante unos preciosos instantes, en la habitación no hubo nada más que ellos dos y el encendido deseo que ardía, invisible, entre ambos. Un sentimiento vivo de profunda intimidad, tan sólido pese al aire frío y húmedo, que Magnus habría jurado que podía cortarse con puñal.
Pero los suyos no eran los únicos ojos fijos en los pesados pliegues de fina tela azul que protegían los más dulces encantos de su esposa.
Había muchos otros. Y algunos de ellos observaban con una concentración que lo irritaba.
Apretó los puños con rabia y lanzó una mirada desafiante al círculo de invitados expectantes.
—Venga, mujer, quítate de una vez el vestido —urgió a su esposa.
Y ella obedeció, y sus ojos oscuros echaron chispas, y bañó a Magnus con una mirada de intenso calor sensual, mientras lo que faltaba del vestido caía por su cuerpo desnudo hasta formar un montón azul a sus pies.
—Dios misericordioso —gimió una voz grave, que Magnus reconoció como propia. Al instante su pene se hinchó y alcanzó la máxima extensión, a una velocidad que lo dejó perplejo.
Desnuda bajo el resplandor de las velas y sólo protegida por el temperamento de los MacLean, la mujer exhibía su desnudez en toda su gloria. El pálido resplandor de sus pechos quitó el aliento a Magnus, y la sugerente belleza de los brillantes rizos del bajo vientre femenino le rindió para siempre.
Nadie osaba comentar aquella furiosa erección que se había desplegado, orgullosa, pese a la intención de Magnus de mantenerse en calma.
Tragó saliva y lanzó una mirada a sus hermanos. Hugh, el muchacho siempre sensible, se había vuelto de espaldas a la escena, y Dugan se aproximaba a grandes pasos.
—Pronuncia las palabras rituales —gruñó Magnus a Dugan, temiendo no poder evitar la eyaculación o perder la paciencia y dar un golpe en la nariz a su hermano, si el muy sinvergüenza osaba echar un vistazo a la maraña de rizos morenos que brotaban entre los muslos torneados de su esposa.
—¡Las palabras! —bramó Magnus cuando la mirada de Dugan comenzó, en efecto, a dirigirse donde no debía.
Ruborizado, Dugan dirigió al fin la atención al rostro ceñudo de su hermano.
—¡Sir Magnus! —comenzó a decir, con voz impostada—. ¿Estás conforme con la... salud de tu mujer?
—Estoy más que satisfecho —dijo Magnus con voz áspera—. Estoy feliz.
Y lo fue aún más cuando, dichas las palabras, Colin se adelantó presuroso para cubrir la desnudez de Amicia con la capa de Magnus.
—¿Y tú, lady Amicia? —Dugan se había vuelto hacia ella—. ¿Consideras a Magnus de tu... agrado?
Aferrándose a la capa, ella echó una mirada fugaz sobre el falo sobresaliente de Magnus.
—Es más que de mi agrado. No querría ningún otro hombre —dijo, alzando la mirada, y con voz firme, casi desafiante.
Y Colin ya estaba depositando su propia capa en las manos de Magnus, poniendo fin así a una experiencia por la que no querría pasar de nuevo. Eufórico, Magnus se envolvió en la capa y abrió la boca dispuesto a dar las gracias a Colin, pero éste se le adelantó.
—Confío en que cumplirás tu palabra —dijo, y en su mirada podía leerse un mudo mensaje: «te dije que no podrías resistir sus encantos».
—¿Mi palabra? —Magnus se colocó la capa prestada. Los nervios hacían que sus dedos fueran demasiado torpes para hacer un nudo a la maldita tela.
Dando un paso atrás, para no entorpecer la salida en tropel de los parientes, meneó la cabeza.
—No tengo ni idea de a qué te refieres, amigo —aseguró, sinceramente confundido.
—Tu promesa —respondió Colin—. La promesa de acostarte con ella. ¿La mantendrás?
Magnus recuperó la memoria al instante.
Y el honor.
—¿Entonces? ¿Qué respondes? —insistió Colin.
—Lo reconozco —respondió Magnus, mientras una sonrisa feroz le ganaba el rostro—. Parece que otra vez me has vencido.
—¿Qué quieres decir? —Colin inclinó la cabeza y esperó.
—Simplemente... —comenzó Magnus, apoyando una mano firme en la espalda de su amigo y empujándolo hacia la puerta— que tengo la intención de acostarme con ella muchas, muchas veces, a menos que haya perdido la habilidad necesaria para tales faenas.
Colin se detuvo en el umbral y movió, irónico, su oscura cabeza.
—Yo te garantizo que cuando pruebes los generosos encantos de tu mujer, recuperarás cualquier habilidad olvidada, amigo mío —predijo, con el rostro encendido de alegría.
Alegría que Magnus no compartía.
Ni pizca de ella.
Él sólo sabía que deseaba a su esposa.
Y hasta tal extremo que su deseo era capaz de hacer temblar la tierra entera.