5
EL LUGAR ERA MÁGICO.
O al menos era lo que muchos creían.
Magnus nunca estuvo convencido del todo, pero ahora, bajo aquel cielo triste, frente a las piedras grabadas con misteriosas letras escandinavas de la Silla de Beldam, imponentes rocas que arrojaban a sus pies una sombra gris, oscura, brillante por la humedad, casi tendía a creer lo que afirmaban los relatos antiguos.
Su escepticismo se tambaleó más aún cuando el viento helado aulló en sus oídos y racimos de nubarrones se arremolinaron sobre su cabeza. Sí, en esa situación no tendrían que forzarlo demasiado para que acabara creyendo en la leyenda. Bastaba con mirar el montón de piedras del antiguo monumento para sentir escalofríos en la espalda.
La tumba de piedra, fúnebre recordatorio de un pasado lejano, era un espectáculo lo suficientemente pavoroso como para doblegar las agallas del hombre más valiente.
De aquel hombre, eso sí, que, a diferencia de él, fuera permeable a tales tonterías.
Pese a todo, Magnus se acomodó la capa sobre los hombros y dejó que su cálido abrazo lo reconfortara. Y luego controló el ceño fruncido que amenazaba con empañar su rostro.
De un hombre sabio, todavía algo dubitativo, se esperaba mucho más que una frente arrugada en un lugar tan venerado.
Reconfortado, espoleó su caballo de pelo hirsuto, para pasar junto a una serie de pantanos y lagos pequeños, y frenar cerca de una formación de piedras.
Un viento penetrante gemía entre las rocas, y su tono agudo le ponía la carne de gallina, pero a él todavía no le había llegado el turno de ser presa de los delirios de su padre y ver amenazas del más allá detrás de cada una de las rocas que salpicaban el brezal.
Antiguas maldiciones familiares y galeras fantasmas. ¡Por Dios!
No, lo que le atormentaba de verdad eran imágenes de lechos conyugales y pezones hermosamente arrugados insinuándose bajo capas de delicado lino, mojado por la bruma...
Tales eran sus fantasmas particulares, que se hacían un hueco junto a la multitud de tormentos y responsabilidades de otro tipo que se acumulaban sobre sus hombros.
Magnus estuvo a punto de blasfemar.
Pero en el último momento se tragó la maldición, recompuso el gesto y concentró la mirada en los anillos concéntricos, los arcos y las líneas zigzagueantes cincelados en cada centímetro cuadrado de la Silla de Beldam. Antiguos símbolos celtas cuyo propósito y significado se habían perdido para siempre en la bruma del tiempo.
Sólo perduraba la fama salvadora de la silla.
Desde que el mundo era mundo, los seannachies7 del clan Fingon sostenían que todo aquel que buscaba alivio en la silla con forma de trono podía imbuirse del poder curativo y la protección que manaban de la roca viva de su asiento.
La tradición del clan sostenía que la sagrada silla, emplazada en un profundo recoveco del lado norte de una sepultura formada por un montón de piedras, había pertenecido a una curandera mítica, cuyo cuerpo, se creía, descansaba bajo las piedras.
—¿Es aquella la Silla de Beldam? —finalmente Colin se acercó y frenó su cabalgadura junto a un pantano de superficie oscura, no demasiado lejos del montón de piedras—. ¿La maravillosa silla que hace milagros? Para serte sincero, con todos esos grabados de runas parece que, más que curarme, me va a condenar.
—Ya veremos —dijo Magnus encogiéndose de hombros—. Algunos miembros de mi clan aseguran que tiene poderes. Y no solamente lo dicen los ancianos, de quienes se esperan ese tipo de convicciones. Los poderes de la silla son famosos en todas partes, entre muchas personas.
Colin no parecía muy impresionado.
En realidad parecía cualquier cosa menos impresionado.
—Cada loco con su tema...
Ignorándolo, Magnus alzó la mirada hacia el cielo tormentoso, y un tic rabioso se apoderó de su mandíbula, a pesar de sus vanos intentos por mantener la compostura. Era una batalla perdida desde que se despertara, esa mañana, con los gritos de su padre en el pozo de la letrina.
Con una expresión tan apagada como el día, se apeó de la montura, saltando con elegante agilidad.
—Puedes decir de ella lo que quieras, amigo. Por el momento, no sabemos si te será útil o no —miró de reojo para asegurarse de que el pícaro mujeriego no se había caído, al desmontar, sobre la tierra pantanosa y resbaladiza por el musgo.
Pero aquel desahogado patán estaba bien plantado en tierra, paseando su mirada oscura por todos lados. Magnus no supo si sentir alivio o enojarse.
Optó por lo segundo. Su comportamiento lo irritaba, incluso en aquel lugar venerado. Se calmó un poco y dejó de preocuparse por su amigo para mirar a través de las tierras altas y quebradas. Con gesto preocupado, se pasó una mano por el pelo y contempló la vasta extensión de brezo, turba e innumerables lagos de aguas turbias.
Un paisaje que amaba con todo su corazón y que nunca se cansaba de contemplar. Más que mirarlo, lo bebía con ansia. Le gustaba incluso en los días más oscuros y ventosos. O quizás era justamente en días como aquellos cuando más fascinado se sentía. El panorama, intacto a través de los siglos, se extendía en todas las direcciones. Sin duda era todo lo salvaje y primitivo que se precisaba para alentar las creencias en toda clase de leyendas y mitos, aun en los más descabellados.
Mitos, leyendas y esperanzas.
Él no prestaría atención nunca más a las suyas.
Colin se encaminó hacia el montón de piedras, con una máscara de escepticismo cubriendo su hermoso rostro.
—Un lugar atroz, este al que me has traído, amigo. Oscuro y... ¡aaayyyyyy! —gritó, al resbalarse en una ciénaga de turba.
Magnus corrió hacia él, y le sujetó por uno de los brazos, que el mujeriego ya sacudía desesperadamente. Logró sacarlo antes de que se hundiera en el pantano. De hecho, ya se había hundido hasta las rodillas.
—Ten cuidado —le advirtió Magnus, ayudándolo a salir del lodazal—. Se dice que a los espíritus de los antepasados no les gusta nada la gente descreída.
Muy seguro de sí mismo, pese a estar chapoteando todavía en la charca cenagosa, Colin lo miraba con ojos que brillaban, desafiantes.
—En ese caso, ¿no estás tú también en peligro por atreverte a pisar este santuario con tan mal talante?
—Yo no estoy de mal talante.
—¿No? ¿Entonces qué te ocurre, amigo? ¿Celos, tal vez? —Colin levantó una ceja—. ¿Estás dolido porque lady Amicia alabó mi voz y la destreza de mis dedos? Para pulsar las cuerdas de un laúd, quiero decir, no te alteres.
Magnus apretó los labios. Le superaban las pullas del herido. No pensaba responder, no quería dar importancia a tales bobadas. Colin aprovechó el silencio de su amigo para seguir atacando.
—Sí, me parece que es eso. Celos.
Magnus siguió avanzando con pasos cada vez más largos. Sin decir una palabra, bordeó un montón de piedras y unos arbustos de retama y se encaminó hacia el monumento funerario. Poco le importaba que Colin sufriera cojeando tras él, o que se quedara donde estaba, soltando todas las estupideces que deseara.
—Creía que te estaba haciendo un favor —dijo la voz grave de Colin, que llegó a su lado, decidido a fastidiarlo con su compañía—. Te estoy facilitando la mejor manera de conservar a tu esposa y salvar tu honor... ¿Me vas a decir que aquel generoso anuncio de sus encantos no te abrió el apetito?
El simple recuerdo del excitante pecho húmedo le hizo detenerse en seco.
Se frotó la nuca y aspiró una prolongada bocanada de aire frío. Luego, intentó relajar los músculos de la espalda. Quería calmar los nervios, aliviar la enorme tensión que padecía.
Pero no iba a permitir que nadie se dedicase a mortificarlo.
Y menos Colin Grant, que por alguna razón misteriosa estaba empeñado en hacer el tonto.
—No tengo ningún problema con mi apetito, no te preocupes —respondió con ira contenida, casi haciendo pasar las palabras entre sus dientes apretados—. Pierde cuidado, y no olvides que los encantos de mi esposa, por irresistibles que resulten, no son de tu incumbencia.
—¡Caramba! ¿Tu esposa, dices? —Colin le regaló una picara sonrisa. Mantuvo fija en Magnus su mirada divertida y se sentó sobre la Silla de Beldam—. Me alegra de todo corazón que la llames así. Al menos admites que estás real y debidamente casado con ella, por poderes o como sea. ¡Todavía hay una esperanza para ti, mi amargado amigo!
Allí estaba de nuevo la palabra.
Esperanza.
A Magnus se le estremecieron las entrañas ante aquella maldita palabra y todas sus vacías implicaciones. Todas sus esperanzas, que en otro tiempo fueron muchas, habían saltado por los aires y dudaba que ni siquiera el quijotesco Colin Grant pudiera recoger los restos.
Consciente de que debía parecer un hombre amargado, pero incapaz de hacer nada para remediarlo, intentó mirar sin hostilidad a su estúpido y bromista amigo.
—Sí, es mi esposa —afirmó, y las palabras llenaron su boca de sabor a ceniza fría—. Aunque no estaba buscando una esposa, me tocó ésta en suerte... y tiene varias ventajas. ¡Gracias a ti!
Los labios de Colin se movieron nerviosamente en un triste intento de reprimir otra sonrisa.
—Mantendrás la promesa que me hiciste, ¿verdad, MacKinnon?
—Para bien o para mal, sabes que nunca rompería una promesa —replicó Magnus, y casi tuvo que obligarse a respirar. Bastaba con decir que lo haría para que se le aflojaran las rodillas.
¡Ojalá hubiera sido cualquier otra muchacha la que le tocara como esposa! Cualquiera menos Amicia MacLean. En ese caso habría cumplido su promesa sin problemas.
Y hubiera sudado sólo por el mero esfuerzo físico.
Por el desahogo de la lujuria pura y dura.
Pero acostarse con Amicia MacLean le costaría mucho más que su simiente y su sudor, y una vez consumado el acto, estaría perdido para siempre.
—Me complace saber que... cumplirás tu promesa —comentaba Colin en ese momento. Al decirlo parecía muy feliz.
Indignantemente contento.
Y continuó zumbando, acomodándose otra vez en la Silla de Beldam.
—Sospecho que me estarás muy agradecido cuando superes tu orgullo, pues puedo apostarte mi espada a que tú le gustas mucho a esa muchacha.
Ante las palabras de su amigo, el corazón de Magnus dio un vuelco, pero no quiso expresar sentimiento alguno, y apenas soltó un gruñido evasivo.
El responsable de su inminente ruina moral se llevó los dedos a la barbilla
—Sí, estoy casi convencido. Está locamente enamorada de ti, muchacho.
—Y aunque así fuera, ¿es ésta tu manera de rendir honor a nuestra amistad, haciéndola desfilar, tentadora, frente al oscuro alféizar de una ventana y aprovechándote del laúd de mi propio hermano para cantarle serenatas?
—Ay, me haces daño con tus celos —Colin se puso una mano sobre el corazón, teatralmente—. Yo sólo quería proteger a la muchacha de aquella otra zorra de cabello rubio dispuesta a clavarle las garras. A ésa también le gustas. Y más de lo conveniente. Sus ojos azules son más que elocuentes. No parece muy contenta con tu matrimonio.
—Ya me he dado cuenta de eso, pero su disgusto no tiene ningún fundamento —Magnus desvió la mirada y se acarició el mentón—. Janet me sigue como un perrito faldero desde que éramos niños. Sin embargo, está terriblemente equivocada si cree que mi interés por ella es distinto del que sentiría por una hermana.
—Eres idiota si crees que ella te quiere como una hermana.
—Ella es de la familia, hombre; es mi prima.
—Seguro que no es una prima muy cercana —apostilló el truhán de nariz larga, pasando un dedo por uno de los círculos concéntricos tallados en el brazo de la silla.
—Un pariente es un pariente —Magnus soltó un prolongado suspiro. Su maldito salvador lo estaba sacando de sus casillas—. ¡Por Dios, Colin! Es la chica de la que te hablé hace meses... la prima a quien tenía intención de beneficiar con una cuantiosa dote con el dinero que ganara en los torneos.
Casi se tiraba de los pelos.
—¿No te das cuenta de que también le he fallado a ella? Esa muchacha es hija bastarda, ¿sabes? Ningún hombre la tomará por esposa sin una dote significativa. Y ahora, ojalá todo fuera diferente, resulta que no sólo le romperé el corazón, sino que además la dejaré sin dote.
—¿Nadie la tomaría? Yo sí la tomaría. Con o sin dote.
Magnus se volvió hacia él de golpe.
—¿Y qué pasa con su ilegitimidad?
—Traidor, ladrón, ventajista, asesino... esos son títulos vergonzosos, amigo. Pero nacer de una u otra condición... —Colin lo miró con expresión amarga y seria—. Te juro que si ella me aceptara, pese a mis tierras incendiadas, mi fortaleza en ruinas, sin nada que ofrecerle como hogar, me importaría muy poco que sea una bastarda... o algo peor.
—Y que le guste... Quiero decir, tampoco te importa que...
—¿Que se crea que está enamorada de ti? —Colin completó la idea que intentaba expresar Magnus, y la conocida picara sonrisa comenzó a ganar otra vez su rostro—. Por Dios, amigo, ¿crees que no podría cambiar sus inclinaciones si pusiera todo mi empeño en ello?
Magnus dudó. Miraba las formaciones de bajos nubarrones negros que se aproximaban. Desde hacía algún tiempo le costaba mucho creer en cualquier cosa. Ni siquiera era capaz de confiar en la formidable capacidad de Colin Grant de seducir a las mujeres.
A legiones de damas.
—Ella no precisa más que un poco de galanteo —aseguró Colin, regodeándose con la idea—. Es bonita y vivaz, la esposa ideal para acompañarme en un viaje que será cualquier cosa menos tranquilo.
—Tiene una fuerza de voluntad maravillosa —el primo la elogió mientras daba una patada a un terrón de musgo—. No creas que no le tengo cariño, pero seré sincero contigo. Su lengua...
—Que el diablo me lleve, estoy seguro de que su lengua puede doblegar al hombre más fuerte —el caballero herido soltó un silbido bajo, como de agradecimiento, y se dio una palmada el muslo sano—. Sólo pensar en la suavidad de su piel es una tentación casi insoportable.
Magnus miró a su amigo con verdadero asombro. Ese hombre nunca dejaría de sorprenderlo.
—Por Dios, ¿no tienes otra cosa en la cabeza? ¿Incluso en estos tiempos tan difíciles sigues siendo un sátiro?
—Prefiero pensar en cosas bonitas...
Magnus reprimió un resoplido burlón.
Él, en cambio, pensaba en las arcas vacías de su amigo, en los escombros y deshechos de sus propiedades, otrora gloriosas y espléndidas. Y no podía olvidar su pierna herida, que si no se curaba debidamente le iba a crear dificultades toda la vida. A decir verdad, la lista de tragedias y desgracias que acosaban a ambos era tan larga que podían estar recitándola hasta el amanecer.
A Magnus comenzó a dolerle la cabeza.
—No puedo creer que estés obsesionado con el galanteo cuando tus perspectivas son aún más deprimentes que las mías. Al menos, el castillo de Coldstone está todavía en pie, aunque en pésimo estado, ciertamente.
El buen humor de Colin pareció apagarse, pero sólo por un instante.
—La muchacha tiene un aire muy sensual, ¿sabes? Necesité todas mis fuerzas para no sufrir una erección incontrolable cuando ella me lavaba la entrepierna ayer por la tarde —confesó, y tuvo la decencia de parecer un poco avergonzado cuando aquellas palabras salían de su boca.
—Olvídate de sus suaves dedos —Magnus se echó hacia delante para mirar a su amigo a los ojos, de cerca.
—¿Te haces cargo de la bendición que sería para mí tener a mi lado a una muchacha tan espléndida, teniendo en cuenta lo que se me viene encima?
Magnus asintió. ¿Qué otra cosa podía hacer? A él, en el fondo, le ocurría algo parecido.
El razonamiento de Colin era más claro que un vaso de agua.
¡Qué diez vasos de agua!
Y, aun así, sus situaciones no podían compararse.
La suya era... diferente.
Colin se tomaba la vida con mucha ligereza, carecía de las creencias y los valores bien fundamentados de Magnus.
No tenía su permanente sentido de la responsabilidad.
Y aun así, aquel sinvergüenza le había hecho sentirse como un tonto insensible. Magnus carraspeó, dispuesto a disculparse, aunque sabía que tenía razón.
—No era mi intención... yo no quería...
—Sé muy bien lo que has querido decir —interrumpió Colin, sonriendo otra vez. Agitó una mano con aire tranquilizador—. En cuanto a lo del galanteo, mientras mi obsesión tenga como objetivo una muchacha bonita, no veo ningún mal en ello.
Magnus se pasó la mano por la cara. Ahora sí que se sentía tonto perdido.
—Yo me refería a que...
—¿A que sería capaz de aprovecharme del espacio sombrío del alféizar de una ventana para robarle un beso a la mujer de mi mejor amigo? —Colin hizo un gesto irónico, pero el tono de su voz dejaba claro que no sentía rencor.
Y si Magnus todavía abrigaba alguna sospecha, un guiño de Colin la desvaneció.
—Puedes poner en duda mi honor, pero conoces de sobra mis gustos en lo que respecta a mujeres —le recordó a Magnus—. ¿No recuerdas que hemos compartido muchas noches de, digámoslo así, jarana? ¿Has olvidado que siempre terminaba escondiéndome en el brezal con alguna moza rubia?
—Oh, sí, claro, me acuerdo bien de todo eso —de hecho, a Magnus le vino a la mente la imagen de Colin con una auténtica legión de muchachas parecidas a Janet colgadas del brazo—. Siempre te gustaron las mujeres menudas de pelo claro y ojos azules.
Colin asintió y pareció complacido.
—Sí, así era entonces y sigue siendo ahora, ¡te lo juro! Es mi inclinación, de la misma manera que la tuya siempre fueron los brazos de bellezas sensuales, de cabello oscuro y cuerpo redondeado.
—Eres un buen observador —concedió Magnus.
Simuló mirar los nudillos de sus manos, para evitar que su avispado amigo adivinara la única verdad oculta detrás de su inclinación por las mujeres morenas.
En realidad siempre buscaba, tras el rostro de todas aquellas espléndidas mujeres morenas que se le entregaban, la cara de otra mujer. La única mujer.
El rostro de Amicia MacLean.
La única imagen que había llevado siempre en el corazón
Desastre y caos.
Nada en pie, salvo algunas piedras dispersas... y el polvo de tus huesos.
Ni lágrimas, ni lamentos. Ni arrodillarte implorando demencia te servirá de nada.
La declamación de los versos llenos de maldad llegaba con el cambio de la marea; el viento y el mar repetían cada grito de odio y transportaban la ira desde las entrañas del corazón más secreto de Coldstone hacia un lugar envuelto en un silencio demasiado profundo para los oídos humanos: un islote tan solitario y abandonado que ni un ermitaño o un religioso hubiera querido hacer de aquella piedra negra y húmeda su hogar.
La detestable Lady Rock, junto a la isla de Doon.
Aunque nadie hubiera sospechado algo semejante, salvo la bendita gruagach de Doon, Lady Rock era la puerta de entrada al más allá, a la región donde las cosas no están regidas por el tiempo.
Aquel buen espíritu femenino, más antiguo que la eternidad, pasaba el rato sobre el islote, jugando con las hebras babosas de algas marinas enredadas en su pelo. Su mera presencia la convertía en una intrusa del tiempo. Una transgresora en un mundo al que había entrado a menudo bajo diferentes apariencias, a veces identidades humanas.
Un mundo que ella había querido más de lo que él la había querido a ella.
Finalmente, el espíritu creía haber encontrado la paz. Pensaba que ya había atendido las obligaciones contraídas durante su última estancia en las hermosas costas de Doon.
Pero todavía la retenían algunas tareas, en particular la saña de un espíritu vengativo, envenenado por una ofuscación irrevocable.
Por eso regresaba una y otra vez, desafiando la soledad de aquel islote en medio del mar, haciendo caso omiso de las olas que rompían, altas y heladas, contra sus peligrosas rocas.
Con dolor en el corazón y un objetivo en la mente, aguantaba los latigazos del viento y la llovizna. Mantenía la vista siempre fija en los sólidos muros de Baldoon, la extraordinaria fortaleza de los MacLean y su último hogar en un mundo del que había tenido que partir antes de tiempo.
En su corta existencia como mortal, fue la primera esposa de Iain MacLean. Y acabó pereciendo a manos de un codicioso miembro del clan, por el bien que su muerte acarrearía a la familia que estaba destinada a proteger.
Ahora, con su auténtica apariencia otra vez, protegía a los miembros del clan de cualquier viento aciago que los amenazara, e intentaba resguardarlos de todo mal durante el tiempo que les quedara sobre la tierra.
Sintiendo en el corazón el gran amor que les profesaba, observó los muros silenciosos de Baldoon y les transmitió toda su fuerza y sus buenos deseos. En algunas de las ventanas angostas del castillo se encendieron luces agradecidas, y un dorado calor pareció hacerle señas. Pero sólo eran reminiscencias de tiempos pasados.
Queridos recuerdos de antiguos días que eran arrebatados por el viento y devueltos a la noche tan rápido como habían llegado. Momentos agridulces que desaparecían sin dejar rastro, precisamente como aquellos otros recuerdos, más tenebrosos, que también la asaltaban y luego se desvanecían. Cada maldición iba a la búsqueda de otros espíritus desafortunados a quienes acosar y molestar. Almas que, como ella, convenía que estuvieran descansando.
Entonces se olvidó de su añoranza de aquel lugar que sería mejor no pisar nunca más y se fundió con la noche ventosa, con los poderes que ostentaba en su estado sobrenatural.
Con un leve conjuro, o quizás dos, y una fe ciega en el poder de su trabajo, la gruagach logró atraer una tenue y luminosa niebla de color verde.
Era magia suficiente para sacarla del tenebroso islote, gastado por las olas, tan unido a ella por el destino, y depositarla en el confortable hogar de su amiga del alma, la cálida choza con techo de paja de Devorgilla, la obediente y respetada adivina de Doon.
En esta ocasión, la gruagach no pretendía sentarse con ella junto al fuego para pasar con agrado una noche tormentosa, ni deleitarse con la célebre cerveza de brezo de la vieja bruja. En realidad, Devorgilla dormía... o al menos eso sugerían sus intermitentes ronquidos.
Observó a la anciana durante largo rato. Luego, con un sutil movimiento de la mano, llenó la habitación de una fulgurante niebla de color verde pálido. Era una pequeña medida de precaución que le permitiría mantener a la querida adivina hundida en sus sueños y ganar algunos momentos de soledad para husmear por allí dentro y comprobar si sus consejos habían sido atendidos.
O si era necesaria una intervención más enérgica.
Confiando en que no haría falta, la gruagach se detuvo al lado del hogar de Devorgilla y miró con detenimiento el montón de turba que ardía tenuemente. Cedió a una debilidad que solía reprimir y se permitió una única inhalación del humo hogareño, el olor a carbón vegetal. Disfrutó un momento de aquella sensación familiar que le rompía el corazón, antes de decidirse a continuar.
Antes de arrepentirse de haber elegido aquel camino.
Pero el dulce aroma de la turba ardiente se le había pegado y sus finas espirales azules parecían seguirla por el suelo cubierto de losas de piedra. Con un nudo en la garganta, la gruagach ignoró sus deseos y aceleró la marcha hacia un estante de madera rústica que iba de pared a pared.
Allí guardaba la vieja bruja sus hechizos. En medio de aquel desorden debía de estar lo que buscaba: un pequeño frasco de precioso contenido. En él había tierra sagrada de la tumba de Eithne, la madre de San Colomba. Era bien sabido que tenía propiedades milagrosas.
No existía mejor protección contra las maldiciones, aunque la gruagach nunca se lo había revelado a Devorgilla. La vieja bruja podía hacer maravillas con alas de murciélago fosilizadas y huesos de rana molidos.
Ningún mal haría que esta vez la anciana adivina usara una magia un poco más fuerte. Con prudente astucia, ella le había dicho que era un poco de tierra extraída de la guarida de un tarbh uisge8 somnoliento.
Tal magia era imprescindible para hacer frente a aquel adversario tan lleno de odio.
Sí, a nadie podía extrañar que ella dijera que la tierra provenía de la guarida de un toro de agua, la criatura más temida entre todas las que habitaban los lagos de las Highlands.
Se sabía que hasta la misma Devorgilla había faltado a la verdad alguna que otra vez. Aunque lo había hecho sólo por el bien de aquellos que dependían de sus trucos.
Así, complacida por su pequeña trampa, la gruagach buscó entre los tesoros de Devorgilla hasta que dio con su contribución al surtido de ingredientes para encantamientos de la vieja. Fue feliz al ver que el frasco que había colocado disimuladamente entre los otros objetos estaba vacío. Sólo quedaba una luz tenue, con reflejos de aquella niebla verde y luminosa.
Apenas un inocuo resplandor en el fondo del frasco.
La vieja bruja se había tragado el anzuelo.
Con el corazón aliviado, sin nudo ya en su espiritual garganta, la gruagach besó la mejilla arrugada de Devorgilla. Y luego sonrió. Fue un gesto sutil, demasiado fugaz, pero una sonrisa dulce al fin y al cabo.
Una sonrisa que, aunque sólo fuera por un instante, la hizo parecer tan real y bonita como cuando era humana.
Tan bella como en los tiempos en que fuera la joven esposa del espléndido MacLean, la muchacha conocida como Lileas.
—Veintiuno, veintidós, veintitrés...
Jadeando de forma nada femenina, Amicia se detuvo, para recobrar el aliento, en el escalón número veintitrés, con una mano apoyada en la cadera y la otra firmemente plantada sobre sus pechos.
Un gesto sombrío como la noche lluviosa empañaba su frente húmeda de sudor, y su humor, en general animado, estaba en serio peligro de volverse tan viciado como el aire rancio de la escalera abandonada.
—Por Dios —masculló jadeante, dirigiéndose a Boiny. En aquel momento, con las piernas doliéndole tan intensamente, y tan cansada como estaba, habría gritado su frustración a quien pasara por allí.
—Hasta la mismísima muerte debe de ser más agradable que esto de andar peleando con escaleras —dijo a su compañero de lengua colgante.
En el rellano siguiente, apenas dos escalones en curva más arriba de donde ella se encontraba, el indolente y sabio Boiny alzó las cejas caninas. Sus ojos marrones destilaban compasión.
Tenía que ser sensata.
Debería estar ocupando, orgullosa, su puesto en la mesa principal... sin prestar atención a la mirada hosca de Janet. O, mejor aún, tendría que haberse refugiado en su habitación. Debería estar durmiendo, a salvo.
Reposar felizmente abstraída de sus preocupaciones y de los tormentos de interminables escaleras de caracol.
Ahorrarse el esfuerzo de subir y bajar escaleras, para después volver a subirlas.
Una tortura que había empezado tres noches antes. En cada ocasión, se había escapado de la mesa principal, argumentando que deseaba retirarse antes. Luego, con el viejo Boiny pisándole los talones, se encaminaba hacia la escalera de caracol más apartada del castillo de Coldstone y usaba sus escalones gastados para hacer ejercicio. Quería reducir su silueta exuberante.
Deseaba suavizar sus generosas curvas.
Puesto que su esposo jamás la desearía tanto como para raptarla, como se decía que les gustaba hacer a sus ancestros más románticos, al menos haría lo posible para no ser una esposa rechazada.
Pero aun ahora, después de varios días de tedioso y continuo esfuerzo, no veía ni una señal de mejora en sus caderas. Ni un pequeño indicio de que la abultada prominencia de los pechos hubiera disminuido.
Al contrario, se apretaban, sudorosos e hinchados, en el corpiño... grandes y mullidos, como siempre.
Infinitamente irritantes.
Se pasó la mano por la frente mojada, antes de que otra ola de sudor le cayera sobre las pestañas. Apretó los dientes y se preparó para subir y bajar las escaleras una vez más.
Sólo insistiendo lograría reducir el volumen de su cuerpo.
Triunfar en el intento de hacerse más atractiva para Magnus MacKinnon.
De volverse más... delicada, más etérea.
Más parecida a Janet, la del diminuto trasero.
Aquella muchacha a la que él prefería, aunque lo negara.
—¿Verdad que los vimos besarse, muchacho? —se agachó para acariciar la cabeza gris del perro—. Somos testigos de la forma en que la mira, ¡y cómo le habla! Como si fuera el ser más delicado del mundo, esa rubia colmada de gracias.
Amida, cada vez más colérica, subió otro tramo, hasta el siguiente candelabro, donde hizo una pausa. Sofocada, sintió que la ahogaba el humo de la llama. No obstante, afrontó la parte final de las frías y húmedas escaleras.
—Esa víbora de diminuta cintura tiene hielo en las venas, te lo aseguro —dijo a su perro, muy enfadada, sin molestarse en bajar el tono de voz.
Ni en disimular su amargura.
Sólo podían oírla el viejo Boiny y los tétricos muros tras los que sonaba el repiqueteo de la lluvia.
Al menos eso creía hasta que un frufrú de pesadas faldas y un carraspeo poco discreto vinieron a decirle lo contrarío.
Sobresaltada como si una desdichada tormenta acabara de descargar toda su ira sobre ella, miró hacia abajo y vio a Dagda, que la espiaba en la penumbra.
La autoproclamada gobernanta del castillo de Coldstone estaba en pie, debajo de una ventana ojival, apenas cuatro escalones más abajo que ella, apretando en la mano una antorcha corta pero potente. La rubia Janet rondaba por detrás. Un rayo de luna que se filtraba por la ventana caía de refilón sobre el rostro de la joven, destacando su belleza etérea y haciendo brillar las rubias trenzas, que parecían de la más pura y resplandeciente plata.
Amicia sintió en el pecho un dolor quemante, profundo, angustioso. Peor aún fue la gota de sudor que le rodó por la frente, pues no pudo dominarla y le llegó a la punta de la nariz.
Nunca se había sentido tan mal.
Tan poco femenina.
Un gemido le subió hasta la garganta, y allí se quedó, pues no estaba dispuesta a permitir que un signo tan evidente de angustia saliera de su boca.
Se permitió, eso sí, aquel gesto tan masculino de pasarse la manga por la frente mojada. Luego quiso salvar su orgullo irguiéndose en toda su altura, para minimizar a la diminuta Janet.
Finalmente tomó aire y rompió el silencio.
—Buenas noches.
Dagda alzó las cejas.
—Pensamos que estabas arriba, milady —dijo con una expresión entre sorprendida y pensativa, reflejando una preocupación casi maternal.
—Así es, pero no dije a qué torre subiría —alegó Amicia, demasiado nerviosa por la situación como para refugiarse en el silencio. Lo dijo sin pensar.
—Buena respuesta —disparó la vieja, sorprendiéndola—. Eres ágil de mente, y eso te será provechoso en esta casa.
Amicia asintió. No sabía muy bien qué decir.
Dagda se acercó y alzó la antorcha para mirar con detenimiento el rostro de la recién casada por poderes.
—Como no estabas en tu habitación, nos preocupamos; pensamos que te habías perdido en el laberinto de pasillos oscuros —dijo, otra vez con tono de preocupación—. Esta fortaleza no es, ni mucho menos, tan grande como Baldoon, pero tiene sus trampas —agregó, intercambiando una mirada con Janet.
La otra.
Janet. Con los ojos muy abiertos y una expresión de bobo asombro, parecía cualquier cosa menos preocupada; si acaso, algo temerosa de que, a juzgar por su salvaje aspecto, Amicia se hubiera vuelto completamente loca y estuviera a punto de saltarle al cuello de un momento a otro.
O sacara las garras para herir el cutis sonrosado de su bello rostro.
Amicia estuvo a punto de gritar.
Aquella frágil belleza no tenía ni la menor idea de que su delicadeza inspiraba miedo a su rival.
Dagda tendió la mano para apartar un mechón de cabello húmedo de la frente de Amicia.
—Nadie vaga nunca por estos rincones de Coldstone, salvo los murciélagos y las ratas, supongo —bajó la voz y se le acercó un poco más—. Algunos, como el viejo señor, hasta creen que por estas escaleras caminan los espíritus de los MacKinnon. ¿Es eso lo que te trae por aquí, milady? ¿Deambulas entre las sombras en busca de los fantasmas de Coldstone?
—Yo... —balbuceó Amicia, pero de inmediato cerró la boca.
No se le ocurría una excusa lógica para andar subiendo y bajando la escalera de caracol de la torre más apartada del castillo.
Humedeciéndose los labios, miró a su alrededor. Parecía buscar una respuesta en el hueco sombrío de la escalera. Si hubiera sabido que se decía que Coldstone estaba habitado por fantasmas, habría echado mano de cualquiera de ellos, MacKinnon o quien fuera, como excusa. Pero ya era tarde.
No tenía explicación plausible.
Hasta que vio al querido Boiny bajar pesadamente los escalones de piedra, moviendo su rabo pelado a modo de afectuoso saludo.
Llegó hasta ella, se quedó a su lado y la arrulló con el cuerpo. Y fue sentir la fuerza y la devoción que le brindaba el animal tan gratuitamente, y verse de inmediato profundamente reconfortada.
Tanto, que recuperó el ánimo y el aplomo necesarios para mentir.
—Estaba buscando a Boiny —aseguró mientras le frotaba las orejas—. Como no estaba en mi habitación, salí a buscarlo... Evidentemente, mis esfuerzos han sido recompensados pues al final lo he encontrado.
Dagda miró con incredulidad al perro.
—Ese viejo chucho apenas si se aparta dos metros del fuego —dijo, con tono que destilaba duda—. Pero sí que parece haberse prendado de ti... A lo mejor buscaba tu compañía cuando se perdió...
Amicia se encogió de hombros, fingiendo indiferencia.
Alzó la barbilla y dirigió al ama de llaves una mirada seria para formular la pregunta que casi se le había olvidado, confundida como estuvo hasta la oportuna aparición de Boiny.
—¿Y qué os llevaba a mi habitación?
Como si se hubiera sentido directamente aludida, Janet se abrió paso entre las sombras.
—Nadie conoce a Magnus mejor que yo. Es un hombre espléndido y tiene muchas... necesidades —dijo con tono de helada cortesía—. Como estará contigo y aún no lo conoces bien, yo sólo pretendía que su habitación estuviera equipada según sus gustos.
—No existe en esta fortaleza un cuarto más bonito —replicó Amicia, orgullosa esta vez de las arcas repletas y los numerosos lujos MacLean que había traído consigo—. Ahora que estoy aquí cuidaré personalmente del bienestar y las necesidades de mi esposo. No te preocupes.
Animada por el evidente desconcierto de Janet, Amicia abrió la boca para rematar el ataque, pero antes de que pudiera hacerlo la jovenzuela recogió sus faldas, giró sobre los talones y descendió rápidamente los escalones.
Dagda resopló en señal de aprobación.
—Esa niña necesitaba que le calentaran las orejas. Es demasiado creída, ciertamente.
Y, aparentando estar bastante sorprendida con Amicia, la vieja hizo un gesto hacia la escalera de caracol.
—¿Estás lista para abandonar esta mohosa torre? Tenemos que retirarnos a tu habitación, se está haciendo tarde.
Amicia pestañeó.
—¿Retirarnos?
—Tienes derecho a sorprenderte, desde luego —dijo Dagda, comenzando a bajar las escaleras—. Tu madre falleció cuando eras todavía una criatura, y pensé que sería de tu interés tener una pequeña y prudente charla de mujeres.
—¿De mi interés? —preguntó Amicia.
Seguramente la mujer no había querido decir lo que la joven pensaba.
Pero aquella lánguida expresión pintada en el rostro de la gobernanta le confirmó que se trataba precisamente de eso.
La vieja Dagda de voz ronca y mirada severa quería hablarle de... eso.
De la ceremonia de la cama y lo que implicaba.
Amicia tragó saliva. No veía cómo podía rechazar la propuesta sin ofender a Dagda.
No tenía más remedio que seguirla hacia sus aposentos, acomodarse junto al hogar y escuchar con resignación los consejos de la vieja.
Mientras consiguiera disimular lo mucho que ya sabía, aquellos traviesos conocimientos que había logrado sonsacar de los renuentes labios de sus cuñadas mediante toda clase de sobornos y amenazas, todo iría bien.
Cosas como aquellas era mejor guardarlas para sí, y darlas a conocer sólo a su esposo, en pequeñas dosis. Los placeres de alcoba, en la alcoba quedarían.