9
Jasper besó una peca en el muslo de Eliza antes de deslizarse hasta el suelo por los pies de la cama. Ella estaba tumbada de lado, temblorosa y sofocada, hecha un ovillo. Siguió sus movimientos con la mirada. Tenía un aspecto saciado y aturdido a la vez.
A él la sangre le circulaba a toda velocidad por las venas; su miembro palpitaba. Se desabrochó los pantalones y se los bajó. Apartándolos de una patada, se agarró el pene con una mano, acariciándolo arriba y abajo. Vio unos hilos de sangre en sus dedos. Eran la prueba de su virginidad. La imagen lo excitó, atrayendo el semen hacia la punta de su verga.
Sabía que había sido demasiado brusco e impaciente, pero no había podido esperar más. Necesitaba librarla de su virginidad para poder tomarla como deseaba. Había tratado de avisarla, pero sabía que sus palabras no le podrían haber sido de gran ayuda a una mujer abrumada por las sensaciones de su primera experiencia sexual.
Se había aprovechado de su inexperiencia, sabiendo que Eliza sería incapaz de resistirse a la intensidad del deseo. Recordaba la desesperación de su primera vez. Lo recordaba bien porque así era como ella lo hacía sentir: excitado, caliente, impaciente.
A grandes pasos, se dirigió al lavamanos y cogió un montón de paños recién planchados. Mientras volvía a la cama, cogió también una botella de aceite que había comprado en la tienda de la señora Pennington. Dejando los paños sobre la cama, se echó unas gotas de aceite en la mano.
Lentamente, se las frotó, dejando que el aroma a especias y bergamota impregnara el aire. Había elegido aquella masculina esencia expresamente. Quería que a Eliza se le quedara grabada en la mente para poder excitarla más adelante. Quería que cada vez que la oliera recordara las cosas que le había hecho.
Ella no había tenido que sufrir la tortura de imaginar todas las cosas que él llevaba días queriéndole hacer, pero eso iba a cambiar muy pronto. Ya fuera haciendo balance de los libros de contabilidad o bailando con sus jodidos pretendientes, quería que estuviera pensando en sexo. En sexo con él.
Eliza lo miraba hipnotizada mientras él se agarraba la polla desde la base y se la meneaba de abajo arriba. Nunca la había tenido tan dura e hinchada. Gruesas venas la recorrían en toda su longitud, dándole un aspecto salvaje y brutal. Tenía las pelotas duras y prietas, pegadas a la base, y su semen pugnaba por salir.
Ella profirió un sonido de inquietud.
—¿Tienes miedo? —le preguntó otra vez.
Sabía que tenía que estar asustada. Sabía que debería ser mucho más delicado y no mostrarle lo grande que era hasta que pudiera apreciarlo. Pero estaba dispuesto a renunciar hasta a su última gota de caballerosidad para conseguir su objetivo: distinguirse de los demás pretendientes que querían apartarla de él.
A Eliza le gustaba observarlo. Estaban conectados a un nivel básico. Tal vez a su mente le costara asumir lo que estaba viendo, pero su cuerpo lo entendería… y reaccionaría adecuadamente.
—Sí —respondió ella en voz baja, pegándose las rodillas al vientre—. Siempre he sabido que serías demasiado grande para mí.
—Pero me deseas igualmente. Date la vuelta.
Eliza obedeció, dándole la espalda. Se encogió, pegando los pies a las nalgas. El descubrimiento de su voluptuoso trasero había sido una agradable sorpresa cuando se había encaramado a la cama. Aparentaba ser más moderada en lo físico que en el carácter, pero también en ese aspecto su parte más pintoresca quedaba oculta a la vista. Tenía el culo más perfecto que había visto nunca.
—¿Quién se iba a imaginar que escondías un trasero tan voluptuoso bajo esas faldas? —murmuró Jasper, acercándose y besándole un grupo de pecas que tenía en el hombro.
—Te burlas de mí —dijo ella, insegura.
—Fuiste tú la que me dijiste que algunos hombres prefieren a las mujeres con un color de pelo determinado —replicó Jasper, rodeándole la estrecha cintura con un brazo—. ¿Tan difícil es creer que yo tenga mis propias preferencias?
—¿Te gustan las pecas y los culos?
—Me gustas tú, Eliza. Me gusta todo de ti. —Cuando ella se arqueó hacia él, Jasper inhaló su aroma profundamente, lo que lo inflamó aún más—. Hoy no voy a poder ser paciente contigo —reconoció con voz ronca—. Has puesto tu vida en mis manos. Sé que te fías de mí. ¿Puedes seguir haciéndolo un poco más, por favor? Confía en que sabré darte placer, aunque pueda parecerte brusco o impaciente.
Ella lo miró por encima del hombro. Tenía los ojos entornados y se estaba mordiendo el labio inferior, pero asintió.
Sin más preliminares, Jasper se agarró el miembro con la mano y echó las caderas hacia delante. Eliza ahogó una exclamación al sentir la gruesa punta separarle los pliegues y deslizarse sobre ellos hacia arriba y luego hacia abajo. Al bajar, la parte inferior de su miembro se trababa un instante antes de proseguir su camino. Al subir, la hinchada cresta la rozaba hasta llegar al clítoris.
Jasper volvió a acariciarse con fuerza, desde la base hasta la punta. Una gota de líquido preseminal se derramó en su sensible carne. Gimiendo, Eliza se arqueó.
Jasper la inmovilizó poniéndole una mano en el pecho al mismo tiempo que luchaba contra su propio impulso de clavarse en ella y eyacular violentamente para saciar aquella lujuria que lo estaba devorando.
Sentía una desesperación difícil de explicar. No podía librarse de la sensación de que alguien iba a arrebatársela antes de hora. Era demasiado pronto. La necesitaba demasiado. No podría soportarlo.
Eliza le cubrió la mano con la suya.
El pezón se le había contraído deliciosamente. Al apretarle el pecho, notó cómo se estremecía por entero y echaba las caderas hacia atrás. Separó las piernas, enlazándole un pie detrás del tobillo para poder apretarse contra él.
Por fin se había descontrolado y era aún mejor de lo que Jasper se había imaginado. Murmuraba su nombre. Él se echó hacia atrás y buscó la entrada de su cuerpo. Su mente eligió justo ese momento para recordarle que Eliza estaba por encima de él socialmente. Que no era lo bastante bueno para ella.
Apretó los dientes. Con decisión, se clavó en su estrecha hendidura. Estaba empapada y muy caliente.
—¡Dios! —exclamó entre dientes, sintiendo cómo su sedosa y ardiente carne lo abrasaba. Sus músculos internos tiraban de la sensible punta de su miembro. Un escalofrío lo sacudió.
Eliza echó la cabeza hacia atrás, golpeándole el pecho, y le clavó las uñas en el brazo con que la sujetaba por la cintura. Descontrolada, empezó a apartarse de él y a juntar las piernas, pero Jasper se lo impidió, desplazando la mano desde el pecho hasta su entrepierna rápidamente.
—Confía en mí —le pidió, clavándose más hondo—. Respira.
Al darse cuenta de la tremenda tensión que había en la voz de él, Eliza trató de obedecer, tragando grandes bocanadas de aire, que se resistían a entrar en sus pulmones contraídos. A pesar de la tensión de sus tejidos internos, Jasper se hundió aún más en ella.
Ahora entendía para qué había usado el aceite. Su cuerpo no tenía manera de resistirse a la invasión.
Soltó el aire entrecortadamente y cerró los ojos. Tenía la mente ocupada por imágenes de Jasper al pie de la cama, totalmente desnudo, con la piel brillante, los músculos ondulando por los movimientos que hacía con la mano sobre su impresionante erección.
Sabía que no podría acogerlo en su interior, pero había querido intentarlo. Necesitaba intentarlo.
Él se retiró un centímetro. Cuando ella trató de respirar, Jasper echó las caderas hacia delante, hundiendo el rígido pene en su canal. Eliza soltó un gemido roto, sorprendida por la sensación de ser tan profundamente poseída.
—Dios. —Jasper se quedó inmóvil, jadeando. Su pecho se movía como un gran fuelle contra su espalda. Le acarició la sien con la mejilla—. ¿Te estoy haciendo daño?
—No, pero estoy… muy llena. —Se notaba tan llena que casi le dolía, pero no sentía dolor.
—Puedes acogerme —la tranquilizó él, acariciándola entre las piernas, lo que le despertó una oleada de calor—. Déjame entrar, Eliza. No te resistas.
Ella notó que le escocían los ojos, como si estuviera a punto de llorar, pero no hizo caso. Con cuidado, echó las caderas hacia atrás. Muy poco, apenas un centímetro, pero él lo aprovechó para penetrarla un poco más.
—Sí —la animó, retirándose—. Así.
Eliza se obligó a relajarse, se apoyó en su pecho y cambió el ritmo de la respiración. Inspiró hondo y soltó el aire despacio. Se concentró en sus caricias; en cómo le rozaba el clítoris con sus dedos encallecidos, forzando a sus agotadas terminaciones nerviosas a rendirse al placer.
Cuando volvió a respirar, Jasper se hundió en su interior hasta que sus muslos estuvieron completamente pegados. Ella echó la cabeza hacia delante y gimió.
—¡Eliza!
Santo Dios, estaba tan dentro.
Se retiró muy despacio y volvió a llenarla. Con cada nueva embestida, sus movimientos eran más fluidos, más fáciles. Era un hombre muy experto. Sabía exactamente hasta dónde debía retirarse, hasta dónde podía penetrarla para volverla loca de deseo.
Eliza estaba cada vez más entregada al placer que Jasper le causaba. Pronto aprendió a sincronizar sus movimientos con los suyos para aumentar la sensación de plenitud que anhelaba.
Oyó una voz vibrante a su espalda.
—Sí, estás disfrutando. Te gusta —dijo él.
Ella ahogó una exclamación al recibir una embestida particularmente experta. Lo que hacía un momento le había parecido una erección amenazadora, ahora le resultaba deseable. Su miembro era largo y grueso, lo que aseguraba que acariciara cada punto sensible de su vagina, despertándole un deseo feroz.
Se revolvió entre sus brazos, luchando contra la fuerza que la aprisionaba y le impedía clavarlo en su interior como deseaba.
—Dime que te gusta —la animó Jasper moviendo las caderas y los dedos al mismo tiempo, excitándola con tanta habilidad que Eliza apretó los músculos internos alrededor de su miembro—. Dilo.
—Sí —gimoteó, atormentada cada vez que se retiraba de su cuerpo—. Pero…
—Puedo darte lo que deseas —la interrumpió él con voz ronca y cargada de erotismo—. Dime lo que quieres y te lo daré.
—Más —le rogó ella, sin ninguna vergüenza ni pudor—. Dame más…
La mano de Jasper se cerró sobre su sexo hinchado, acercándola a sus caderas, mientras se clavaba en su interior al mismo tiempo. Eliza sintió una intensa oleada de calor. Él incrementó el ritmo. Tenía la mano plana apoyada en su entrada para estimularla desde el exterior y el interior a la vez. Los dos estaban bañados en sudor. Sus pieles resbalaban, desprendiendo con la fricción la fragancia del aceite y el aroma de Jasper, que impregnaban el aire.
La habitación había aumentado de temperatura. La colcha estaba húmeda. El calor y la humedad creaban una atmósfera exuberante que intensificaba la experiencia. Jasper le susurró algo atrevido, con la voz distorsionada por el placer. Flexionaba el abdomen y los muslos con fuerza mientras se hundía en ella.
Eliza tenía los ojos llenos de lágrimas. Estaba tan tensa que creía que iba a romperse en cualquier momento.
—Por favor —sollozó—, ¡por favor!
—Ya estamos —gruñó él, manteniéndose hundido en su interior con fuerza, sin moverse—. Ya estamos llegando.
Ella se arqueó violentamente. El clímax la asaltó, nublándole la vista hasta que dejó de ver por completo. Abrió la boca en un grito mudo. Por dentro se convulsionó, apresándolo en el más íntimo de los abrazos. La sangre le circulaba a tanta velocidad por las venas que la ensordeció.
Sintió un ola de calor inundarle las entrañas. Maldiciendo, Jasper se convulsionó a su espalda, estremeciéndose con cada nuevo chorro.
Eliza lo oyó pronunciar su nombre mientras se vaciaba en su interior, con la boca pegada a su hombro en una dulce y quebrada letanía.
No había lugar para Eliza Martin en la vida de Jasper.
Éste permanecía con la cabeza apoyada en la mano, observándola mientras dormía. Varios mechones de su precioso pelo se le habían pegado a las mejillas y a la frente húmeda. Tenía los labios entreabiertos y el pecho le subía y bajaba acompasadamente. Estaba tumbada boca abajo, dejando a la vista dos hoyuelos gemelos sobre las curvas de sus tremendamente atractivas nalgas.
Expuesta como estaba, desnuda y con la piel rosada, era fácil imaginársela para siempre en su lecho. Pero era una ilusión. Jasper alzó la vista y miró a su alrededor. La habitación estaba casi vacía. Aparte de la cama y el lavamanos, sólo había un armario ropero y un par de sillas.
Hasta esta noche, nunca había pasado tanto rato despierto en el dormitorio desde que se había mudado a aquella casa. En un día normal, le llegarían voces y risas desde el piso de abajo. Seguiría su riguroso horario, trabajando todas las horas posibles para aumentar sus ingresos. Al fin y al cabo, necesitaba dinero para conseguir sus objetivos.
No podía imaginarse a Eliza en ningún otro lugar de la casa que no fuera el dormitorio. Los hombres que trabajaban para él eran rudos y a veces maleducados. No sabrían cómo tratar a una dama como ella.
No tenía ni siquiera una mesa de comedor donde invitarla a sentarse. Ni una salita donde recibir a los pocos invitados que se dignaran visitarla allí. Su casa era la mitad de grande que la de Melville y, aunque estaba situada en un barrio aceptable, no era una zona refinada.
Las cosas iban a tener que cambiar drásticamente.
Eliza hizo un ruidito. Al mirarla, vio que se estaba despertando. Parpadeó y se frotó los ojos. Cuando sus miradas se encontraron, Jasper advirtió el instante preciso en que ella recordaba lo que había pasado entre ellos. Se quedó muy quieta, mientras se ruborizaba por completo.
—Ah —murmuró él, con una sonrisa—. Pareces escandalizada.
—A ti en cambio se te ve muy satisfecho —lo acusó ella, aunque su mirada era cálida.
—¿Ah, sí? —Le acarició la espalda con una mano. No podía resistirse cuando lo miraba así—. Pues tú también deberías estarlo.
Jasper sabía que buena parte de los sentimientos de Eliza estaban provocados por la resaca de bienestar causada por el orgasmo, pero otros eran más profundos. Lo cierto era que nunca había esperado ni deseado que nadie lo amara, pero si los sentimientos de ella hacia él se afianzaban, tendría más oportunidades de que se quedara a su lado.
Eliza se miró los dedos, con los que jugueteaba con la colcha.
—Yo no he hecho nada.
Jasper le dio un golpecito en la punta de la nariz.
—Vas a tener que fiarte de mi palabra en este asunto. Hay muchas maneras de practicar sexo, que van desde muy decepcionante a muy agradable. Pero lo que tú y yo hemos hecho va mucho más allá. Hace falta que las dos personas tengan una química muy especial para alcanzar el grado de compenetración que hemos conseguido nosotros.
Ella permaneció callada.
—Seis peniques por tus pensamientos —dijo él, tensándose ante su silencio—. ¿Te estás arrepintiendo de lo sucedido?
—No, no me arrepiento —respondió Eliza, con una mirada cautelosa—. El día que nos conocimos, mencionaste tus habilidades en la cama y es obvio que no exagerabas. ¿Qué mujer se arrepentiría de haberlas probado?
—Tu opinión es la única que me importa.
—No lo entiendo. Ni siquiera te he tocado. Tú has hecho todo el trabajo…
Jasper se echó a reír y le dio un beso en el hombro.
—Cariño, eso no puede considerarse trabajo.
—Pero ¡yo tendría que haber hecho algo! —protestó ella, venciendo su timidez. Apoyó la barbilla en una mano, dejando al descubierto la parte superior de sus pechos—. No he estado a la altura.
Jasper se sorprendió por la rapidez con que se excitó sólo con verla e imaginársela haciendo algo por él.
—Tonterías. Si hubieras participado más activamente, habría acabado antes incluso de estar dentro de ti. Por eso te he pedido que me dieras la espalda.
—¿Para que no pudiera participar? —Eliza frunció el ceño—. Me parece muy poco deportivo por tu parte.
—¿Poco deportivo?
Jasper sonrió, disfrutando inmensamente de su compañía, como siempre. Nunca hasta ese día había encontrado a una mujer que quisiera esforzarse más por complacerlo. Al menos ninguna que no le hubiera cobrado por ello.
Se señaló el pene, que tenía semierecto. No entendía cómo podía volver a excitarse tras el galvánico orgasmo que acababa de experimentar.
—Los hombres nos excitamos con relativa facilidad. Cuesta mucho más esfuerzo excitar a una mujer. Por eso muchas de ellas se quedan insatisfechas. En la carrera por alcanzar el clímax, el hombre siempre recorre la distancia más de prisa.
—¿Insatisfechas? ¿Cómo es posible?
—Hace un rato me pedías más, ¿te acuerdas? Imagínate que te hubiera dado menos o, lo que es peor, que te hubiera dicho que yo ya había terminado y que era una lástima que no hubieras podido seguirme el ritmo.
—Oh… pero tú nunca harías eso.
—No, yo nunca haría eso. —Aunque le costara la vida cada vez que se acostara con ella.
Eliza se incorporó un poco más, dejándolo casi sin sentido con la visión de sus pechos perfectos. No eran ni demasiado grandes ni demasiado pequeños. Jasper siempre había creído que le gustaban los pechos grandes, pero acababa de descubrir lo equivocado que estaba. Cuando ella se sentó sobre los talones, con las manos sobre las rodillas, él se quedó sin habla.
De pronto, a Eliza se le abrieron mucho los ojos y se mordió el labio inferior, ruborizándose. Hizo un movimiento, como si quisiera saltar de la cama.
Jasper la cogió de la muñeca.
—¿Qué pasa?
—Necesito una toalla —susurró Eliza.
Sentándose, él cogió una. Con la otra mano le indicó que separara las rodillas.
—Jasper —protestó ella, avergonzada.
—Es mío —contestó él, señalándose el hombro para indicarle que se agarrara de allí—. Deja que yo lo limpie.
La polla se le endureció otra vez ante la evidencia de lo explosivo que había sido su orgasmo. Estaba repleta de su semen. Gruesos regueros le caían por los muslos.
Casi no se creía que volviera a estar listo. Debería estar completamente seco.
La limpió con toda la delicadeza de la que fue capaz.
—Tenías toallas preparadas —comentó Eliza, ahogando una exclamación cuando Jasper le secó los rizos pelirrojos entre las piernas—. Debería haberte sugerido que también tuvieras condones de tripa de oveja. No se me ha ocurrido antes. No pensaba con claridad.
—Forma parte de mis responsabilidades.
—Es mi cuerpo.
—Sólo en público y cuando estás vestida. Cuando estás desnuda, tu cuerpo me pertenece.
Ella alzó la barbilla.
—¿Y el tuyo? ¿Me pertenece cuando estás desnudo?
—Desnudo y vestido, durante todo el tiempo que quieras. —Y esperaba que fuera mucho—. Siempre uso condones, Eliza —siguió diciendo, mirándola a los ojos—. La única vez que no lo hice fue hace muchos años, cuando era muy joven y no sabía lo que hacía.
—¿Y hoy por qué no? ¿Te has olvidado? ¿Te has quedado sin?
—Nunca me olvido. —Dejó de limpiarla—. Mañana, cuando hayas reposado y vuelvas a estar en plena posesión de tus facultades, hablaremos de lo que ha pasado esta noche.
Ella le clavó las uñas en el hombro.
—¿Has derramado tu semilla en mi interior deliberadamente? ¿Acaso no te preocupan las consecuencias? ¿Tan poco te importo?
Soltando la toalla, Jasper la abrazó por la cintura y la ciñó contra su cuerpo.
—Haría cualquier cosa por ti. Me saltaría las leyes, violaría las normas, jugaría sucio para avanzarme a mis competidores…
—Montague —lo interrumpió ella, comprendiéndolo todo de repente—. Sabías que ha ido a ver a Melville y para qué.
—¡Montague puede irse al diablo! —exclamó Jasper con vehemencia—. Te deseo. Eso es todo.
—Y yo me he entregado a ti voluntariamente. —Ella trató de soltarse—. No hacía falta que… me marcaras, como si fuera un territorio conquistado.
—Sí, tenía que hacerlo. —La sujetó con delicadeza pero con firmeza—. Desde el momento en que me viste, supiste lo que era. No me digas que mi naturaleza depredadora te pilla por sorpresa.
—Pero ¡te contraté para que me protegieras!
Él inspiró hondo, herido por sus palabras, aunque eran la pura verdad.
—¡Maldita sea, Eliza! —exclamó, soltándola.
Ella no aprovechó para huir. Se quedó quieta, observándolo y respirando entrecortadamente. Con el rostro y los hombros pálidos enmarcados por sus rizos cobrizos, era la criatura más deliciosa que había visto nunca.
—Lo siento —musitó Jasper, pasándose una mano por el pelo.
—Supongo que no te arrepientes de lo que has hecho, sino porque yo me he enfadado.
Él guardó silencio. Era inútil mentir a Eliza.
El silencio se alargó. Estaban a escasos centímetros de distancia, ambos de rodillas. Jasper estaba sentado sobre los talones, Eliza no, por lo que sus ojos quedaban al mismo nivel. Él esperaba ansioso su reacción. ¿Querría marcharse? Y si era así, ¿qué podría hacer para evitarlo?
Seducir a una mujer enfadada solía acabar en sexo apasionado, pero después el enfado se multiplicaba. No podía arriesgarse a apartarla de su vida.
Maldición, daría cualquier cosa por saber en qué estaba pensando.
—Casi puedo oír tu cerebro —dijo Eliza, estudiándolo con atención—. ¿Te importa decirme qué piensas?
—Mi cerebro no es tan refinado como el tuyo, así que no me ayuda mucho. Dime qué puedo hacer para que dejes de estar enfadada conmigo.
—Lo que estoy es desconcertada por tu instinto de posesión. Podrías tener a cualquier mujer que quisieras. —Eliza tragó saliva con dificultad—. Lo único que me distingue de las demás es mi fortuna. ¿Es eso lo que deseas con tanta intensidad?
—No me creo que creas eso —replicó él—. Y perdona que te diga que tú también podrías tener a cualquier hombre que quisieras.
Eliza le dio un empujón en el hombro.
—Túmbate.
Jasper se tumbó de espaldas sin pensárselo, deseando hacer lo que ella le pidiera para que lo perdonara. Sin embargo, su pene no parecía compartir su arrepentimiento, ya que se alzaba descaradamente, llegándole casi al ombligo. Había pasado de estar semierecto a erecto del todo en cuanto Eliza se había puesto agresiva.
—Ya que, según tus propias palabras, tu cuerpo me pertenece —murmuró ella—, me gustaría examinarlo.
Él permaneció inmóvil, sometiéndose… de momento.
Eliza le señaló el pene.
—Me gustaría verlo en reposo alguna vez.
—Pues no va a ser fácil. Sólo pensar en ti, me pongo como una piedra. —Tal vez debería expresar sus sentimientos con más delicadeza, pero la lujuria que ella le despertaba era tan descarnada que le parecía más honesto expresarlos así.
Alargando la mano, Eliza le acarició el bíceps. Cuando el músculo se contrajo bajo sus dedos, ella se apartó, alarmada.
Jasper le cogió la mano y volvió a ponérsela sobre su brazo.
—Sin miedo. Hagas lo que hagas me gustará.
—No me conformo con que te guste —replicó ella, mirándolo fijamente—. Quiero ser excepcionalmente buena complaciéndote. Quiero ser inolvidable.
Él soltó el aire bruscamente. Todos sus instintos de posesión se despertaron de golpe ante su alusión a un posible final de su relación.
Eliza le acarició el brazo con los dedos. Armándose de valor, apretó.
—Eres tan duro y fuerte —susurró. Con la vista, le recorrió el pecho y el abdomen. Sus manos siguieron el camino abierto por sus ojos. Se entretuvo en la zona del estómago, trazando cada músculo—. Y tan grande. Eres como un animal grande y elegante. Un animal muy masculino.
Se estremeció al decirlo, lo que provocó una respuesta similar en él.
—Y a ti te gusta que sea así.
—No debería gustarme. Eres demasiado salvaje e indisciplinado. No soy lo bastante mujer para domarte.
—Si me dejara domar, no te gustaría. —Jasper le cogió la mano y se la puso sobre el miembro, animándola a rodearlo con sus dedos. Su contacto, aunque cuidadoso, le causó el efecto de un rayo. El vello de las piernas se le erizó—. Una parte de ti se escandaliza por mi actitud primitiva ante algunas cosas, pero a otra parte de ti no le gustaría si fuera de otra manera.
—Eres muy arrogante.
—No creo que sea mérito mío resultarte atractivo. Mi apariencia se la debo a mis padres, igual que mi falta de escrúpulos. Les estoy agradecido, ya que esas cualidades te han traído a mi lado. En contra de lo que crees, eres la mujer perfecta para mí.
La otra mano de Eliza se unió a la primera.
—¿Qué te ha atraído de mí? —preguntó ella, resiguiendo una gruesa vena con el dedo.
—Tu honestidad y se… sentido común —respondió él entre dientes, estremeciéndose cuando ella llegó hasta la punta y se la acarició—. Tu mente ágil y tu manera de pensar por ti misma. Y cómo respondes físicamente a mi presencia. Nunca me cansaré de eso. Te derrites por mí, y eso hace que se suavicen las aristas con que mantienes a los demás a distancia.
Eliza se pasó la lengua por el labio inferior. Tenía los párpados entornados y no podía disimular lo mucho que estaba disfrutando al tocarlo tan íntimamente. O tal vez disfrutaba de sus palabras. Jasper alzó una mano y le cubrió un pecho con ella. Cuando le tiró del pezón con dos dedos, ella gimió suavemente.
—Túmbate sobre mí —le ordenó Jasper con la voz ronca.
Al ver que titubeaba, le mostró cómo hacerlo, sujetándola por la cintura mientras ella deslizaba su esbelto cuerpo sobre el suyo. Agarrándola por la nuca, la atrajo hacia él y la besó con la boca abierta, devorándola ávidamente. Ella le devolvió el beso con el mismo entusiasmo, agarrándose a la colcha con ambas manos.
Jasper gruñó. Volvía a desearla, pero de momento no quería hacer más que besarla. No era suficiente, pero al mismo tiempo era demasiado. Era un beso dulce y erótico al mismo tiempo. La sensación de su peso tan ligero sobre su cuerpo era deliciosa, igual que los delicados besos que ella empezó a darle alrededor de la boca. No pudo evitar echarse a reír de felicidad.
—Lo siento —se disculpó él. No sería capaz de renunciar a esa felicidad. Haría lo que fuera preciso para conservarla. Suplicaría si hiciera falta—. Cometeré muchos errores. No sé cómo ser lo que tú mereces.
Eliza lo besó en los labios para hacerlo callar.
—Nos lo enseñaremos el uno al otro —susurró—. Quiero ser la mujer que llegue a tu alma. La mujer a la que no puedas olvidar.
Enredando los dedos en su pelo, Jasper la atrajo hacia sí y le dio un beso largo y profundo. No tenía ni idea de qué hora era y no le importaba. Lo único que sabía era que no quería que aquella noche terminara nunca.