10
Hasta ese momento, Eliza nunca había apreciado las auténticas cualidades curativas de las sales de baño. Jasper había insistido en que se diera un baño antes de irse y le había sugerido que se diera otro por la mañana. Tras hacer caso de su consejo, se sentía mucho mejor, aunque todavía le dolían algunas partes de su cuerpo que prefería no nombrar.
Estaba muerta de hambre, como si hubiera estado practicando alguna actividad física extenuante. Desayunó más de lo habitual y se quedó sentada a la mesa un rato cuando su tío ya se había retirado.
A la luz del sol de la mañana que entraba por la ventana, a su espalda, leyó el periódico para distraerse un rato. Sabía que tenía cosas importantes en que pensar, pero no quería hacerlo todavía. En vez de eso, empezó a pensar en el vals. Pensó en su estructura y en cómo había aprendido a bailarlo ella y luego pensó en cómo mejorar esa técnica de enseñanza.
Jasper la visitaría aquella misma mañana para recibir su primera clase de baile. Eliza estaba impaciente por enseñarle, para así poder bailar con él en público. Se estremeció al pensar que estaría entre sus brazos a la vista de todo el mundo. Sería un desafío delicioso mantener una actitud decente mientras estaba pegada a su cuerpo.
Pasó una página del diario y movió un pie al ritmo de la música que sonaba en su cabeza. La noche anterior había regresado a casa a las diez de la noche y ya no había vuelto a salir. Le bastaba con leer las crónicas de los distintos actos sociales en los periódicos. Hacía ya un tiempo que había llegado a la conclusión de que las crónicas eran más entretenidas que la realidad.
—Eliza.
Alzó los ojos y vio que su tío había vuelto.
—¿Sí, milord?
Él rodeó la larga mesa con el ceño fruncido. Ella se fijó en que llevaba todas las piezas de ropa en su sitio, lo que no era demasiado habitual y tenía mucho mérito por parte de su ayuda de cámara.
—El conde de Westfield está aquí —respondió Melville, deteniéndose a su lado.
—¡Oh!
—Me ha expresado su deseo de proponerte matrimonio.
Ella se quedó mirando a su tío y luego parpadeó.
—¿Perdón?
—Quiere casarse contigo. Y hablar contigo. Te espera en la salita.
Eliza dobló el periódico con cuidado mientras sus pensamientos echaban a correr en todas direcciones, tropezándose unos con otros. Con el cerebro incapacitado por la sorpresa, se centró en el tapete de encaje que adornaba la mesa. La mirada se le desvió luego hacia el candelabro que había en el centro de la mesa. Estaba rodeado por una corona de rosas, igual que ella, que de repente estaba rodeada de proposiciones de matrimonio.
Melville se aclaró la garganta y le apartó la silla para que se levantara.
—No era consciente de que tuvierais una relación tan cercana.
Ella se levantó.
—Casi no nos conocemos.
—Sería un enlace excelente; mucho mejor que con Montague.
—Desde luego —corroboró Eliza, agarrándose del brazo de su tío y yendo con él hasta la puerta.
Westfield era guapo, rico y muy respetado. Y también era un buen amigo de Jasper, lo que hacía que su proposición fuera aún más curiosa.
—¿Qué piensas? —le preguntó su tío en el pasillo.
—No sé qué pensar. Creo que lo mejor será que hable con él. ¿Qué le has dicho?
—Le he deseado suerte.
—¿Y a mí? ¿Me deseas suerte?
—Deseo que seas feliz, querida. La forma de conseguirlo depende de ti. —La besó en la mejilla—. Vamos, no hagas esperar a Westfield.
Eliza recorrió sola el resto del trayecto hasta el salón. A esas horas del día, el sol ya estaba lo suficientemente alto como para no entrar por los cristales que rodeaban la puerta principal. El silencio habitual de la casa era reconfortante, pero en ese momento lo que hacía era subrayar el revuelo causado por la inesperada visita del conde. La segunda proposición de matrimonio en dos días. Le costaba creerlo.
Al entrar en el salón, Eliza sintió una gran inquietud. El conde tenía una magnífica presencia. Además transmitía una energía vibrante, muy distinta de la contenida y vigilante de Jasper.
—Buenos días, milord.
—Señorita Martin —la saludó él, levantándose. Era tan alto como Jasper, aunque no tan fuerte ni musculoso. Si le pidieran que lo definiera con una sola palabra, Eliza elegiría «elegante»—. Está usted radiante.
—Gracias. Usted también tiene muy buen aspecto.
Westfield se echó a reír.
—¿Cómo está? Espero que se encuentre bien. Anoche todo Londres la echó de menos.
Ella se sentó en una butaca tapizada de terciopelo amarillo claro que quedaba frente a la puerta y se alisó la falda del vestido floreado. El conde se sentó delante de ella con natural gracia. Se notaba que era un hombre acostumbrado al poder y a los privilegios.
Rectificando su percepción anterior, Eliza decidió que la palabra «refinado» le hacía más justicia que «elegante». Jasper, por el contrario, tenía una elegancia mucho más sencilla.
—Estoy bien —respondió—. Me quedé en casa por voluntad propia, no por ningún problema de salud. Me temo que los actos sociales no me gustan tanto como a la mayoría.
Eso último lo dijo con toda la intención, sabiendo que el conde iba a necesitar una esposa que fuera buena anfitriona, para alcanzar sus objetivos sociales y políticos.
—No me extraña —replicó él—, teniendo en cuenta el riesgo que corre cada vez que acude a alguno.
—¿Cómo dice?
—Estoy al corriente de la naturaleza de su relación con el señor Bond.
Eliza se quedó tan sorprendida que ni siquiera parpadeó.
—Oh.
—Por favor, no se lo tenga en cuenta. Bond confió en mí porque sabe que puede hacerlo sin problema.
—Entiendo que se fíe de usted para sus asuntos personales, pero preferiría que lo hubiera consultado conmigo antes de confiarle los míos.
Se preguntó hasta qué punto estaría también al corriente de su relación. Teniendo en cuenta que le estaba proponiendo matrimonio, se temía que estuviera al corriente de mucho.
—Lo entiendo, se lo aseguro, pero…
Westfield se interrumpió y miró con asombro a la señora Potts cuando ésta entró con el té y lo dejó en la mesita baja que había entre ellos.
Eliza estaba acostumbrada a esa reacción. El ama de llaves era alta y muy delgada. Parecía que sus brazos, delgados como juncos, iban a ser incapaces de sostener el peso de la bandeja, pero era más fuerte de lo que parecía. A veces levantaba pesos con los que el propio Melville tenía dificultades.
Cuando la señora Potts se hubo retirado, Westfield siguió hablando.
—Mi intención es ayudarlos, a usted y a Bond. Y a mí de paso, por supuesto.
—¿Pretende resolver un problema temporal ligándome a un problema permanente? —preguntó ella, empezando a preparar el té.
—Acaba de llamarme problema permanente —señaló él secamente.
—No me refería a usted —replicó Eliza, echando las hojas—. Me refería al matrimonio con usted. Apenas nos conocemos. Y si pusiéramos en común lo que sabemos el uno del otro, dudo que llegáramos a la conclusión de que somos compatibles.
—Sé que me gustó su reacción cuando estuvieron a punto de romperle la crisma con una estatua —argumentó el conde, echándose hacia delante en la silla—. Me pareció que mostraba una gran fortaleza y valor. Me demostró que es una mujer capaz de enfrentarse a cualquier circunstancia, señorita Martin, una característica que hasta ese momento había pasado por alto.
Tomándose más tiempo y cuidado del necesario, Eliza colocó con precisión un colador encima de una taza. Su mente seguía dándole vueltas a cómo se sentía al saber que Jasper había traicionado su confianza. Sabía que no era un asunto que debiera tratar a la ligera, sobre todo teniendo en cuenta las pésimas decisiones que había tomado su madre cuando tenía la mente nublada por la pasión, pero se sorprendió buscando excusas para justificar su comportamiento.
Seguro que tendría también alguna buena razón para contarle a Westfield lo que había sucedido entre ellos la noche anterior, aunque en aquel momento no se le ocurrió ninguna. Le costó decidir si estaba mostrando fe o falta de sensatez.
—Comprendo que mi deseo de mantenerme libre de cargas matrimoniales resulta incomprensible para muchos —dijo finalmente—. Se supone que todas las jóvenes quieren un marido, igual que quieren un sombrero o una capa nueva, ya que un marido es un accesorio necesario, pero ése no es mi caso. Yo no necesito a nadie que me mantenga, ni económicamente ni de ninguna otra manera. Tengo casi todo lo que necesito. Y lo que no tengo lo puedo comprar. Francamente, milord, aunque su solvencia es una característica muy original entre mis pretendientes, creo que no lo necesito en mi vida.
—¿No? —El conde sonrió de medio lado. Eliza sabía que a muchas mujeres les resultaría una sonrisa muy atractiva—. Conmigo se libraría de los pretendientes que la acosan, señorita Martin, incluido Montague, que se está impacientando. Las intenciones de Bond son buenas, pero está cegado por sus motivos personales. Ahora, esos motivos están influyendo en su vida, señorita Martin. Verla casada con alguien de su plena confianza es la manera más responsable de solucionar esa situación.
—No me gusta que me hagan leer entre líneas, milord. Carezco del talento necesario para traducir y descifrar lo que me está diciendo. Dudo que me esté proponiendo matrimonio por amistad, sean cuales sean las circunstancias, pero le agradecería mucho que fuera más claro.
Eliza se cuidó mucho de aclarar a qué circunstancias se estaba refiriendo, ya que no tenía claro qué sabía y qué no sabía Westfield. Suponía que debía de estar al corriente de su indiscreción. Tenía lógica. Pero aun así, ¿qué lo llevaba a proponerle matrimonio?
El conde rechazó el azúcar con un gesto de la mano.
—No crea que estoy siendo totalmente altruista. Es usted una mujer sensata, atractiva, dispuesta a hacer lo que sea necesario para conseguir lo que desea.
—Le aseguro que no soy la única mujer con esas características.
—También es rica, inteligente y decidida —siguió enumerando él sus virtudes—. Es de buena familia, pero sin pesadas y caras cargas familiares, como por ejemplo hermanas. Habla con claridad y me obliga a hacer lo mismo. ¿Qué más podría pedir?
—¿Deseo? ¿Sentimientos elevados? ¿Juventud? —Por su expresión, Eliza se dio cuenta de que al menos la primera pregunta lo había sorprendido mucho. Sin embargo, a ella le pareció pertinente, dada la naturaleza de su conversación.
—Veinticuatro años es una edad perfectamente aceptable. Respecto al resto, una vida entera es mucho tiempo para comprometerse con alguien basándose sólo en sentimientos, sean éstos elevados o primarios.
—Ésa no es la razón que lo ha llevado a proponerme matrimonio. Estoy segura de que ve en mí una oportunidad, pero no creo que sea la de obtener una esposa aceptable.
Westfield enderezó la espalda. Aunque no entornó los ojos, la miró con más intensidad.
—¿Y de qué podría tratarse?
Fue su tono provocador lo que le indicó que iba por buen camino.
—Tal vez está buscando una barrera; un escudo. Alguien que atraiga la atención de los demás y haga que no se fijen en usted. O una persona inofensiva que llene un hueco que le resulta doloroso.
—¿Puedo añadir «imaginativa» a la lista de sus atributos?
El sonido de voces masculinas hizo que ella volviera la cabeza hacia la puerta abierta. Un instante después, el mayordomo entró llevando una tarjeta de visita. Sin necesidad de leerla, una rápida ojeada al reloj le dijo que se trataba de Jasper. Como siempre, llegaba puntual.
Asintió en dirección al mayordomo, indicándole que hiciera pasar a su visita.
—Ha llegado el señor Bond, milord —le dijo a Westfield mientras lo esperaban.
Cuando Jasper apareció en la puerta, Eliza apretó los dedos con fuerza sobre el regazo. Para lo grande que era, se movía con una discreción asombrosa. Iba vestido de manera sencilla, combinando varios tonos de gris. Sus botas competían en brillo con su pelo. Tenía las piernas separadas, lo que acentuaba la solidez de su aspecto, proyectando la imagen de un hombre fuerte y bien anclado en la tierra.
Se había detenido en el umbral y miraba a Westfield como si no lo sorprendiera encontrarlo allí. O bien los hombres que vigilaban la casa le habían advertido de su presencia o había sido el propio conde quien lo había avisado. Eliza no sabía qué pensar ni cómo sentirse.
Lo que sí sabía era que su relación había cambiado sin remedio. Aunque él iba totalmente tapado, desde el cuello hasta los dedos de los pies, en su mente lo veía como lo había visto la noche anterior: sudoroso, despeinado, desnudo y vulnerable. Se había mostrado tan abierto entonces, tan dispuesto a mostrarle sus pensamientos y sus sentimientos a pesar de no entenderlos. Haber descubierto ese lado oculto de su personalidad había hecho crecer el deseo de Eliza. Tenía la sensación de conocerlo. No era una reacción razonable, ya que apenas sabía nada de su vida y de su pasado, pero no era su mente la que había llegado a esa conclusión.
Por cómo la estaba mirando, diría que él también estaba recordando la noche anterior. Pero si sentía su misma conexión, ¿por qué había enviado a Westfield?
—Señorita Martin. —Jasper se inclinó, mientras su voz resonaba en el aire durante un delicioso instante. Al incorporarse, se volvió hacia Westfield—. Milord.
El conde se levantó.
—Bond. Qué oportuno.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? —preguntó, mirando a Eliza.
Por su tono de voz, ella se dio cuenta en seguida de que estaba enfadado. Tras unos instantes de duda, respondió:
—Lord Westfield ha venido a ofrecernos su ayuda.
Aunque exteriormente no hubo ningún cambio en Jasper, la tensión con que pronunció sus siguientes palabras fue muy expresiva.
—¿En qué?
Eliza se volvió hacia el conde, pasándole así la pelota.
Jasper se cruzó de brazos.
Westfield sonrió.
—Sólo estoy poniendo en práctica lo que hablamos ayer noche. Ver a la señorita Martin casada resolvería buena parte de los problemas de todos los presentes.
—¿Casada con quién?
—Conmigo, por supuesto.
—Por supuesto. —Jasper se movió ligeramente, como un animal que empieza a despertarse.
Eliza, que no entendía lo que estaba pasando, decidió que lo mejor sería permanecer callada por el momento.
A medida que el silencio se prolongaba, la sonrisa del conde fue perdiendo brillo.
Jasper se volvió hacia ella.
—¿Le ha dado ya una respuesta, señorita Martin?
—Todavía no, señor.
—¿Por qué tarda tanto? Lord Westfield es un candidato adecuado en todos los aspectos.
Tensándose al notar un agudo dolor en el pecho, Eliza alzó la barbilla.
—Tal vez estaba esperando contar con su aprobación, señor Bond.
—¡Pues puede esperar sentada!
Ella parpadeó.
El conde también pareció sorprendido.
—Bond, ese tono no es adecuado para una dam…
—¿Cuál es tu respuesta, Eliza? —lo interrumpió Jasper, tuteándola y mirándola fijamente, como si estuvieran solos.
Ella le miró las manos. Apretaba los puños con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Se obligó a apartar la vista y centrarse en lord Westfield. Aunque no era muy experta en relaciones sociales, sabía lo suficiente como para darse cuenta de que lo que estaba a punto de hacer era un error por muchos motivos. Pero también sabía que Jasper necesitaba oír que lo quería. Necesitaba que lo dijera en voz alta. Delante de testigos.
Tan seguro y agresivo como era cuando estaba en su elemento, estaba tan perdido como ella cuando se trataba de temas del corazón.
Respiró hondo antes de decir:
—Me siento muy honrada por su proposición, milord, pero debo rechazarla. Mis sentimientos ya están comprometidos con otra persona.
Westfield alzó las cejas.
—Muy bien —dijo Jasper, rompiendo el silencio—. Largo de aquí, Westfield. Nos veremos esta noche. Ven temprano, tenemos muchas cosas que aclarar.
—Mi oferta seguirá en pie hasta el final de la temporada, señorita Martin —replicó el conde, con el ceño fruncido—. Por lo que a ti respecta, Bond —lo miró con dureza—, estoy de acuerdo. Tenemos muchas cosas que aclarar.
Sin darse mucha cuenta de lo que hacía, Eliza alargó la mano hacia Westfield, que se la besó con labios firmes. Ella podría haber dicho alguna frase hueca de despedida, pero estaba tan asombrada por la intensidad de la mirada que Jasper le estaba dirigiendo, que no oyó lo que el conde le dijo. Era una mirada escrutadora, una a la que no podía responder.
Lord Westfield se marchó, seguido de Jasper, que lo acompañó hasta la puerta. Eliza aprovechó el momento de soledad para beber un sorbo de té, que se había quedado frío.
Cómo echaba de menos aquella calma y ecuanimidad tan suyas. Sentirse tan confusa e inquieta había sido anatema para ella durante muchos años. Ahora se encontraba inmersa en una situación que a su madre le habría encantado. Justo el tipo de situación que Eliza se había jurado evitar.
—Eliza.
—¿Qué le has contado? —Eliza levantó la cabeza para mirarlo a los ojos, pero la bajó de nuevo cuando él dobló una rodilla ante ella. El corazón se le desbocó. Apretó la mano que le quedaba libre en el regazo.
Jasper se la cogió y le abrió los dedos uno a uno.
—Lo único que sabe es la razón por la que me contrataste. Necesitaba conseguir invitaciones para los actos a los que acudías y él me las facilitó.
—Lo comprendo —dijo ella. Cuando Jasper le acarició la mano, el hormigueo que le subió por el brazo no se debió totalmente a la sangre que volvía a circular—. ¿No sabías que pensaba pedirme matrimonio?
—No.
—He pensado que igual era idea tuya, para protegerme de las consecuencias de lo de anoche.
Él le quitó la taza de la otra mano.
—No soy tan altruista. Además, lo que pasó queda entre nosotros. Nunca se lo contaré a nadie.
Eliza tragó saliva con dificultad.
—¿Por qué estás de rodillas?
Él sonrió con una sonrisa burlona, pero como si se burlara de sí mismo.
—Si lord Melville me diera su bendición, ¿me aceptarías como esposo?
—¡Jasper!
—Westfield tiene razón. Que estuvieras casada resolvería muchos problemas. Yo tendría más acceso a ti; la persona que quiere hacerte daño tendría menos y dispondríamos de más tiempo para…
—¡Casi no nos conocemos! —protestó ella, a pesar de que una corriente de cálidos y dulces sentimientos llenaba su pecho.
—Contamos con lo más importante: sinceridad y deseo. —Jasper se llevó las manos de Eliza a los labios y se las besó, mirándola con una honestidad desgarradora—. Tú tienes dinero y clase. Yo trabajo con las manos. Mi sangre no vale nada. Pero la derramaría por ti.
Eliza inspiró entrecortadamente.
—¿Qué quieres decir?
—Cásate conmigo.
—No quiero casarme con nadie.
—Pero me deseas. —Jasper la sujetó con delicadeza por la nuca, acariciándole el cuello, donde el pulso le latía sin control.
—¿Por qué no puedo tenerte sin necesidad de tener también un anillo?
Él se echó a reír.
—Sólo tú podrías preferir ser la querida de un hombre en vez de su esposa.
—¡Tú también deberías preferirme así!
—¿Mientras los hombres hacen cola a tu puerta para reclamar unos derechos que me pertenecen? No cuentes con ello.
—Dentro de un mes acabará la temporada…
—Pero nuestra relación continuará. Aún no te has dado cuenta, pero lo que pasó anoche te cambió para siempre. Cuantas más veces te posea, más cambiarás, y los hombres cada vez se sentirán más atraídos por la nueva Eliza.
Ella reflexionó sobre sus palabras, sorprendida al pensar que los demás podían notar la exuberante languidez que llevaba sintiendo toda la mañana. Observó a Jasper con atención, buscando signos de cambios también en su apariencia.
La sonrisa de Jasper se hizo más amplia.
—Estoy de rodillas a tus pies, Eliza. Si eso no te parece una señal de que he cambiado, no sé qué te lo parecerá.
—Por favor, no bromees. Tú tampoco quieres casarte. Me dijiste que en tu vida no había lugar para una esposa.
—Pero puedo crear uno para ti. Los dos hemos pensado en el matrimonio como algo que nos limitaría la vida, pero también puede resultar útil a veces. Una mujer casada disfruta de más libertad que una soltera.
—¿Y a ti para qué te serviría?
—Me aportaría estabilidad. —Bajó la mano para acariciarle la mejilla—. Durante los últimos días, he tenido la mente dividida entre dos fuerzas igual de poderosas: el trabajo y tú. Si fueras mía, estarías cerca y podría protegerte. Y así podría concentrarme en el trabajo del modo como acostumbro.
Ella le apretó la otra mano con fuerza en el regazo.
—Tal vez lo mejor sería que dejáramos de vernos y volviéramos a nuestras vidas tal como eran antes.
Jasper gruñó, frustrado.
—Eliza, no me pidas que te ofrezca razones sólidas y argumentos racionales, como Montague y Westfield. Si me obligaras a hacerlo, tendría que admitir que no existen buenos motivos para casarnos.
—Lo sé.
—Pero puedo hacerte feliz. Nos parecemos en muchas cosas, aunque nos diferenciamos en otras, por lo que nos complementamos bien. Tú puedes enseñarme a ser más prudente; yo puedo ayudarte a ser tan aventurera como quieras.
Eliza sintió un burbujeo de felicidad en el pecho. Lo mismo que el champán, la hizo sentir un poco mareada.
—Yo no tengo tan claro que pueda hacerte feliz. Mucha gente me encuentra demasiado callada y distante. No se me da mal tocar el piano, pero soy un desastre cantando. Y…
Jasper se echó a reír y le besó la punta de la nariz.
—No quiero que me distraigas cantando o tocando instrumentos. Te quiero a ti. Tal como eres.
—Te preocupa que pueda estar embarazada.
—No es un tema que me tome a la ligera, pero no es la razón principal. ¿Por qué pedirte que te cases conmigo ahora, sin saber si lo estás o no? —Se echó un poco hacia atrás—. Dime la verdad, Eliza. ¿Tu fortuna es un obstáculo entre nosotros? ¿Crees que me importa?
Ella negó con la cabeza sin dudarlo. Al ver que él seguía esperando, lo dijo en voz alta:
—No.
—Bien. —Jasper la soltó y apoyó las dos manos en la rodilla que no tenía en el suelo—. Hagamos un trato. Yo convenzo a Melville para que nos dé su bendición y tú me dices que sí. ¿Qué te parece?
—Jasper, te cansarías de mí en seguida.
—Publiquemos las amonestaciones al menos —insistió él—. Eso nos dará tiempo para encontrar al causante de los ataques, asegurarnos de si estás embarazada o no y conocernos mejor. Si transcurrido ese plazo sigues pensando que casarnos no es buena idea, cuando termine la temporada rompemos el compromiso. ¿Te parece razonable?
—Romper un compromiso no es tan fácil.
—Pero tampoco imposible.
—Me dices que no quieres usar la razón y, sin embargo, me presentas un plan perfectamente razonado que me permite sacar mis propias conclusiones. —Eliza suspiró—. Tengo ante mí dos alternativas igual de difíciles: o tomo una decisión ahora mismo, sin disponer de toda la información necesaria, o seguimos adelante, sumergiéndonos en esta relación mucho más profundamente de lo que pretendía al contratarte.
—Es una lástima que no seas impulsiva —bromeó él—. En ese caso te convencería para que te fugaras conmigo y te ahorrarías todas esas cavilaciones.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —protestó Eliza—. ¿Por qué no puedo estarlo yo también?
—Yo tomo las decisiones con las tripas —respondió él, señalándose el abdomen—. Son decisiones instantáneas. Tú, en cambio, las tomas con el cerebro. —Le dio unos golpecitos en la sien con el dedo—. Y eso requiere más tiempo. Estoy intentando darte el que necesitas, haciendo algo para contener mi propia impaciencia. Creo que anunciar nuestro compromiso está en el punto medio que ambos necesitamos.
Mordiéndose el labio inferior, Eliza buscaba el valor para hablar.
—Dime lo que piensas —la animó él.
—No soy capaz de decidir si es el deseo lo que me empuja a aceptar tu propuesta. Y me preocupa que si nos acostamos más veces, el sexo pierda el atractivo de la novedad y dejes de sentirte atraído por mí. Me da miedo que después de la boda nos demos cuenta de que sólo se trataba de lujuria y que, una vez saciada, no haya nada que nos una.
Las ventanas de la nariz de Jasper se abrieron mucho.
—Si eso te preocupa, te demostraré que estoy interesado en muchas más cosas, aparte del sexo. No te pediré que volvamos a acostarnos hasta después de la boda, pero estaré disponible para ti siempre que tú lo desees. No me guío por la caballerosidad o por las costumbres de la sociedad por lo que a ese asunto se refiere. Hace tiempo que aprendí a no reprimirme. Prefiero que se fastidien los demás a fastidiarme a mí mismo. Creo que es una parte de mi personalidad que debes conocer antes de que nos casemos.
Menuda sensación ser amada tan intensamente. Eliza por fin entendió por qué su madre se había vuelto adicta a la pasión. Era tan tentadora. Y Jasper tan irresistible…
Poder disfrutar de él siempre que lo deseara… La idea de poder reclamarle sexo donde y cuando ella quisiera era muy excitante.
—Eliza —murmuró él, devolviéndola a la realidad—. Por una vez en la vida, date permiso para disfrutar de lo que quieres. Tal vez te guste más de lo que esperas.
Pero eso era precisamente lo que le daba miedo. Aunque no lo suficiente como para mitigar los recuerdos de la noche anterior, ni la felicidad que había sentido al despertarse.
—Habla con mi tío —aceptó ella al fin—. Y vuelve a pedírmelo después.