14

Levantándose, Jasper apoyó las dos manos sobre el escritorio de Eliza y examinó las cinco cartas. Obviamente, todas habían sido escritas por la misma persona; a juzgar por la caligrafía, una mujer.

Miró al conde y a Eliza, que estaban sentados frente a él.

—¿Hay alguna más?

—Sólo hemos encontrado éstas —respondió ella, que parecía bastante tranquila dadas las circunstancias.

—¿Alguna idea de cuándo llegó la primera? ¿O la última?

Eliza negó con la cabeza.

Jasper tamborileó con los dedos sobre el escritorio.

—Esto lo cambia todo.

—Sí —murmuró ella—, así es.

En cada una de las cinco cartas le decía a Melville que se retirara al campo con su sobrina o ella pagaría las consecuencias. Eso contradecía la teoría original de Eliza, que había pensado que alguien trataba de empujarla al matrimonio.

Jasper se volvió hacia el conde.

—¿Cree que podría conseguir una licencia de matrimonio rápidamente?

Ella se sobresaltó.

—¿Cómo dices?

—¿Una licencia de matrimonio? —repitió Melville, frunciendo el ceño y rascándose la cabeza—. ¿Quién se casa?

—Me lo tomaré como una negativa —respondió Jasper, pensando que nunca había visto el pelo del conde tan alborotado como ese día—. Tal vez Westfield pueda ayudarnos con eso.

—Jasper. —Eliza parecía nerviosa—. ¿Qué estás tramando?

Enderezando la espalda, él puso los brazos en jarras.

—Al parecer, hay una mujer por ahí que te ve como una amenaza. Probablemente esté interesada en uno de tus pretendientes.

—Qué interés tan malsano.

—Ojalá sea Montague quien la haya enamorado hasta el punto de volverla loca y agresiva.

Eliza lo miró alzando una ceja.

Él sonrió con descaro.

—En cualquier caso, si te casas, dejará de verte como a una competidora y dejarás de correr peligro.

—Tal vez con que le llegue la noticia de nuestro compromiso sea suficiente.

—Me quedaría más tranquilo si durmiéramos bajo el mismo techo.

Eso no era cierto. De hecho, dudaba que pudiera pegar ojo en toda la noche con Eliza en su cama, pero no era correcto hablar de eso delante de lord Melville.

Éste asintió.

—Tiene razón. Yo he demostrado no estar capacitado para cuidar de ti.

Ella bajó la vista hacia su regazo.

—Eliza —dijo Jasper, tratando de mantener la calma—. Me gustaría conocer tu opinión sobre este tema.

Ella respiró hondo.

—No estoy preparada para dejar a mi tío solo ahora mismo.

—¿Es él tu única preocupación?

—Sí. ¿Me olvido de algo importante?

—No —respondió Jasper, relajándose—. Yo podría instalarme aquí como tu esposo hasta que termine la temporada.

La mirada de agradecimiento de Eliza valía mucho más que cualquier sacrificio, pero no iba a decírselo.

—¿Harías algo así?

—Haré cualquier cosa que necesites.

—Gracias. —La sonrisa de ella iluminó la habitación.

Una ola de adrenalina le recorrió el cuerpo. Eliza sería suya esa misma semana.

—Haz los preparativos que necesites, pero procura no salir de casa a menos que sea imprescindible.

Ella asintió.

—Yo me ocuparé de esto —añadió Jasper, con un último vistazo hacia las cartas.

Sintió que la furia volvía con fuerza. Encontraría al autor o autora de las amenazas y se aseguraría de que no volviera a ser un peligro para Eliza. El matrimonio no sería el último acto de aquella obra.

Jasper sacudió las riendas para alejarse del palacio de Lambeth, la residencia del arzobispo de Canterbury. Con una última mirada hacia la cerca de ladrillo y la torre de Lollard, se tocó la licencia especial que acababa de conseguir, para asegurarse de que ésta seguía en su bolsillo interior, y partió.

Colocándose a su lado, Westfield dijo:

—Todavía tienes que contarme qué decían las cartas. Ya que han sido las culpables de que tengamos que hacer esta visita relámpago al arzobispado, lo menos que puedes hacer es satisfacer mi curiosidad.

—Eran misivas breves, de pocas líneas, casi como poemas. En todas se aconsejaba que Eliza se fuera al campo. En dos había referencias veladas a sillas de montar y al lago de Hyde Park, ambas cosas relacionadas con los accidentes sufridos por la señorita Martin.

—¿No había ninguna referencia a la estatua del museo? Tal vez aquello fuera un accidente de verdad.

—Tal vez. Me falta mucha información. No sé cuándo llegaron las cartas. Si hubiera sido antes de los accidentes, podrían considerarse amenazas. Pero si son posteriores podrían ser burlas.

—¿Y dices que están escritas por una mujer? —Westfield silbó—. Bueno, tiene sentido. Si se tratara de un hombre, le resultaría más fácil comprometer a la señorita Martin para impedir que se casara.

—Dudo que ella se hubiera casado con su atacante, por mucho que la hubiera comprometido. Odia que la manejen contra su voluntad y su respeto por las normas de la sociedad tiene un límite.

—¿De veras? —El conde se bajó el ala del sombrero para protegerse del sol del crepúsculo—. Cuantas más cosas descubro de ella, más me gusta. ¿Quién se podía imaginar que una solterona iba a inspirar tantas intrigas en su sexta temporada?

—Lo que hace que uno se pregunte: ¿por qué ahora? Las cartas de Melville llevaban años acumulando polvo. El ama de llaves trajo un buen montón más de otras de años anteriores y en ninguna había amenazas. Las advertencias son todas de esta temporada.

—¿Dejarás la investigación a medias para irte de luna de miel?

La mención de la luna de miel llenó su mente de imágenes lujuriosas.

—Ojalá tuviera tanta suerte.

—Tienes mucha suerte.

—¿Ah, sí? —Jasper alzó las cejas.

—Reconociste lo que querías y te aseguraste de conseguirlo.

Mirando al frente, Jasper se preguntó a qué se debería el tono sombrío de su amigo, generalmente tan alegre.

—¿Todo va bien?

—Por supuesto. En mi mundo siempre todo va bien, Bond. No hay sorpresas, no hay desafíos. La compostura lo domina todo.

—Eso tiene que ser bueno.

—Aburrido es lo que es.

Jasper se echó a reír y puso el caballo al trote, dejando el Támesis atrás. Aún tenía un montón de cosas que hacer antes de que acabara el día.

—Puedes quedarte en mi mundo un rato más, si quieres. No hay tiempo para el aburrimiento.

—Espera a que seas un hombre casado —se burló Westfield.

Al entrar en casa, Jasper oyó unas risas estridentes que llegaban desde el salón.

Westfield acababa de entrar en el vestíbulo cuando Herbert Crouch lo vio a él.

Herbert, que estaba apoyado en el quicio de la puerta del salón como si los estuviera esperando, se sacó las manos de los bolsillos y se enderezó. Era uno de los empleados más veteranos de Jasper. Tanto que sus dos hijos mayores ya trabajaban también para él.

Se acercó a ellos pesadamente, con una amplia sonrisa asomando entre su poblada y descuidada barba.

Los Crouch eran una familia de apariencia física curiosa. Herbert no era tan alto como Jasper, pero sí mucho más corpulento. Sus hijos eran una especie de gigantes. La cabeza de su padre no les llegaba ni a los hombros.

Herbert se alborotó el pelo rubio con su manaza, deshaciendo la marca que le había dejado el sombrero.

—Tengo noticias que le pueden interesar, jefe.

Señalando el despacho con la barbilla, Jasper le entregó el sombrero y los guantes al mayordomo, pero se dejó la chaqueta puesta. No tenía intención de separarse de la licencia de matrimonio que llevaba en el bolsillo.

Mientras se sentaba tras el escritorio, Westfield se acercó a las licoreras y se sirvió un armañac. Herbert se dejó caer en uno de los sofás.

Con una copa en la mano, Westfield se volvió hacia ellos, pero se quedó a un lado, apoyado en el aparador, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos.

—¿Qué tal, Crouch? —preguntó.

Jasper se volvió hacia su amigo. El conde parecía estar bebiendo más de la cuenta últimamente. Si seguía así, tendría que sacarle el tema en algún momento. No le apetecía nada, pero empezaba a preocuparse por su salud.

—Todo lo bien que uno puede esperar, milord —respondió Herbert.

No sonrió, lo que no era normal en él, aunque Jasper sabía que se sentía incómodo en presencia de la nobleza.

—¿Cómo están la señora Crouch y los niños?

—Todos bien. La señora vuelve a estar esperando.

—¿Otra vez? ¡Santo Dios! —Westfield bebió un buen trago—. ¿Cuántos tienes ya?

—Dieciocho. Hasta que llegue el pequeño.

—Eres más hombre que yo, Crouch.

Herbert se tiró de la barba y miró a su jefe, como pidiéndole ayuda.

Jasper se apiadó de él.

—Antes de que empieces, tengo que avisarte de que las cosas han cambiado. Ahora estamos buscando a una mujer.

—¡Lo sabía! —Herbert se palmeó la rodilla.

—Me lo creo. —Jasper estaba muy satisfecho con su equipo. Herbert tenía un gran instinto para notar cuándo algo no encajaba—. ¿Qué has descubierto?

—Todavía me quedan cosas por aclarar sobre alguno de los arrendatarios, pero hay una mujer que no es trigo limpio.

—¿Quién?

—Vanessa Pennington. Aaron y yo hemos estado haciendo preguntas y nadie conoce al señor Pennington. No lleva ningún anillo. En su casa no tiene papeles, ni cartas, ni retratos…

—Tal vez guarde esos objetos en un sitio privado —sugirió Westfield.

—Ya lo miré.

—¿Cómo…? —Westfield se interrumpió—. Olvídalo.

Jasper sonrió.

—Su casa está encima de la tienda, ¿no?

Herbert asintió.

—Aparte del local que le alquiló la señorita Martin, no he encontrado ningún otro documento a su nombre. En cambio, encontré algunos recibos a nombre de Vanessa Chilcott.

—Chilcott. —Jasper se echó hacia atrás en la silla—. Maldita sea.

—Son una panda de inútiles, ladrones y malhechores. —Apartándose del aparador, Westfield fue a sentarse frente a Herbert—. Tal vez su éxito con lady Georgina los ha hecho más atrevidos a la hora de acercarse a la familia Tremaine.

—¿Qué relación tiene Vanessa Chilcott con el padrastro de la señorita Martin?

Herbert se encogió de hombros.

—Aparte de halagos hacia su cara y su figura, los demás comerciantes de la zona no han sabido decirme nada sobre ella. Al parecer, es muy reservada.

Westfield resopló.

—Por lo visto, todos los Chilcott son muy guapos. No es algo que a mí me impresione, pero es evidente que no puede decirse lo mismo de todo el mundo, o la familia no tendría tanto éxito con sus trucos.

Jasper desvió la vista. Eliza era demasiado inteligente como para no haberse dado cuenta de las similitudes entre su relación con él y la de su madre con Chilcott. Había tenido que superar prejuicios importantes para confiar en él, lo que hacía que esa confianza fuera aún más apreciable.

Iba a tener que actuar con cuidado o arriesgarse a perder algo de valor incalculable.

—Quiero que se le haga un seguimiento a la señorita Chilcott las veinticuatro horas del día hasta nuevo aviso —le dijo a Herbert—. Quiero saber con quién habla, adónde va, qué horarios sigue. Y necesito conocer su relación con la señorita Martin.

—Me encargaré de todo —respondió Herbert, levantándose con esfuerzo.

Jasper lo observó mientras se retiraba y luego se volvió hacia Westfield.

—Visité la tienda de la señora Pennington con la señorita Martin, y Eliza no parecía conocerla de nada. La señorita Chilcott, en cambio, me pareció extrañamente interesada en ella.

—No me extraña. —El conde hizo un gesto despreocupado, como quitándole importancia—. Vive y trabaja en un local de su propiedad.

—Pero la señorita Chilcott no tendría que haber estado al corriente de esa información. La señorita Martin se toma muchas molestias para mantener el anonimato. Su hombre de confianza se ocupa de todas las gestiones. Cree que así es mejor para todos. —Golpeó la mesa con los nudillos—. Maldita sea, si hubiera guardado el recibo de la compra que le hice, podría comparar la letra de Vanessa Chilcott con la de las cartas amenazadoras.

—No entiendo por qué a esa señorita puede interesarle impedir que la señorita Martin se case. ¿Por mezquindad?

—La relación comercial entre ambas crea un vínculo que no existiría de otra manera —reflexionó Jasper en voz alta—. Un acuerdo legal entre las dos partes trae consigo ramificaciones y responsabilidades. Tal vez la señorita Chilcott le eche algo en cara a la señorita Martin como pariente por vía matrimonial, pero su relación familiar es demasiado lejana para tener validez. Pero como arrendataria, si se creara una situación en la que la señorita Martin pudiera ser vista como responsable de pérdidas en el negocio, tal vez pudiese negociar con ella un acuerdo económico a cambio de no denunciarla.

—Ya veo. En calidad de propietaria pueden sacarle más dinero que por la vía del parentesco. Es un plan retorcido, pero no puedo decir que me extrañe demasiado, teniendo en cuenta la fama de ladrones de esa familia.

—Exacto. Y eso también explicaría por qué la señorita Chilcott ha ocultado su auténtica identidad.

—Pero si su identidad es falsa, ¿no invalidaría eso cualquier demanda ante el juez? —se preguntó Westfield.

—Suponiendo que mi teoría fuera cierta, dudo que la joven tuviera previsto llegar a los tribunales. Si obtuviera cualquier tipo de información que pudiera usar contra la señorita Martin, me imagino que trataría de conseguir un discreto pago, a cambio de guardar silencio. Pero si la señorita Martin se casa, es dudoso que su esposo fuera a dejarse amenazar o manipular con facilidad.

—La extorsión es un asunto muy feo. Lo mejor es no tener nada que ocultar.

—El pedido que le encargué a la señorita Chilcott ya debe de estar listo. Son productos hechos por encargo, al gusto del cliente, por eso han tardado un poco —dijo Jasper, dando unos golpecitos en el suelo con el pie, inquieto.

Dejando la copa sobre la mesa con un golpe seco, Westfield se puso en pie ágilmente.

—Te acompaño. No quiero perderme ni un detalle de esta historia.

—Espero que acabe pronto y que la señorita Martin pueda vivir tranquila. —Se sacó el reloj de bolsillo para consultar la hora y maldijo entre dientes.

—¿Vuelves a llegar tarde? —preguntó su amigo, burlón—. Se está convirtiendo en una costumbre. Yo que pensaba que ibas a pervertir a la señorita Martin y resulta que es ella la que te está pervirtiendo a ti…

Jasper decidió mirarlo por el lado bueno. Cuanto más rápido pasara el tiempo, antes sería Eliza su esposa.

—Date prisa, Westfield.

Pero apresurarse no les sirvió de nada. Aunque llegaron a una hora en que la tienda debería haber estado abierta, la señorita Chilcott no estaba allí.

—Pues menuda manera de llevar un negocio —murmuró el conde, levantando la vista hacia la marquesina a rayas.

—No me extraña. Por lo que me has contado, los Chilcott no tienen tendencia a ganarse la vida trabajando duro.

Jasper esperó a Peter Crouch, que había ido a examinar la entrada trasera, la que daba acceso a la vivienda, situada en el piso de arriba. El joven apareció poco después, negando con la cabeza.

—¡Maldita sea esa mujer! —murmuró Jasper—. Que vuelva de una vez. He quedado con Montague en el club de Remington dentro de una hora, para hablar de su absurdo proyecto minero.

Westfield se volvió hacia él.

—A pesar de tu inminente boda y de la malvada señorita Chilcott, ¿sigues sin dejar que el destino se ocupe de Montague a su manera? Sabes tan bien como yo que acabará en la ruina, no hace falta que lo ayudes.

—Él y su familia me lo deben. Quiero destruirlo con mis propias manos y no descansaré hasta que esa escritura de propiedad sea mía sin posibilidad de recuperación.

El conde suspiró, alejándose del edificio.

—Te acompaño hasta la puerta del club, pero esta noche ya no me necesitarás. Cuando anuncies tu boda con la señorita Martin, se te abrirán todas las puertas de Londres. Yo, sin embargo, necesito una bebida fuerte y una mujer delicada.

—Cuidado con esa bebida —le aconsejó Jasper, mientras iban a buscar sus caballos.

—¿Me aconsejas una bebida suave y una mujer fuerte? No es mala idea.

Ninguno de ellos vio a la mujer que los había estado espiando desde el piso de arriba, a través de la ventana entreabierta, sentada en el suelo. Una sonrisa curvó sus preciosos labios. Con un brillo codicioso en la mirada, empezó a idear un plan.

A Eliza le estaba costando mucho mantener la calma, sabiendo que se casaría al día siguiente. Sin embargo, el baile de los Cranmore no era un buen sitio para mostrarse inquieta.

Habían pasado varios años desde la última vez que asistió a un evento en casa de los Granmore.

Lady Cranmore era una anfitriona perfeccionista, cuyas ideas para entretener a sus invitados solían ser muy celebradas y copiadas. Su experiencia era evidente esa noche. Las columnas jónicas estaban recubiertas de tul y enredaderas y, cuando la orquesta dejaba de tocar, varios intérpretes distribuidos por las esquinas amenizaban el ambiente con música de arpa, mientras en el jardín trasero varias antorchas ardían con fuerza.

La intención era dotar a la fiesta de un aire de decadencia al estilo de la Grecia clásica, y todo el mundo parecía estar pasando un buen rato.

Eliza, por el contrario, estaba muy tensa, dividida entre una gran euforia y un miedo igual de grande. Al día siguiente estaría casada. Tras muchos años de luchar por no cometer los mismos errores que su madre, ya no dejaba que Georgina dominara sus actos desde la tumba. Eso hacía que cada momento del día fuera especial.

—Estoy tan contenta —dijo lady Collingsworth, mirándola con ojos brillantes—. Tengo que confesar que, cuando me dijiste que te casabas tan pronto, tuve miedo de no poder estar a la altura de las circunstancias.

Personalmente, Eliza pensaba que una boda con la familia y los amigos más íntimos habría sido lo deseable, pero no quería disgustar a Regina ni quitarle la ilusión.

—Gracias. Te portas muy bien conmigo.

—Tonterías. —Regina sacudió la mano enguantada despreocupadamente—. Ya había perdido la esperanza de verte casada. Me alegro muchísimo de que por fin hayas encontrado a alguien especial, alguien valioso para ti.

—Valioso —repitió Eliza, volviendo la cabeza hasta localizar a Jasper.

Estaba en un extremo de la sala de baile, hablando con Montague. Al parecer, esa noche no estaba allí Westfield.

—Últimamente estás desconocida —murmuró Regina—. Quién se iba a imaginar que recibirías proposiciones de dos de los solteros más codiciados. Me parece fascinante. ¿Sabe el señor Bond quiénes eran sus competidores?

—Sí.

—Lord Montague está siendo muy elegante. Fíjate, está hablando educadamente con tu prometido. Menudo par de hombres. Desde aquí podrían pasar perfectamente por hermanos.

—Por lo que he oído, las similitudes entre los dos se limitan a la apariencia física.

Regina se inclinó hacia ella.

—Qué intrigante.

Eliza bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.

—¿Has oído algún rumor preocupante sobre lord Montague?

—¿De qué tipo?

—Déjalo. Hay cosas que es mejor no saber.

—¡No puedes empezar a decir algo así y dejarlo a medias!

Cuando se convenció de que Eliza no diría nada más sobre el tema, lady Collingsworth abrió el abanico con decisión.

—Había pensado que al conocerse la noticia de tu compromiso, tal vez la pobre señorita Rothschild lograría atraer la atención de lord Montague, pero ahora me pregunto si será tan buen partido como pretende ser.

—¿Jane Rothschild? —Eliza frunció el ceño.

—Sí, está allí, medio escondida. —Regina señaló hacia una columna, cerca de donde Jasper hablaba con el conde—. ¿Ves cómo lo mira, triste y desolada? Siempre la veo cerca de él, como si quisiera que se fijara en ella. Su comportamiento deja mucho que desear, pero hay que excusarla. No viene de buena familia.

Jane era una joven bonita, con los ojos y el cabello de color miel y una figura curvilínea. Sin embargo, desprendía un aire de melancolía. Tal vez fuese por el mohín de su boca, o por su modo de moverse constantemente, como si estuviera tan inquieta por dentro que su desasosiego se manifestase físicamente.

—Montague me comentó que había tratado de cortejarla, pero que ella se había mostrado poco receptiva.

—Me cuesta creerlo. —Regina frunció el ceño—. Sus padres pagarían lo que fuera por conseguirle un título de condesa, y ella… bueno, su comportamiento habla por sí solo.

Eliza no podía discutirle ni una cosa ni la otra. Curiosa, se excusó y se acercó a la joven. ¿Por qué le habría dicho Montague que ella no respondía a sus atenciones, cuando la realidad sugería todo lo contrario? Era muy extraño, sobre todo teniendo en cuenta la apurada situación económica del conde y la magnitud de la fortuna de los Rothschild.

Mientras se acercaba, Montague se apartó de Jasper y se dirigió hacia los ventanales que daban al jardín. Jane parecía dispuesta a seguirlo, pero Eliza se lo impidió, saludándola:

—Señorita Rothschild, ¿qué tal? ¿Cómo está?

La joven dirigió una mirada frenética hacia la espalda de Montague, antes de volverse hacia ella con una débil sonrisa.

—Estoy bien, señorita Martin, gracias por su interés. Y enhorabuena por su compromiso.

Desde cerca, Eliza se fijó en que Jane estaba pálida y ojerosa.

—Gracias. ¿Le apetece algo de beber? ¿Una limonada?

—No. —La muchacha volvió a mirar hacia el jardín—. No tengo sed.

—Señorita Martin.

Jasper, que la estaba mirando con curiosidad, la llamó.

Jane aprovechó para marcharse.

—Discúlpeme, señorita Martin. Buenas noches.

Eliza se quedó mirando cómo salía apresuradamente al jardín.

Colocándose frente a su campo de visión, Jasper le preguntó:

—¿Va todo bien?

—Lo dudo.

Él se inclinó. Estaba demasiado cerca para lo que exigían las normas del decoro, pero a Eliza no le importaba. Las sensaciones que le despertaba su proximidad bien valían todas las críticas.

—¿Qué sabes de los parientes de tu padrastro? —le preguntó Jasper.

—Muy poco. Sólo hablaba con él cuando no tenía más remedio.

Jasper la miró atentamente.

—¿Qué tenía que te disgustaba tanto?

—Habrías tenido que conocer a mi madre para poder entenderlo. Georgina era… errática. Impulsiva. Necesitaba a su lado a alguien que tirara de sus riendas de vez en cuando, como mi padre, pero el señor Chilcott era demasiado indulgente. Siempre la animaba, por muy absurdas que fueran sus ocurrencias o sus cambios de plan. Y eso fue precisamente lo que los llevó a la tumba. Ella decidió de pronto que tenían que viajar al norte para celebrar sus seis meses de casados. No hizo caso de las previsiones que advertían del mal estado de las carreteras por causa de lluvias torrenciales, y él no tuvo el sentido común o la voluntad para imponerse.

—Ya veo.

Eliza volvió a mirar hacia fuera, pero no vio ni rastro de Jane Rothschild ni de lord Montague. El jardín de los Cranmore, bastante heterogéneo, tenía un laberinto, una pagoda, obeliscos de varios tamaños, la recreación de unas ruinas griegas y un cenador cubierto de rosales. Era muy extenso y no se podía ver entero desde la sala de baile.

—¿Qué miras? —le preguntó finalmente Jasper.

—Acompáñame fuera.

Alzando una ceja en una muda muestra de curiosidad, él le ofreció el brazo y la acompañó al jardín.

Al pisar la grava del final de la terraza, siguieron paseando. Había varios grupos desperdigados, pero el lugar era lo bastante grande como para garantizar la privacidad de las conversaciones.

—¿Se puede saber qué estamos haciendo exactamente?

Aunque concentrada en encontrar a Jane Rothschild, Eliza se dejó seducir por su sugerente tono de voz.

—Estamos buscando un rincón tranquilo.

—¿Está tratando de ponerme en una situación comprometida, señorita Martin?

—Confieso que la idea es tentadora. Si quisieras llevarme a algún sitio donde nadie nos encontrara, ¿adónde me llevarías?

Jasper miró a su alrededor.

—Al laberinto seguro que no. Ni al cenador. El templo no sería un mal lugar, siempre que pudieras controlar esos dulces gemidos que me vuelven loco.

—Tú tampoco eres muy silencioso que digamos.

—Sólo contigo, amor mío. Me haces perder el control.

Eliza contuvo el aliento al oír el término cariñoso. Avergonzada por la intensidad de su reacción, apartó la vista… y vio huellas que se apartaban del camino y se adentraban en el césped. Tirando del brazo de Jasper, señaló el suelo.

Él contempló las huellas, pensativo.

Dos huellas eran claramente visibles. El resto quedaban ocultas por los helechos. Un viejo aliso extendía sus ramas sobre ellos, tapándoles la luz de la luna.

Eliza le soltó el brazo y, tras mirar a un lado y a otro para asegurarse de que nadie los estaba mirando, siguió las huellas. Aunque no lo oía, sabía que Jasper la estaba siguiendo. Al acercarse al tronco, oyó unas voces: una femenina, suplicante; otra masculina, seca.

Agarrándola del codo, él la echó a un lado y le indicó con un gesto que se agachara tras un arbusto de boj. Eliza se recogió la falda del vestido color verde pálido para que no se le ensuciara.

La otra pareja seguía oculta tras el tronco del árbol, pero se los oía mucho mejor.

—¡No puedes dejarme así! —exclamó Jane.

—Puedo hacer lo que me venga en gana, ¿aún no te ha quedado claro?

Aunque Eliza conocía la identidad de la pareja, Jasper no. Ella vio que reconocía la voz de Montague, pero no la de Jane Rothschild.

—No me dejas elección —dijo la joven con firmeza—. Les diré a mis padres lo que me hiciste en la fiesta campestre de los Hammond. Les diré que espero un hijo tuyo.

—¿Ah, sí? ¿Es mío? —replicó Montague sin inmutarse—. Eres una fresca y una promiscua. Estoy seguro de que encontraré a otros que aseguren que han probado también tus encantos.

Jasper dio un brinco y Eliza se volvió hacia él, preocupada. Al apoyarle una mano en el brazo, vio que lo tenía duro como el mármol. Su cara también parecía de piedra. Tenía la mandíbula apretada con tanta fuerza que se le marcaban los músculos del cuello. Sin embargo, no parecía sorprendido por lo que estaba oyendo.

—Nadie me había tocado antes que tú —replicó Jane, con más dignidad de la que Eliza habría mostrado en una situación parecida—. Me forzaste, y ahora debes cargar con las consecuencias. No puedo seguir ocultando lo que hiciste.

—¿Me estás acusando de violación? Es una acusación muy grave, señorita Rothschild. De hecho, me parece tan indignante que creo que voy a interponer una alegación en tu contra, por scandalum magnatum. Es un concepto anticuado, pero servirá para proteger mi buen nombre. La pena por difamar a un par del reino es la cárcel. No creo que sea el lugar más indicado para una mujer en tu estado.

—Eres un monstruo. Un canalla inmoral. Un demonio de lujuria y depravación.

Él se echó a reír.

—Y a pesar de todo quieres casarte conmigo. ¿En qué te convierte eso?

—En una mujer desesperada —susurró Jane.

Eliza sintió náuseas. Agarrándola del brazo, Jasper la ayudó a levantarse y la guió de vuelta al camino de grava, donde prácticamente chocaron contra sir Richard Tolliver y su hermana.

—Vaya —dijo Tolliver—. ¿Qué estaban haciendo tan escondidos, señor Bond?

—Nos hemos perdido en la oscuridad —respondió Jasper, rodeándolos.

—¿Se han perdido? —Tolliver se echó a reír—. Eso es absurdo. ¿No le importa la reputación de la señorita Martin? Por descontado, mi hermana y yo seremos discretos, pero…

—Agradecemos mucho su discreción. Si nos disculpan… —Con una rápida reverencia, Jasper se alejó en dirección a la casa, obligando a Eliza a caminar a una velocidad indecorosa para seguirlo.

Mientras se alejaban, echó la vista atrás y vio que Tolliver charlaba animadamente con su hermana. Al volverse otra vez hacia la casa, vio una fugaz sombra moverse bajo el aliso y sintió un escalofrío.

¿Los habría descubierto Jane Rothschild? O, peor aún, ¿los habría descubierto Montague?