13

Eliza vio cómo Jasper se echaba hacia delante y le pasaba la lengua delicadamente por la carne temblorosa que quedaba expuesta entre sus dedos. La sensación era un auténtico tormento, pero un tormento delicioso. Le temblaban los muslos. Verlo de rodillas ante ella, dándole placer con tanta ternura, era demasiado excitante como para poder soportarlo mucho rato. Era un hombre tan atractivo. Grande y fuerte. Tan seguro y controlado. Verlo sometiéndose a su deseo la llenó de un sentimiento de poder femenino desconocido hasta entonces.

Y había sido Jasper quien le había dado ese poder. Le había mostrado su existencia. Y disfrutaba al verla ejercerlo. Su amor por él aumentó por ese regalo y por la confianza que había depositado en ella.

—Ábrete —dijo él suavemente, señalándose el hombro.

Eliza tardó unos instantes en comprender lo que le estaba pidiendo. Jasper le ofreció la mano para ayudarla a mantener el equilibrio, mientras ella levantaba una pierna con cuidado. Cuando la corva de su rodilla quedó sobre el hombro de él, su sensación de poder aumentó.

Sintió una oleada de calor en todo el cuerpo. Tenía los pechos tan hinchados que pugnaban por salírsele del corpiño. La naturaleza ilícita de lo que estaban haciendo la excitó aún más. Se sentía llena de promesas eróticas, fluida, lánguida, inquieta y sensual.

Jasper echó la cabeza hacia atrás para mirarla. Al ver su expresión, de lujuria mezclada con afecto y admiración, a Eliza se le hizo un nudo en la garganta.

—Has descubierto tu capacidad para esclavizar a un hombre —dijo él—. Y te gusta.

Ella le pasó las manos por el pelo, dando gracias por tener el derecho de hacerlo.

—Parece que contigo me gusta todo.

Él le acarició el muslo con delicadeza pero con firmeza al mismo tiempo. Volviendo la cabeza, la besó justo encima de la liga. Sacando la lengua, le dio un lametón tan rápido y ligero que Eliza pensó que se lo había imaginado.

—No me provoques —le suplicó—. Ya estoy bastante ansiosa.

—La paciencia es una virtud.

—¿Te parezco virtuosa en este momento? —protestó, ella, tan frustrada que tuvo que apartar la vista.

En ese momento, el espejo que había a la espalda de Jasper atrajo su atención. La imagen que se reflejaba le hizo contener la respiración: su pierna colgando posesivamente del hombro de él; los dedos de los pies contraídos a la espera de las delicias que iban a llegar; las manos sujetándole la cabeza, tratando de guiarlo hacia la ansiosa carne de entre sus muslos.

—¿Estás mirando? —preguntó Jasper, con un toque de endiablada provocación en la voz.

—Sí…

Eliza no pudo apartar la vista mientras él ladeaba la cabeza y se inclinaba hacia ella. Un segundo más tarde, su boca le rodeaba el clítoris en un ardiente beso. Al acariciarla con la lengua, ella gritó, no pudiendo resistir en silencio los espasmos que la recorrieron.

Él se echó hacia atrás, lamiéndose los labios.

—Un día, pronto, te abriré las piernas en mi cama y me daré un banquete que durará horas, sólo para oír los sonidos que haces cuando te doy placer.

Sus palabras formaron unas imágenes en la mente de Eliza que la hicieron humedecerse aún más.

Con un gruñido de aprobación, Jasper volvió a inclinarse hacia ella, manteniéndola agarrada por las nalgas. El control que había demostrado tener hasta ese momento desapareció de golpe, transformándose en un asalto voraz de labios y lengua, que destrozó cualquier pensamiento racional.

Eliza se sujetó de su cabeza y balanceó las caderas, convertida en un ser irracional gracias a la pasión. Su reflejo era el de una mujer agresiva y lujuriosa, con la pantorrilla apoyada en la espalda de su amante, animándolo a seguir. Tenía la cara sofocada, la boca entreabierta, los ojos vidriosos y el pelo alborotado. Nadie que la viera tendría la menor duda sobre lo que había estado haciendo. Nunca se habría imaginado que pudiese tener un aspecto tan sensual.

Parecía una mujer capaz de esclavizar sexualmente a un hombre como Jasper Bond.

Él la levantó un poco más, sin esfuerzo aparente, obligándola a sostenerse de puntillas. Cuando la penetró con la lengua, ella gimió, sintiendo un hormigueo en todas las terminaciones nerviosas. Penetrándola con fuerza y rapidez, la lengua de Jasper separó las barreras de los tejidos y bebió el flujo aterciopelado que dio la bienvenida a su nueva invasión.

El espejo no dejaba de reflejar sus frenéticas convulsiones. Se apretaba contra la boca de él buscando desesperadamente el alivio del orgasmo. Jasper retiró la lengua de su interior y le atrapó el clítoris en un beso caliente y húmedo. Gracias a la succión y a su habilidad, Eliza alcanzó un orgasmo tan intenso que por unos momentos lo vio todo negro. En medio de violentas sacudidas, se desplomó sobre Jasper, tratando de liberarse de su boca, pero sin poder huir de su asalto. Cuando el éxtasis disminuyó de intensidad, él succionó con fuerza una vez más, lanzándola de cabeza a una furiosa réplica.

Eliza le clavó las uñas en los hombros. Tenía los ojos cegados por las lágrimas y el sudor que brotaba de su piel ardiente creaba una especie de bruma a su alrededor. Cuando empezó a desplomarse hacia un lado, Jasper salió de debajo de su pierna y se dejó caer en el suelo, arrastrándola en la caída para que quedara tumbada sobre él.

Eliza se le abrazó sin fuerzas, murmurando su nombre.

—Tranquila —la calmó Jasper, acariciándole la espalda temblorosa—. Te tengo.

Y era cierto.

Tumbado en el suelo, Jasper contemplaba los murales de ramas de olivo entrelazadas que rodeaban los tres enormes candelabros de la sala de baile de Melville House. Sabía que el tiempo pasaba mientras permanecía sin hacer nada sobre el duro mármol, con Eliza tumbada exhausta sobre él. Sin embargo, era incapaz de preocuparse ni por el paso de las horas ni por la incomodidad de la postura.

No había otro lugar en el mundo donde hubiera preferido estar en ese momento. Bueno, no le haría ascos a una cama.

—¿Jasper?

Eliza, que generalmente hablaba con frases cortas y directas, estaba ronca por la pasión y había pronunciado su nombre arrastrando las letras. Eso a él le gustó tanto que le dio un beso en la frente.

—¿Sí? —dijo, acariciándole el alborotado cabello.

Ella levantó la cabeza para mirarlo.

—¿Cómo puedes hacer que una simple sílaba suene tan engreída?

—¿Y por qué no iba a hacerlo? Acabas de derretirte en mi boca.

Entornando los ojos, ella se sentó sobre los talones y apoyó las manos en las rodillas. Su expresiva cara adoptó un aire calculador. Cuando el examen visual alcanzó la zona de las ingles, la erección de Jasper pareció volver a la vida con fuerzas renovadas. Contuvo el aliento, preguntándose hasta dónde sería capaz de llegar su atrevida Eliza.

—No puedo dejarte marchar con eso —manifestó.

Jasper sonrió, mientras su adoración por aquella mujer se multiplicaba.

—Oh, pero me temo que va pegado a mí. Por suerte, pronto estaremos casados y tendrás más fácil acceso.

Eliza le dio un empujón en el hombro.

—No me refería a tu pene, tonto, me refería a tu erección.

—Ah… pero es que cada vez que me despido de ti, me voy con una.

Los ojos azules de ella se abrieron como platos.

—No puede ser.

—Lo es. No tan grandes como ésta, pero en mayor o menor grado, siempre está ahí.

Eliza ponderó la información atentamente.

—¿Es algo habitual en ti?

—Sólo desde que te conocí. Antes saciaba mis necesidades con un par de visitas a la semana al local de Remington —respondió él, acariciándole un mechón de pelo rojo y recordando el aspecto de su gloriosa melena extendida sobre su almohada.

—¿Cortesanas? —Una de las manos de ella se posó en su vientre—. ¿Ninguna mujer especial? ¿Ninguna a la que desearas volver a ver?

—Bueno, con algunas estaba más cómodo que con otras. Prefería a las que se saltaban la conversación e iban directas al grano. Pero de ahí a hablar de relación o afecto… No. Ninguna.

—Sexo sin afecto… Suena muy solitario.

—No sé lo que es la soledad.

Jasper se removió incómodo, pero respondió a sus preguntas con sinceridad, a pesar de que no estaba acostumbrado a hablar sobre sus sentimientos.

Cuanto más hablaba, más segura parecía Eliza. Sólo por eso ya merecía la pena.

—Tengo unos objetivos que cumplir y mucho trabajo que hacer. No tengo tiempo para pasarlo deseando cosas que no tengo. Tú eres la excepción.

—Nunca entenderé por qué te gusto tanto. —Cuando ella sonrió, el hoyuelo que Jasper había visto el día que la conoció lo saludó—. Pero no pienso quejarme.

Cautivado por su hoyuelo, le cogió la mano y tiró de ella.

—Bésame.

—Te gusta mucho besar. No me estoy quejando, no me malinterpretes. Además, se te da muy bien.

—Nunca he sido demasiado aficionado a los besos antes de conocerte, pero ahora no puedo parar. A veces, la tentación es tan fuerte que lo paso mal para reprimirme.

—¿De verdad? —Eliza volvió a abrir mucho los ojos—. Pues no entiendo tu indiferencia. Yo adoro tus labios. Y tus besos.

—Nunca me había planteado que mi boca pudiera tener atractivo erótico. Otras partes de mi anatomía solían atraer más la atención.

—¿Puedo besarte en otras partes? —preguntó ella, ruborizándose—. ¿Tal vez aquí?

Su mano descendió y lo acarició por encima de los pantalones.

—¡Joder! —exclamó él, sorprendido por la intensidad de su reacción ante la atrevida e inesperada caricia.

—¿Me he pasado de la raya? —susurró ella, retirando la mano.

—No.

Jasper se la cogió y volvió a colocársela donde la había tenido, reprendiéndose mentalmente por alarmarla. No quería cohibirla. Deseaba que lo tocara. Lo deseaba muchísimo. El grado de confianza que Eliza demostraba tenerle —desde hablar con franqueza a cumplir todos sus caprichos sexuales— lo maravillaba.

—Haz lo que quieras conmigo. Te lo ruego.

Ella le recorrió el cuerpo de arriba abajo, acariciándolo con la mirada. Jasper sintió la intensidad de esa mirada como si fuera una caricia tangible.

—Enséñame a complacerte. Muéstrame cómo ser la única mujer que necesites o desees.

Jasper se abrió los pantalones de un estirón y se los bajó junto con los calzoncillos. Su pene se liberó de un salto y se quedó levantado hacia su ombligo, en un despliegue de arrogancia masculina.

—Santo Dios —susurró Eliza—. Todas las partes de tu cuerpo son espléndidas.

Su tono de voz maravillado le hizo sentir un gran alivio, seguido de un deseo irresistible. No perdió detalle mientras ella alargaba la mano y le rodeaba el ardiente miembro ardiente con sus dedos, delgados y blancos y tan suaves que le parecieron de seda.

Jasper echó el cuello hacia atrás y apretó los dientes para no perder el control. Si se ocupara él mismo del asunto, en un momento habría acabado. Desde que la había visto a ella presa del desenfreno hacía unos pocos minutos, estaba a punto de estallar.

Seguía teniendo su aroma pegado a los labios. Cada vez que respiraba lo aspiraba, manteniendo su lujuria en niveles desconocidos por él hasta entonces.

Los dedos de Eliza se deslizaron delicadamente por su miembro, arriba y abajo, explorando. Jasper soltó el aire bruscamente. Tenía los testículos tan prietos que, al no encontrar salida, el semen se le derramó soltando una gota en la punta del pene.

Ella la tocó con la punta del dedo y se la llevó a la boca.

—Tal vez no te guste —le advirtió él—. A algunas mujeres no les gusta.

Eliza alzó una ceja, desafiante, y se metió la punta del dedo en la boca. Cuando hizo un ruidito de aprobación, Jasper perdió el control.

—Tómame en tu boca —le ordenó con brusquedad—. Rodea la punta con los labios.

Ella hizo lo que le pedía sin dudarlo. La melena, casi suelta del todo, le caía sobre los hombros, arremolinándose sobre el estómago de él. Con una mano, Jasper le apartó el pelo que le dificultaba la visión. No quería perderse detalle.

Vio cómo ella inclinaba la cabeza, abría la boca y hacía desaparecer su pene en su interior. Cuando apretó los labios sobre la mullida cabeza, él gruñó y respiró entrecortadamente. El calor de su boca y la suave succión eran una tortura.

—Muy bien —jadeó—. Un poco más.

Los labios de Eliza se deslizaron un poco más abajo, haciendo penetrar la punta del pene más profundamente en el estrecho canal de su boca.

—Chupa. Ah… sí, así. —Tenía la frente y el labio superior cubiertos de sudor—. Dios, tu lengua…

Ella gimió y él notó un temblor recorrerle la verga.

Cualquier rastro de preocupación por si a Eliza no le gustaba lo que estaba haciendo se desvaneció al oírla. Deslizó la mano y le sujetó los testículos, mientras con la lengua le acariciaba la parte inferior del miembro.

Empezó a subir y bajar rítmicamente la cabeza mientras succionaba con tanta fuerza que Jasper podía oírla. El sonido resonó en la gran sala de baile hasta que él lo notó vibrando en su interior.

Eliza parecía tan frenética ahora como cuando estaba a punto de alcanzar su propio éxtasis. Le estaba comiendo la polla como si estuviera muerta de hambre. Hambre de él. Ver su entusiasmo, sentirlo en sus manos y su boca, oírlo en los sonidos que hacía… El resultado era tan erótico que no podía resistir más.

—Me pones duro como una piedra —gruñó—. Déjame acabar a mí.

Como respuesta, ella lo tomó aún más profundamente en su boca. Haciendo palanca con la lengua, clavándolo a su paladar, manteniéndolo aprisionado mientras succionaba con tanta fuerza que a Jasper le temblaron los muslos.

—¡Dios! —exclamó, levantando las caderas del suelo.

Le pareció que el primer chorro de semen que brotaba le salía directamente de la columna vertebral.

Eliza tragó y con la mano bombeó lo que quedaba, tragándose hasta la última gota. Gruñendo y sudando, él echó la cabeza hacia atrás y le folló la boca, corriéndose en un orgasmo tan intenso que resultaba doloroso. Parecía que las oleadas no iban a terminar nunca.

A ella no parecía importarle. Al revés, lo animaba con sus gemidos apagados.

Jasper se derrumbó con los brazos abiertos a los lados. Los músculos se le contraían desde los hombros a las pantorrillas sin poderlos controlar, mientras sus pulmones luchaban por respirar entrecortadamente.

Aunque su pene, exhausto, empezaba a disminuir de tamaño, Eliza seguía ocupándose de él. Trató de introducirle la lengua en el pequeño orificio de la punta, tragando la última gota de semen que le quedaba.

Jasper cerró los ojos, sintiéndose embriagado y saciado como nunca antes.

—Ven aquí —murmuró. Necesitaba abrazarla.

Cuando ella se acurrucó a su lado en el mármol, enredando las piernas con las suyas, Jasper no reconoció la emoción que lo había embargado.

Horas más tarde comprendió que podía tratarse de felicidad.

—Buenos días, señorita Martin.

Eliza agradeció la distracción que suponía la visita de su hombre de confianza poco después de las once de la mañana, dos días más tarde.

Jasper había enviado una nota, excusándose por no poder acudir a su reunión matutina. Pero aparte de la disculpa, la nota no daba ninguna explicación. La última vez que habían hablado había sido durante su clase en la sala de baile, la mañana anterior; una sala que Eliza ya nunca más vería con los mismos ojos.

—Buenos días, señor Reynolds —respondió ella con energía, cerrando el libro de contabilidad y sonriendo.

Al ver que él se la quedaba mirando sorprendido, se dio cuenta de lo poco que le costaba sonreír últimamente.

Aclarándose la garganta, el hombre se sentó.

Eliza se fijó, complacida, en que se había cambiado el maletín. A diferencia del anterior, éste era de suave piel color borgoña, con adornos dorados.

Era un buen empleado, que trabajaba mucho y bien, y ella le pagaba como se merecía. Le gustó ver que se daba algún capricho.

—Creo que debo darle la enhorabuena —empezó diciendo él.

—Así es, gracias. —Eliza juntó las manos sobre la mesa—. ¿Cómo está la señora Reynolds?

—Muy bien.

El hombre le contó una historia sobre las actividades sociales de su esposa y ella trató de parecer interesada, pero se sintió muy aliviada cuando él pasó a ocuparse de otros asuntos.

—He recibido carta de mi hermano.

—¿Ah, sí?

A Eliza se le encogió el estómago. Jasper había aceptado ser más abierto respecto a su pasado, lo que la había puesto en una situación incómoda. Cada vez se arrepentía más de haber enviado a Tobias Reynolds a Irlanda. Aunque lo había contratado antes de que su relación se volviera íntima, no podía negarse que estaba actuando a espaldas del hombre que iba a ser su marido, investigando su pasado sin que él lo supiera.

Reynolds se echó hacia atrás en la silla.

—Llegó bien a Irlanda y ha empezado a investigar.

Eliza se recordó a sí misma que seguir su instinto no era ningún error.

—Me gustaría que volviera. Ya tengo toda la información que necesito.

—Si está segura…

—Lo estoy. Le pagaré la tarifa que habíamos acordado, que no se preocupe.

—No lo he dudado ni por un momento. —El hombre agarró los brazos de la butaca con fuerza y los volvió a soltar—. ¿Puedo hablarle con franqueza, señorita Martin?

—Siempre —lo animó ella—. Valoro la sinceridad por encima de todo lo demás. Creo que ya debería saberlo a estas alturas.

—Lo sé. Sin embargo… —Reynolds respiró hondo y luego soltó lo que quería decir apresuradamente—: ¿He fallado en mis obligaciones de alguna manera? ¿Le he dado motivos para desconfiar de mí?

—No. —Eliza se enderezó en la silla, alarmada—. ¿Qué lo lleva a pensar eso?

—Siempre me había pedido que investigara a sus pretendientes. Me ha extrañado enterarme de que se había prometido a un hombre al que yo no había investigado. Sé que es amigo de lord Melville, pero también es un posible inversor y ni siquiera me ha pedido que compruebe su solvencia.

Ella se quedó impresionada.

—Su meticulosidad es encomiable, señor Reynolds.

—Me alivia que lo crea así —contestó él, echándose hacia delante—. Sólo he dispuesto de unas horas para investigar, pero admito que lo poco que he averiguado me ha inquietado bastante.

—¿Inquietado?

Al parecer, Terrance Reynolds no era el único individuo curioso y con iniciativa en la ciudad de Londres. ¿Qué le habrían contado? ¿Y quién habría sido?

—El caballero vive en una zona de la ciudad poco recomendable y en su casa entran y salen individuos de mal aspecto a todas horas. Aún no estoy seguro, pero sospecho que tiene algún tipo de negocio en su domicilio. Creo que no le falta lo necesario para vivir cómodamente, pero no está a su nivel, señorita Martin.

—Hay muy pocos hombres que lo estén. Sin embargo, el conde de Westfield parece ser buen amigo suyo.

—Eso es cierto —admitió Reynolds—. Reconozco que, a estas alturas, su prometido es un auténtico enigma para mí.

Conmovida por su interés, Eliza pensó que lo mejor sería pagarle su sinceridad con la misma moneda, para que dejara de sufrir por ella.

—El señor Bond es detective.

—¡Detective! —Por unos instantes, lo único que Reynolds pudo hacer fue parpadear. Finalmente, dijo—: No es demasiado conocido en el gremio.

—No, por supuesto que no. No habría podido haberse hecho pasar por mi pretendiente si hubiera sido un detective conocido. Me lo recomendaron.

—¿Se lo recomendaron? No lo entiendo. ¿Para qué?

—¿Se acuerda de cuando la señora Peachtree tuvo problemas económicos, hace unos meses? —Eliza se refería a la arrendataria de uno de sus locales, que sospechaba que uno de los empleados le robaba de la caja—. Le aconsejaron que contratara a un agente de Bow Street. Cuando tuve problemas, fui a verla y le pedí el nombre del agente. Pero el señor Bell no fue capaz de ayudarme. Él me recomendó a Thomas Lynd quien, a su vez, me sugirió que el señor Bond sería más adecuado para el caso.

—Santo cielo. —Reynolds se ruborizó—. Ha hecho tantas cosas sin contar conmigo que no puedo evitar sentirme… superfluo.

—Al contrario. Es usted un extraordinario apoyo para mí y valoro mucho su trabajo. No quería ponerlo en peligro. ¿Sabe?, últimamente he estado sufriendo algunos accidentes un tanto… sospechosos.

—¿Accidentes? —Reynolds palideció—. Pe… pero ¿qué?, ¿por qué? ¡Maldita sea! ¿Quién querría hacerle daño?

—Precisamente para eso contraté al señor Bond.

—Ojalá me lo hubiera contado antes. Tobias y yo podríamos haberle buscado un buen detective. Podría haberse evitado la molestia de tener que fingir un compromiso con el señor Bond.

—No, el compromiso no es fingido. —Eliza lamentó ver la sombra de la confusión en el rostro del hombre—. Mi relación con el señor Bond tiene dos caras.

Reynolds empezó a removerse en el asiento, claramente incómodo.

—Si tiene algo que decir, dígalo sin temor, señor Reynolds —lo animó ella—. Respeto sus opiniones y puntos de vista en todo lo que haga referencia a mis negocios.

Él volvió a aclararse la garganta.

—Lo que me ha contado… la serie de acontecimientos que la han llevado a contratar al señor Bond… me resultan sospechosos. Todo empieza con unos accidentes que la hacen temer por su seguridad. Luego contrata a un detective y ese detective la corteja y logra que usted acepte ser su esposa a pesar de no ser un candidato adecuado. No puedo evitar preguntarme si el resultado y la causa de los accidentes no estarán más ligados de lo que parece a simple vista.

—¿Se está preguntando si tal vez el señor Bond es al mismo tiempo el causante y la solución de mis problemas? No, por favor, no se avergüence. Me parece una hipótesis fascinante. Yo debería ser quien se avergonzara por no habérmelo planteado antes. —Echándose hacia atrás en la silla, le dio un par de vueltas al tema—. Si el señor Bond ha sido capaz de idear un plan tan complejo, sin duda es más inteligente de lo que pensaba, y nunca me ha parecido tonto. Sin embargo, teniendo en cuenta mi conocida aversión por el matrimonio, me cuesta entender cómo alguien pudo llegar a la conclusión de que ese plan tendría éxito.

—Su situación social y financiera es muy apetecible. Entiendo que muchos crean que merece la pena intentarlo. El señor Bond no tenía nada que perder. A las malas, lo contratarían para resolver el caso. Al haberlo ideado él, se aseguraría de que se resolviera cuando quisiera, cobrando por ello.

Eliza sonrió.

—Me alegra comprobar que mi hombre de confianza es tan imaginativo.

Reynolds se ruborizó ligeramente.

—Siempre ha sido usted tan prudente, sobre todo en lo que a sus pretendientes se refiere. Le ruego que me permita seguir investigando al caballero. No le cobraré nada. Es por mi propia paz de espíritu.

—No me parece necesario, señor Reynolds. La confianza es tan importante como la honestidad y yo he depositado la mía en el señor Bond. Sin reservas. No me gustaría erosionar los cimientos de esa confianza con sospechas innecesarias.

—Como quiera —asintió él.

—Gracias, señor Reynolds. Sin embargo, hay algo sobre lo que sí le agradecería que se informara. El conde de Montague está creando un grupo de inversores. Me gustaría saber qué se dice por ahí del proyecto y qué viabilidad cree que puede tener.

—¿Está interesada en invertir?

—Por el momento no. Pero lord Montague le ofreció participar al señor Bond y me gustaría saber si se trata de una inversión sólida.

Sacando su informe semanal de la cartera, Reynolds se puso en pie.

—Empezaré inmediatamente.

Eliza cogió los papeles con una leve inclinación de cabeza.

—Que Dios lo acompañe, señor Reynolds.

Él hizo una reverencia de despedida.

—Y a usted también, señorita Martin.

Durante la hora siguiente, Eliza trabajó incansablemente, confeccionando una lista de prendas de ropa de vestir y del hogar que iba a necesitar para el ajuar. Que deseara renovar totalmente su vestuario, cambiando sus vestidos de colores apagados por otros de tonos más vivos y cortes más atrevidos, no era más que otra prueba de lo mucho que la había cambiado su relación con Jasper. Y trataba su cambio de actitud con la importancia debida.

Tras reflexionar sobre el tema, llegó a la conclusión de que él no era el único responsable de que hubiera abandonado actitudes y creencias muy arraigadas en ella. Había sido su decisión de confiar en Jasper lo que había obrado el cambio principal.

Eliza había sido testigo de los fracasos amorosos de su madre, que se sumía en una profunda melancolía cada vez que una relación acababa. No sabía qué era lo que Georgina había buscado en sus parejas, pero era evidente que no lo había encontrado. Y ella empezaba a sospechar que la culpable había sido la falta de confianza.

Durante todo este tiempo, Eliza había pensado que si se mantenía alejada de cualquier romance estaría a salvo. Pero en realidad la respuesta era mucho más sencilla: sólo tenía que encontrar un compañero en el que poder confiar. Y ahora que lo había hecho, el camino a seguir era reforzar su vínculo gracias a la sinceridad y la transparencia.

Alguien llamó a la puerta abierta del estudio, lo que le hizo levantar la cabeza de los papeles. Era Robbins, que le llevaba el correo.

—Disculpe, señorita. —El mayordomo entró y dejó la bandeja con la correspondencia sobre el escritorio—. ¿Tomará el té aquí o con el señor conde?

—Con mi tío, gracias.

Eliza se quedó mirando el montón de cartas, mucho más abundante de lo habitual. Las examinó, separando su correo personal del de lord Melville. Casi todas las cartas dirigidas a ella eran invitaciones a distintos actos sociales. Nunca había recibido tantas.

Confusa por la exagerada atención que recibía, cogió las cartas de su tío y se levantó. Miró primero en el despacho de Melville, pero al ver que estaba vacío, fue al invernadero.

Lo encontró allí, regando las plantas con las que experimentaba. El sol de la tarde entraba por los numerosos ventanales, calentando el aire y creando una densa humedad.

—Buenas tardes, milord —lo saludó al entrar.

Melville le ofreció la mejilla y ella lo besó.

—Eliza —dijo el conde sin más preámbulos—, ¿te acuerdas de los injertos que te enseñé? ¡Mira cómo han crecido!

Ella echó un vistazo a las dos plantas que crecían juntas, unidas por el tallo, y pensó en su relación con Jasper.

—Es precioso. Entiendo que estés tan contento.

—Y estas plantas suelen vivir en climas tropicales, así que estoy doblemente orgulloso por el éxito —dijo su tío radiante, pero al ver el montón de correspondencia que ella le llevaba le cambió la cara.

Con un suspiro, alargó la mano.

Eliza le dio las cartas.

—¿Has hecho algún avance con las que te di el último día?

La mueca de su tío le dio la respuesta que necesitaba.

—¿Nunca echas de menos la compañía de otras personas? —le preguntó ella, negando con la cabeza.

—Aquí tengo todo lo que necesito —respondió el hombre, dejando las misivas sobre una mesa manchada de tierra.

—Pero puede que haya gente que te necesite a ti. No dejan de demostrarte su simpatía, a pesar de que nunca respondes a sus cartas.

Le preocupaba el bienestar del anciano. ¿Qué pasaría cuando dejara de vivir bajo su techo? Ella era su conexión principal con el mundo exterior. ¿Perdería completamente el contacto con la sociedad? ¿Se enteraría de las cosas únicamente por la prensa? No le gustaba nada la idea.

Él había vuelto a regar las plantas.

—¿Y tú? Hasta hace poco una vida solitaria te parecía muy apetecible. Me decías que tenías bastante con los paseos, las novelas y los libros de contabilidad.

—Te tenía a ti.

—¿Hasta cuándo? Un día partiré en busca de mi recompensa eterna.

Eliza dibujó formas en la tierra con el dedo.

—Aún falta mucho para eso.

El conde la miró, pero por suerte cambió de tema.

—De todos modos, no me estoy quejando. Al contrario. Me alegro mucho de que hayas dejado de vivir a la sombra de tu madre. Mi viejo corazón se alegra al ver que has encontrado a alguien con quien compartir tu vida.

—¿Crees que he dejado de vivir a la sombra de mi madre? Cada vez me parezco más a ella y he elegido a un hombre muy parecido a mi padre. Tal vez lo que he hecho ha sido ponerme su sombra encima, como si fuera una capa.

—Has heredado su belleza —dijo Melville—. Pero tienes una firmeza de carácter que a Georgina le faltaba. Vas por la vida pisando fuerte. Ella en cambio tropezaba a menudo.

—¿Quieres decir que era una irresponsable?

—Quiero decir que era inestable. Era incapaz de mantener un rumbo fijo durante mucho tiempo. Iba dando bandazos de un lado a otro. —De una sacudida, hizo saltar un bicho de una hoja—. Si me aficioné a la horticultura fue precisamente gracias a ella. Quería encontrar un remedio para sus bruscos cambios de humor mezclando varias hierbas.

Eliza recordaba esos cambios de humor a la perfección. Una semana su madre estaba exultante de felicidad y a la semana siguiente era incapaz de levantarse de la cama.

—¿Crees que se trataba de una dolencia física? Siempre pensé que se debía a su carácter.

—Procuré no cerrarme a ninguna posibilidad. Habría hecho cualquier cosa para asegurar su felicidad, igual que lo haría por ti.

—El señor Bond me hace feliz. En estos momentos, mi única preocupación eres tú.

Él le dio unas palmaditas en la mano.

—Si tú estás bien, yo estaré bien.

Eliza puso la mano sobre la de su tío y se la apretó cariñosamente.

—¿Vamos a tu estudio a tomar el té?

—¿Ya es la hora del té?

El estómago del hombre protestó de hambre en ese momento. Dejando la regadera en la mesa, se sacudió la tierra de las manos y le ofreció el brazo a su sobrina.

—No te dejes las cartas.

Melville gruñó, pero recogió la correspondencia.

—No cabe duda de que eres hija de tu madre. Eres tan tozuda como ella.

Recorrieron la distancia que los separaba del estudio en un cómodo silencio. Al entrar en aquella habitación, Eliza se fijó en los detalles del lugar donde su tío pasaba tantas horas, muy consciente de que iba a echar de menos los ratos que pasaban juntos.

A pesar de sus defectos y de su curiosa idiosincrasia, ella lo quería mucho. Se preguntó cuánto tiempo podría pasar con él cuando estuviera casada con Jasper. Cuando su tío se retirara a su casa en el campo al finalizar la temporada social, ¿pasaría meses sin ver a nadie? Suponía que Jasper estaría todo el año en Londres, por su actividad profesional.

El conde dejó la nueva correspondencia sobre un montón de cartas que se aguantaba en precario equilibrio en la cesta que tenía junto a la puerta. Incapaz de aguantar el peso adicional, la pila se desplomó y docenas de cartas fueron a parar al suelo.

—¡Oh, qué molesto! —murmuró Melville, agachándose para recogerlas.

Eliza se agachó también para ayudarlo.

—Qué curioso —oyó que comentaba su tío.

—¿El qué?

—Este sello.

Ella miró el sello de cera negra que le mostraba.

—Parece una espada sobre… algo.

—Un reloj de arena —dijo Melville.

—Interesante. ¿A quién pertenecerá?

—No tengo ni idea. Pero mira, aquí hay otra. —Y cogió otra carta que había ido a parar a sus pies.

Efectivamente, el sello era el mismo. Dejando caer las demás cartas, la abrió. Mientras leía, frunció el ceño. Al acabar de leer, palideció.

—¿Qué pasa? ¿De qué se trata? —preguntó Eliza, alarmada.

—Es una amenaza —respondió él, alargándole la carta—. Contra ti.