3

Eliza estaba elaborando la lista de propiedades que Jasper le había pedido cuando el mayordomo le anunció la visita de su hombre de confianza. Levantó la vista hacia él. Iba vestido con ropa sobria y oscura, pero su mirada era amable. Le hizo un gesto para que se sentara.

—Buenos días, señor Reynolds.

—Una mañana excelente, señorita Martin. —Terrance Reynolds se sentó y dejó el maletín a sus pies.

Eliza negó con la cabeza en dirección al mayordomo, que estaba esperando por si le encargaba que subiera té. Aunque sabía que por cortesía debería ofrecérselo al recién llegado, lo cierto era que no tenía mucho que decirle y odiaba pensar en el silencio incómodo que se produciría mientras esperaban a que llegara la bandeja. Algunas mujeres tenían una facilidad natural para llenar el tiempo con conversaciones agradables pero intrascendentes. Por desgracia, Eliza no era una de ellas.

—Le gustará saber —dijo Reynolds— que he encontrado a alguien interesado en alquilar la tienda libre de Peony Way. Es una vendedora de jabones, velas y cosas por el estilo.

—Excelente. Es usted muy eficiente, señor Reynolds.

—Gracias.

Dejó la pluma a un lado, pensando en que, pese a todo, se sentía mucho más cómoda hablando con el señor Reynolds que con el señor Bond… Jasper. Aunque eso no quería decir que prefiriera su compañía, lo que no tenía sentido, puesto que siempre le habían gustado las cosas fáciles y tranquilas. La vida de su madre había sido un desfile continuo de crisis, estallidos de felicidad, discusiones y desesperación. Eliza había acabado tan harta del constante drama existencial de Georgina Tremaine Martin Chilcott que había decidido basar su propia vida en la moderación. Prefería las cenas reducidas a los lujosos bailes y quedarse leyendo en su habitación a asistir a veladas literarias.

Pero no había nada relajado en Jasper Bond y la intrigaba mucho notar que echaba de menos las intensas sensaciones que experimentaba en su presencia.

Levantó la vista hacia el hombre sentado al otro lado de la mesa.

—La semana pasada mencionó que su hermano se había quedado sin trabajo. ¿Sigue buscando?

Los hombres de la familia Reynolds trabajaban todos como hombres de confianza, haciendo recados o llevando libros de contabilidad. En una ocasión le habían presentado a Tobias Reynolds, el hermano de Terrance, que tenía su mismo pelo rubio y sus mismos ojos color verde oscuro. Desde entonces, se obligaba a preguntar por él de vez en cuando en un intento de ser más sociable, algo que le parecía necesario, pero muy difícil de llevar a cabo. Por eso se había enterado de la muerte del patrono de Tobias.

—Ha estado ayudando a mi padre y a mi otro hermano, pero sí, sigue sin trabajo fijo.

—Me gustaría contratarlo, si le va bien. Tendría que salir de viaje inmediatamente, pero le pagaré con generosidad para compensar las molestias.

Reynolds frunció el ceño.

—¿Adónde tendría que ir?

—Al condado de Wexford. Me gustaría averiguar cosas sobre una persona de la zona. Relaciones familiares, estatus, circunstancias… ese tipo de cosas. —Eliza ignoró la incomodidad que la asaltó. Jasper le había dicho que su pasado no tenía importancia, y no era el tipo de hombre al que apeteciera hacer enfadar. Sin embargo, iba a tener que mentir sobre él, y eso le daba derecho a averiguar dónde se estaba metiendo—. Tendrá que ser muy discreto. No quiero que lord Gresham se entere de mi interés por él. Y es urgente. Si vuelve pronto, le recompensaré.

—¿Quiere que me ocupe del tema personalmente?

—No, a usted le necesito aquí. Adelantaremos la visita mensual a mis propiedades. La haremos pasado mañana.

—Como desee, señorita Martin. Hablaré con mi hermano en cuanto me marche de aquí.

—Pregúntele, por favor, qué dinero va a necesitar para gastos y me aseguraré de tenerlo disponible antes de que salga de viaje.

—Por supuesto.

Él se guardó mucho de preguntarle la causa de su interés. Precisamente por eso trabajaban tan bien juntos. A Eliza no le gustaba dar explicaciones de sus actos a nadie.

—Eso será todo, señor Reynolds —se despidió ella, con una leve sonrisa—. Agradezco sus servicios, como siempre.

Cuando se hubo marchado, miró la hora en el reloj de sobremesa. Arrugó la nariz. La mañana se le había pasado volando y la tarde iba por el mismo camino. Pronto empezarían a llegar las visitas y tendría que mantener conversaciones tan banales que se olvidaría de ellas en cuanto sus invitados salieran por la puerta.

Qué lástima que Jasper no estuviera allí. Con él presente todo sería mucho más interesante. Qué curioso. En las reuniones solían jugar a las cartas, tocar el piano, cantar o jugar al ajedrez. Pero de pronto todas esas distracciones le parecieron aburridas comparadas con pasar el rato con un hombre que se ganaba la vida con la fuerza bruta.

Algunos días Eliza disfrutaba paseando por Hyde Park, a pesar de que los coches de caballos iban a paso de tortuga y debía devolver tantas sonrisas que acababan doliéndole las mejillas. Ése era uno de esos días. La brisa era suave y el sol calentaba sin quemar. Además, al tener que responder a las preguntas de su acompañante, se libraba de pensar en Jasper constantemente.

—Parece que hoy disfruta del paseo, señorita Martin —le dijo el conde de Montague, sentado a su lado.

El conde se había presentado para su paseo acordado en un carruaje nuevo y de aspecto caro. Cuando empezó a cortejarla, Eliza se preguntó por qué una persona de su aspecto y posición social se habría fijado en alguien como ella. Luego descubrió que su solvencia era una farsa mantenida a base de préstamos y suerte en las mesas de juego. Pero a poca gente le importaba cuál era su auténtica situación económica.

Ella lo miró entornando los ojos. La avergonzaba no ser capaz de moverse en sociedad con soltura o al menos sin que se notara su falta de ésta.

—¿Tan obvio es que no suelo hacerlo?

—No, no es que sea muy obvio —respondió él, manejando las riendas del carruaje con destreza para sortear el abundante tráfico de South Carriage Drive—, pero últimamente la he estado observando con atención y he llegado a la conclusión de que no disfruta demasiado de las actividades sociales.

—Por decirlo de alguna manera, sí, así es.

Montague sonrió, mostrando los dientes, muy blancos a pesar de la sombra que el sombrero proyectaba sobre ellos. De todos sus pretendientes, era el más atractivo. Tenía el cabello oscuro, tan espeso y brillante que acariciarlo debía de ser como tocar seda, y unos ojos muy expresivos. De un color muy parecido al de los ojos de Jasper, aunque su mirada no era tan reservada como la del investigador.

—Comprendo —siguió diciendo Montague— que las mujeres pierden libertad al casarse.

—Algo muy humillante.

—Sí, lo entiendo. De hecho, tengo la sensación de que a usted la gente en general le resulta de lo más desconcertante.

Eliza alzó las cejas.

—¿Lo ha notado?

—Sí. Aunque he tardado un poco, me he dado cuenta de que no la he estado cortejando correctamente. Casi todas las mujeres quieren que les regalen flores u otros detalles como muestras de afecto. En general, necesitan que les presten mucha atención.

—Las flores que me envía cada semana son preciosas —observó ella por educación, aunque cada vez que las recibía pensaba que era una lástima que unas criaturas vivas tan bonitas hubieran sido separadas de su fuente de alimentación.

—Me alegro de que le gusten. Pero creo que no las echaría de menos si dejara de enviárselas. No se sentiría herida ni atribuiría razones emocionales a mis actos.

Montague le sonrió y a Eliza le pareció distinguir un encanto en él que no había visto antes. Tras haber conocido a Jasper, ahora se fijaba más en todos los hombres. Quería creer que era para comprender por qué el investigador la afectaba tanto.

—Soy una inepta interpretando esas cosas —admitió, ajustando el ángulo del parasol para protegerse mejor del sol. Si le diera directamente, le saldrían más pecas.

—No, es usted una mujer razonable —replicó el conde—. Y ahí fue donde me equivoqué. Apelé a su naturaleza amable, cuando debí haber apelado a su intelecto. Pero no volveré a insultar su inteligencia. Necesito su fortuna, señorita Martin.

Intrigada, Eliza se volvió en el asiento para observarlo mejor.

—Un enfoque novedoso, sin duda. Y muy atrevido.

La sonrisa de Montague era triunfal.

—Pero le gusta. Por primera vez desde que nos conocemos tengo la sensación de haber atraído su atención.

Se interrumpió para saludar a lord y lady Grayson al cruzarse con ellos. Cuando volvió a mirar a Eliza, sus ojos brillaban de un modo distinto, un modo que le recordó el brillo que tenían los ojos de Jasper al mirarla. No tanto como para dejarla sin respiración, pero sí para que Eliza se diera cuenta de que el conde de pronto se sentía intrigado por ella.

—La mejor manera de acercarme a usted era tan evidente que me siento avergonzado de no haberme dado cuenta antes —reconoció él—. A usted la naturaleza de mis sentimientos no le importa tanto como lo que considera que podría perder. Para decirlo claramente, no he sabido mostrarle que yo sería una buena inversión.

Absolutamente cautivada por la conversación, Eliza deseó que no estuvieran en un lugar público para poder disfrutar de la sorpresa sin interrupciones.

—Siga, por favor.

—Lo primero y más importante, las tierras de los Montague son extensas. Bien llevadas, serían provechosas.

—¿Por qué no lo son ahora?

—Mi padre gastaba sin preocuparse de los libros de contabilidad, su administrador no era de fiar y su amante era avariciosa. Pero le aseguro que yo no soy mi padre.

—Tal vez no, pero es usted un jugador, milord. Hasta el momento ha tenido suerte —señaló el carruaje con un gesto de la mano—, pero la suerte es caprichosa. Además, con el tiempo también tendrá amantes. Tal vez se enamore de alguna que sea tan avariciosa como la de su padre. Y sé que no me haría ninguna gracia caer en la pobreza por culpa de sus deudas de juego o de la ambición de otra mujer que además estuviera disfrutando de la compañía de mi marido. Me gusta ser la única propietaria de las cosas que pago. No me gusta prestarlas.

—Ah —respondió él, mirándola con agrado—. ¿Sabe, señorita Martin? Cuanto más la conozco, más me gusta.

—Reconozco que hoy también yo estoy disfrutando de su compañía. Pero sintiéndolo mucho, milord, sigo sin querer casarme con usted.

—Tengo otras ventajas. —Aunque exteriormente no se notaba ningún cambio en él, Eliza notó una cierta vacilación, como si Montague se estuviera debatiendo entre contarle algo o no—. Aparte de las consideraciones financieras, hay otros ámbitos en los que un hombre y su esposa pueden llegar a un acuerdo. Puedo asegurarle que estar casada conmigo no le resultaría desagradable. No me gustan los conflictos. Me aseguraría de que en nuestro hogar reinara la armonía.

Por un momento, Eliza se quedó perpleja. ¿Llegar a un acuerdo? ¿A qué se referiría? Entonces se acordó de la conversación que había mantenido con Melville y Jasper sobre lo que las mujeres esperaban de los hombres. Y eso la llevó a pensar en qué desearía un noble de su esposa.

—¿Se refiere a la procreación, milord?

Él dio un respingo y fijó la vista al frente, sin saber cómo reaccionar. Pero al cabo de unos momentos se echó a reír a carcajadas con tantas ganas que todos los que estaban cerca se volvieron hacia ellos.

—No me extraña que se aburra con las conversaciones convencionales. Hablar con sinceridad de lo que a uno le pasa por la cabeza es mucho más divertido.

Eliza abrió la boca para replicar, pero la cerró cuando unos ojos de un tono azul que empezaba a resultarle muy familiar se clavaron en los suyos. Aunque el carruaje siguió su marcha lenta, ella no apartó la mirada de la de Jasper, que, montado en un corcel negro, la observaba con tanta fiereza desde un lateral de Rotten Row que sintió un hormigueo en el estómago.

La reacción de Eliza fue tan exagerada que incluso se preocupó. Se le humedecieron las palmas de las manos por el calor, aunque no tenía nada que ver con el tiempo. Fue como si hubiera visto a una pantera agazapada en la maleza, siguiendo a su presa con la mirada, lista para abalanzarse sobre ella en cualquier momento.

Sin darse cuenta, enderezó la espalda y se llevó la mano al sombrero de paja.

La presencia de Jasper era tan abrumadora que ni siquiera la luz matizada por las ramas del árbol que caía sobre él podía apagar su viveza. Se preguntó cuánto rato llevaría observándola. Habría jurado que no estaba allí tres segundos antes.

El conde habló, apartándola de sus pensamientos.

—¿Cómo dice? —preguntó, desviando la vista de Jasper.

—Cásese conmigo —repitió él—. Le daré cosas que todavía no sabe que quiere. La entiendo, señorita Martin. Somos muy distintos, pero eso es bueno. Una unión entre nosotros sería una ventaja para ambos.

—Tengo una idea mejor. Le buscaré una candidata más adecuada.

Montague sonrió.

—¿Quiere hacer de casamentera?

—En cierto modo. —Eliza era consciente de que los ojos de Jasper seguían clavados en ella.

—Señorita Martin, permítame ser franco en mis intenciones. He llegado a la conclusión de que usted es la persona perfecta para mí. Y no le resultará fácil quitarme de la cabeza la idea de que puedo ser el complemento perfecto en su vida.

—Como quiera —suspiró ella—, pero por favor, no se ponga muy pesado, lord Montague. Siempre me ha parecido uno de mis pretendientes más agradables. Me gustaría que las cosas siguieran así.

Él se echó a reír una vez más y la miró con ojos brillantes.

—Es usted una deliciosa sorpresa. Ojalá me hubiera dado cuenta antes.

Eliza miró por encima del hombro.

Jasper se había marchado, dejando tras de sí un vacío imposible de ignorar.

Cuando Jasper hizo salir a su caballo de South Carriage Drive y girar por Rotten Row, el empleado que lo acompañaba, encargado de la vigilancia de Eliza, giró con él.

—Ella no te quita ojo —comentó Aaron White, saludando discretamente a otro miembro del equipo de Jasper, también encargado de la vigilancia.

Jasper asintió con la cabeza. Había ido allí sin pensar. Hasta que no la vio, no se dio cuenta de la verdadera razón que lo había arrastrado hasta el parque. Había sido el deseo de ver su glorioso pelo a la luz del sol. Era absurdo. Ridículamente sentimental. No era propio de él. Ese día ya le había dedicado todo el tiempo que había decidido asignar a su caso. Tenía otros asuntos de los que ocuparse.

—No me extraña —añadió Aaron—. Te has asegurado de que te viera.

Bond podía atraer todas las miradas en una sala o pasar totalmente inadvertido sólo con un minúsculo cambio en su postura o actitud. Nadie se había fijado en él hasta que Montague dijo algo que atrajo la atención de Eliza por completo. En ese momento, Jasper atrapó la mirada de ella y no la soltó.

—Es mejor que nadie crea que se siente atraída por otro de sus pretendientes —se justificó—. Sería perjudicial para el plan y pondría en peligro su seguridad.

—Por supuesto —se burló Aaron, sujetando las riendas sueltas con una mano y con la otra encima del muslo—, no tiene nada que ver con que esa mujer te interese.

Aaron no era muy alto, pero sí fuerte. Un gran trabajador, con tres hijos que mantener. Ésa era la razón de que Jasper lo mantuviera alejado de las misiones peligrosas. Vigilar a Eliza era un encargo perfecto para él.

—Que sea una mujer atractiva hace que la misión sea más agradable. —Y eso era todo lo que Jasper estaba dispuesto a admitir.

Aaron miró a Montague.

—El conde parece estar de acuerdo contigo. Por lo que se ve, la señorita Martin le gusta de verdad.

Jasper apretó las riendas con la mano enguantada. La risa de Montague seguía resonando en sus oídos.

—Ella sería muy infeliz a su lado. El conde sólo se preocupa de sus intereses. Le estoy haciendo un favor a la señorita Martin.

—Es una manera muy curiosa de verlo. Me cuesta imaginarme que arruinar la reputación de una dama de la buena sociedad sea hacerle un gran favor —le reprochó Aaron, con una sonrisa irónica.

Jasper entendía las burlas. Todos sus hombres estaban al corriente de su regla que le impedía relacionarse con damas de alcurnia. Era una norma que ahora estaba decidido a romper.

—No voy a arruinar su reputación. Hace años que la señorita Martin decidió que no quería casarse. Me lo ha confirmado hace sólo unas horas.

—Ajá. ¿Y has decidido mostrarle las delicias de la carne para que no muera en la ignorancia? ¿Otro favor? Por Dios, Bond, qué generosidad. Eres un jodido santo.

Jasper lo fulminó con la mirada.

Aaron levantó las manos en señal de rendición.

—Por encima de todo, eres un gran hombre de negocios. Me pregunto por qué quedarte a un paso de conseguir el gran premio. Si planeas acostarte con la dama, ¿por qué no casarte con ella, ya puestos? Así añadirías su fortuna a las demás ventajas de vuestra asociación.

—Desear a una mujer y casarse con ella son cosas muy distintas. La señorita Martin también sería infeliz a mi lado. No tengo ni idea de cómo hacer feliz a una mujer fuera del dormitorio.

—No la dejes salir de la cama y problema resuelto.

—No me hace gracia.

—Sólo era una idea. —Aaron se echó a reír—. Y no muy brillante, por cierto. A mí me va mejor si las cosas siguen como hasta ahora. Si te convirtieras en millonario no trabajarías tanto y yo tendría menos oportunidades de ganarme un sueldo.

Jasper siguió a Eliza con la mirada hasta que el carruaje de Montague desapareció entre la multitud. «Ojos que no ven, corazón que no siente», pensó. O eso esperaba. Comprobó la hora en su reloj de bolsillo. Ella pronto volvería a casa para empezar a prepararse para las actividades sociales de la noche.

¿Qué aspecto tendría vestida de fiesta? No creía que fuera de las que se arreglaban demasiado. Algunas mujeres pasaban demasiado tiempo ocupándose de su aspecto, pero el atractivo de Eliza no era tan obvio. Si uno se fijaba, veía indicios de que era una mujer de naturaleza apasionada, pero eran tan sutiles que ni ella misma era consciente de ello. Era introvertida, curiosa, tranquila y muy inteligente.

Jasper, por el contrario, prefería un estilo de vida más frenético. Llenaba sus días con actividades desde el mismo momento de levantarse hasta que no se caía de sueño. De ese modo tenía menos tiempo para darle vueltas al tema que lo martirizaba como si fuera una piedra en el zapato.

Eliza lo ayudaba a distraerse, pero no podía permitirse ese tipo de distracción. Cuando no estaba a su lado, se obsesionaba tanto con ella que no podía pensar en nada más. Pero no podía permitirse apartarse de su objetivo, ahora que estaba tan cerca de conseguirlo.

Con un gruñido, se bajó el ala del sombrero para cubrirse los ojos. Odiaba darse cuenta de que había estado sumido en sus pensamientos en un lugar público. Y además por culpa de una solterona que lo consideraba demasiado guapo y demasiado peligroso.

—Dejo a la señorita Martin en tus manos —le dijo a Aaron.

—En ese caso podrías pasarte un rato por el club —le sugirió Aaron—. Una visita a la planta de arriba de Remington’s podría ayudarte a liberar tensiones.

Aaron no andaba descaminado. Normalmente, no habría rechazado la idea de buscar alivio carnal en las habitaciones de su club favorito.

Aunque la capacidad de observación de su empleado era una de las razones por las que lo había contratado, era un fastidio cuando la dirigía hacia su persona.

—Vigílala a ella, no a mí.

Se volvió en busca de otra figura familiar. Por suerte, no tuvo que buscar mucho.

El caballero que Jasper buscaba iba directamente hacia él, cruzándose con los numerosos jinetes y con una mano en el sombrero, en un saludo perpetuo. Gabriel Ashford, noveno conde de Westfield, era un canalla redomado. Su fortuna y posición social justificaban la cantidad de miradas femeninas dirigidas hacia él. Aunque su afición a todos los vicios conocidos era notoria, todavía no tenía signos de disipación que estropearan la belleza de unos rasgos que casi causaban desvanecimientos a su paso. Se veía elegante y en buena forma física y su sonrisa parecía sincera.

Al ver a Jasper, su expresión cambió ligeramente. La fachada tan bien construida tras la que se escondía se resquebrajó ligeramente, dejando al descubierto al hombre que había debajo. Un hombre bueno y amable en el que Jasper confiaba y al que consideraba su amigo.

—Buenas tardes, Bond.

Él se llevó dos dedos al sombrero.

—Milord.

—Te he visto observando a Montague —comentó Westfield, deteniéndose junto a su caballo—. ¿Te preocupa que cace a la señorita Martin y pague la deuda con su fortuna?

—De hecho, era la señorita Martin la que había captado mi atención.

—Ah, no tenía ni idea de que te gustaran las intelectuales que se hacen de rogar.

—Las clientas que pagan siempre me gustan.

—Qué interesante. —Westfield alzó las cejas—. ¿Por qué necesita tus servicios la señorita Martin?

Jasper espoleó a su caballo y el otro hombre lo siguió.

—¿Qué sabes de ella y de su familia? —preguntó Jasper.

—Los Tremaine son… excéntricos, lo que los convierte en víctimas perfectas de las lenguas maliciosas. Se dice que los hombres de la familia son tan brillantes que están al borde de la locura, y las mujeres se caracterizan por un color de pelo increíblemente hermoso. La señorita Martin parece haber heredado las dos características, además de una fortuna nada desdeñable. Respecto a sus padres, el señor Martin era un comerciante y lady Georgina era una mujer encantadora y vivaracha. Aunque la señorita Martin no parece estar tan interesada en los hombres como su madre, me pregunto si no será un tema de ignorancia por su parte. Sería interesante descubrir su potencial, ¿no crees?

—¿Estás diciendo que su madre se acostaba con todo el mundo?

—Lady Georgina era muy aficionada a la compañía masculina. ¿Si se los llevaba a todos a la cama? —Westfield se encogió de hombros—. No lo sé. Lo que sé es que se casó con Martin poco después de ser presentada en sociedad. Podía haber elegido a cualquier miembro de la nobleza, pero en cambio se casó con un plebeyo. ¿Por qué? La única explicación es que fuera un matrimonio por amor. Y si fue un matrimonio por amor, dudo que le fuera infiel a su marido.

—¿Qué sabes de él?

—Sé que su muerte pilló a muchos por sorpresa. Era un hombre fuerte y vigoroso. Tenía la constitución de alguien que trabaja con las manos, y no le costaba hacerlo siempre que se le presentaba la ocasión. Una noche que no bajaba a cenar, un criado fue a buscarlo y lo encontró muerto en su despacho. Su muerte se achacó a un fallo del corazón.

Jasper decidió que ya profundizaría en el tema más adelante. Tal vez los accidentes de Eliza no tuviesen su origen en sus pretendientes actuales, sino mucho antes en el tiempo.

Westfield inclinó la cabeza al cruzarse con un conocido.

—Muchos comentaron que el haberse unido a una familia tan extravagante había adelantado su muerte. Vamos, venían a decir que había sido su castigo por haber sido demasiado ambicioso. Tras su fallecimiento, lady Georgina volvió a casarse con otro plebeyo.

Una mujer apasionada y sin prejuicios. ¿Sería Eliza como su madre? Sería delicioso si así fuera…

Jasper se quitó esos pensamientos de la cabeza.

—¿La señorita Martin tiene un padrastro?

—Lo tuvo. Lady Georgina y el señor Chilcott murieron en un accidente de carruaje, antes de que la señorita Martin hiciera su presentación en sociedad. La pobre ha sufrido mucho en la vida.

¿Había sufrido mucho?

Jasper se preguntó si siempre habría sido tan fría y distante o si se trataría de un mecanismo de defensa adquirido recientemente.

—Y bien —dijo su amigo—, ¿vas a contarme para qué te ha contratado la señorita Martin?

—Tiene motivos para estar preocupada por su seguridad.

Westfield alzó las cejas.

—¿De verdad? ¿Quién querría hacerle daño? Vale más viva que muerta.

—Ella cree que alguien, tal vez un pretendiente impaciente, trata de convencerla para que se case cuanto antes. Como mujer casada, estará más segura. Aún no he decidido si es una teoría acertada, pero lo que me acabas de contar sobre la muerte de sus padres no me ha tranquilizado demasiado.

—Qué divertido —dijo Westfield—. ¿Puedo ayudarte de alguna manera?

—Esperaba tu ofrecimiento. —Jasper sacó la pequeña agenda de actos sociales que le había dado Eliza. Para alguna de aquellas reuniones iba a necesitar un contacto en las altas esferas para que le abriera las puertas—. Debería asistir a estos actos. A cuantos más mejor.

El conde hojeó el librito con una mano.

—Ya veo que tendré que cancelar mi cita de mañana por la noche si voy a tener que acompañarte.

—Aprecio tu sacrificio.

—Eso espero —bromeó Westfield. Ambos sabían que éste disfrutaba participando en los casos de Bond. Cuando Jasper tardaba mucho en pedir su colaboración, Westfield llegaba a ponerse pesado—. ¿Te recojo a las diez?

—Perfecto.

Eliza acababa de ponerse una bata y de sentarse ante el tocador de su dormitorio cuando llamaron a la puerta. La doncella que entró, con la cabeza cubierta por una cofia blanca, dobló la rodilla rápidamente antes de decir:

—El señor conde pregunta por usted, señorita.

—Gracias.

Eliza la miró salir de la habitación con el ceño fruncido. Había tomado el té con su tío hacía una hora, escuchando encantada su animada conversación sobre el avance de sus últimos experimentos botánicos. En otra época, el invernadero estaba amueblado con tumbonas y librerías bajas. Ahora, un par de mesas largas albergaban hileras y más hileras de macetas. A Eliza no le importaba la pérdida de su rincón de lectura favorito. Entendía que la estancia acristalada era perfecta, el mejor sitio para llevar a cabo los experimentos de su tío.

¿Qué sería tan importante para que su tío la llamase tan tarde? Sabía que a esa hora ya estaba preparándose para la noche. Tal vez había llegado a alguna conclusión, o había tenido alguna epifanía relativa a sus investigaciones. Una vez la había sacado de la cama porque unos injertos habían dado unos resultados sorprendentes.

Se levantó y fue a buscar un vestido de andar por casa al armario. Luego llamó a su doncella, Mary, para que la ayudara a abrocharse los numerosos botones que lo cerraban en la espalda. Aunque no se puso el corsé ni la camisola, tardó un poco en estar presentable. Para no entretenerse recogiéndose el pelo, se hizo una coleta baja.

—¿Qué se pondrá esta noche? —preguntó Mary.

—Saca del armario tres vestidos que te gusten. Cuando vuelva, elegiré uno.

A menudo dejaba la elección del vestido en manos de su doncella. Le daba igual lo que escogiera Mary, ella siempre se quedaba el de la derecha. Todo su vestuario era impecable, lo que no tenía nada de particular, ya que su modista era una de las más cotizadas de Londres. Al principio la modista había protestado por la selección de telas que había hecho Eliza, pues, aunque eran tejidos que seguían las tendencias del momento, no destacaban el color del pelo de su clienta. Por suerte, con el paso del tiempo, la mujer se había dado cuenta de que era inútil discutir con ella.

Eliza tenía muy claro que no quería dar una imagen falsa con la ropa. No tenía ninguna intención de atraer ni seducir a nadie. Los tonos pastel eran los más populares, pero a ella le quedaban mejor los tonos más oscuros, así que no se dejó convencer de lo contrario.

Salió del dormitorio y se dirigió a la salita privada de la primera planta. La puerta estaba abierta, permitiendo ver el alegre fuego que chisporroteaba en la chimenea. El conde paseaba arriba y abajo, en su habitual estado de dejadez. Iba despeinado, con el nudo del pañuelo torcido, sin chaqueta y con el chaleco mal abotonado.

Eliza entró con paso decidido.

—¿Milord?

Su tío la miró y sonrió distraído.

—Siento molestarte, querida, pero tienes visita.

Ella miró el vestido que se había puesto para salir del paso.

—¿Visita? ¿Dónde está? ¿Abajo?

—Buenas tardes, señorita Martin.

Era la voz de Jasper. Un escalofrío le recorrió la espalda al oírla. Al volverse lo vio detrás de la puerta. Tenía los ojos entornados y una expresión severa. Iba vestido con la misma ropa de montar que aquella misma mañana, cuando lo había visto en Hyde Park, aunque el nudo del pañuelo que llevaba al cuello ya no estaba tan bien hecho y las botas se veían algo polvorientas.

Como cada vez que lo tenía delante, su cerebro dejó de funcionar durante un rato. Tras unos instantes, se acordó de que debería decir algo.

Pero no hubo manera de disimular su respiración alterada cuando lo saludó:

—Señor Bond.