4

Compórtese, joven. Lo ha prometido —le recordó Melville antes de salir de la salita apresuradamente.

Era obvio que tenía prisa por volver a lo que fuera que hubiera estado haciendo antes de ser interrumpido. Dejó la puerta abierta, pero Eliza dudaba que eso fuera suficiente para detener a un hombre como Jasper si éste decidía actuar de un modo escandaloso.

—Tiene mi palabra, milord —dijo él en voz baja.

Cuando el conde se hubo marchado, ambos permanecieron en un silencio tenso durante unos momentos. Jasper la examinó de arriba abajo con la mirada encendida. Luego volvió la cabeza bruscamente y Eliza pudo ver su mandíbula apretada y su pulso acelerado.

Jasper se había fijado en que, con las prisas, ella no se había puesto la ropa interior. Sabía perfectamente que no llevaba corsé.

Y saberlo lo estaba afectando mucho.

Y verlo tan afectado la estaba afectando a ella, que notó que el pulso se le aceleraba aún más.

Eliza fue a sentarse al sofá, tratando de calmarse. Alisándose la falda floreada, miró el perfil firme y masculino de Jasper y dijo lo primero que se le ocurrió:

—Siento no estar más presentable.

—¿Cómo podría aceptar sus disculpas por algo que me proporciona tanto placer? —preguntó Jasper, volviéndose lentamente para mirarla.

Eliza tragó saliva. Se le había secado la boca. Los ojos de él, clavados en su cuello, no se perdían detalle. Se sintió incómoda, observada. Era difícil estar con aquel hombre a solas en un ambiente tan íntimo. En aquella salita sólo entraba la familia o los amigos muy cercanos. Que estuviera allí establecía un nuevo nivel de intimidad entre los dos. Se sentía medio desnuda sin la protección del corsé. Vulnerable de un modo desconocido hasta entonces.

Se forzó a mantener las manos quietas.

—Lo he visto esta tarde —dijo.

Lo que no confesó fue que se había quedado prendada al verlo con el sombrero ladeado.

Él asintió.

—Debe tener cuidado con Montague.

—Francamente, me extrañaría que fuera él el culpable.

—¿Por qué?

—Es un hombre inteligente. Sin duda sabe que hay maneras mejores de obtener mi mano. De hecho, hoy me ha dicho algo parecido. Que creía que por fin ya me entendía, y se ha presentado como una inversión sólida. Ha llegado a la conclusión de que razonar conmigo iba a ser más productivo que tratar de ganarme por el lado de las emociones.

Jasper respiró hondo.

—Ese hombre está obsesionado con el juego.

—Pero no se le da mal. Todo el mundo dice que es buen jugador. Y los que juegan contra él no lo hacen engañados. Saben a lo que se arriesgan cuando se sientan a su mesa.

—Hasta ahora la había considerado una mujer razonable —murmuró Jasper.

Eliza alzó la barbilla.

—Me está provocando.

—Estoy siendo sincero. —Jasper se acercó, pero su caminar era decidido, no seductor, como ella había esperado—. ¿Es Montague su pretendiente favorito?

—Disfruto de su compañía —respondió ella con prudencia—. Igual que disfruto de la compañía de todos los caballeros que vienen a verme. De no ser así, no aceptaría sus invitaciones. De hecho, esta misma tarde he advertido a lord Montague que no se ponga pesado.

Jasper se detuvo al otro lado de la mesita y la miró.

—¿Y qué la ha llevado a hacerle esa advertencia?

—Estaba perdiendo la paciencia. Quiere casarse cuanto antes. Estaba más decidido que nunca. Aunque su manera de abordar el asunto ha sido original, no me ha convencido en absoluto. Pero parece que lo he dejado intrigado.

—La buena sociedad siempre anda buscando algo que la distraiga de su aburrimiento. Es comprensible. Los pobres tienen que sufrir el castigo de poder hacer siempre todo lo que quieren.

Algo en su tono de voz la puso alerta. No era un comentario irónico inofensivo. Había algo personal detrás.

Jasper inspiró hondo y volvió a caminar, esta vez en dirección a la chimenea. El sonido de sus pasos quedaba apagado por la alfombra. Apoyó el brazo en la repisa y se quedó mirando las llamas. El pelo le brillaba como el de una pantera negra. Los mechones que le caían sobre la frente le quedaban mejor que a ningún otro hombre, a pesar de lo habitual que era su corte de pelo.

A la luz del fuego, su cuerpo le pareció magnífico. Era un cuerpo grande, fuerte, muy masculino y vibrante de energía, como un vaso a punto de derramarse.

Se preguntó cómo podrían las mujeres beber un sorbo de ese vaso sin miedo a echárselo todo por encima.

No era una imagen muy poética y además era muy poco decorosa, pero ¿para qué engañarse? Se sentía muy atraída por él. Su sola presencia la hacía ser consciente de su condición de mujer.

—¿Para qué ha venido?

Tras unos instantes de vacilación, él preguntó:

—¿La muerte de su padre fue inesperada?

—Sí —respondió Eliza, juntando las manos sobre el regazo.

Jasper la miró por encima del hombro.

—Ha contestado demasiado de prisa. Necesito que sea totalmente sincera si queremos resolver el caso.

La solemnidad con que la miraba la sorprendió.

—De acuerdo. Fue inesperada, pero no del todo —rectificó—. Sabíamos que no estaba bien, pero yo creía que su problema era mental, no físico.

—¿Un problema mental? ¿No razonaba correctamente?

—No es que estuviera loco, aunque a veces parecía que mi madre no pararía hasta hacerlo enloquecer.

Él la miró interesado.

—Explíquese.

—No era feliz y eso hacía que se refugiara a menudo en la bebida, pero no me di cuenta de hasta qué punto lo afectaba hasta que fue demasiado tarde. ¿Por qué lo pregunta?

—Sus padres fallecieron demasiado pronto. Tengo que asegurarme de que eso no está vinculado de algún modo con los accidentes actuales. ¿Está segura de que la muerte de su padre fue una muerte natural?

—He dicho que no había sido una sorpresa —especificó ella—, no que hubiera sido natural. Como usted mismo ha dicho, murió demasiado pronto.

—¿Qué me dice de la de su madre? ¿Está segura de que fue un accidente?

—Lo único sorprendente de la muerte de mi madre fue que no sucediera antes —respondió ella secamente.

—Eliza. —Jasper se sentó a su lado.

El aire vibró de energía.

«Nunca me siento tan viva como cuando soy objeto del deseo de un hombre —le había dicho su madre girando sobre sí misma como una niña pequeña, sujetándose la falda con ambas manos—. La sangre canta, Eliza. El corazón se desboca. Es la sensación más gloriosa de mundo».

¿Por qué tenía que ser Jasper el hombre que despertara en ella esas sensaciones? ¿Por qué tenía que aparecer y demostrarle que no era inmune a los hombres? Que ella necesitaba a alguien en su vida, igual que todo el mundo. Era una decepción darse cuenta de que algunos tonos de placer sólo podían ser coloreados por una mano en concreto.

Él la estaba mirando con preocupación.

—Por favor, quiero que entienda que sólo estoy tratando de ser riguroso en la investigación. Su seguridad me importa mucho.

Ella asintió. Creía en su sinceridad. Con el movimiento, un mechón de pelo se le soltó de la cinta y le cayó sobre el hombro.

Jasper se levantó y alargó la mano para ayudarla a ponerse también en pie.

—Dese la vuelta.

Al hacerlo, Eliza sintió cómo su aroma primitivo despertaba sus sentidos. Olía a tabaco, a caballo, a cuero y a bergamota. Dio un respingo al notar sus dedos rozándole la nuca. La sensación se extendió por todo su cuerpo como agua caliente.

Cogiendo el mechón de pelo suelto, Jasper se lo acarició entre dos dedos.

—Suave como la seda —murmuró.

Tras soltarle la cola, le recogió el pelo y volvió a sujetarlo con la cinta.

Eliza miró a su alrededor. Tenía los sentidos tan alerta que le pareció estar viéndolo todo por primera vez. Las cosas le parecían más definidas, más brillantes, desde los cristales que adornaban las lámparas hasta las incrustaciones de madreperla de los extremos de las mesitas auxiliares.

Aturdida, dijo lo primero que le vino a la cabeza:

—¿Es usted de esos hombres que sienten fascinación por las pelirrojas?

—No, yo siento fascinación por usted —respondió él, rozándole el cuello con los labios.

—Jasper —murmuró ella, sorprendida por la intensidad del escalofrío que la recorrió—. ¿Qué está haciendo? ¿Por qué ha venido esta noche? ¿No podía esperar a mañana?

Él dejó caer las manos a los lados.

—He visto cómo miraba a Montague. No sé qué le habrá dicho él, pero ha hecho que usted lo viera con otros ojos.

Eliza se volvió para mirarlo. Aunque Jasper le sacaba casi una cabeza, al estar inclinado hacia ella, su proximidad era muy íntima. Como si estuvieran a punto de empezar a bailar un vals.

El corazón se le aceleró, igual que la respiración.

—No lo entiendo.

Jasper le sujetó la barbilla entre dos dedos para obligarla a mirarlo a los ojos.

—Lo ha mirado igual que me mira a mí.

—No es posible.

Montague no le provocaba ninguna de las reacciones que le causaba Jasper.

—Necesito que me mire del mismo modo en que la miro yo.

Eliza quedó paralizada, presa de la intensidad de su mirada. Era una mirada feroz, ardiente. Con los dedos, Jasper iba resiguiendo lo que sus ojos contemplaban. Le tocó la frente, las cejas, la nariz.

Ella aprovechó para estudiar sus rasgos abiertamente. Eran perfectos, simétricos y hermosos, muy masculinos. Era un placer mirarlo. No quería dejar de hacerlo.

—¿Y cómo lo estoy mirando en este momento? —preguntó con un hilo de voz.

—De un modo demasiado racional —respondió él—. Está tratando de encontrar un modo de librarse de la atracción que siente. Deje de pensar —murmuró. Ladeando la cabeza, acercó los labios a los suyos, en un asalto lento pero inexorable. La sujetaba sin fuerza para que no se sintiera amenazada—. Sólo siéntalo.

Ella dio un paso atrás y se tambaleó. No podía respirar si se acercaba tanto.

Jasper observó su retirada con los ojos entornados. Eliza casi se había alejado ya un metro de él cuando, con un gruñido, Jasper la agarró de nuevo y la atrajo con fuerza, rodeándole la espalda con los brazos. La besó con decisión, robándole el poco aire que le quedaba. Con una mano le sujetó la nuca mientras el otro brazo descendía hasta su cintura.

Siguió besándola como si su boca le perteneciera. Su beso era hábil. Se notaba que sabía lo que estaba haciendo. Pero había algo más. Era un beso… hambriento, que ansiaba poseerla con una fiereza que a Eliza le costaba comprender.

Rindiéndose a su ardor, se dejó atraer hacia él. Su cuerpo era extraordinariamente duro y fuerte, como de mármol, pero caliente. Ambos estaban pegados desde los hombros hasta los muslos. Sin tantas capas de ropa, la sensación era… Oh, Dios, no podía describir la necesidad que tenía de acercarse más y más a él. Las manos se le abrían y cerraban solas. Querían apresar a Jasper, pero volvían a caer, sin fuerza.

¿Dónde podría tocarlo?

Como si entendiera su dilema, Jasper le soltó la nuca y fue a buscar su mano. Agarrándola por la muñeca, se la guió hasta su pecho, entre la chaqueta y el chaleco, justo encima del corazón. A través de la ropa, Eliza sintió su piel ardiente. Su corazón latía tan acelerado como el de Jasper.

Con la otra mano le agarró la solapa de la chaqueta mientras gemía, abrumada.

Su capitulación hizo que él se calmara un poco y la soltó lo suficiente para que sus pulmones se expandieran un momento. En vez de aplastarle los labios, le acarició el labio inferior con la lengua, provocándola, animándola a que hiciera lo mismo. Ella lo hizo, insegura, temblorosa.

Cuando la lengua de Eliza asomó entre sus labios, Jasper la capturó, succionándosela suavemente. Ella dio un brinco, sobresaltada, lo que hizo que sus pechos se pegaran al torso de Jasper. Éste gruñó y su gruñido retumbó en el cuerpo de ella.

—Eliza…

El reloj de la repisa de la chimenea marcó la media hora, pero ella estaba perdida en la maraña de sensaciones que la lengua de él creaba en el interior de su boca. No existía el tiempo ni existía el mundo. Al mover la mano sobre su torso, notó que los músculos de su pecho se contraían. Un sonido suplicante escapó de los labios de Eliza.

Jasper alzó la cabeza, respirando con dificultad.

—Así es como debes mirarme —dijo bruscamente, tuteándola sin darse cuenta—. A mí y a nadie más que a mí. Como si desearas que acabara lo que he empezado. Como si desearas sentir mi boca en la tuya, mis manos en tu cuerpo.

Lo deseaba. Lo deseaba mucho. Se sentía intranquila, como si estuviera sedienta de algo y necesitara saciar esa sed. Tenía la piel más sensible de lo habitual. Le temblaban los dedos. Y tenía calor. Mucho calor.

Él dio un paso atrás y se volvió con un movimiento poderoso y elegante al mismo tiempo. Eliza no pudo evitar seguirlo con la mirada. Era muy alto y corpulento, pero al mismo tiempo se movía con gracia y agilidad.

—Jasper. —Ella se sobresaltó cuando él se volvió y le clavó la mirada—. Mañana por la noche… te guardaré el primer vals.

No sabía de dónde habían salido esas palabras. Las había dicho sin pensar. Había sentido la irrefrenable necesidad de decir algo que hiciera que se quedara un poco más a su lado. Y además era verdad que quería bailar con él. Quería que la rodeara con sus brazos pero en un lugar seguro, con gente alrededor.

Jasper se acercó. Le cogió la mano y se la llevó a los labios. Mientras se la besaba, le apretó ligeramente los dedos, intensificando la sensación de sus labios.

—No soy un bailarín experto —confesó él—. O dicho de otra manera: no sé bailar.

—¿No?

Eliza se quedó muy sorprendida, tanto por la afirmación como por la falta de educación que ésta implicaba. Sin embargo, se comportaba con total corrección y hablaba muy bien.

Pasarían semanas antes de que Tobias Reynolds regresara. ¿Cómo iba a resistir tanto tiempo sin información sobre sus orígenes?

La sonrisa de Jasper la apartó de sus cavilaciones.

—No te preocupes. Me esforzaré para complacerte de otra manera. No descansaré hasta que estés completamente satisfecha. Hasta mañana.

Y tras esas palabras, se marchó. Al cabo de varios minutos, Eliza se sintió lo bastante calmada como para hacer lo mismo.

Hacía una tarde preciosa. Un breve chubasco justo antes del amanecer había limpiado el aire de hollín, dejando el cielo de color azul pálido. Era el típico día que animaba a la gente a sonreír.

Pero Eliza estaba nerviosa, lo que no era habitual en ella. Había pocas cosas que la alteraran. Generalmente, la razón le daba los argumentos que necesitaba para aceptar cualquier situación. Pero la atracción física era otro asunto. No había razones que la explicaran. Era una cuestión de instinto y quedaba fuera del reino de lo racional. Y, lo que era peor, no era inmune a ella, como había creído.

¿Qué iba a decirle a Jasper, que la esperaba en el saloncito de las visitas para llevarla a pasear por la ciudad? Suspirando, se volvió y dejó de mirarse en el espejo de cuerpo entero. Tal vez lo mejor sería permitir que él llevara el peso de la conversación. Un hombre como Jasper Bond debía de tener experiencia en esas cosas.

Bajó la escalera con estudiada parsimonia, acariciando la barandilla mientras descendía con paso inseguro. Se reprendió una vez más por haber elegido el vestido amarillo pálido, uno de los pocos tonos pastel que la favorecían. Lo había escogido a pesar de que la doncella no lo había dejado a la derecha. ¿Qué pretendía ganar atrayendo la atención de Jasper?

Aunque, por otro lado, ¿qué podía perder?

—Señor Bond —dijo al entrar.

Aunque se había preparado para el efecto que verlo podía causarle, no le sirvió de nada. Su cerebro dejó de funcionar, mientras sus pies seguían caminando, haciendo que tropezara.

Jasper, que se había levantado de la silla al verla entrar, se acercó de un salto y la sostuvo por ambos codos.

—Eliza —la saludó, frunciendo el ceño.

—Gracias. —Ella se soltó y dio un paso atrás. Necesitaba un poco de espacio para recobrar el aliento.

Qué inquietantemente guapo era. Llevaba una chaqueta bien ajustada, de terciopelo verde oscuro, que combinaba perfectamente con el chaleco, verde pálido con bordados en hilo de plata. Los pantalones, de color beige, se ajustaban a sus fuertes muslos de jinete de un modo que despertaba en ella ideas poco respetables.

Pero eso era sólo el envoltorio. El hombre que había dentro era lo que más la atraía. El magnetismo que exudaba. La sensación de que en cualquier momento podía pasar algo extraordinario a su lado. Comenzó a notar cosquillas en los labios al recordar el apasionado beso que se habían dado la tarde anterior.

Buscó el reloj con la mirada para distraerse con algo.

—Llegas pronto —comentó, sintiéndose curiosamente complacida.

—Es culpa tuya. Has provocado el caos en mi agenda —dijo él, sonriendo para suavizar la dureza de su comentario.

Eliza sintió un agradable calorcillo en el pecho.

—Estás preciosa —susurró Jasper—. Quería tenerte unos momentos para mí solo antes de que tener que someterme a las normas del decoro.

—Se someterá a mis normas, joven.

Eliza se volvió al oír a Regina, lady Collingsworth, que entraba en el saloncito como un torbellino. Era una mujer de mediana edad, muy rubia, de ojos azules y mejillas coloradas. Aunque tenía buen carácter, era decidida y testaruda. En ese momento, miraba a Jasper con dureza.

—Es usted un tipo atractivo, señor Bond —dijo, señalándolo con el abanico cerrado—. Apuesto a que está acostumbrado a saltarse las normas y a encontrar poca resistencia. Pero ya puede ir olvidándose de hacerlo aquí. Haga el favor de comportarse. Si quiere ser travieso, tendrá que ganárselo con algo más que encanto y una sonrisa.

Aunque lady Collingsworth no le llegaba a Jasper ni a la barbilla, era evidente que sabía cómo manejarlo.

Eliza hizo las presentaciones:

—Lady Collingsworth y su hijo nos acompañarán esta tarde.

Jasper se inclinó ante ella haciendo una reverencia impecable.

—Encantado de conocerla, milady.

—Veremos si sigue diciendo lo mismo al final de la tarde.

Poco después se habían puesto en marcha en la cómoda calesa de lord Collingsworth. Regina y ella iban en un asiento y los hombres en el otro. Eliza los observaba por debajo de su sombrero de ala ancha, tratando de resolver el enigma de por qué se sentía atraída por uno entre todos los demás.

¿Sería porque Jasper también parecía sentirse atraído por ella? Si era por eso, tal vez la solución sería hablarlo abiertamente con él y pedirle que no fuera tan expresivo. Aunque tal vez sólo estaba siendo meticuloso en su trabajo. Al fin y al cabo, ella no era de esas mujeres que levantaban pasiones.

La idea la desanimó un poco.

Reprendiéndose por ser tan débil, dirigió su atención hacia lord Collingsworth. Era el paradigma de la elegancia aristocrática; alto, esbelto, con labios delgados y severos y nariz aguileña. Tenía el pelo tan claro como el de su madre, pero carecía de la vivacidad de ésta.

Collingsworth había perdido a su esposa y a su hijo no nacido durante el parto, y con ellos había enterrado la alegría de vivir. Su pena se reflejaba tanto en la sobriedad con que vestía como en la parquedad de sus sonrisas.

Eliza se preguntó por qué no podía encontrar alegría en las cosas que lo habían hecho feliz antes de casarse. Entendía su dolor por la pérdida de lady Collingsworth, pero no que hubiera perdido también el interés por sus aficiones de soltero.

Era evidente que a ella le faltaba información básica para poder llegar a una conclusión válida. A veces se desesperaba pensando que nunca lograría comprender la auténtica naturaleza del amor romántico.

Jasper le dio un golpecito en el pie con la bota. Eliza lo miró alzando las cejas.

Fijando la vista en ella, la obligaba a mirarlo a su vez.

¿Por qué le hacía eso? ¿No sabía que para ella representaba una tortura?

No, claro. Él no se sentía acalorado y confuso cada vez que la miraba. Él no sufría tratando de comprender por qué unir sus labios con los suyos había tenido efectos tan abrumadores en otras partes de su cuerpo.

Frustrada, se cruzó de brazos y miró a los carruajes con los que se cruzaban.

Esa vez, la bota de Jasper le tocó el tobillo y ascendió por su pantorrilla.

Eliza se olvidó de respirar. Sintió un escalofrío en la pierna que le subió hasta partes inmencionables. Se volvió hacia él con el ceño fruncido.

Jasper le guiñó un ojo. Mientras la indignación crecía en el interior de Eliza, él se pasó la lengua por el labio inferior en un movimiento lento y sensual. El aire volvió a abandonarla al recordar esa misma lengua en sus labios, acariciándola con habilidad y penetrando en su boca en clara imitación de otro acto de naturaleza aún más íntima.

Notó que los pechos se le hinchaban y le rozaban el corsé. El corazón se le aceleró y sintió un hormigueo en la piel. De pronto se le ocurrió que Jasper la estaba excitando deliberadamente. A plena luz del día. En medio de la ciudad. A escasos centímetros de otras personas.

Él se llevó una mano hasta un botón de la chaqueta, pasando el pulgar sobre su borde. Eliza no podía apartar la vista de sus dedos. Fascinada, se imaginaba que era a ella a quien estaba acariciando. En el hombro, tal vez. O en otra parte.

Jasper debía de saber cuál era el mejor sitio para acariciarla.

Pensar en su habilidad y su experiencia la excitó aún más.

Tenía la cara encendida. Se removió en el asiento, tratando de encontrar una postura más cómoda y empeorando las cosas. Se llevó la mano a la garganta, frotándosela con disimulo para respirar mejor. Le pareció que llevaba el corsé demasiado apretado. Si no podía respirar pronto, se iba a marear.

La mirada de Jasper se clavó entonces en sus senos, que subían y bajaban rápidamente. Eliza sabía que tenía que apartar la vista de él y calmarse, pero no podía. Su cerebro había dejado de obedecerla.

Comprobó horrorizada que su cuerpo había dejado de funcionar como debía por el mero hecho de que Jasper Bond había decidido desnudarla con la mirada. Sabía que él la estaba recordando como la había visto la tarde anterior. A medio vestir. Fácil de desvestir.

La calesa se detuvo.

—Aquí estamos —exclamó lady Collingsworth con su alegría habitual.

Jasper apartó la vista de ella dirigiéndola hacia Somerset House. Eliza bajó la vista y vio cómo el pie de él salía de debajo de sus faldas.

No supo cómo llegó hasta el interior del edificio, porque cuando recuperó el uso de sus facultades mentales, estaban entrando ya en la exposición. La luz penetraba en la gran sala por los altos ventanales de medio punto. Las paredes estaban cubiertas de cuadros. Los marcos dorados casi se tocaban, ocupando todo el espacio.

Al acercarse a la parte central de la sala, Jasper aflojó el paso hasta casi detenerse. Eliza lo miró, sorprendida al verlo totalmente absorto en una de las pinturas. Tenía la cabeza tan echada hacia atrás que el ala del sombrero le rozaba la espalda.

Ella miró a su alrededor y vio que la persona más cercana estaba a unos metros de distancia. De modo que, acercándose a Jasper, susurró su nombre.

—¿Hum?

—¿Te acuerdas de que me dijiste que responderías a cualquier pregunta que tuviera, siempre y cuando estuviese relacionada con el presente?

—Sí —respondió él, sin dejar de observar la obra de arte—. Pregúntame lo que quieras.

Ella se aclaró la garganta.

—¿Quieres… quieres aparearte conmigo?

Él dio un brinco tan fuerte que ella saltó también.

—¡Eliza! —exclamó, con los ojos abiertos como platos.

—No sé por qué te sorprendes tanto. Anoche me besaste, y después de tu comportamiento en el coche…

Jasper se relajó y sonrió, dedicándole toda su atención.

—Perdóname. Es que me ha sorprendido tu elección de palabras en un sitio como éste.

—No pensaba que tendría que hablar de estos temas contigo, ni aquí ni en ninguna parte. Lo siento si no me expreso con propiedad, pero quería saber si podías dejar de provocarme de esa manera. ¿Lo que haces es una táctica para que nadie dude de nuestra relación o…?

—¿O quiero realmente aparearme contigo? —La sonrisa de Jasper era cada vez más amplia—. ¿Es eso lo que quieres saber?

Eliza asintió, nerviosa, a pesar de que su pregunta era totalmente lógica, dadas las circunstancias.

Él apretó suavemente la mano que ella tenía apoyada en su antebrazo.

—Quieres saber si estoy actuando o si realmente ardo tanto en deseos por ti que no puedo soportar que tú no sientas lo mismo, ¿es eso?

Ella apartó la vista. Planteado así, su pregunta sonaba ridícula. Jasper era un hombre guapísimo. Al mirar a su alrededor, vio que varias de las damas presentes lo miraban disimuladamente de vez en cuando, comiéndoselo con los ojos. Podía tener a cualquier mujer que quisiera. Podía conseguir a una mujer encantadora, coqueta, experta…

—¿Señorita Martin?

Eliza se volvió hacia el hombre que había interrumpido su conversación.

—Sir Richard —dijo con dificultad—. Qué agradable sorpresa.

Sir Richard Tolliver era un hombre corriente, ni joven ni viejo, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado. Tenía el pelo castaño claro y los ojos de un verde pálido. Era tranquilo y modesto, uno de sus pretendientes menos insistentes.

—¿Se acuerda de mi hermana, la señorita Amanda Tolliver? —preguntó sir Richard, mirando a Jasper de reojo.

—Sí, por supuesto. Encantada de volver a verla, señorita Tolliver.

Eliza hizo las presentaciones de un modo informal, pero cuando Jasper se inclinó sobre la mano de la señorita Tolliver y ésta se ruborizó hasta la punta de su precioso pelo negro, su humor cambió drásticamente.

Sir Richard le dirigió una sonrisa forzada.

—Ya veo por qué rechazó mi invitación para venir a ver la exposición, señorita Martin. No sabía que tuviese un compromiso previo.

Eliza se dio cuenta, sorprendida, de que sir Richard estaba disgustado. Lo había desairado, aunque ésa nunca había sido su intención. Había rechazado su invitación simplemente porque ellos dos no tenían nada en común y pensó que lo mejor para ambos sería ahorrarse la experiencia de pasar horas juntos sin saber de qué hablar.

Pero, claro, no podía decirle eso. La conversación entre miembros de la buena sociedad no tenía nada que ver con expresar lo que uno realmente sentía. Al contrario. Se trataba de encontrar temas seguros, cuanto más neutros, mejor. Y, para la mayoría, la verdad no era un tema neutro.

Mientras buscaba una manera educada de responderle a sir Richard, la señorita Tolliver pestañeó descaradamente mirando a Jasper. Eliza, que había abierto la boca para empezar a hablar, se quedó petrificada. De pronto entendió perfectamente cómo se sentía Tolliver y lo poco que la razón tenía que ver con ello.

¡Qué complicado era abrirse camino en el mundo de los sentimientos! ¡Era un auténtico pantano!

—¿Nos veremos esta noche en casa de los Lansing, sir Richard?

—Si usted va a asistir, señorita Martin, allí estaré.

—Si lo desea, me encantará reservarle el primer vals.

La sonrisa de Tolliver pareció iluminar la sala. Eliza se asustó un poco por el renovado fervor de su pretendiente.

—¿Y usted, señor Bond? —preguntó la señorita Tolliver—. ¿Asistirá también? ¿Le guardo un baile?

Eliza sintió que Jasper se tensaba bajo su mano. Al ver que tardaba en responder, se dio cuenta de que no sabía qué decir. La verdad que a ella le había confesado con tanta facilidad la noche anterior, no era algo de lo que presumir ante desconocidos.

—El señor Bond se lesionó ayer —mintió entonces por él—. Su caballo le pisó el pie. Puede caminar, pero el médico le ha prohibido bailar.

—Oh, lo siento mucho. —La señorita Tolliver parecía sinceramente apenada—. Espero que se recupere pronto, señor Bond.

Jasper asintió y, tras despedirse de los dos hermanos, se llevó a Eliza de allí con un ímpetu que ponía en duda la excusa que ella acababa de inventar. Al llegar a un rincón, se detuvo y se quedó mirando el cuadro que tenía delante, mientras daba golpecitos en el suelo con el pie.

—El baile que le has concedido a Tolliver era mío.

—Pero si tú no sabes bailar —replicó ella, confusa.

—Hace un momento me estabas preguntando si quería estar dentro de ti —susurró él, con rabia— y al momento siguiente estás animando a otro hombre que está claramente interesado en ti.

Asombrada por la reacción física que las palabras de Jasper le habían provocado, clavó la vista en el mismo cuadro que él, tratando de comprender su enfado.

—No lo estaba animando —explicó—. Me ha dado lástima. He comprendido que se estaba sintiendo… marginado.

Jasper alzó una ceja y esbozó una irónica sonrisa.

—¿Comprendes cómo se siente él pero no cómo me siento yo? ¿Cómo puede ser?

—Es obvio que a la señorita Tolliver le gustas, igual que es obvio que es bonita y encantadora. La había visto varias veces, pero hoy ha sido la primera vez que me ha molestado que tenga esas cualidades.

Jasper guardó silencio.

No muy segura de si eso era bueno o malo, siguió hablando:

—Sir Richard ha debido de sentir algo parecido al verte. ¿Cómo competir con alguien como tú? No creo que haya nadie en el mundo que se te pueda comparar. Ese pobre hombre tiene que haber sentido un complejo de inferioridad tan enorme que me ha parecido que lo mínimo que podía hacer por él era ofrecerle un baile.

La cara de Jasper permaneció impasible, pero tras una larga pausa le preguntó:

—No eres consciente de que el mundo acaba de moverse sobre su eje, ¿verdad?