6

Está usted deslumbrante esta noche, señorita Martin —dijo sir Richard mientras giraban por la sala junto a las demás parejas.

—Gracias.

Eliza se preguntó si debería decir algo más. Pero ¿qué podía decir que no sonara falso?

Los halagos siempre le habían parecido tópicos poco sinceros. Era consciente de que no era una belleza en el sentido clásico. Sin embargo, tenía que admitir que esa noche se había esforzado en resultar más atractiva, por lo que tal vez los elogios fueran sinceros. Sobre todo teniendo en cuenta que se había puesto un vestido de su madre.

Seguía sorprendida de su decisión. Nunca había querido parecerse a su madre. Lady Georgina había sido una mujer irresponsable e impetuosa, que no se había preocupado por las consecuencias que sus actos pudiesen acarrear, ni para ella ni para los demás.

Durante años, Eliza se había preguntado «¿Qué habría hecho mi madre?», sólo para poder hacer justo lo contrario. Pero tras lo sucedido en el museo, había querido hacer algo agradable por Jasper.

Él se había disgustado mucho por el accidente y para ella era importante que alguien se preocupara por su bienestar. Y, para ser sincera del todo, esperaba que su atuendo lo impulsara a darle una respuesta con relación a su anterior pregunta sobre el apareamiento.

Pero por si él le preguntaba, tenía preparada una respuesta lógica y racional: aquel cambio de imagen era su manera de anunciar públicamente que había tenido lugar una importante transformación en su vida.

El día que su madre se había enamorado del señor Chilcott, los ojos le habían vuelto a brillar y se le habían encendido los labios y las mejillas. Canturreaba por los pasillos y se ponía a cantar en voz alta en los momentos más inesperados. Durante una semana no había podido dejar de sonreír. Pero lo más significativo habían sido los cambios en su vestuario. Había empezado a ponerse vestidos de colores más intensos, con pocos complementos, como si supiera que el rubor de su piel era su mejor adorno. Y Eliza había tomado buena nota. Si quería que los demás creyeran que se había enamorado, no podía seguir vistiendo como hasta ese momento.

Sir Richard se aclaró la garganta.

—Le ruego que disculpe mi atrevimiento, señorita Martin, pero estoy preocupado por usted.

—¿Preocupado?

—Odio meterme en asuntos que no son de mi incumbencia —dijo, aunque su tono de voz hacía creer justo lo contrario—, pero me temo que su hasta ahora loable criterio a la hora de elegir pretendientes se ha vuelto un tanto negligente.

—¿Negligente? —Eliza alzó las cejas—. ¿A qué se refiere?

—Me refiero al señor Bond, por supuesto.

—Entiendo.

Aunque Tolliver llevaba dos temporadas cortejándola, aquélla era la primera ocasión en que se mostraba condescendiente. No le gustaba su tono de voz en absoluto. Le estaba hablando como si fuera su padre o su maestro y ella una niña testaruda.

—Hay algo en el señor Bond —insistió Tolliver— que no me acaba de gustar. No sabría decirle de qué se trata todavía, pero hay algo en él que no me encaja.

Eliza volvió la cabeza hacia el objeto de las críticas. Jasper estaba junto a una estrecha columna, mirándola a ella con los brazos cruzados y los ojos entornados. Una vez más, se fijó en que su mirada ya no era como la del primer día. Ahora era más intensa, más ardiente, y despertaba un calor parecido en su interior. Un calor que le nacía en el vientre y se le extendía por todo el cuerpo.

Se conocían desde hacía pocos días, pero haberlo conocido la había cambiado mucho. Ahora se fijaba en cosas que antes le pasaban desapercibidas.

En cuanto a las afirmaciones de Tolliver, aunque no le gustaba su manera de expresarlo, sabía que no le faltaba razón. La ropa era lo único civilizado de Jasper. Aunque por fuera parecía inofensivo, los que se fijaran un poco en él se darían cuenta de que su lugar no estaba entre la manada. Había algo amenazador en sus elegantes movimientos que lo señalaba como un depredador solitario.

—No sé qué le hace decir eso —mintió Eliza—. De hecho, me parece un pretendiente totalmente aceptable.

—Pues debo decir que eso me alarma. ¿Qué sabe de su familia, señorita Martin?

—Lord Melville conocía a su padre —respondió ella, mientras su compañero de baile la guiaba en un giro demasiado brusco.

Sir Richard siempre había destacado por ser un bailarín excepcional. Su falta de atención era reveladora.

—Supongo que va detrás de su fortuna.

—Eso podría aplicarse a más de uno de mis pretendientes. ¿Qué le hace pensar que el señor Bond es un cazafortunas? ¿Y qué le hace creer que sea más peligroso que los demás? Su apariencia no permite llegar a esa conclusión.

Jasper estaba impecable esa noche. Llevaba una chaqueta de terciopelo gris oscuro y un chaleco azul pálido, que le daban un aspecto de hombre elegante y respetable. El traje estaba hecho a medida y mostraba sus poderosos músculos.

Eliza apreciaba mucho que fuera un hombre fuerte y hábil. Se sentía segura sabiendo que estaba cerca. La única persona que podía hacerle daño cuando Jasper estaba cerca era el propio Jasper.

—Señorita Martin. —Tolliver parecía estar pasando un mal rato—. Tengo que decirle que resulta desconcertante para su pareja bailar el vals con usted mientras no deja de admirar a otro caballero.

—No lo estoy admirando, sir Richard. —Al menos, no en voz alta—. Sólo estaba esperando a que usted me dijera qué métodos de deducción ha utilizado para llegar a sus conclusiones. Afirma que es un cazafortunas, pero yo no veo nada que así lo indique. Me gustaría saber qué ve usted que a mí se me escapa.

—Que sea usted una dama con un razonamiento tan fino es una desventaja en este caso. —Los ojos castaños de Tolliver estaban apagados—. Me explicaré. La está mirando de un modo inapropiado, señorita Martin.

—¿Me está diciendo —preguntó ella, con cautela— que el señor Bond tiene que estar interesado en mi fortuna porque no puede quitarme los ojos de encima? No estoy segura de estar entendiéndolo bien. ¿No le parece posible que vea algo atractivo en mi persona? Tal vez mi figura haya llamado su atención.

—Su figura es ciertamente atractiva —admitió él a regañadientes.

—¿O quizá mi cabello? Me han dicho que hay hombres que se obsesionan con ciertos tonos de pelo.

Sir Richard se ruborizó desde el cuello hasta las mejillas.

—Su pelo es realmente bonito.

—Y, sin embargo, ni mi figura ni mi pelo le parecen suficiente explicación para la admiración del señor Bond. Supongo que se debe a que es un hombre extremadamente guapo, como puede ver cualquier persona con ojos en la cara. Corríjame si me equivoco. Lo que quiere decir es que mis limitados encantos no están a la altura de los de un hombre como el señor Bond, que podría conseguir a una mujer mucho más atractiva que yo. —Eliza arrugó la nariz como si estuviera muy concentrada—. En ese caso, tal vez esté interesado en mi cerebro.

—Estoy de acuerdo en que es usted extremadamente lista, señorita Martin —corroboró sir Richard, aferrándose al cambio de tema como a un salvavidas en un naufragio—. Es lo que más me gusta de usted y lo que me convence de que podríamos disfrutar de nuestra mutua compañía durante mucho tiempo. Sin embargo, el señor Bond parece prestar más atención al exterior que al interior. Esos músculos no se obtienen mediante trabajo intelectual. Dudo que sea capaz de valorar su valía en ese campo. De hecho, yo en su lugar me plantearía si es posible tener una conversación inteligente con él.

Eliza asintió.

—Ya veo lo que quiere decir. Si descartamos mis atributos físicos e intelectuales, sólo queda mi fortuna como posible reclamo para un hombre guapo como el señor Bond. Le estoy muy agradecida por hacérmelo notar, sir Richard.

El vals llegó a su fin. En cuanto hubieron sonado las últimas notas, ella se apartó.

—Gracias. Ha sido una conversación muy instructiva. Sin embargo, me gustaría que me aclarara una cosa: si los hombres atractivos sólo pueden sentirse atraídos por mi fortuna y usted me encuentra atractiva por mi mente, ¿quiere eso decir que es usted poco atractivo?

Tolliver abrió la boca y volvió a cerrarla. Y, aunque la abrió una vez más, nada salió de ella.

Con una rápida reverencia, Eliza se volvió para ir junto a Jasper, pero él no estaba donde lo había visto por última vez.

Jasper localizó a la señorita Tolliver en la pista de baile. Poco después, Westfield se le acercó.

—Me estoy planteando casarme cuanto antes —comentó— para así evitarme toda esta tortura prematrimonial.

—Claro, porque la tortura posmatrimonial es mucho más tolerable, ¿no? —ironizó Jasper.

—No espero cosas fuera de lo razonable en una esposa —respondió su amigo como si tuviera que justificarse—, sólo que no me moleste demasiado. Y no me opongo a acostarme con ella. Estoy abierto a cualquier candidata con los orígenes adecuados.

—Qué progresista por tu parte.

Westfield alzó una ceja.

—Tu tono deja bastante que desear. ¿Qué vamos a hacer ahora? Me aburro.

—Cuando la señorita Tolliver acabe de bailar, quiero comentarle mi teoría sobre los acontecimientos de esta tarde.

—Ah, quieres ver cómo reacciona. Personalmente, no creo que una mujer pueda haber movido esa estatua. Por no hablar de sir Richard, que no podría levantar ni a su hermana.

—No se puede descartar nada de antemano.

Cuando el vals acabó, ambos se aseguraron de ponerse en el camino de la señorita Tolliver. Ésta saludó al conde con una reverencia muy ensayada.

—Señorita Tolliver. —Westfield se inclinó hacia ella con elegancia—. Es un placer verla.

—Gracias, milord. —Luego se volvió hacia Jasper con una sonrisa compasiva—. ¿Qué tal su pie, señor Bond?

—Mucho mejor, señorita Tolliver. Gracias.

La bonita morena le sonrió coqueta. Llevaba un vestido color amarillo pastel, mucho más recargado que el que se había puesto Eliza. No era habitual en él fijarse en cosas como la elección del vestido o el peinado de una mujer, pero el aspecto de Eliza era tan distinto del que le había visto antes de esa noche, que sospechó que había estado descuidando su apariencia expresamente para disimular su belleza.

Fijarse en ella hacía que, por comparación, se fijara también en las demás mujeres. Sólo hacía unos días que se conocían, pero ya podía afirmar que le iba a costar separarse de ella en un futuro cercano. También tenía claro que estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para conseguirla.

—Me han contado el desafortunado incidente en la Royal Academy —comentó la señorita Tolliver, negando con la cabeza—. Tiene que haber sido espantoso para la señorita Martin. Si me hubiera sucedido a mí, me habría pasado una semana en cama.

—Lo está llevando muy bien, tiene razón.

—Sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias —intervino Westfield en tono confidencial.

Ella frunció el ceño.

—¿Qué circunstancias?

El conde se acercó para responderle al oído.

—He oído que la cuerda que sujetaba la estatua podría haber sido cortada deliberadamente.

—¡No! —exclamó la joven, llevándose una mano al cuello—. ¿Quién podría hacer algo tan horrible? Especialmente a la señorita Martin.

—No he dicho que ella fuera la víctima elegida —especificó lord Westfield, enderezando la espalda—. Tal vez simplemente estaba en el lugar equivocado en el momento más inoportuno.

—Bueno, eso sería un consuelo. —Soltó el aire con fuerza—. ¿Cortada expresamente, dice? ¿Me pregunto con qué finalidad…?

La señorita Tolliver apartó la vista, mordiéndose el labio inferior.

—No me atrevo a aventurar una explicación —dijo el conde—. No me gustaría que luego mi nombre se viera ligado a una historia tan truculenta.

—Lo comprendo. Nos pasa a todos —replicó ella, despidiéndose con otra reverencia.

Mientras se alejaba, Jasper la siguió con la vista. Se dirigió directamente a un grupo de mujeres.

—Va a contarlo —murmuró Westfield, dándole la espalda.

—Eso no prueba su inocencia. De hecho, una persona inteligente actuaría justamente así para no despertar sospechas. Al fin y al cabo, ¿qué culpable airearía sus delitos a los cuatro vientos?

Jasper se dijo que haría seguir a los dos hermanos una temporada. No pensaba correr ningún riesgo.

—Bien visto —comentó Westfield.

—¿Qué sabes del fondo de inversión de lord Collingsworth?

—Participé en él durante un tiempo —respondió su amigo—, pero Collingsworth es demasiado conservador para mi gusto. Creo que también lo sería para el tuyo.

Qué propio de Eliza ser prudente en sus inversiones. El dinero era muy importante para ella, no por lo que podía comprar con él, sino por la libertad que le proporcionaba.

—¿Conoces a los demás inversores?

—A unos cuantos. No a todos. ¿Por qué?

—La señorita Martin es uno de ellos.

—¿De veras? —Westfield alzó las cejas—. No tenía ni idea. ¿Me convierte eso en sospechoso?

Sonriendo, Jasper respondió:

—Es posible.

El conde se hizo con una copa de champán de una bandeja que le pasó por delante.

—Qué divertido.

—No si eres culpable. —Jasper se puso de nuevo en movimiento.

—¿Es una amenaza, Bond?

—No si eres culpable —repitió—. En ese caso, sería una promesa.

—¿Adónde vas?

—A la sala de juego. Tal vez el aroma de la desesperación me aporte nuevas pistas.

—No respondiste a mi pregunta sobre la propiedad de Montague. ¿Qué piensas hacer con ella cuando sea tuya? —Aunque había sido él quien había hecho la apuesta en su nombre, Jasper nunca le había explicado para qué la quería.

Ahora le respondió con voz firme:

—Derribaré la casa. No dejaré ni piedra sobre piedra de ella. Y luego me iré de Inglaterra.

—¿Sin rumbo fijo?

—¿No te lo he dicho? —Jasper se volvió hacia él—. He comprado una plantación en los Mares del Sur.

—¡Santo Dios! —Su amigo se atragantó con el champán—. Sólo tú buscarías la paz entre salvajes.

—Es lo mismo que pienso yo cuando miro a tu alrededor.

Un destello color azul zafiro atrajo su atención. Volvió la cabeza y vio que Eliza se dirigía a uno de los tres ventanales que daban a la terraza.

Ella lo miró un momento por encima del hombro. No era la mirada calculada de una coqueta experimentada, sino una mirada sencilla y sincera que le comunicaba que se alegraba de verlo y que esperaba que la siguiera.

Él sonrió, inclinando la cabeza.

—Seguiré sin ti —murmuró Westfield.

—Sólo será un momento.

—Me decepcionas, Bond. Cuando una mujer hermosa te mira así, tienes que dedicarle un poco más de tiempo.

Eliza salió a la terraza por el ventanal más cercano, esperando que su vestido oscuro se confundiera con la noche, dándole así algo de privacidad. Sintió la mirada de Jasper clavada en su espalda y reprimió el impulso de salir corriendo. No porque quisiera huir de él, sino porque era la reacción que le provocaba siempre la mirada de un depredador.

Comprobó que los instantes previos a la captura eran muy excitantes. El vello de la nuca se le erizó, así como la piel que no quedaba cubierta por los guantes. Cuando una mano grande le sujetó el codo, sintió un escalofrío.

—Señorita Martin. —La grave voz de Jasper le encogió el estómago. Con naturalidad, la guió por la terraza, donde varias parejas conversaban en voz baja—. Podías haberme avisado de que planeabas robarme el aliento.

—Gracias.

A diferencia de los halagos de Tolliver, él no la hizo sentir incómoda. Al contrario. Le hizo sentir una especie de vértigo y un agradable calor en las entrañas.

—Cambiar de imagen para provocar reacciones ha sido una estrategia excelente —prosiguió Jasper, mirándola con admiración—. Por si se me ha olvidado mencionarlo hasta el momento, me encanta tu manera de pensar.

Eliza se ruborizó.

—¿Te gustaría menos si te dijera que lo he hecho para impresionarte con mi aspecto tanto como con mi intelecto?

—No, me sentiría muy halagado.

—Pues yo me siento muy estúpida —reconoció Eliza—. No me gusta tener que admitir que provocas en mí reacciones que nunca habría esperado tener.

Jasper sonrió y a ella le pareció tan guapo que sintió una opresión en el pecho.

—¿Te sentirías mejor si te confieso que he estado mirando y remirando cada pieza de mi vestuario cada vez que tenía que verte? Creo que forma parte del ritual de apareamiento.

Jasper se detuvo al llegar al límite de la zona iluminada por las grandes lámparas de la sala de baile. Había unas cuantas antorchas en la terraza, pero sólo las suficientes para ver por dónde se bajaba al jardín.

—Dime, ¿forma parte de la estrategia?

—Nunca he fingido cuando estoy contigo, Eliza.

No sabiendo cómo coquetear con comodidad, ella decidió cambiar de tema.

—¿De qué conoces a lord Westfield?

—Lucian Remington nos presentó una noche.

Eliza se sorprendió al saber que Jasper formaba parte de un club tan exclusivo como el de Remington, pero en seguida recordó que éste era el hijo bastardo del duque de Glasser. Era de todos sabido que en su club no importaban los orígenes familiares, sólo ser capaz de pagar la elevada cuota. Los miembros de la aristocracia toleraban esta decisión sólo porque Remington era un hombre muy distinguido al que le gustaba rodearse de lo mejor, y no querían privarse de ciertos lujos.

—¿Hace mucho que os conocéis?

—No, no demasiado.

Aunque no se movió, Eliza percibió su cambio de actitud. De repente se puso en alerta. Fue como si le hubieran echado encima un jarro de agua fría. A ratos se olvidaba de que apenas conocía a Jasper Bond y que la abrumadora atracción física que sentía por él le daba una engañosa sensación de intimidad.

—Perdona que me haya metido en temas personales —se disculpó, tratando de sonar despreocupada—. No es de mi incumbencia.

Tenía que aprender a mantener la conversación en terrenos poco comprometidos. Jasper trabajaba para ella. Lo único que era y sería en el futuro era su empleado. No podía permitirse el lujo de olvidar eso.

Al fin y al cabo, era más difícil ahogarse en una balsa poco profunda.

Aunque ella no lo demostró abiertamente, Jasper supo que Eliza se había retraído, decepcionada. Las relaciones personales eran complicadas justo por ese motivo. En algún momento, todas las mujeres esperaban que sus parejas se abrieran emocionalmente. Era algo que él nunca había entendido.

Pero no quería perder el terreno que había ganado, así que si tenía que ceder un poco, lo haría.

—Lo conocí hace dos años —explicó—. Mi trabajo le resulta interesante y, gracias a ese interés, nos hicimos… amigos.

—No lo dices muy convencido.

—No estoy acostumbrado a tener amigos.

Ella asintió. Jasper notó que su actitud hacia él se suavizaba, tanto física como emocionalmente.

—Lo entiendo.

Jasper miró al suelo. Por supuesto que lo entendía. Entre ellos había una afinidad francamente curiosa. Estaba seguro de que, vistos desde fuera, no podían ser menos adecuados el uno para el otro. Pero al quedarse a solas, se sentían muy a gusto juntos.

—Ah, ahí está, señorita Martin —dijo una voz segura y familiar.

Al volver la cabeza, Jasper vio a lord Montague salir a la terraza. Llevaba una chaqueta de terciopelo verde esmeralda y un montón de adornos con diamantes que le daban un aspecto solvente y seguro. El hecho resultaba todavía más destacable porque Jasper conocía sus auténticas finanzas, que no podían ser más inestables.

Sin embargo, su sonrisa amplia y sus ojos brillantes revelaban que se alegraba sinceramente de ver a Eliza. Que fuera por ella misma o por su fortuna, ya era otro asunto.

Jasper enderezó la espada. Nunca había envidiado a su hermano menor por el título y los privilegios que lo acompañaban… hasta ese momento. Su posición era un obstáculo que se interponía entre Eliza y él. Jasper podía ofrecerle cosas intangibles, como pasión, aceptación, aventura, pero ella acababa de descubrir esas cosas que nunca antes le habían interesado. Igual que el sexo. Y si por culpa de él llegaba a la conclusión de que debía casarse para poder tener sexo en su vida…

Cabía la posibilidad de que al seducirla la estuviera empujando hacia el matrimonio.

Jasper extendió la mano y esperó a que Eliza le ofreciera la suya para inclinarse sobre ella. Maldijo el guante que separaba la blanca piel de ella de su boca.

—Te dejo con tu admirador —murmuró, apretándole los dedos.

Aunque no le gustaba, lo cierto es que la mejor manera de que Eliza se diera cuenta de las diferencias entre Montague y él era que pasara tiempo con el conde.

Inclinó levemente la cabeza al pasar junto a su rival, regocijándose por el hecho de tener la escritura de su propiedad en su poder sin que él lo supiera.

Se dirigió a la sala de juego. Era tan buen momento como cualquier otro para fijarse en cuál de los pretendientes de Eliza dependía más de los caprichos del azar. Al menos en ese campo no tenía rival.

—El señor Bond es un hombre muy guapo —dijo lady Collingsworth desde el asiento de enfrente.

El carruaje de los Collingsworth se abría camino lentamente por las calles abarrotadas. La mayor parte de los coches de caballos llevaban a sus ocupantes de un acto social a otro, pero Eliza y la dama se retiraban ya a sus respectivos domicilios.

—Sí, ya me lo has dicho antes.

Se quitó los guantes y los dejó sobre el regazo. Le había gustado ver a Jasper tan arreglado. Le habría gustado volver a verlo antes de marcharse. La conversación en la terraza había sido demasiado corta. Sólo había servido para avivar sus ganas de estar con él.

—Hay personas que tienen un tipo de belleza que te hace pensar que has exagerado su atractivo en tu mente. Y cuando vuelves a verlos y compruebas que efectivamente son más hermosos que tus adornos de encaje, resulta imposible no comentarlo.

Aunque las lámparas del carruaje daban una luz muy tenue, Eliza vio que su amiga estaba sonriendo.

—Tienes razón. Ese hombre me deja sin palabras —admitió—. Sir Tolliver se ha sentido obligado a advertirme que un hombre tan guapo como el señor Bond sólo podría fijarse en mí por mi dinero.

—¡Por favor! —La espalda de Regina, siempre muy recta, se enderezó aún más—. Tolliver está ciego o desesperado. O ambas cosas. Hoy he estado muy pendiente del señor Bond y es innegable que siente algo por ti. Hasta tal punto que teme no ser capaz de hacerte feliz.

—¿De dónde has sacado esa idea?

—Me lo ha dicho él mismo.

Eliza alzó mucho las cejas.

—¿Ah, sí?

—Oh, sí. ¿Te parece un candidato aceptable?

—Para responder a esa pregunta, necesitaría conocerlo un poco más.

Lady Collingsworth juntó las manos sobre el regazo.

—Cuidar de ti es más que una responsabilidad para mí. Es un honor. Ya sabes que tu madre era una persona muy importante en mi vida. La quería como a una hermana. Y espero estar a la altura contigo.

—Siempre te has portado maravillosamente conmigo.

Se sintió tentada de decirle que se había portado mucho mejor con ella que su madre, pero se mordió la lengua. Nunca entendería qué había visto la dulce y generosa Regina en la egoísta y veleidosa Georgina. Fuera lo que fuese, había inspirado una gran amistad y una lealtad que se había mantenido firme a pesar de su muerte. Eliza había aprendido en seguida que no debía hablar mal de su madre delante de ella, porque hacerlo era buscarse una regañina y una nueva ración de halagos hacia su madre.

—Eres muy amable. —Lady Collingsworth sonrió—. Y te pareces tanto a Georgina con ese vestido… Cuando te he visto, me he quedado de piedra. Por un momento he pensado que había retrocedido en el tiempo.

Eliza era incapaz de ver el parecido más allá del color de pelo y de los ojos, pero volvió a guardarse su opinión. Aunque luego se dio cuenta de que tal vez Regina estaba esperando un comentario a lo que para ella debía de ser un halago.

—Gracias —dijo.

—Eres una joven muy sensata —siguió diciendo la dama—. Eres cautelosa y no te gusta correr riesgos. Pero el matrimonio se basa en arriesgarse. ¿Sabes cuánto tiempo pasamos juntos Collingsworth y yo antes de que me pidiera matrimonio? Si juntamos los pocos momentos a solas, unas cuantas horas. Asistimos a bailes, cenas, picnics y actos por el estilo, pero siempre con otras personas alrededor, lo que nos impedía mantener una conversación en condiciones. Has hablado de conocerlo mejor, pero en realidad lo que necesitas saber no es mucho. ¿Existe atracción entre vosotros? ¿Deseáis ver al otro feliz o, al menos, razonablemente contento? Si tenéis eso, tenéis todo lo que necesitáis para que un matrimonio funcione.

—Pero ¿y si hay cosas importantes de su personalidad que me está ocultando? ¿Cómo puedo confiar en él sin conocerlo?

—¿No hay partes de ti que prefieres no compartir con nadie? —la provocó Regina—. ¿Cosas de las que prefieres no hablar? Por supuesto que sí. Las mujeres tenemos derecho a guardar secretos. Francamente, hay secretos que son demasiado dolorosos como para andar hablando de ellos.

Eliza pensó sus palabras. Tenía razón. Había cosas de las que ella prefería no hablar. Tenía lógica pensar que Jasper también tuviera recuerdos que prefiriera ignorar. Toda persona estaba modelada por los acontecimientos del pasado, pero eso no significaba que rigiera su conducta por esos acontecimientos. No era justo que ella juzgara a Jasper por ellos.

—Si quieres dominar a un hombre —le aconsejó Regina—, tienes que alabarlo mucho. El orgullo es muy importante para ellos. Convéncelo de que la idea que quieres llevar a cabo es suya y la seguirá hasta el final. Si sabes cómo manejarlo, el matrimonio es una institución muy útil para una mujer.

—En mi opinión, la estrategia que propones cuesta demasiado esfuerzo.

Aunque tal vez valiera la pena para conseguir a un hombre como Jasper Bond.

Eliza se sorprendió al darse cuenta de que últimamente parecía no hacer otra cosa que plantearse a todo lo que estaba dispuesta a renunciar por él.

—Querida niña, para cosechar hay que sembrar. —Lady Collingsworth se echó hacia delante en el asiento—. El dinero es una compañía muy triste durante las noches frías y las comidas solitarias. Quiero un futuro feliz para ti. Quiero que encuentres a alguien que te cuide. Que tengas hijos a los que amar. Este mundo es un mundo de hombres, Eliza, nos guste o no. No podemos evitarlo. Crees que tienes dinero e independencia, pero el matrimonio te permitirá hacer más cosas de las que haces ahora. Y el señor Bond parece tener sus propios recursos económicos. Tal vez una unión con él sólo te reporte ventajas.

El carruaje se detuvo frente a la casa de los Melville.

Eliza apretó la mano de la dama con afecto.

—Muchas gracias, Regina. Pensaré bien en lo que me has dicho.

—Si me necesitas, ya sabes que siempre puedes contar conmigo.

Mientras Eliza subía los escalones hacia la puerta principal, pensó que su vida había dado un vuelco durante los últimos días. Sentía como si hubiera estado durmiendo en un carruaje en marcha, sin importarle hacia dónde se dirigía. Pero ahora se había despertado y de pronto tenía la necesidad de cambiar de rumbo. Por desgracia, no sabía hacia dónde quería ir. Sin embargo, algo le decía que tener a Jasper a su lado haría que el viaje fuera mucho más interesante.