¿FUE REALMENTE EL ACEITE?

LA GRAN MENTIRA DEL SÍNDROME TÓXICO

  1. El síndrome tóxico que a principios de los ochenta llenó de espanto a los consumidores españoles pudo no ser causado por el aceite de colza.
  2. A pesar de que existían dudas razonables respecto a la culpabilidad del aceite como agente de la mortal intoxicación, la Administración española se empeñó tercamente en mantener esta tesis como «versión oficial» de los hechos.
  3. El profesor Luis Frontela logró reproducir, en su laboratorio de la cátedra de Medicina legal de la Universidad de Sevilla, los síntomas del síndrome tóxico alimentando ratas y conejillos de Indias con hortalizas que previamente habían sido tratadas con plaguicidas.
  4. Existe un intrigante paralelismo entre los efectos de determinadas armas químicas y los efectos del síndrome tóxico.

El síndrome tóxico que a principios de los ochenta llenó de espanto a los consumidores españoles pudo no ser causado por el aceite de colza. Esto es lo que sostiene desde hace años un valiente grupo de médicos, periodistas y abogados, que han investigado este drama y han llegado a la conclusión de que la causa de la intoxicación fue debida a la mala utilización de pesticidas organofosforados que se utilizaron en una plantación de tomates en Almería.

Sin dar a los españoles una tregua para reponerse del susto de la intentona golpista del 23 de Febrero, la primavera de 1981 trajo consigo la aparición de una misteriosa epidemia que al principio fue bautizada como «neumonía atípica». Todo comenzó en la localidad madrileña de Torrejón de Ardoz el 1 de Mayo de 1981, al morir por insuficiencia pulmonar aguda el niño de ocho años Carlos Vaquero. Posteriormente, seis de los ocho miembros de su familia contraerían la extraña enfermedad.

En aquellos primeros momentos nadie sabía bien de qué se trataba y comenzó a cundir la alarma en amplios sectores de la población. Los teléfonos de atención al ciudadano se bloquearon, mientras decenas de miles de personas abarrotaban las salas de urgencias acudiendo a los hospitales al más mínimo síntoma. Hasta tal punto llegó la psicosis que diversos especialistas protestaron en su momento contra lo que parecía una actitud irresponsable del gobierno alarmando injustificadamente a la población: «En los últimos días, con motivo de un ligero aumento en la incidencia de casos de neumonía atípica, especialmente grave en determinados pacientes, se ha producido lo que se puede llamar una intoxicación informativa protagonizada por el secretario de Estado para la Sanidad, doctor Sánchez Harguindey. Quizá la locuacidad informativa tenga un objeto positivo para la población del área de Madrid, pero creemos que el señor Sánchez Harguindey no ha valorado la faceta negativa, es decir, la creación de una situación de terror y psicosis de neumonía atípica, que repercute involuntariamente de modo negativo sobre el estado de ánimo de la población».[236]

Pero por desgracia la intoxicación no fue solamente informativa… En aquel momento tan sólo había 60 casos demostrados y las víctimas mortales ascendían a media docena. Hoy, más de 60 000 afectados y una cifra de fallecidos superior al millar dan testimonio de lo que fue la mayor tragedia sanitaria española de los últimos cincuenta años.

Se barajaron diversas hipótesis para explicar la extraña epidemia que poco a poco fue extendiendo su manto por diversos puntos de la geografía española. Finalmente se dictaminó que no se trataba de una enfermedad propiamente dicha sino de una intoxicación debida a la ingestión de aceite de colza desnaturalizado de uso industrial vendido por un grupo de desaprensivos como si de aceite de oliva se tratara. Había nacido el síndrome tóxico. No obstante, analizada desde un punto de vista estrictamente científico, la hipótesis del aceite de colza desnaturalizado tenía múltiples puntos oscuros: «Todos estos compuestos químicos no pueden ser los causantes de tantas muertes en las cantidades que, suponemos, han sido ingeridos. Hay que tener en cuenta que el aceite de colza se desnaturaliza añadiendo sólo un 2 por ciento de anilina, que en el proceso de refino (lavado con ácidos) se elimina toda o su mayor parte y que muchos de los compuestos dados a conocer son procedentes de las impurezas propias de la anilina o de la descomposición de colorantes (no tóxicos a corto plazo) fabricados con ella».[237]

Para gran número de expertos estaba claro más allá de cualquier duda que las anilinas y otros compuestos químicos añadidos al aceite, si bien constituían una adulteración e incluso podían provocar otras enfermedades, no eran las causantes del síndrome tóxico. Se llegaron incluso a hacer pruebas en busca de aflatotoxinas, unas sustancias venenosas procedentes de un hongo parásito de la colza, el «Aspergillus falvus», que ya había provocado diversas intoxicaciones en el ganado. Pero no se obtuvo ningún resultado positivo.

SILENCIANDO A LOS DISIDENTES

A pesar de que existían dudas razonables respecto a la culpabilidad del aceite como agente de la mortal intoxicación, la Administración se empeñó tercamente en mantener esta tesis como «versión oficial» de los hechos, llegando al punto de cesar en su puesto a los dos únicos investigadores de la Comisión Epidemiológica del Síndrome Tóxico que no estaban de acuerdo con esta teoría, los doctores María Jesús Clavera y Javier Martínez. En un artículo de prensa en el que los despedidos denuncian su situación, aportan elementos que comienzan a dibujar una idea del síndrome tóxico muy diferente de la que se tenía hasta el momento, afirmando que su teoría «implica la intervención de una multinacional, de fuertes indemnizaciones. Implica el reordenamiento del control sanitario del sector agroquímico y de su sistema de experimentación, así como la apropiación innecesaria como verdad oficial de una hipótesis científica provisional que ha involucrado el prestigio y la autoridad de instituciones administrativas, judiciales y científicas que inicialmente se pronunciaron y cuyo descrédito a estas alturas es transformado en un drama nacional».[238]

Una multinacional, indemnizaciones multimillonarias, el descrédito de las instituciones… Dicho así, sí parece haber motivos más que suficientes para un encubrimiento, pero ¿qué era lo que se estaba encubriendo? Indudablemente algo muy grave si era preferible el encarcelamiento de los responsables de la importación, manipulación y distribución del aceite aun a sabiendas de que éste no era el agente de la intoxicación.

La clave la tendría que aportar el profesor Luís Frontela, que logró reproducir en su laboratorio de la cátedra de Medicina legal de la Universidad de Sevilla los síntomas del síndrome tóxico alimentando ratas y conejillos de indias con hortalizas que previamente habían sido tratadas con plaguicidas: «Los resultados no se hicieron esperar. Por un lado, se detectó que la toxicidad aumentaba a medida que la utilización del pesticida se acercaba al momento de la recolección. Y por otro, se llegaba a aislar el producto químico cuyo suministro reproducía con mayor exactitud los síntomas presentados por los enfermos del síndrome: el 0-etil-0-(3metil-4-metiltiofenil) isopropilamido fosfato».[239] Los animales sometidos a la acción de esta sustancia arrojaban un índice de mortalidad que llegaba hasta el 20 por ciento y se podía comprobar que los que eran sacrificados y diseccionados posteriormente reproducían las lesiones pulmonares, vasculitis, y lesiones renales características de los enfermos del síndrome tóxico.

Parecía que el enemigo estaba identificado y el asunto en sí no tenía un aspecto tan terrible para las compañías fabricantes de los pesticidas que contenían esa sustancia. A fin de cuentas, un buen abogado tendría en su mano todos los ases a la hora de argumentar que el accidente no se había debido en absoluto a la alta toxicidad de la sustancia, sino a su mal uso por parte de los agricultores dado que en el envase se advierte sobre su toxicidad y sobre los tiempos límite de su utilización.

LA HIPÓTESIS DEL PESTICIDA

El doctor Frontela no fue el único en apuntar hacia un insecticida como probable causa de la enfermedad. Antes que él, y de manera completamente independiente, el doctor Antonio Muro Fernández Cavada había realizado investigaciones que apuntaban en el mismo sentido, unas investigaciones que le valieron su despido como director del hospital del Rey de Madrid. El doctor Muro no sólo afirmaba haber dado con el principio activo causante de la intoxicación, sino que, además, creía haber dado con el pesticida concreto: «El “Nemacur”, comercializado en muchos países, incluido España, es un insecticida clasificado por la propia Administración en el grupo C (gran toxicidad). El insecticida es muy caro y eficaz. Hace sólo unos años se puso a la venta en España, coincidiendo en el tiempo con la aparición de la enfermedad. Está indicado en la lucha contra los insectos y los nematodos del suelo, y sus instrucciones advierten que debe ser utilizado meses antes de cultivar la tierra. El “Nemacur” es de venta libre, aunque tiendas especializadas en las que se comercializan estos productos están obligadas a llevar un libro oficial del movimiento de ventas del insecticida».[240]

Para llegar a esta conclusión el doctor Muro había realizado un exhaustivo trabajo de investigación: «Rodeado de un estrecho grupo de colaboradores, Muro se lanzó a investigar por su cuenta. Entrevistó personalmente a más de 4000 afectados por la enfermedad, viajó de una a otra punta del país y, seis meses después, tenía elaborado el mapa de la enfermedad en todo el territorio estatal. De esta manera, el médico heterodoxo y su equipo lograban obtener un primer descubrimiento: gran parte de los afectados por el llamado “síndrome tóxico” no habían consumido aceite de colza desnaturalizado y, por el contrario, todos ellos incluían en su dieta alimenticia una determinada variedad de tomate que sólo se cultiva en escasas zonas del Estado español. Con estos datos, el doctor Muro se dedica a visitar mercados, se entrevista con mayoristas de frutas y verduras, con transportistas e intermediarios y semanas más tarde consigue averiguar que el tomate sospechoso procede de una huerta de la localidad almeriense de Roquetas de Mar».[241] Se trataba de una partida de unos 80 000 kilos de tomate de la variedad Lucy que fueron destinados al mercado interno debido a su escasa calidad, inapropiada para la exportación. Aquellos tomates se comercializaron justo en las zonas de incidencia del síndrome. No pasó mucho tiempo antes de que el agricultor presuntamente responsable fuera localizado: «Informes confidenciales de los servicios secretos, a los que ha tenido acceso Cambio 16, señalan que F. M., el agricultor de Roquetas de Mar, empleó “Nemacur” —varios bidones de cinco litros en su versión líquida, es decir, la más tóxica— para exterminar una plaga de “fusario” —un hongo que afecta a las raíces— que estaba a punto de arruinar su cosecha de tomates. “Fue una mala cosecha” —cuenta F. M. a Cambio 16, confirmando los datos en poder de los servicios de inteligencia—. “En un invernadero de dos hectáreas sólo logré salvar ochenta y un mil kilos de tomates, de la variedad Lucy, que vendí entre doce y dos pesetas el kilo y que se destinaron en su integridad al mercado nacional”».[242]

El periodista Alfons Serra aportaba nuevos argumentos para identificar estos tomates como los causantes de la tragedia: «Además, hay razones más que fundamentadas para sospechar de los tomates como los portadores del agente asesino. Por ejemplo, si uno de esos tomates tóxicos llegó mezclado con otros sanos, lo típico es que fuera troceado para ensalada y, lógicamente, afectara a uno, dos o tres miembros de una misma familia; es decir, los que por azar consumieran los trozos venenosos. En ocasiones se encontró a un solo familiar afectado, del que solía decirse que era aficionado a comerse un tomate entero con sal, para merienda, como si fuera una fruta. Y cuando una familia numerosa se hallaba ciento por ciento afectada, caso raro, indefectiblemente descubrimos que el consumo de guisos de tomate o la salsa de éste era habitual en ellos. Es así, sencillamente, como se explica la distribución de todo o nada, observada intra-familiar o intra-vecinalmente en el síndrome tóxico, sin necesidad de inventar las indemostrables y caprichosas inmunidades de los culpables del supuesto aceite asesino».

Mientras que los estudios de los doctores Muro y Frontela obtenían resultados palpables, los intentos de reproducir en animales de laboratorio los efectos del síndrome empleando el aceite presuntamente tóxico parecían haber llegado a un punto muerto. En la Fundación Jiménez Díaz se administró a las cobayas el aceite de todas las formas imaginables —frito, crudo, inyectado, en ensalada…— sin que se obtuviera otro efecto visible que el engorde de los animales. Ni siquiera la Organización Mundial de la Salud, que emitió un informe de 96 páginas sobre el tema, se atrevía a pronunciarse sin reservas sobre el aceite de colza. Pero quizá una de las aportaciones más interesantes en su momento la realizase el médico militar Luís Sánchez Monje, experto en guerra química y bacteriológica, que en un informe reservado hecho llegar a las autoridades sanitarias del país aseguraba la coincidencia entre los efectos del «síndrome tóxico» descubiertos en los afectados y determinadas fases de la guerra química, donde suelen emplearse compuestos fosforados en estado gaseoso. En uno y otro caso el cuadro clínico era similar: insuficiencias respiratorias graves con disnea y tos, náuseas y vómitos, dolores musculares, dolores de cabeza, diarrea y exantema pruriginoso.

Por su parte, Bayer, empresa fabricante del producto, aportaba ante los medios de comunicación argumentos con los que se pretendía demostrar que era prácticamente imposible que el «Nemacur» fuera responsable del envenenamiento, aduciendo que algunos síntomas no se correspondían con los que presentaría una intoxicación con este producto y poniendo de manifiesto que, estando éste durante largo tiempo presente en varios mercados mundiales, jamás había sucedido nada parecido.[243]

En cualquier caso, no habría sido la primera vez que productos pretendidamente inocuos provocaban una catástrofe sanitaria. No hay más que recordar el caso de la «talidomida», fármaco que produce malformaciones fetales graves si es administrado durante el embarazo. Introducida en 1957, la «talidomida» era un hipnótico o sedante no barbitúrico que, según se pensaba por aquel entonces, era muy seguro, incluso en caso de producirse una sobredosis. Esta presunta inocuidad fue decisiva en la tragedia que vendría después, ya que fue comercializado como fármaco que podía ser empleado sin peligro durante el embarazo y cuyo uso era recomendado en este período. En 1961 se produjeron varios casos simultáneos en Australia y Alemania de bebés recién nacidos que presentaban «focomelia», una malformación muy rara. La palabra deriva del término griego para describir las extremidades de las focas y consiste en una deformidad en la que los brazos y las piernas carecen de huesos largos. Los doctores Klaus Knapp y Widukind Lenz descubrieron que la causa de estas deformidades era la «talidomida» que las madres de estos niños habían tomado durante los primeros meses de embarazo. Su trabajo fue muy similar al que años después realizaría el doctor Muro con los tomates: «Decidimos acometer la búsqueda, sin saber de qué. “Perdimos” varios días en la confección de un extensísimo cuestionario. ¿Facilidades? Ninguna. ¿Coche? El mío, la bicicleta de Lenz hubiese sido poco práctica. Siete visitas ya y ningún resultado positivo. Dificultades: ¿cómo entra uno en la casa si no se sabe si vive el niño? Y entonces, bajo la lluvia de Hamburgo, Lenz y yo tomamos la decisión más importante. Había surgido algo nuevo: un padre había nombrado un medicamento, era psicólogo y estaba convencido de que “en Estados Unidos habían prohibido su venta por producir alteraciones neurológicas”. ¿Podría ser cierta esa sospecha? En ningún caso hasta entonces habían nombrado ese medicamento. Lo decidimos sin discusión: volvemos a empezar».[244] Más tarde, los experimentos en animales confirmaron la causa del mal. El fármaco había sido comercializado con todas las garantías preceptivas. Sin embargo, no se realizaron experimentos en mujeres durante el período de gestación porque hasta entonces se pensaba que estos experimentos no eran necesarios.

GUERRA QUÍMICA

Hemos mencionado que un experto en guerra química, el doctor Sánchez Monje, había establecido un curioso paralelismo entre determinadas armas de este tipo y los efectos del síndrome tóxico. Esto no habría pasado de una simple curiosidad de no ser por algo que apenas menciona en un reportaje el periodista Rafael Cid, que fue uno de los informadores que siguió durante más tiempo y con más dedicación el tema del síndrome tóxico. En principio estaba plenamente convencido de la veracidad de la tesis oficial sobre el aceite de colza. Es más, incluso estaba plenamente convencido de que las tesis que apuntaban hacia los pesticidas organofosforados eran una mera maniobra de distracción elaborada por parte de los empresarios aceiteros que, de esta manera; buscaban escurrir el bulto de su responsabilidad ante los tribunales. Sin embargo, según fue indagando en el caso y obteniendo información de primera mano, fue cambiando de opinión y dándose cuenta de la inconsistencia de la teoría del aceite. Estas investigaciones están magistralmente resumidas en un reportaje publicado en su momento por la revista «Cambio 16» bajo el título «Yo investigué el síndrome tóxico». En dicho trabajo, entre muchas otras revelaciones, existe un párrafo que aporta un enfoque inédito a todo el asunto: «También el Centro Superior de Información de la Defensa (CESID), que había realizado su propia investigación con ayuda de expertos de diferentes ramas, dio carpetazo al asunto. Hoy el resumen de ese informe de los servicios secretos militares duerme el sueño de los justos en los archivos de la nueva sede de los servicios en la carretera de La Coruña. En las conclusiones del CESID, apenas una docena de folios, se descarta prácticamente la intoxicación por el aceite y se sugieren otras causas, por ejemplo, que se hubiera tratado de un ensayo de guerra química».[245]

¿Realmente era posible algo así? Durante un tiempo se manejó la hipótesis de que el síndrome hubiera tenido su origen en un accidente o ensayo con armamento químico, algo no del todo carente de fundamento: «Según un artículo publicado en El País, en 1979 el sargento Marcelo Pérez destinado en la base estadounidense murió repentinamente de una enfermedad que presentaba los mismos síntomas que los del síndrome tóxico. En aquellos años también murieron algunos soldados norteamericanos. Dado que las primeras víctimas se produjeron en Torrejón, en los periódicos se especulaba con algún accidente con un arma química o biológica. En lo concerniente a las armas químicas, el Ejército estadounidense estaba y está en posesión de gases como el Tabún o el Soman (algunas patentes pertenecen a Bayer), que en cantidades ínfimas pueden intoxicar a miles de personas en pocas horas. Precisamente estos gases se elaboran a base de sustancias organofosforadas, y según la bibliografía científica, los síntomas y efectos letales que producen se asemejan mucho a los del síndrome tóxico».[246]

Aunque en principio pueda parecer una hipótesis descabellada, la semejanza de los gases tóxicos militares con los pesticidas organofosforados hizo que el ya citado doctor Sánchez Monje fuera uno de los pocos médicos que tuvo resultados positivos en el tratamiento de los afectados, algo debido sin duda a su familiaridad como médico militar con los efectos de estas sustancias.

Todo lo citado hasta el momento fue denunciado puntualmente por el periodista e investigador Andreas Faber-Kaiser en su libro «Pacto de silencio,»[247] obra maestra del periodismo de investigación español en la que se repasaban puntualmente todos y cada uno de los puntos oscuros de la versión oficial del síndrome tóxico. Este libro fue curiosamente mencionado durante la lectura de la sentencia del juicio de la colza, afirmando que había sido patrocinado por los abogados de la defensa. Indignado, Andreas Faber-Kaiser expresó ante los medios de comunicación su intención de presentar una querella contra el tribunal, un propósito que fue frustrado por su fallecimiento.

Lejos de quedarse en la superficie, el periodista había profundizado en busca de una explicación al evidente desinterés de las autoridades por las explicaciones alternativas: «Aporto estas consideraciones porque se observa —cuando se analiza todo este asunto en detalle— que el pacto de silencio que aquí salta a la vista, sólo puede justificarse por la extrema gravedad de lo realmente ocurrido. Para ello conviene recordar que los organofosforados se hallan en la base del moderno armamento químico como también conviene recordar por qué se estaba demorando el acuerdo de desarme químico entre Estados Unidos y la Unión Soviética: la creación del arma química binaria hace imposible cualquier tipo de control internacional, debido a que su producción puede ser organizada secretamente incorporándola en cualquier empresa química privada. Implica la experimentación con nuevos tipos de agentes químicos en la industria de herbicidas, entre otras, existiendo la posibilidad de evitar las inspecciones en las unidades y empresas que pertenezcan a sociedades privadas multinacionales. (…) Es importante por tanto que al enjuiciar lo sucedido en España con el síndrome tóxico, se tenga presente que la industria química privada multinacional ofrece la única posibilidad de ensayo impune en el supuesto de un acuerdo internacional de suspensión de la experimentación y almacenamiento de armamento químico».[248]

SILENCIO DE ESTADO

Rafael Cid, Andreas Faber-Kaiser, los doctores Muro y Frontela… Todos ellos y muchos más habían puesto de manifiesto la inconsistencia de la versión oficial que, sin embargo, continuaba inquebrantable contra viento y marea del sentido común y el método científico. Como escribió en su momento el propio Rafael Cid: «El episodio del Síndrome del Aceite Tóxico (SAT) es uno de esos temas que demuestran la impotencia de los medios de comunicación. A pesar de las toneladas de papel, chorros de tinta y riadas de comentarios y opiniones vertidas, la huella en la opinión pública es de incredulidad. Falta algo. Lo que se sabe no explica todo. Como en el intento del golpe de Estado del 23 de Febrero de 1981 o, por poner un ejemplo exterior, el asesinato del presidente norteamericano John F. Kennedy. En los tres casos faltan respuestas (y además lo parece). Quizá porque en todos ellos la expresión “razón de Estado” está de por medio».[249] El propio Rafael Cid pudo comprobar cómo algo de extraordinaria gravedad tenía que estar sucediendo para hacer que personajes como el científico de la Organización Mundial de la Salud Gastón Vetorazzi llegase al extremo de desmentir declaraciones —grabadas en cinta magnetofónica— en las que ratificaba la imposibilidad de que el aceite fuera la causa real del síndrome tóxico. En esa entrevista, el que en aquella época era máximo responsable del departamento de pesticidas de la Organización Mundial de la Salud (OMS), considera que la investigación oficial sobre el síndrome tóxico llevada a cabo en España en los tres últimos años no ofrece suficientes garantías para asegurar que el origen de la epidemia fuera el aceite de colza adulterado. Respecto al informe sobre el síndrome tóxico patrocinado por la Organización Mundial de la Salud, Vetorazzi afirma: «Esos trabajos sólo representan la opinión de un grupo de expertos que fueron invitados por la OMS a discutir el problema. No hay que tomarlo muy a rajatabla. Yo, personalmente, me siento feliz de que mi nombre no figure en ese dossier publicado por nuestra oficina regional. Cuando inicié su estudio y encontré que en la página diez se decía que la búsqueda de agentes tóxicos en el aceite había resultado en gran parte vana, abandoné la lectura. Ese informe no tiene más valor que una charla cualquiera».[250] Más adelante exponía su opinión autorizada como uno de los más prominentes toxicólogos del mundo, respecto a la imposibilidad de que el aceite incautado pudiera ser responsable de la sintomatología que presentaban los enfermos. Unas valientes declaraciones de las que tardaría apenas una semana en retractarse, nadie sabe por qué razón.

Por su parte, la revista «Cambio 16», el medio de comunicación que había publicado esta entrevista y el que con más decisión había defendido la tesis del pesticida, sufrió una demanda por parte de la multinacional Bayer que acabó resolviéndose extrajudicialmente mediante un acuerdo según el cual la publicación se comprometía a publicar una rectificación.

¿Qué hacía el gobierno mientras tanto? Los periodistas alemanes Gudrun Greunke y Jörg Heimbrecht sostienen que las autoridades podrían haber formado parte del encubrimiento: «Con todo, existen muchos indicios de que el gobierno español conocía la verdadera causa del síndrome tóxico, al menos algunas semanas después de haber proclamado la teoría del aceite o incluso antes de pronunciarla; pero esto fue ocultado hasta ahora a la opinión pública. Políticos y altos cargos temían reconocer su error y perder credibilidad. Tampoco pensaban que fuera oportuno iniciar un proceso contra los verdaderos responsables. No lo pensaba el gobierno de entonces, ni lo piensa el actual; así, se decidió que la hipótesis del aceite era la única correcta. Otras instituciones, como la OMS, se atuvieron a ella».

En realidad estaba en juego mucho más que el prestigio de los políticos o enfrentarse contra empresas que generan miles de puestos de trabajo en España. Por aquellos días estaban en las fases finales del proceso de integración del país en la Comunidad Económica Europea. Un escándalo de tal calibre, relacionado con la producción agropecuaria española, habría tenido repercusiones muy negativas sobre este proceso, aparte de suponer un desastre para las exportaciones agrícolas locales, eso si no se producía un embargo sobre las hortalizas en cuestión. En cambio, si todo se reducía a un grupo de desaprensivos traficando con aceite industrial que ni siquiera había sido producido en España, el prestigio de los productos alimenticios españoles quedaba intacto. Razón de Estado.

El prestigio que no había quedado de modo alguno intacto era el del doctor Muro. Olvidado y enfermo, fallecía en Madrid con la amargura en el alma de no haber sido escuchado por las autoridades y consciente de que esa sordera oficial no había sido en modo alguno accidental. La última entrevista que concedió este científico, apenas cuarenta y ocho horas antes de su fallecimiento, es un documento especialmente impresionante. La realizó el periodista Máximo Fernández y fue emitida en su momento por Radiocadena Española. En ella, con especial amargura, denuncia a la revista «Lancet», una de las publicaciones médicas más prestigiosas del mundo, que solamente publicó artículos que responsabilizaban al aceite, negándose inexplicablemente a reproducir otros trabajos de igual o mayor peso científico que apuntaban hacia otras hipótesis, respaldándolas con experimentos. Además, el doctor Muro afirmaba que apenas unos días antes había comprado un saco de «Nemacur» en un mercado de Barcelona, a pesar de que el entonces ministro de Sanidad Ernest Lluch había declarado públicamente que este pesticida había sido retirado por su alta toxicidad, recalcando, eso sí, que el producto no tenía relación alguna con el síndrome. Pero quizá lo que más a las claras pone de manifiesto el estado de ánimo del doctor Muro en sus últimos días sea la frase con la que se cerraba esta entrevista, refiriéndose a las investigaciones del doctor Frontela: «Sí; supongo que faltará muy poco para que empiecen a decir los medios de comunicación —lo que pasa siempre— que Frontela también está loco como yo, y que hay que echarlo como a mí. Porque es la solución que tienen con los disidentes. No hace falta irse a Rusia para decir que a los disidentes los mandan al psiquiátrico».[251]

JUICIO EN LA CASA DE CAMPO

El 30 de Marzo de 1987 comienza el juicio de la colza en un marco tan poco habitual como la madrileña Casa de Campo. El número de encausados, de abogados, de testigos y de afectados que querían presenciar las vistas imponía abandonar las habituales sedes judiciales y trasladarse a los antiguos recintos de un mercado público en busca de un marco que permitiera albergar un proceso cuyas cifras resultaban inéditas en la historia jurídica española. El sumario se desarrollaba a lo largo de 250 000 folios repartidos en 662 tomos. El número de víctimas ascendía a 25 000, de las cuales 650 habían muerto. Estaba previsto que compareciesen ante la sala no menos de 2500 testigos que serían interrogados por 38 abogados defensores y otros tantos de la acusación. Eso sin contar los 208 peritos españoles y 42 extranjeros que intentarían arrojar algo de luz sobre el asunto. Y vaya si hacía falta que alguien arrojase algo de luz. Seis años después del inicio de la tragedia nadie podía afirmar con absoluta seguridad y con una demostración científica en la mano que el aceite fuera el responsable de la masiva intoxicación. El gobierno socialista, por su parte, se muestra tremendamente incómodo ante esta desagradable herencia recibida de sus antecesores: Por no saber, no sabe ni el presidente del gobierno, quien a un requerimiento notarial de la Asociación de Afectados por el Síndrome Tóxico de Fuenlabrada (Madrid), responde: «Todos los datos que la administración sanitaria y la comisión de seguimiento del síndrome han ido recogiendo de las innumerables comisiones y estudios epidemiológicos realizados en España y en los más prestigiosos centros de investigación del mundo están en manos del tribunal de justicia que investiga el caso, y al que corresponde judicialmente determinar cuáles fueron las causas de la enfermedad y las responsabilidades penales y civiles. Ni el presidente del gobierno ni cualquier organismo de la Administración tiene competencia jurídica para determinar cuál sea el causante verdadero de la enfermedad denominada síndrome tóxico».[252]

La publicación de la sentencia, el 20 de Mayo de 1989,[253] hizo que a muchos de los que hasta el momento habían creído a pies juntillas la historia del aceite se les cayera la venda de los ojos: «Pero al escuchar la sentencia comprendí que la explicación oficial es falsa. Esquemáticamente, la sentencia puede resumirse así: tras reafirmar que la causa del síndrome tóxico fue el aceite de colza manipulado, deja prácticamente en libertad a los manipuladores, pese a que se pedía más de 100 000 años de cárcel para ellos. Muchas personas se han indignado por la débil condena. Pero para mí, la sentencia grita precisamente que no fue el aceite de colza —cosa que reconoce implícitamente al decir que “se desconoce el agente tóxico concreto que produjo la enfermedad”, tras ocho años de investigación— y, por eso, deja a los acusados (casi) en libertad para que no sigan incordiando con su uso de la hipótesis alternativa, retiren las querellas presentadas y contribuyan con su silencio a que quede legitimada y aceptada masivamente la explicación oficial».[254] Así se saldaba el monumental juicio que tuvo uno de sus momentos culminantes cuando el tribunal rechazó el ofrecimiento del industrial Salomó, uno de los inculpados, de beberse un vaso del aceite sospechoso, con el argumento de que no podía permitir «por razones éticas» la experimentación con seres humanos en la sala. Sin embargo, los letrados ignoraron que poco antes de iniciarse el juicio un grupo de afectados realizó como protesta una huelga de hambre en la que sólo ingirieron agua azucarada y aceites «tóxicos» durante doce días, sin que por ello empeorase su salud.

Alguno de los abogados también había sido protagonista de hechos poco usuales en un proceso judicial: «A nivel judicial, el caso del síndrome tóxico también generó acontecimientos más propios de una película de espionaje que de un estricto problema de salud pública. El letrado Juan Francisco Franco entró en este espinoso asunto como abogado de los importadores de aceite. Poco después recibí una información que me decía que investigase el tema porque el aceite no tenía nada que ver, que esta hipótesis no encajaba en absoluto, y al cabo de un tiempo conocí los trabajos del doctor Muro». Su participación en el caso lo llevó el 27 de Octubre de 1986 a hacer una intervención ante el Parlamento Europeo. «En esta época yo estaba recibiendo llamadas amenazadoras contra mi familia a las tres de la mañana. Se lo comenté al entonces eurodiputado Juan María Bandrés y me dijo que había que hacer público lo que sabía y que teníamos que intentar que yo hablase en el Parlamento Europeo». En su intervención, Franco expuso las contradicciones existentes en la hipótesis del aceite: «Mi propósito es dejar constancia de unos hechos que, por sí mismos, pondrán en evidencia, las manipulaciones y falsedades de que fue objeto la investigación científica, esencialmente epidemiológica, para dar apoyo a la hipótesis oficial e impedir la apertura de líneas alternativas», y añadió que «pretendo, por tanto, denunciar públicamente estos hechos que han permitido ocultar la verdadera causa de la intoxicación y perpetuar la caótica situación existente en España en relación con la prevención sanitaria y el medio ambiente». En su discurso ante el Parlamento Europeo este letrado también sostuvo que «la Administración impidió el desarrollo de hipótesis alternativas valiéndose de todo tipo de medios, incluidos la ocultación y la falsificación de todos aquellos datos que exigían la apertura de nuevas líneas de investigación».[255]

INDEMNIZACIONES

Uno de los aspectos más positivos de la sentencia había sido el reconocimiento a los afectados de una serie de compensaciones económicas que, si bien no podrían resarcirlos de lo sucedido, por lo menos ayudarían a paliar situaciones que, en muchos casos, resultaban ciertamente penosas. Sin embargo, más de diez años después de la sentencia, el tema de las indemnizaciones se había convertido en otro de los puntos oscuros del síndrome tóxico: «A finales de 1999, unos 400 afectados por el síndrome tóxico aprovecharon el día de la Constitución (6 de Diciembre) para manifestarse ante el Congreso de los Diputados y reclamar con pancartas, pitidos y abucheos el cobro de sus indemnizaciones, acordadas por la justicia».[256]

Según los propios datos del Ministerio de Justicia, a comienzos del año 2000, habían sido abonados sólo 2285 expedientes por un valor total de 41 651 millones de pesetas (poco menos de 250 millones de dólares). Estos 2285 expedientes representan apenas el 11 por ciento de los afectados por el síndrome tóxico con derecho a indemnización reconocido judicialmente. Una vez más, y como triste epílogo, los afectados por el síndrome volvían a ser víctimas de la dejadez oficial, primero con el evidente desinterés a la hora de encontrar la verdadera causa de la enfermedad y más tarde en su lentitud para cumplir con las obligaciones legalmente impuestas para con los afectados.

CONCLUSIÓN

Miles de ciudadanos de España vieron truncadas sus vidas sin que nadie hasta el momento haya ofrecido una explicación realmente convincente. En el asunto del síndrome tóxico confluían demasiados intereses y la verdad no era uno de ellos. Como ocurre en tantas ocasiones, es posible que algún día, cuando a nadie le importe ya, se sepa lo que ocurrió realmente y se reconozca el mérito de quienes fueron olvidados, calumniados y apartados por no seguir la corriente y hacer lo que les dictaba su conciencia en lugar de su conveniencia.