MÁS BRILLANTE QUE MIL SOLES

LA VERDADERA HISTORIA DE LAS PRUEBAS NUCLEARES

  1. El desarrollo del programa de armamento nuclear estadounidense supuso uno de los más graves casos de irresponsabilidad científica de la historia.
  2. Se hicieron detonar armas nucleares en maniobras militares en las que participaban soldados que en un alto porcentaje sufrieron cáncer y otras enfermedades durante los años posteriores.
  3. La población autóctona de las islas Marshall sufrió un genocidio silencioso, deportada forzosamente para que su paradisíaca tierra natal fuera sistemáticamente achicharrada por las pruebas nucleares de la Marina norteamericana.
  4. En 1954, un error de cálculo hizo que uno de estos artefactos explotara con una potencia cinco veces superior a la prevista, extendiendo una contaminación radiactiva que afectó a miles de seres humanos.
  5. Según el Instituto Nacional del Cáncer, las pruebas nucleares en el desierto de Nevada son culpables de 75 000 casos de cáncer de tiroides y de un 40 por ciento de las leucemias infantiles de la zona.

No siempre es preciso merodear por los suburbios de la Historia para encontrar un caso de conspiración. A veces, la manipulación de la verdad consiste en haber omitido deliberadamente ciertos detalles escabrosos y poco convenientes de hechos históricos conocidos y documentados. Tal es el caso de la carrera por la conquista del átomo. Durante las décadas de 1940 y 1950, los hongos nucleares florecieron con mucha más profusión que la que el público en general pudiera suponer, y en unas condiciones que aún hoy nos producen escalofrío. Ésta es la historia de esa época y de los hombres que se sintieron dioses creando la mayor pesadilla a la que jamás se haya enfrentado la humanidad.

Finalizada la Guerra Fría y con la promulgación del Acta de Libertad de Información, que regula la desclasificación de secretos oficiales cuando las circunstancias indican que ya han perdido su carácter de materia reservada, Estados Unidos —en la década de los noventa— parecía estar viviendo su peculiar versión de la Perestroika. Los aficionados a la parapolítica se dieron un verdadero festín con la desclasificación de documentos que confirmaban todas aquellas extrañas teorías que los habían hecho acreedores al calificativo de «chiflados» por parte de sus conciudadanos más conformistas. Otros, suspicaces hasta las últimas consecuencias, ni aun así se dejaron llevar por el entusiasmo y pensaron que se trataba de uno de los trucos más viejos que existen en política: el célebre «vamos a cambiar algo para que todo siga igual». Fueran cuales fuesen las intenciones escondidas tras esta hemorragia de sinceridad, lo cierto es que la opinión pública se vio beneficiada con el acceso a un material que, aunque algo caduco, ponía de manifiesto la alegría con que Estados Unidos pisoteó en muchos casos los derechos de sus propios ciudadanos mientras duraron las tensiones con el bloque del Este.

Un buen ejemplo de ello lo constituye la desconocida historia de las pruebas nucleares norteamericanas. En su sede de Albuquerque, el DOE (Departamento de Energía) norteamericano almacena 6500 rollos de película cuya exhibición fue negada durante décadas a la opinión pública estadounidense, que tuvo que esperar hasta mediados de la década de los noventa para que perdieran su carácter de materia reservada.[112] En la actualidad, esas películas se están comercializando en video a un precio medio de 10 dólares la copia. En esos vídeos se recogen estremecedores documentos que constituyen la historia secreta del armamento nuclear estadounidense: un impactante relato gráfico que resulta especialmente aleccionador precisamente ahora que vuelven a producirse este tipo de experimentos, patrocinados esta vez por naciones del denominado Tercer Mundo.

¿Qué tiene de especial esta documentación para que hayamos fijado nuestra atención en ella? Muchas cosas. En principio, que no se trata de nada remotamente parecido a aquellas filmaciones propagandísticas de la Guerra Fría, en las que instaban a los ciudadanos estadounidenses a ver al átomo como un amigo y al armamento nuclear como el garante de las libertades democráticas frente a la horda roja que acechaba al otro lado del océano. Todo lo contrario, estas imágenes muestran la realidad descarnada, sin endulzar ni maquillar, de las pruebas atómicas. Muestran paisajes y situaciones en los que el adjetivo «apocalíptico» deja de ser una licencia literaria gratuita para cobrar su verdadero sentido.

Uno tras otro se repasan lamentables episodios, como la existencia de pruebas nucleares en la catástrofe, ecológica y humana, provocada por las detonaciones llevadas a cabo en el atolón de Bikini, cuyas consecuencias aún tardarán muchos años en ser paliadas y que trajeron consigo la evacuación, prácticamente, de la totalidad de la población de las islas Marshall.

Damas y caballeros, bienvenidos al circo atómico, sin lugar a duda el mayor y más terrible espectáculo del mundo.

«SOMOS UNOS HIJOS DE PUTA»

Éstas fueron las históricas y poco solemnes palabras pronunciadas el 16 de Julio de 1945, a las 5 horas, 29 minutos y 45 segundos, por el doctor Kenneth Bainbridge.[113] Acababa de ser testigo de la primera explosión nuclear en el campo de tiro de Alamogordo (Nuevo México), concretamente en un lugar que tenía el apropiado nombre de «Jornada del Muerto». Allí, en el grado 33 de latitud Norte (hay quien ha querido ver en esto una retorcida muestra de humor masónico), la humanidad entró en la denominada «era atómica». Con aquella explosión culminaba el Proyecto Manhattan, la operación militar secreta más grande de todos los tiempos. La mayor parte del mérito de aquel éxito correspondía al doctor J. Robert Oppenheimer, que había conseguido llevar a buen puerto la empresa que se le había encargado en 1942: fabricar una bomba atómica antes que los alemanes.

Sólo fueron 19 kilotones, pura pirotecnia en comparación con lo que vendría después, pero ninguno de los que tuvieron ocasión de presenciar aquello pudieron olvidarlo jamás, y quienes en aquel momento sintieron un vacío de vértigo en la boca del estómago pudieron al menos consolarse con la idea de que aquello se estaba haciendo en pro de una causa justa.

Apenas un mes después de esta prueba, 200 000 personas perecían achicharradas en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Ellas fueron las víctimas inmoladas en razón de la «causa justa» de acortar la guerra y quienes pasaron a la Historia oficialmente como las primeras víctimas del armamento nuclear. Sin embargo, los primeros seres humanos que sufrieron en sus carnes la mordedura de la radiación de una bomba atómica fueron en realidad estadounidenses.

No había precedentes —de hecho aún había quien tenía sus dudas sobre si la explosión no provocaría una reacción en cadena capaz de terminar con la vida sobre la Tierra— así que hubo que improvisar, lo que llevó a que en Alamogordo se cometieran las primeras, aunque ni mucho menos las más graves, chapucerías nucleares norteamericanas. Por ejemplo, la autopista nacional 380, que pasaba a sólo quince kilómetros del lugar de la explosión, recibió una considerable dosis de radiación. Desconocemos si había algún automóvil circulando por aquel paraje en el momento de la detonación, pero si lo había estamos seguros de que su conductor ya no permaneció con vida después de aquello. Una dosis similar de radiación cayó sobre las propiedades de dos familias de la cercana ciudad de Bingham, las cuales no fueron ni avisadas ni evacuadas por las autoridades militares. Incluso en puntos más alejados se pudieron apreciar efectos de la detonación sobre el ganado de algunas fincas de los alrededores, muchas de cuyas cabezas presentaban graves quemaduras producidas por la radiación beta.

La seguridad tampoco fue precisamente el aspecto más brillante del Proyecto Manhattan. En 1945 Klaus Fuchs, un físico británico que participaba en el proyecto, se reunió en dos ocasiones con un agente soviético cuyo nombre en clave era Raymond, proveyéndole de toda suerte de información técnica sobre el desarrollo del experimento de Alamogordo y sembrando la semilla del programa nuclear soviético. Su arresto y posterior confesión sería el tiro de largada de la cruzada anticomunista del senador Joseph McCarthy, y constituiría el primer acto de la lamentable sucesión de acontecimientos que culminaría en 1953 con la ejecución en la silla eléctrica del matrimonio Rosenberg.[114]

A pesar de todo este cúmulo de irresponsabilidades, en 1975 el lugar mereció la designación como monumento histórico nacional y un equipo de obreros, que recibieron una gratificación extraordinaria por trabajar allí, levantó un obelisco conmemorativo en el punto exacto en que tuvo lugar la explosión.

EXPULSADOS DEL PARAISO

No había pasado un año desde Hiroshima y Nagasaki, operaciones ambas diseñadas y llevadas a cabo por el Ejército, cuando la Marina de Guerra estadounidense comenzó a preguntarse hasta qué punto la nueva arma podría ser también de utilidad para ellos. Para dar respuesta a esa pregunta se diseñó la denominada Operación Crossroads. La fecha establecida para esta nueva prueba fue el 1 de Julio de 1946. A pesar de lo recientes que se encontraban los horrores de Hiroshima y Nagasaki, el mundo se encontraba aún en plena edad de la inocencia nuclear. El átomo era sólo una fuerza más de la naturaleza llamada a ser domesticada por el hombre.

La Operación Crossroads consistía básicamente en comprobar los efectos que tendría una detonación nuclear sobre una flota naval. El lugar elegido para la cuarta explosión nuclear de la historia fue el atolón de Bikini, en el archipiélago de las islas Marshall, escenario de una de las más sangrientas batallas de la Guerra del Pacífico. En Febrero de 1946 el comodoro Ben H. Wyatt, gobernador militar de las islas, comunicó oficialmente a sus habitantes que deberían abandonar temporalmente sus casas ya que el gobierno de Estados Unidos tenía previsto llevar a cabo allí una prueba nuclear. Su sacrificio contaría con el agradecimiento de toda la humanidad, ya que esta prueba sería una pieza fundamental en el futuro desarrollo tecnológico y en el final definitivo de todas las guerras. Bonito discurso, tanto que el rey Juda, soberano de la isla, no dudó en creerlo y accedió de buena fe a la petición norteamericana. Claro que tampoco una negativa hubiese servido de mucho. Así, en Marzo de 1946, comenzó el penoso éxodo de los 167 habitantes de Bikini, con su rey a la cabeza, que fueron deportados a otro atolón a doscientos kilómetros de distancia, Rongerik, un lugar mucho más pequeño, con escasos recursos de agua y comida. Para colmo de humillaciones, Rongerik había sido considerado tradicionalmente como un lugar maldito por los habitantes de Bikini. Todo ello contribuyó a que los nativos se arrepintieran de haber acatado tan mansamente la decisión estadounidense. Pero ya era demasiado tarde. Por aquel entonces, un ejército de 42 000 personas, 242 barcos y 156 aviones había invadido el atolón ultimando los preparativos del ensayo e instalando 25 000 detectores de radiación repartidos por toda la zona.[115]

Lo cierto es que Bikini era el lugar perfecto para este propósito; aislado, desierto (una vez deportada la población aborigen, claro) y alejado de las rutas marítimas habituales. Que, además, se tratara de un delicado ecosistema de gran riqueza natural fue una circunstancia que ni siquiera se tomó en consideración. Durante días fue desplegada en el área circundante una siniestra flota de barcos fantasma formada por buques de todos los tipos y tamaños que se encontraban a punto de ser desguazados y que servirían de «blanco», llevando a bordo una tripulación formada por 5400 cerdos, ratones, cabras y ovejas que sustituirían a los marineros y permitirían estudiar los efectos de la radiación sobre los organismos afectados por el disparo.

El principal resultado de aquel experimento fue que los habitantes de Bikini jamás regresaron a su isla, convirtiéndose en el primer pueblo de la historia que ha sufrido un éxodo nuclear. En la actualidad, llevan una vida errante[116] dependiendo de la hospitalidad de otros pueblos y soñando con volver algún día a un paraíso que ya no existe.

EL ARSENAL ATÓMICO

El de 1951 fue el año en que Estados Unidos se hizo con un arsenal nuclear tal como lo entendemos en la actualidad, que fue probado a lo largo de una serie de experimentos conocidos colectivamente como Buster/Jangle y que tuvieron lugar en el campo de pruebas que a tal efecto se estableció en el desierto de Nevada. La vuelta a las pruebas nucleares en territorio estadounidense era algo obvio debido a los enormes costos económicos y logísticos que implicaba la experimentación en el mar del Coral, ello sin contar con que el Ejército prefería probar sus artefactos lejos de las miradas de la Marina. Por otro lado, los científicos encargados del desarrollo del arsenal nuclear necesitaban algo más accesible y Nevada se convirtió en la opción perfecta.

Yucca Flat, un antiguo territorio de buscadores de oro situado a algo menos de cien kilómetros al norte de Las Vegas, fue el lugar escogido para las siete detonaciones nucleares (Able, Barker, Charlie, Doc, Easy, Sugar y Uncle) que se realizaron mientras duró el proyecto. Científicos y militares tenían en esta ocasión diferentes intereses y las pruebas tuvieron que ser diseñadas para satisfacer las expectativas de ambos. Los científicos necesitaban afinar aspectos tecnológicos, como el desarrollo de dispositivos de disparo más fiables, o encontrar formas de obtener energías mayores de la misma cantidad de material fisionable. Por su parte, los generales necesitaban desarrollar la táctica de la guerra nuclear, un estilo de combate inédito que necesitaría de sus propios procedimientos. Para desarrollar esas tácticas se llevó a cabo una serie de maniobras militares que coincidían con las pruebas, y en las que centenares de soldados fueron expuestos a la radiación de las explosiones atómicas. La primera de estas desgraciadas unidades fue el 354th Engineer Combat Group, con base en Fort Lewis, Washington, que fue la encargada de preparar el campo para las primeras maniobras atómicas de la Historia.[117] Si atendemos a las circunstancias históricas no era de extrañar tanta prisa. En Otoño de 1950 la guerra de Corea se encontraba en su apogeo y Estados Unidos había perdido el monopolio nuclear al haberse detonado con éxito el primer artefacto atómico soviético. La Guerra Fría era un hecho y el fantasma de un apocalipsis radiactivo se cernía sobre el mundo. La única manera viable de que el arsenal termonuclear no fuera una amenaza inútil en un pulso sin sentido era conseguir que su empleo no fuera un sinónimo del fin del mundo, quebrantando la doctrina de la «destrucción mutua asegurada» que mantenía el precario equilibrio entre las superpotencias. Se trataba de desarrollar armas más pequeñas que fueran susceptibles de ser utilizadas de manera «segura» en una batalla real. Sin embargo, los científicos tenían ideas propias al respecto. Ellos no se encontraban allí para probar un arma, sino una teoría. Concretamente, estaban muy interesados en los efectos de la radiación sobre los organismos vivos, algo que ya había comenzado a ser estudiado en el atolón de Bikini. La novedad esta vez fue que los centenares de animales que dieron sus vidas por el progreso atómico fueron piadosamente anestesiados antes de ser expuestos a los efectos de la explosión y más tarde viviseccionados. Claro que, si de verdad querían conocer los efectos de la radiación sobre el cuerpo humano, aquellos técnicos podían haber recurrido a los 75 000 enfermos de cáncer de tiroides que según el Instituto Nacional del Cáncer provocaron las pruebas nucleares de Nevada o a las víctimas del 40 por ciento de incremento en casos de leucemia infantil que se produjo en el vecino Estado de Utah entre 1951 y 1958.

JUEGOS DE GUERRA

La siguiente tanda de pruebas nucleares se verificó bajo el nombre en clave de Tumbler/Snapper y pasará a la Historia como el experimento nuclear en el que más seres humanos se vieron implicados como conejillos de Indias. Bajo el patrocinio de la recién creada Comisión de Energía Atómica, cientos de seres humanos fueron expuestos, ahora más directamente que nunca, a la acción de las detonaciones atómicas. Una actitud tan negligente como carente de respeto hacia las personas utilizadas como sujetos experimentales. Hubo abusos de todo tipo e incluso se dio el caso de pilotos a los que les fue ordenado volar a través del hongo radiactivo para tomar muestras de la atmósfera. Pero no eran las muestras atmosféricas lo que se estaba intentando estudiar. Ni siquiera importaba ya el efecto de la radiación sobre el cuerpo humano. El propósito de esta actitud aparentemente inexplicable era llevar a cabo un detallado estudio psicológico sobre el comportamiento de las tropas en un campo de batalla atómico. En caso de guerra era preciso contar con operativos eficaces que apoyasen de inmediato la contundente, acción de los bombardeos nucleares y, al igual que se entrenaba a los antiguos caballos de batalla disparando armas de fuego cerca de ellos para que llegado el momento no se asustaran, se llegó a la conclusión de que con los seres humanos se podía hacer lo mismo. Así comenzó una auténtica locura en la que en cada sucesiva prueba los soldados eran ubicados cada vez un poco más cerca del núcleo de la explosión: «Antes de que estos hombres fueran asignados a la operación —dice en tono enfático el narrador del documental— tenían un montón de prejuicios sobre la bomba y sus efectos. Algunos de ellos pensaban que nunca volverían a ser capaces de tener familias. Otros temían quedar sordos o ciegos. Algunos creían que brillarían durante horas tras la explosión de la bomba. Como tantas otras personas en su situación, muchos de ellos estaban asustados. Nunca habían dedicado tiempo o esfuerzo a aprender los hechos y lo que hay que hacer cuando se trata con armamento atómico. Estos hombres han sido adoctrinados sobre lo que sucede y lo que deberán hacer si cae la bomba. Cualquier duda que quede en ellos quedará completamente eliminada tras la experiencia de esta operación».[118]

Sin embargo, a pesar del entusiasmo del narrador, los resultados no pudieron ser más desalentadores. Según los psicólogos, los soldados sufrían un enorme estrés emocional cuando presenciaban una explosión nuclear y ello los volvía impredecibles en condiciones de combate. Ni siquiera las constantes sesiones de adoctrinamiento a las que fueron sometidas las tropas consiguieron que variase esta situación, y los casos de estrés postraumático se multiplicaban entre los conejillos de Indias humanos. Es comprensible que estuvieran asustados. Durante los años siguientes los miembros de este grupo desarrollaron toda clase de cánceres, enfermedades sanguíneas, degenerativas y psíquicas. Eso sin contar los daños genéticos que han transmitido a sus hijos y nietos, y que hacen recordar amargamente a los afectados cómo sus instructores ridiculizaban sus miedos respecto de cómo la radiación podría afectar su capacidad reproductora. Lo peor de todo es que no recibieron ninguna ayuda o indemnización ya que, dada la condición de alto secreto que tenían aquellos experimentos, no tenían manera de demostrar ante un tribunal la relación entre sus males y las pruebas nucleares de las que fueron partícipes.[119]

Lógicamente, la opinión pública se mantenía ajena a todo esto, a pesar de que el programa de pruebas ni siquiera era un secreto y medios de comunicación como la revista Life mantenían a los norteamericanos informados de lo que estaba sucediendo en Nevada e incluso publicaban fotografías de las nubes nucleares. Por extraño que pueda parecer, semejante actitud era relativamente corriente en aquella época, ya que nos encontrábamos en el apogeo de una campaña propagandística en todos los niveles para que los estadounidenses viesen lo relacionado con la energía nuclear —y muy especialmente lo relacionado con el armamento nuclear— con absoluta normalidad.

Durante el programa Tumbler/Snapper se probaron varios tipos de bomba atómica con potencias que oscilaban entre 1 y 30 kilotones. Una ciudad entera con edificios y árboles fue construida alrededor de la zona de pruebas para reproducir con la mayor fidelidad posible los efectos de una explosión atómica en un núcleo urbano.

Poco a poco, el campo de Yucca Flat se fue cubriendo de cráteres de diferente tamaño y profundidad dependiendo de la intensidad de cada explosión y de las condiciones geológicas del terreno. La Comisión de Energía Atómica nunca parecía tener suficiente y siempre solicitaba «una prueba más» para verificar sobre el terreno tal o cual idea.

LA BOMBA «H»

1952. La pérdida del monopolio nuclear por parte de Estados Unidos había colocado a las superpotencias en una incómoda situación de equilibrio. El desarrollo de la bomba de hidrógeno era el proyecto en el que Estados Unidos había puesto todas sus esperanzas de volver a inclinar la balanza de su lado.

Sobre el tablero de diseño, la construcción del nuevo artefacto atómico no revestía especial dificultad. Pero no bastaba con fabricarla: también era necesario comprobar sobre el terreno su potencial destructivo, para lo cual se volvió al Pacifico, donde tuvieron lugar las pruebas designadas bajo el nombre en clave de Operación Ivy.[120] Esta vez el escenario de la prueba sería el atolón de Enewetak, una vez más en las ya castigadas islas Marshall, donde se montaría y se haría estallar a «Mike», la primera bomba de hidrógeno de la Historia, cuyo nombre fue escogido por la «M» de megatón.

Nadie sabía a ciencia cierta lo que podía suceder, ya que hasta aquel momento la «bomba H» sólo había sido un mero planteamiento teórico. Pero el ritmo de los acontecimientos y las imposiciones que marcaron los militares hicieron que no hubiera tiempo para contemplaciones; había que disponer de la bomba de hidrógeno antes que los soviéticos y, más allá de eso, las demás consideraciones carecían de importancia. En aquel momento histórico la posibilidad de una confrontación nuclear era real y cualquier posible ventaja podía decidir quién sería el «vencedor».

«Mike» era, pues, una verdadera incógnita, y estimaciones como las distancias de seguridad se establecieron prácticamente a ojo. Los 10,4 megatones del artefacto le otorgaban una potencia 750 veces superior a la bomba de Hiroshima, y eso despertaba cierta inquietud entre los encargados del experimento, el llamado «Comité Panda» dirigido en el laboratorio de Los Álamos por J. Carson Mark. Pero la tentación de ir más allá de lo que nadie había soñado, desencadenando una energía sólo comparable con la que vibra en el corazón del Sol, era grande. Se trataba de llevar a cabo la mayor demostración de poder que jamás se hubiera realizado en la Historia humana. Pero la naturaleza tenía una sorpresa reservada para los científicos y militares responsables del proyecto. «Mike» fue un éxito más allá de las esperanzas de los que lo diseñaron, y aún hoy es la cuarta mayor explosión nuclear de la Historia de Estados Unidos. Con el paso del tiempo fueron muchos los militares que confesaron haberse sentido horrorizados al comprobar que tenían en sus manos el instrumento para borrar para siempre de la faz de la Tierra enormes núcleos de población.[121]

Pero, como siempre, la Comisión de Energía Atómica no tenía suficiente, y comenzó a fabricarse King —en este caso la «K» era de kilotón—, un segundo prototipo completamente operativo y diseñado para ser lanzado por un bombardero B-36 sobre la isla Kwajalein, también en el archipiélago de las Marshal. King casi llegó a superar a su hermano a pesar de tener un tamaño considerablemente menor. Esta sola detonación supuso la liberación de más poder destructivo del que se había empleado durante la totalidad de la Segunda Guerra Mundial. King fue el modelo para el desarrollo de la Mk-18, un arma nuclear de la que Estados Unidos construyó decenas de unidades durante los años posteriores.

RETORNO A BIKINI

Con el tiempo, un nuevo concepto hizo aparición en la terminología geopolítica: la «escalada nuclear». Ambas potencias se habían embarcado en una ciega carrera por poseer más armas, cada vez más potentes, como si hubiese alguna diferencia en tener el poder para destruir la Tierra dos o quince veces, salvo para beneficio de las empresas de armamento. En medio de este clima se hizo necesaria una nueva batería de pruebas nucleares que, bajo el nombre de Operación Castle, se realizaron en un escenario que ya se había convertido en un clásico de los experimentos atómicos: el atolón de Bikini. El propósito principal en esta ocasión consistía en probar artefactos nucleares baratos y de poco peso que pudieran ser producidos en masa y empleados eficazmente como arma de bombardeo. Para ello tenía especial importancia la distancia mínima de seguridad desde la que un avión podía arrojar una bomba atómica, máxime cuando el progresivamente reducido tamaño de los artefactos abría la posibilidad de atacar varios objetivos en una misma misión. Podemos hacernos una idea de las intenciones que animaban el proyecto a través de las palabras del general Clarkson, al mando de la Junta de la Fuerza Operativa 7, encargada de la ejecución del proyecto: «Castle fue, con diferencia, la más compleja y significativa operación en la corta pero impresionante historia de las pruebas militares y, en mi opinión, absolutamente vital para la seguridad nacional y la del resto del mundo libre».[122]

La isla de Perry fue elegida como el lugar donde se montarían las bombas y Enyu sería el sitio desde donde se dispararía el primer artefacto, conocido en clave como Bravo. La tecnología nuclear ya no era algo nuevo, así que en esta ocasión se respiraba confianza entre los participantes en la misión y, como suele suceder, en este caso la confianza fue inevitablemente la antesala del error. La cantidad de radiación emitida fue sensiblemente mayor que la esperada, y si las pruebas anteriores ya habían afectado a la isla, la Operación Castle la convirtió en un verdadero cementerio nuclear, en el que fueron registradas lecturas que superaban los 100 rad[*] por hora.

El 1o de Marzo de 1954, y debido a un inexplicable error de cálculo, los 3 megatones previstos se convirtieron en 15.[123] La bomba explotó con muchísima más potencia que la prevista, extendiendo rápidamente una lluvia de radiación que se expandió a trescientos kilómetros a la redonda, cubriendo un área de 8000 kilómetros cuadrados. La cegadora bola de fuego produjo un hongo de 25 kilómetros de altura que aspiró con irresistible fuerza millones de toneladas de arena, agua, coral, plantas y fauna marina que fueron pulverizados, cargados radiactivamente y esparcidos por todo el archipiélago. La explosión generó un huracán artificial que arrancó de cuajo todos los árboles de Bikini. Toda la población de las Marshall quedó afectada e incluso hubo quien resultó quemado por las cenizas radiactivas. El exiliado pueblo de Bikini ahora tenía que sufrir en su propia carne lo mismo que había experimentado su tierra natal. Los militares estadounidenses tampoco se libraron de los efectos de la radiación. Los atónitos capitanes de las decenas de buques que rodeaban la zona de pruebas contemplaron impotentes cómo la nube mortal se acercaba hacia ellos a gran velocidad.

Rápidamente se ordenó que todos los hombres abandonaran las cubiertas pero la medida no fue suficiente, y los contadores Geiger comenzaron a chirriar como locos dando lecturas que superaban varias veces los máximos permitidos, teniéndose que establecer procedimientos de descontaminación de emergencia que no resultaron tan eficaces como prometían los científicos. Lo más triste del caso es que todo esto ocurría con la complicidad de las Naciones Unidas, que en 1947 habían calificado la zona como de interés estratégico poniéndola bajo la administración de Estados Unidos, una extraña medida que no tenía precedente y que nunca más volvió a ser tomada. Aparte de otorgar patente de corso a los norteamericanos para hacer y deshacer a su antojo en el archipiélago, la resolución de la ONU también imponía ciertas obligaciones a los administradores, como «promover el desarrollo económico y la autosuficiencia de los habitantes» y «proteger a los habitantes contra la posible pérdida de sus tierras y recursos». Del celo con que fueron cumplidas estas obligaciones nos habla el hecho de que siete años después el archipiélago entero fuera totalmente evacuado. Los escasos supervivientes de la administración estadounidense eran presa de la malnutrición y las enfermedades. Para algunos nativos ya era demasiado tarde, puesto que la rápida caída de su cabello anunciaba la presencia mortal de la radiación en sus organismos.

La violencia inusitada de la explosión fue tal que sus efectos mortales alcanzaron a los 23 miembros del pesquero japonés Lucky Dragon, que se encontraba faenando a considerable distancia del archipiélago, fuera del cordón de seguridad establecido por la Marina norteamericana. Al principio se sintieron intrigados por el espectáculo de una auténtica «nevada de cenizas blancas» que caía sobre la cubierta de su buque. Por supuesto, nadie les había avisado del incidente de Bikini, por lo que no tenían manera de conocer la naturaleza radiactiva de aquella precipitación. Pocas horas más tarde, la tripulación comenzó a sentir diversas formas de malestar entre las que destacaban las náuseas y el vómito. Poco después su pelo comenzó a caer. Uno de los hombres falleció antes de llegar a puerto. De lo sucedido al resto no tenemos noticia, aunque es de suponer que no fue excesivamente halagüeño.

PESADILLA NUCLEAR

Como hemos visto, lo expuesto en este capítulo no fue exactamente una conspiración. Cuando las razones de seguridad nacional imponen su ley los gobiernos no necesitan andarse con demasiados tapujos para conculcar impunemente los derechos más elementales de sus ciudadanos. La experimentación nuclear con seres humanos durante los años cincuenta es uno de los muchos episodios vergonzosos que constituyen el legado de la Guerra Fría. Desgraciadamente, desde aquella actuación las cosas parecen no haber cambiado demasiado a juzgar por el calvario que han tenido que soportar los veteranos de la Guerra del Golfo, víctimas de una misteriosa enfermedad sobre la que nadie parece querer o poder ofrecer explicaciones.

Las víctimas de las pruebas nucleares tienen la sensación de haber sido deliberadamente utilizadas como conejillos de Indias. Nadie les previno del peligro al que iban a ser expuestos tanto ellos como sus descendientes. La Asociación Nacional de Veteranos Atómicos defiende los derechos de los centenares de afectados, pero sus esfuerzos se estrellan una y otra vez contra el muro de una burocracia empeñada en negar la realidad parapetándose tras las razones de seguridad nacional. Cuando estos hombres han expuesto sus demandas ante la Administración estadounidense se han encontrado con puertas cerradas y funcionarios que han olvidado que lo que sufren es consecuencia de lo que hicieron en nombre de un país que ahora se niega a socorrerlos. Un cúmulo de tragedias personales que sirve para jalonar el desarrollo de una tecnología inútil y letal. Para colmo, en cada uno de los dos escenarios principales de las pruebas, Nevada y las islas Marshall, núcleos de población civil fueron expuestos irresponsablemente a los efectos de la radiación.

CONCLUSIÓN

Otras potencias nucleares, como Francia o Gran Bretaña, desarrollaron sus programas sin exponer a su población a este tipo de riesgo. No obstante, todo ello podría haberse dado por zanjado si lo consideramos como algo del pasado, como una más entre el cúmulo de atrocidades cometidas durante aquellos oscuros años. Afortunadamente, este tipo de pruebas nucleares atmosféricas terminaron en Estados Unidos en 1963. Dieciocho años de explosiones. Aquí hemos contado la historia de sus efectos y los hombres que tuvieron que sufrir sus consecuencias. Ahora, en otros lugares del planeta, en los que el sentido común indica que deberían ocuparse de resolver graves problemas, las imágenes son las mismas, idénticas las consecuencias y sólo varía el color de la piel de los hombres y mujeres que tienen que sufrirlas.