LA SECTA DE LOS ASESINOS

LOS ORÍGENES DE LOS TERRORISTAS SUICIDAS DEL ISLAM

  1. Los orígenes de los terroristas suicidas actuales hay que buscarlos en una secta de hace mil años cuyo legado ha llegado hasta nuestros días.
  2. Hassan ben Sabbah y su «secta de los asesinos» crearon un invisible imperio del terror que se extendía del mar Caspio a Egipto.
  3. Sofisticadas técnicas de lavado de cerebro eran practicadas ya en el siglo X.
  4. Los «asesinos» terminaron sirviendo de patrón y modelo de numerosas sociedades secretas occidentales, servicios de inteligencia y hasta para el mismísimo Ben Laden.

La historia de Hassan ben Sabbah y la «secta de los asesinos» es un apasionante relato en el que se mezclan sexo, drogas, veneración y asesinato. De nuevo nos encontramos ante una de esas ocasiones en que la realidad supera ampliamente la imaginación del más fértil escritor. Una fortaleza aislada en la cima de una montaña, un jardín paradisíaco poblado por bellas huríes, dagas envenenadas e intrigas políticas son los ingredientes de esta mezcla alquímica, en la que se encuentra el germen —hace más de mil años— de uno de los más inquietantes fenómenos de la actualidad: el terrorismo suicida islámico.

Año 1092: dos hombres a caballo se encuentran en los terraplenes de una fortaleza inexpugnable conocida como Alamut, «El nido del águila», que se yergue majestuosa sobre los picos de las montañas de Persia. Uno de los hombres, el que va más ricamente ataviado, es el representante personal del Sha de Persia. El otro, a pesar de ir vestido solamente con una humilde túnica blanca y un sencillo turbante, es, sin embargo, alguien mucho más poderoso que su invitado. Se trata de Hassan, hijo de Sabbah, jeque de las montañas y líder de la temida secta de los hashishins, un ser que en vida había conseguido acceder al Olimpo de lo legendario y cuyo nombre, susurrado en mercados y callejones, inspiraba el temor en todo el mundo árabe. El emisario se encuentra comprensiblemente inquieto, pues desconoce la razón por la que su anfitrión lo ha conducido hasta las afueras del castillo, y la siniestra reputación de Hassan le hace temer por su vida. Sin embargo, no es ése el propósito del poderoso jeque de las montañas. Tras unos momentos de tenso silencio el señor del castillo se dirige finalmente a su huésped: «¿Ve usted al centinela que se encuentra sobre aquel torreón?». El centinela, uno de los fieros guerreros que había cimentado el poder de la secta, era una estatua imperturbable cuya figura se recortaba entre las almenas. Sabbah dio un silbido para llamar la atención del soldado y luego le hizo una escueta señal con la mano. No hizo falta más indicación. La figura de la túnica blanca saludó marcialmente a su líder, dejó caer la lanza y luego, sin dudarlo un segundo, se precipitó en una caída de centenares de metros hasta ser tragado por los abismos que rodeaban la fortaleza. Hassan dio a su boquiabierto visitante unos segundos para que asimilase lo que había visto y finalmente dijo:

«Tengo setenta mil hombres y mujeres emplazados a lo largo de Asia, y cada uno de ellos está dispuesto a hacer por mí lo que acaba de ver. ¿Acaso puede su amo, Malik Sha, decir lo mismo? ¡Y él se atreve a exigir que le rinda pleitesía! Ésta es mi respuesta: ¡márchese!».

Esta escena, digna de una producción hollywoodiense de los años treinta, ocurrió realmente. Lo único ficticio fue la optimista estimación que hizo Hassan del número de sus devotos, que por aquellas fechas se cifraba en algo más de cuarenta mil, cantidad igualmente respetable. Cómo este hombre y sus seguidores levantaron un imperio invisible que se extendía del mar Caspio a Egipto es una de las historias más extraordinarias de todos los tiempos.

Históricamente, Hassan ben Sabbah podría ser considerado como el inventor oficial del terrorismo constituyendo su figura un antecedente perfecto de Osama Ben Laden, quien comparte con él muchas características. Hombre de negocios, erudito, hereje, místico, asesino, asceta y revolucionario, tan polifacético personaje nació en Persia —la actual Irán— alrededor de 1034 en el seno de una familia acomodada de origen yemení.[16] De niño, el hombre que años más tarde sería considerado como la encarnación de Dios en la Tierra, era un diligente estudiante de teología, un celoso talibán no muy diferente de los que gobernarían en Afganistán mil años después. La posición económica de su familia favoreció el que disfrutara de una educación privilegiada para su época, siendo compañero de estudios de personajes de la talla de Nizam al Mulk (que llegaría a convertirse en visir del Sha de Persia) y Omar Jayyam[17] (aún hoy aclamado como gran poeta, astrónomo y matemático). Tal era la unión de los tres amigos que hicieron un pacto por el cual si uno de ellos alcanzaba algún día una posición de poder o influencia asistiría a sus compañeros menos favorecidos por la fortuna.[18]

En su juventud Hassan viajó a Egipto, donde permaneció por espacio de un año y medio. Fue allí donde abrazó la doctrina shiíta. Aprendió a cuestionar el dogma islámico y comprendió que el mundo se transforma mediante acciones, llegando a la conclusión de que las creencias son distracciones inútiles usadas para esclavizar a las masas. Sin descuidar su fervor religioso, el joven Sabbah se convirtió en un hombre pragmático que creía mucho más en la fuerza de las acciones que en la de las plegarias, lo que le serviría más adelante como patrón para estructurar la organización de sus seguidores…

Aparte de lo aprendido en las escuelas shiítas, su estancia en Egipto resultó bastante accidentada. Hassan tuvo que abandonar precipitadamente la región a causa de su participación en la controversia suscitada a raíz de la sucesión del difunto califa. Sabbah fue encarcelado por apoyar a Nizar, uno de los pretendientes al trono, y podría haber pasado el resto de su vida en prisión de no ser porque la suerte, una de las constantes que marcaron su vida, quiso que la pared de la mazmorra en la que se encontraba cautivo se derrumbara y pudiera, de esta manera, huir de vuelta a su Persia natal.[19]

Durante el viaje tuvo tiempo de madurar el que sería el gran proyecto de su vida. Para ello necesitaba un lugar apartado y seguro donde poder llevar a cabo sus planes sin ser molestado. Así, Hassan terminó por encontrar una fortaleza aislada en lo más alto de las montañas de Qazvin. Este castillo, llamado Alamut («El nido del águila»), era la plaza fuerte ideal para la nueva secta que Hassan estaba a punto de fundar: los ismailíes nazaríes (que más tarde serían conocidos como los hashishins, palabra de la que deriva la actual «asesinos»). Además, Alamut se encontraba en un emplazamiento geográfico estratégicamente privilegiado que permitiría a Hassan hacer proselitismo de su secta ismailí por toda Persia.

Los ismailíes son una escisión de la ortodoxia musulmana, algo así como los protestantes dentro del cristianismo. Tras la muerte de Mahoma en 632 su discípulo Abú Bakr fue designado para sucederlo, convirtiéndose en el primer califa del Islam. Desgraciadamente, Mahoma no dejó tan claro como Jesús quién sería la roca sobre la que edificaría su Iglesia y fueron muchos los musulmanes que no estuvieron de acuerdo con esta decisión, considerando que Alí, el primo del Profeta, tenía muchos más méritos para ser su sucesor. Así comenzó la pugna entre los sunitas —la ortodoxia musulmana— y los shiítas —defensores de la legitimidad de Alí—, que fueron cruelmente perseguidos por los primeros, que los consideraban herejes. Esta persecución culminó en el año 680 con el asesinato de Fátima, la hija de Mahoma, que se unió a los defensores de Alí. A partir de entonces los shiítas tuvieron su propio califa —que recibió el apelativo de imán— y se separaron por completo de los sunitas, a la espera de la llegada del Mahdi, un Mesías destinado a conducirlos a la victoria sobre sus enemigos. Es precisamente en el seno de la tradición shiíta donde nacen las creencias ismailíes como un cisma surgido por motivos sucesorios en la época del sexto imán, y que iría cobrando fuerza poco a poco hasta la llegada en el siglo XII de Sabbah.

ALAMUT

Hassan se aseguró la propiedad de Alamut por medio de la sutileza y el engaño. Su formación privilegiada le sirvió en esta ocasión para emplear una treta que ya aparece reflejada en la Odisea atribuida a Ulises. Hassan llegó a un acuerdo con el dueño de Alamut por el que se le vendía por un precio exiguo una porción de tierra que se podría abarcar con la piel de una vaca. El dueño convino en ello pensando que el joven forastero pretendía establecer un puesto de venta en el lugar, no dándose cuenta de hasta qué punto podía llegar la inventiva de Hassan. Éste procedió a dividir la piel de la vaca en tiras sumamente delgadas que le permitieron fabricar un largo cordón con el que abarcaría por entero el área de la fortaleza. Lógicamente, el propietario protestó, pero los seguidores de Hassan se encargaron de persuadirlo de que cumpliera con lo pactado.

Cuando los rumores de lo sucedido llegaron hasta el visir Nizam al Mulk —su amigo de la niñez y virtual gobernante de la región, dado que el sultán había delegado en él todas las funciones ejecutivas—,[20] y anticipándose a las intenciones de su antiguo camarada, comenzó a hacer preparativos para que el ejército del sultán sitiara la fortaleza, algo que jamás sucedería. Al día siguiente, de regreso a sus aposentos tras una audiencia con el sultán para informarle de sus planes, Mulk fue abordado por un sufí que en realidad era Bu Tahir, un agente de Hassan, que tras una breve conversación clavó su daga en el corazón de Nizam al Mulk, convirtiéndolo de esta forma en la primera víctima registrada de los hashishins.

Una vez consolidado su dominio sobre Alamut, Hassan empleó una considerable cantidad de recursos en la construcción del denominado «jardín legendario de los placeres terrenales», un lugar que desempeñaría un papel muy importante en los ritos iniciáticos de los hashishins. El jardín se encontraba en un hermoso valle flanqueado por dos altas montañas. Hasta allí habían sido llevados pájaros, plantas y animales exóticos de todo el mundo. Rodeando el jardín se construyeron lujosos palacetes de mármol y oro, adornados con hermosas pinturas, exquisitos muebles y tapices de fina seda. Por todos los rincones de la reducida geografía de este paraíso terrenal se habían dispuesto los más suculentos manjares, mientras que en cada rincón se podían ver fuentes de vino y agua fresca.

¿Cuál era el propósito de este exótico decorado? Crear el marco adecuado para la escenificación de un impactante rito iniciático que asegurase de por vida la lealtad absoluta de los nuevos acólitos. El iniciado que era llevado al jardín de las delicias se encontraba en estado de inconsciencia tras haber quedado fuera de combate por una potente poción, cuyo principal ingrediente era el hachís (de ahí el nombre por el que era popularmente conocida la secta) en forma de aceite de cannabis, y que además contenía diversos ingredientes psicotrópicos, como hongos alucinógenos. Al despertar de su sueño, el acólito se veía rodeado por un grupo de bellas adolescentes que le daban la bienvenida cantando, bailando y tocando instrumentos musicales en su honor. Mientras el boquiabierto joven aún intentaba reponerse de su asombro, las muchachas comenzaban a administrarle un masaje que poco más tarde derivaría en una pequeña orgía que incluía la práctica de sofisticadas técnicas sexuales. Éste era el prólogo de una corta pero inolvidable estancia en el jardín que aseguraba a Hassan que podría exigir lealtad absoluta de su nuevo seguidor y que sus órdenes serían seguidas sin preguntas ni reparos. Tras las ruinas del castillo que todavía existen en Alamut hay un valle semioculto por las escarpadas paredes que lo rodean por el que fluye un arroyo de agua fresca y cuyo verdor contrasta con la sequedad del entorno circundante. Es muy probable que fuera ésa la ubicación del mítico jardín.

Aunque algunos autores han cuestionado la validez como dato histórico del uso del hachís por los asesinos, lo cierto es que se trata de un hecho cuidadosamente documentado. No obstante, no es cierto que los asesinos ingirieran este narcótico para relajarse antes de emprender alguna de sus expediciones de asesinato, como se piensa en la creencia popular, sino que lo más probable es que consumieran algo de droga antes de visitar el jardín de las delicias por última vez, como placentero prólogo de una misión suicida.

UNA SOCIEDAD ESOTÉRICA

La estancia en el paraíso terrenal creado por Hassan era solamente el comienzo de la carrera del adepto en la secta, cuyo escalafón se dividía en siete grados. Los hashishins combinaban las doctrinas exotéricas y esotéricas del islam. Sabbah era practicante de la alquimia y estudioso del sufismo, de modo que parte del plan de estudios iniciáticos para los futuros hashishins implicaba el dominio de métodos ocultos para alcanzar planos más altos de conciencia, algo que en el otro extremo del planeta ya se practicaba en otra mítica sociedad de asesinos profesionales, los ninja japoneses. Pero no todo era meditación y preparación mental, sino que también se aprendía cómo matar eficazmente mediante el veneno o la daga. Los iniciados eran entrenados concienzudamente de una forma que nada tiene que envidiar a la de los servicios secretos actuales. Recibían clases de todo tipo de materias que pudieran serles útiles para su cometido, aprendían varios idiomas, así como el modo de vestir y las maneras propias de comerciantes, monjes y soldados. Además, les enseñaban a hacerse pasar por creyentes y practicantes de las religiones más importantes de modo que un seguidor de Hassan podía adoptar con éxito la identidad de cualquier persona, desde un comerciante acomodado a un místico sufí, un cristiano o un soldado sarraceno.[21]

Para comprender mejor el éxito de los hashishins hay que asumir que el asesinato político era una práctica muy extendida en el Islam ya antes de la llegada de Hassan ben Sabbah. Otras sectas y grupos habían recurrido a tan expeditivo método en el pasado, e incluso el propio Profeta ya señaló a determinados individuos manifestando que «no merecían vivir», a la espera de que sus seguidores entendieran la indirecta. Una secta extremista shiíta fue conocida en su momento como «los estranguladores» debido a que éste era el método que preferían a la hora de ejecutar a sus víctimas.[22] El mundo musulmán de la Edad Media era un entorno confuso en el que la autoridad siempre pasaba a manos de aquellos que tenían la voluntad y la osadía necesarias para tomarla y retenerla mediante la violencia o la astucia. Los derechos hereditarios pesaban tanto como las espadas al servicio de los pretendientes al trono y más de un gran imperio se desmoronó a causa de estas luchas intestinas. Imanes y califas eran con frecuencia víctimas de asesinos a sueldo pagados por aspirantes al cargo que, en bastantes ocasiones, terminaban sus días de la misma forma que sus antecesores. Lo que introduce de novedoso Hassan ben Sabbah en este entorno es la práctica sistemática del asesinato como elemento primordial de su estrategia, por medio de la que pretende alcanzar determinadas metas mediante la extirpación «quirúrgica» de ciertos elementos clave de la escena militar y política.

Para que este planteamiento tuviera éxito la organización era un factor esencial. La orden hashishin se basaba en una estructura administrativa que, a juzgar por los resultados obtenidos, resultó ser tremendamente eficaz. En la cima de la jerarquía estaba Hassan, el viejo de la montaña, cuya privilegiada mente lo mismo se encontraba ocupada en trazar complejos planes que jugaban con el equilibrio político de todo Oriente, que meditando sobre la interpretación de algún pasaje del Corán. Debajo de él estaban los priores magníficos —místicos y clérigos que daban sustento espiritual al grupo—, los propagandistas o dai —encargados de predicar la palabra de Sabbah por todo el orbe musulmán y reclutar nuevos adeptos a la causa— y finalmente los fidai, que eran el escalafón más bajo dentro de los hashishins, aunque en modo alguno el menos importante. Los fidai —«ángeles destructores» o «autosacrificados»— tenían un voto de obediencia absoluta y una convicción fanática que los mantenía dispuestos a llevar a cabo cualquier atrocidad que su señor exigiera de ellos, incluyendo el suicidio y el asesinato. Vestían túnicas blancas con fajines y turbantes rojos: colores que representaban la inocencia y la sangre. Llama la atención que los terroristas suicidas actuales mantengan en su iconografía ritual un atuendo muy parecido.

La figura clave en esta organización eran los dai. Se trata de una figura que en muchos sentidos resulta exclusiva de la cultura persa. Si tuviéramos que compararlos con algo conocido, los misioneros cristianos resultarían la figura más cercana a nuestra cultura. Como los misioneros, los dai recibían una extensa formación que los convertía en vendedores perfectos de las ideas a las que servían, estando investidos además de una autoridad de la que en principio carece un misionero cristiano. Su tarea era principalmente la de impresionar a las gentes con las que se encontraban, excitar su curiosidad e imbuirles el deseo de saber más sobre ellos y sus creencias. Una vez enganchado un buen número de acólitos potenciales, revelaba los misterios de la orden sólo a aquellos más prometedores, siempre y cuando accediesen a prestar juramento de fidelidad al imán, el representante de Dios sobre la Tierra, que, en este caso, no era otro que Sabbah.

Dado que los hashishins ganaban influencia en la región con un ímpetu que parecía imparable, el Sha de Persia se sentía inseguro en su posición, lo que lo llevó a cometer el mismo error que cometiera tiempo atrás su visir y a pagarlo de similar modo. Apenas habían llegado las tropas a las cercanías de Alamut cuando el atrevido monarca moría envenenado. Tras su muerte, el reino de Persia quedó dividido en facciones que guerreaban constantemente entre sí, situación que convirtió a los «asesinos» en el grupo más poderoso e influyente de la región durante años.

En ese tiempo la secta fue sofisticando sus métodos, convirtiendo el asesinato en una forma de arte, desarrollando técnicas cada vez más audaces e imaginativas, en las que el veneno y la daga eran sustituidos por sofisticadas trampas y técnicas que permitían al asesino alcanzar su objetivo por muy protegido que éste estuviera. Cabe destacar que pese a lo dicho hasta el momento no estamos hablando de una horda sedienta de sangre y dispuesta a alcanzar sus objetivos a cualquier precio. Los ideólogos y estrategas de los hashishins eran intelectuales que preferían utilizar la persuasión en lugar de la violencia siempre que ello fuera posible. Entre los métodos indirectos de persuasión, uno de sus favoritos consistía en obtener la ayuda de mujeres y niños que ejercían una especial influencia ante padres y maridos poderosos. Los sobornaban con vestidos, joyas y fantásticos juguetes traídos a tal efecto por mercaderes que viajaban por todo el mundo en busca de las más exquisitas piezas. También supieron cautivar a algunas de las mentes más distinguidas de Oriente Medio para emplearlas como profesores en sus escuelas o como consejeros en asuntos mundanos. Esta sabia combinación de mano de hierro en guante de terciopelo sirvió para que, en poco tiempo, la mayoría de la población de Persia profesara las creencias ismailíes.

MÍSTICO Y ASCETA

Sin embargo, a medida que sus hazañas se multiplicaban y eran cantadas y contadas por todo el mundo árabe, Hassan ben Sabbah fue convirtiéndose en un personaje cada vez más misterioso y reservado, que vivió el resto de su vida confinado por propia voluntad entre los muros de la fortaleza. Se dice que durante ese período abandonó sus aposentos tan sólo en dos ocasiones. Llevaba una vida propia de un asceta, consagrado a la mística y a la redacción de tratados teológicos. La ambición expansionista que caracterizaba a la secta de Hassan —y los expeditivos medios que empleaba— no se debía a una ambición personal, sino a su condición de creyente profundamente devoto de la fe ismailí, que quería convertir en la única corriente imperante en el Islam. De este carácter modesto y hondamente religioso nos habla la circunstancia de que Hassan podía aspirar a declararse descendiente directo del Profeta con más legitimidad que otros que ya lo habían hecho, pero rechazó utilizar esto como ventaja política: «Prefiero ser un buen sirviente del Profeta antes que su hijo indigno».

Su celo religioso lo llevó a cometer no pocos excesos entre sus propias filas. En Alamut, como siglos más tarde en el Afganistán de los talibanes, estaba terminantemente prohibido beber y tocar instrumentos musicales. Estas prohibiciones y muchas otras se aplicaban con extremado celo y Hassan exigía a sus seguidores una total obediencia. Era de una severidad inflexible, tanto que hizo ejecutar a sus dos únicos hijos: a uno por beber y al otro por saltarse la cadena de mando cometiendo un asesinato que no había sido ordenado. Durante la última época de la vida de Hassan la secta combatió en dos frentes bien definidos. En las cruzadas lucharon indistintamente en ambos bandos en función de cuál de ellos sirviera mejor a sus necesidades del momento. Al mismo tiempo, no se detuvieron en expandir su dominio por toda Persia y su influencia llegó hasta Siria, donde comenzó a actuar una rama particularmente activa de la orden. Hassan ben Sabbah falleció en 1124, a la edad de 90 años. La ejecución de sus dos únicos herederos hizo que tuviera que designar a dos de sus generales para que continuaran su obra como sucesores. Uno asumió el control de los elementos místicos e ideológicos de la orden, mientras que el otro se encargó de los asuntos militares y políticos.

Durante ese período, y aprovechando el desconcierto que trajo consigo la muerte de Sabbah, la dinastía seljúcida tomó de nuevo el control en Persia, lo que provocó una nueva oleada de asesinatos. El primogénito y sucesor de Nizam Al Mulk cayó bajo la daga de un fidai. El nuevo sultán, que había sucedido a su padre Malik Sha y recuperado el control de grandes zonas del país, decidió, como su padre antes que él, marchar contra Alamut. Una mañana despertó con una daga clavada en su almohada. El sultán hizo un pacto con los «asesinos» por el que les otorgaba la autonomía a cambio de reducir sus fuerzas militares y un compromiso de no injerencia en los asuntos de Estado. Fue también en esta época cuando Marco Polo llegó a las proximidades de Alamut y se enteró de la existencia de la orden, incluyéndola en el relato de sus viajes y haciendo que su fama se extendiera por toda Europa.

Los hashishins sobrevivieron durante más de cien años tras la muerte de Sabbah, hasta que Alamut fue finalmente sitiado y conquistado en 1256 por los invasores mongoles al mando de Halaku Kan, hijo de Gengis Kan. Halaku era un gran admirador de la figura de Hassan y encargó a su principal consejero que recopilara una historia completa de los «asesinos» basándose en los registros de la biblioteca de Alamut. De este trabajo procede la mayoría de los datos históricos de los que actualmente se dispone sobre la orden.

EL LEGADO DE LOS «ASESINOS»

Tras la caída de Alamut, la mayoría de los supervivientes del grupo se vieron forzados a la clandestinidad, manteniendo sus creencias y tradiciones en estado latente. En la actualidad, los ismailíes nazaríes todavía existen, y están liderados por el Aga Kan, una de las figuras progresistas del Islam. La Aga Khan Development Network es una organización creada basándose en las condiciones de vida en las sociedades en donde los musulmanes tienen una presencia significativa, si bien se esfuerzan en dejar muy claro que no son una organización de carácter religioso.[23]

La sociedad secreta que creó Hassan ben Sabbah marcó un antes y un después en el desarrollo de este tipo de organizaciones e influyó decisivamente en las que fueron creadas con posterioridad. Durante las cruzadas, los hashishins lucharon para y contra los cristianos, según beneficiara a sus planes, si bien las férreas estructuras jerárquicas de las órdenes militares mermaban considerablemente la eficacia de su táctica de asesinatos selectivos, ya que tan pronto un personaje clave fallecía era inmediatamente sustituido por otro.

Ricardo Corazón de León fue acusado en su momento de haber solicitado la ayuda del Señor de las montañas (Sheik Al Yebel, que no era Sabbah, como vulgarmente se cree, sino el jefe de la rama siria de la secta) para cometer el asesinato de Conrado de Monferrato. Según cuentan las crónicas, se escogió a dos asesinos que aceptaron ser bautizados y que fueron emplazados a ambos lados de Monferrato, fingiendo rezar. En el momento en que se presentó una ocasión favorable lo apuñalaron y corrieron a refugiarse en una iglesia. No obstante, llegó hasta sus oídos la noticia de que habían fallado en su intentona y el príncipe aún se encontraba con vida, por lo que abandonaron su escondite y se dirigieron al lugar donde yacía Conrado de Monferrato para apuñalarlo por segunda vez. Después de esto fueron capturados y murieron sin una sola palabra de confesión o arrepentimiento a pesar de la crueldad de los tormentos que les fueron aplicados.[24]

Algo de aprovechable debieron ver los cruzados en los métodos de los «asesinos» cuando los importaron a Europa y terminaron sirviendo de patrón y modelo de numerosas sociedades secretas occidentales. Los templarios, la Compañía de Jesús, el Priorato de Sión, la francmasonería, los rosacruces… todos deben su eficacia organizativa al trabajo originario de Hassan. De hecho, los célebres Iluminati tuvieron su origen en el aspecto místico de la orden hashishin.[25]

También los servicios de inteligencia, las modernas «sectas de asesinos», han incorporado en sus metodologías muchas de las técnicas milenarias de los hashishins. Por ejemplo, en un manual de entrenamiento de la CIA titulado sin eufemismos «Un estudio del asesinato»,[26] se pueden encontrar rastros de la influencia de los antiguos habitantes de Alamut por todas partes, siendo Hassan ben Sabbah mencionado expresamente en el documento.

Con el paso de los siglos, Sabbah se ha convertido en una figura mítica que ha servido de inspiración a artistas y literatos. El irreal mundo de Alamut, con sus sueños de placeres inenarrables administrados por bellas huríes entre vapores narcóticos y exóticos perfumes, resultó particularmente atractivo para los románticos. En el célebre poema «Kublai Khan» de Coleridge, escrito según se cuenta inmediatamente después del despertar de un sueño de opio, se describe detalladamente la leyenda de Sabbah y de su paraíso terrenal. Coleridge llama a su Alamut de ficción «Armhara», el lugar en que se yergue la bóveda del placer, inspirada en el jardín legendario de los hashishins. Casi un siglo más tarde, los escritores y artistas de la generación beatnik también consideraron a los hashishins como una de sus fuentes de inspiración, identificándose con esa mezcla de misticismo oriental, experimentación con drogas y transgresión social que tiñe la leyenda de la secta. El poeta y pintor Brion Gysin[27] menciona a Sabbah en muchas de sus composiciones, y William S. Burroughs escribió un brillante poema titulado «Las palabras pasadas de Hassan Sabbah»,[28] donde condena como terroristas a organizaciones modernas, como las agencias de inteligencia y las grandes multinacionales.

Como vemos, Hassan ben Sabbah es una de esas figuras que rompe la barrera del tiempo y se mantiene vigente según las sucesivas generaciones la enriquecen con nuevas lecturas que no son sino un fiel reflejo de la situación de cada época. Además, supone un precedente directo sin el que resultaría imposible comprender tanto a esos fanáticos suicidas que tanta intriga e inquietud causan entre los occidentales, como la propia figura de Osama Ben Laden, místico, terrorista, estratega y líder, una versión renovada del mítico adalid de los «asesinos».

BEN SABBAH / BEN LADEN

Dicen que no hay nada nuevo bajo el sol, y la historia tendría mucho que enseñarnos en la guerra contra el terrorismo que actualmente está presenciando el mundo. En esta ocasión, el aforismo «quien olvida el pasado está condenado a repetirlo» parece ser algo más que un mero tópico.

Osama Ben Laden y su ejército de guerreros fanáticos no son sino una versión contemporánea, casi un calco, de Hassan ben Sabbah y su orden de asesinos. Su escondrijo en las cordilleras de Afganistán es un recordatorio de la plaza fuerte de Sabbah, ubicada en montañas no muy alejadas de los túneles de Tora Bora. Como Sabbah, Ben Laden ha educado a sus guerreros desde la adolescencia para que acepten la muerte sin dudas ni vacilaciones, como parte de un programa político revestido de contundentes lemas religiosos que se encuentran, por fortuna, muy alejados de lo que representa la corriente mayoritaria del Islam. Las creencias de Ben Laden tienen su fiel reflejo en las enseñanzas wahabíes, desviación estrecha y fanática de la providencial tolerancia mostrada históricamente por el Islam sunita.

La puritana versión wahabí del Islam es un movimiento sectario que emergió en la Arabia del siglo XVIII y cobró nuevos bríos a principios del siglo XX con la fundación del reino saudita. Según Ibn Jaldún, gran historiador musulmán del siglo XIV, un tema recurrente en la historia musulmana es el asalto periódico a la civilización islámica por parte de los primitivos nómadas del desierto, los bárbaros. El wahabismo es un claro ejemplo de esta circunstancia. El propio Ben Laden —al romper con su origen saudita y todo lo que representa— confirma la teoría de Ibn Jaldún de la lucha cíclica entre los habitantes del desierto y los que han preferido una cultura sedentaria instalándose en las ciudades. Por ello, decir que las posturas de Ben Laden no son representativas del mundo musulmán y que han hecho un daño inmenso al Islam y a la civilización que representa es algo más que una justificación más o menos bienintencionada.

Sin embargo, aquellos que opinan que la muerte de Ben Laden es la solución de este problema deberían asumir algunas enseñanzas de lo ocurrido hace casi mil años en Alamut. En el caso de Sabbah, su ausencia física no extinguió el fanatismo de sus seguidores hasta más de cien años después de su muerte, y ello tras una aplastante derrota militar precedida por encarnizadas batallas. La enseñanza histórica de esto es que podemos acabar con Ben Laden y dispersar su organización, pero ello no supondría el final del problema, y la civilización occidental puede verse en la necesidad de permanecer en guardia indefinidamente para contener el fanatismo de los guerreros ocultos de Al Qaeda.

Por lo que sabemos de esta organización, no se trata tanto de un grupo terrorista con unos fines políticos claros y definidos, como de una secta religiosa de corte similar a la liderada en su momento por Sabbah. Ése es uno de los factores determinantes que ha provocado la desorientación de los expertos en terrorismo. La mayoría de sus miembros no se aproximan ni de lejos al perfil de los desposeídos de la franja de Gaza, sino que pertenecen a la clase media y alta musulmana, cuyos jóvenes han recibido una completa educación, muchos de ellos, como el propio Ben Laden, en las aulas de las más exclusivas universidades de Occidente. Probablemente, la miseria fuera algo desconocido para la mayoría de estos jóvenes hasta el momento en que decidieron acudir como voluntarios a Afganistán. Al Qaeda encaja a la perfección en las definiciones más aceptadas de secta destructiva. Adoctrina y se asegura la obediencia de sus miembros mediante técnicas de control mental; forma una sociedad cerrada y totalitaria en la que la figura del líder —autoproclamado, mesiánico y carismático— es todopoderosa; y están plenamente convencidos de que el fin justifica los medios.

Al Qaeda recluta también el mismo perfil de adeptos que una secta destructiva. Según el Centro Estadounidense de Información sobre Sectas, el candidato perfecto para este tipo de grupos tiende a ser una persona inteligente, idealista, instruida, acomodada económicamente e intelectual o espiritualmente inquieta. Unas características que encajan a la perfección con las de Zacarías Musaui, miembro del comando encargado de secuestrar el avión estrellado en Pensilvania y que fue detenido por el FBI días antes de los atentados. Graduado con máster en Comercio Internacional y educado en Francia y Gran Bretaña, Musaui, como todos los reclutas de la secta, experimentó un visible cambio de personalidad tras regresar de su estancia en el campo de entrenamiento de Al Qaeda. Su propia familia llegó a la conclusión de que le habían lavado el cerebro.

Los estudiantes musulmanes en Europa, desarraigados culturalmente, enajenados por Occidente, resultan particularmente vulnerables al señuelo de Osama Ben Laden. No tienen que ser necesariamente apasionados defensores de la causa palestina o vibrar de indignación ante la presencia de bases de Estados Unidos en el suelo sagrado de Arabia Saudita. Al Qaeda les llena un importante vacío espiritual y psicológico: les da un sentido de propósito en la vida, de trascendencia, seguridad e identidad. La organización conoce a la perfección la psicología de estos jóvenes musulmanes y pulsa con maestría los resortes precisos para convertirlos a su causa. En primer lugar, y como todas las sectas, enseña a sus miembros a subordinar su individualidad a la meta del grupo. El manual que Al Qaeda entrega a sus terroristas contiene una larga serie de consejos increíblemente detallados y exige que sigan con precisión ciertos rituales que ayudarán a inculcar la sensación de pertenecer a una comunidad exclusiva.

Como otras sectas tristemente célebres, tales como el Templo del Pueblo del reverendo Jim Jones, que protagonizó en Guayana el mayor suicidio colectivo de la historia: La Puerta del Cielo o la Orden del Templo Solar, Al Qaeda persuade a sus miembros para que sacrifiquen sus vidas con la promesa de un paraíso más allá de la muerte. Una técnica que como hemos visto, ya fue utilizada con éxito hace un milenio por Hassan ben Sabbah.

CONCLUSIÓN

Son demasiadas las semejanzas como para no pensar que Ben Laden no haya tomado elementos de la secta de los hashishins como modelo para levantar su propio reino de terror. Osama Ben Laden es, a fin de cuentas, una persona culta con un profundo conocimiento de la cultura islámica. Visto de esta manera, los hashishins tuvieron finalmente éxito a la hora de hacer perdurar su siniestro legado: una herencia de violencia que se ha extendido a través de los siglos y ha sido capaz de infectar las mentes de los niños de Gaza, de los jóvenes musulmanes de los barrios obreros de Londres o de los ricos estudiantes árabes de los colegios mayores de París. Como dijo en su momento Luis Racionero: «El “Viejo de la Montaña” se ha reencarnado en alguien, es un arquetipo de la impotencia combinada con la maldad nacida del fanatismo: una mezcla explosiva».[29]