28

El funeral por Harry dejó pequeña la iglesia. Algunos vinieron de tan lejos como Bourne. Había sido un hombre reservado, y no dejaba a nadie, pero las personas sentadas en los bancos para escuchar el panegírico del reverendo Vine sintieron más aún la pérdida por lo poco que se habían dicho. Había estado sentado en aquella torre tanto tiempo que la gente no podía acostumbrarse a la idea de que ya no estuviera vigilando por si se acercaban los alemanes.

O que hubiera tenido razón desde el principio. Cuando Harry tiró de la cuerda de la campana antes de derrumbarse, varias personas habían mirado hacia la torre del ayuntamiento, pero lo habían atribuido a los pájaros o al viento. Pero cuando Tom y Will Jakes, remolcando en la parte de sotavento de la costa de atrás, avistaron el submarino emergiendo, recogieron los aparejos y regresaron a casa a toda velocidad. Y fueron ellos los que encontraron el cadáver de Harry junto a la cuerda de la campana. Le miraron y cogieron la cuerda y tiraron, y tiraron y volvieron a tirar: Harry, Harry, Harry. Y las campanas siguieron sonando toda la tarde. Y cuando el viento cambió al final de la tarde, el sonido de las campanas siguió llegando desde Cape, al otro lado del puerto.

El reverendo Vine terminó y Jigg Boggs y Johnny Cripps, Frank Niles, Lars Black y los Jake se adelantaron y cargaron el féretro a hombros, a la cabeza del séquito que salía de la iglesia. Frankie siguió a Emma y a la congregación al exterior, y se quedó en lo alto de la escalera contemplando cómo subían el féretro al coche fúnebre. Dejándose llevar por la cola silenciosa de personas, las dos caminaron detrás del coche. Había bajado la niebla, dejando una cortina pálida y empañada en sus hombros y sus cabellos. A medio camino del cementerio, Frankie se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos.

En medio del parque sumido en la densa niebla, Iris había salido de la iglesia y estaba sola. El pueblo había retrocedido. La cartera estaba de pie en el centro y tenía la cabeza echada hacia atrás dejando que la humedad le mojara la cara. Si Harry estaba mirando, pensó Frankie, vería aquella figura oscura en el centro de la húmeda vorágine, el aire en movimiento, lleno del silencio y de la aflicción de ella. A través de la telaraña de árboles sin hojas, no había luz brillando en la ventana del desván del ayuntamiento. El ojo se había cerrado.

La forma casual como una cosa conducía a otra, fluida como una cuerda desenredándose y cayendo en silencio al mar, era una prueba clara de que la muerte —si llegabas a verla— sonreía. Al fin y al cabo, no era ¿por qué? Era ¿ya está?

¿Ya está? ¿Así era cómo moría Harry Vale? ¿Éste era el final?

Un sonido extraño y regular venía de la dirección de la oficina de correos. Iris había abandonado el lugar en el que había estado en el parque. Al principio Frankie pensó que lo que oía era una pelota de tenis golpeada contra la pared. Poc. Poc. Se quedó quieta, escuchando. Poc y después una pausa. Poc. Poc. Iris estaba en el patio de la oficina de correos con un hacha, lanzándola contra el asta de la bandera. La levantó y balanceó otra vez.

—¿Qué hace? —gritó Frankie.

Si Iris la oyó, no le prestó atención.

—¡Pare!

Frankie echó a correr hacia la mujer inclinada sobre el hacha. La mujer alineó la hoja del hacha sobre el asta blanca de la bandera y la balanceó. La madera empezó a astillarse, el hierro superó el punto medio y el sonido de madera rota ascendió y descendió a modo de advertencia.

—¡Pare! —gritó Frankie desde el pie de los escalones.

Iris levantó el hacha sobre su hombro y volvió a bajarla. La parte superior del asta empezó a temblar bajo la hoja. Pronto se doblaría. La tarea estaba prácticamente terminada, y la mujer dio un tirón violento al hacha hacia ella. La madera gimió, y entonces la parte alta del asta tembló un instante en el aire otoñal antes de rendirse. Fue entonces cuando Iris vio que la bandera seguía ondeando; no había pensado bajarla antes de ponerse a derribar el asta. La gran tela planeó detrás de la madera astillada y a Frankie le pareció una doncella cayendo, seguida de sus cabellos en cascada.

El asta de la bandera se rompió como un hueso, y la bandera se deslizó sobre los escalones de la oficina de correos mientras la parte alta del poste se detenía sobre la barandilla de hierro. Iris estaba inclinada sobre el mango del hacha recuperando la respiración cuando levantó la cabeza y vio a Frankie delante de ella. Sin decir una palabra, Iris se acercó al punto del asta donde estaban fijadas las drizas y empezó a desenredar las cuerdas. Frankie empujó la verja del patio y fue a ayudarla, pero Iris le apartó la mano con brusquedad. Frankie no tuvo valor para marcharse. Iris deshizo la bandera y la recogió en un fardo con los brazos, pasó al lado de Frankie por los escalones, y entró en la oficina de correos. La puerta se cerró detrás de ella.

Sin la bandera, el asta caída, partida en el patio de la oficina de correos, parecía absurdamente pelada.

La cartera volvió a salir y se quedó en el umbral, mirando fijamente el asta abatida.

—¿Iris?

Iris saltó por encima del asta caída y caminó hasta el lugar donde había dejado el hacha. Entonces, sin más, levantó el hacha y la balanceó otra vez.

Frankie se sobresaltó. Iris la balanceó otra vez, apuntando al mismo lugar. Sus fuertes brazos dibujaban el arco y golpeaban como un pistón. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, pero no parecía tener intención de parar. Tras cinco golpes, el asta caída estaba partida en dos. Iris tiró la pieza superior abajo de una patada, de modo que las dos mitades quedaron juntas al pie de los escalones. Entonces bajó y empezó a partir el pedazo más cercano por la mitad. Por la mitad y después por la mitad, por la mitad y por la mitad, reduciendo el asta de la bandera a leña sin levantar la cabeza. El hacha se alzaba sobre su cabeza y bajaba, sobre su cabeza y bajaba otra vez, en expiación.

Desconsolada, Frankie se dio la vuelta y se puso a caminar por Yarrow Road hacia el pueblo. Las luces de las casas la acompañaron hasta que llegó a la franja vacía de dunas del final donde las tres luces de delante eran las de Emma, la suya, y la luz de fuera de la casita de la cartera, al final de todo. Dejó de caminar y se dio la vuelta.

A través de la oscuridad que la envolvía por detrás, las lámparas domésticas brillaban en cuadrados y círculos. Se apretó el suéter oyendo por detrás el motor de un camión que ascendía la colina y Frankie se subió a la hierba para salir del paso. Poco a poco llegó a su casa, y ella se paró para dejarlo pasar. Siguió ascendiendo por la carretera hacia la salida del pueblo, pasando por la casa de los Fitch, donde se estremeció y se calló, pero al llegar arriba cobró impulso. El cambio de marchas rascó, adquirió velocidad y salió del pueblo, y el rugido se hizo más agudo y más distante hasta que desapareció por completo.

En el silencio, en la oscuridad, Frankie se quedó quieta.

Detrás de ella, en el pueblo, la cartera abrió la puerta y entró en la oficina de correos y encendió las luces de la sala. Delante de ella, los tres tejados eran comas en la línea de salida del pueblo.

«Ssss. Ssss. Hable, hable a la cinta», se oyó decir Frankie a sí misma a la noche a través de las ventanas abiertas de la casita.

«Me llamo Thomas. Vivo en un pueblo de Austria, en las montañas…»

—Otto —susurró Frankie.

Estaba en el porche, con los brazos cruzados, mientras la voz de Thomas viajaba con el viento sustituida por el niño llamado «Franz. Franz Hofmann», susurraba su madre. «Vamos —canturreó la voz de Frankie—. Habla aquí. Di tu nombre.» «Inga —decía la hermana, tímidamente—. Inga Borg.» El hermano reía y le tocaba a él. «Soy Litman. Tenemos documentos.» Las voces se despegaban en el cielo, con el oleaje de fondo. «Dígaselo», exigía el hombre del café de Mulhouse, agitando el dedo ante ella. «¿Decir qué? —se oyó preguntar Frankie—. ¿Decir qué a América?» «De moi —la voz del hombre se encolerizaba—. Dites-le de moi.» Frankie escuchó a las personas que hacía meses que escuchaba: «Qu’est-ce qu’elle fait, cette madame?». «Elle entends, Papa.» «Me llamo Susanna, y éste es mi padre. Él es Lucien. Lucien Bergolas.» Se oía el sonido más bajo del padre hablando con su hija. «Oui, oui, Papa. Quiere decir que se llama Lucien Alexandre Bergola y es de Maille», voces que se deslizaban en el viento, su casita como una boca, su casita hablando, y Otto delante de todos, desafiando a quien quisiera interrumpir.

Se volvió y miró hacia la casa de Emma a través de los jardines. «Aquí estamos. Aquí estamos todos.»

«¿Qué pasa en los márgenes de una noticia? —había preguntado Will—. ¿Qué pasa después de la parte que nos cuenta?» Si hay una pregunta que se abra ante nosotros, una pregunta imposible de responder, la que no sabemos que hemos recogido y llevaremos con nosotros durante años, ésa fue la mía. Una historia, como una fotografía, se atrapa, se sujeta un momento y después se entrega. Pero las personas que forman parte de ella siguen. ¿Qué sucede después? ¿Qué sucede?

La historia lo sabía. ¿No dije eso, hace tiempo? ¿No lo arrojé a la cartera como prueba de que su fe en el orden estaba equivocada? Un párpado se abre y se cierra, separando este momento del siguiente, lo de dentro de lo de fuera. Lo que es recordado de lo que es visto. Y en algunos momentos se nos permite verlo todo, todo a la vez. Nuestras vidas retrocediendo y avanzando, de modo que somos uno entre un millón, esa frase que aniquila o trasciende, depende.

¿Amaba Will a Emma? Estoy segura de que sí. El recuerdo de su mano en mi brazo y su susurro, «Esta parte de ella hace que tengas deseos de rodearla con la mano», todavía me hace estremecer a veces cuando alguien me toca en ese punto, porque recuerdo en su voz el anhelo de tocar a su esposa donde me estaba tocando a mí. La amaba con todo su corazón. Pero no podía quedarse. Su batalla con el mundo hizo que tuviera que darle la espalda a su casa y poner su corazón en la batalla. ¿Por qué? Es el misterio fundamental, lo que me hizo recorrer las calles arriba y abajo, entrar y salir de las casas y de las vidas de las personas, hacer preguntas. A mi alrededor, toda mi vida, el espectáculo magnífico de los seres humanos siendo.

Y este vasto y contradictorio espectáculo del que he informado y que pronto dejaré.

Pero no antes de contaros la última parte. Llevé encima la carta del médico desde Londres, por toda Europa, de vuelta a casa, y hasta la puerta de la mujer a la que estaba dirigida. Llamé y ella abrió y la miré y no dije nada. La llevé encima pero no la entregué nunca. Está en mi mesa, sin abrir. Esto es todo lo que he escrito, esto es todo lo que tengo que decir. Esto es lo que sabía la historia.