4
Una lluvia persistente y fría hizo entrar más y más gente al ya atestado bar del Hotel Savoy, y con ellos el olor a lana húmeda y a cuerpos calientes. Habían vivido ciento veintiuna noches, ciento veintiuna, noche tras noche, y a las personas que quedaban, a las personas que salían a la luz cada mañana, podían perdonárseles los gestos extravagantes, los hurras y los puños levantados. Aunque los bombarderos podían llegar dentro de una o dos horas, y todos lo supieran, ahora mismo nadie pensaba esconderse en los deprimentes agujeros. Londres había salido a la calle. Por ahora, la gente se apresuraba llamándose a voces incluso en aquella noche húmeda y desapacible, desconocidos que se decían «¡Buenas noches! ¡Buenas noches!», lanzando sus voces a la calle, sin sirenas, sin pitidos, sin bombas.
Frankie estaba sentada a una mesa al fondo del bar, entre Jim Dowell, un periodista de Associated Press recién llegado de París, Harriet y Dusty Pankhurst, otro de los muchachos de Murrow. Esa noche no había nada de lo que informar, aparte de la ausencia de bombas. Tampoco habrían podido, pensó Frankie, observando el panorama de la sala: la sala de prensa estaba allí.
—¿Quiénes son?
Pankhurst ladeó la cabeza en dirección a un trío de mujeres que acababan de aparecer en el umbral, sacudiendo los paraguas y riendo, mandando un calor brillante hacia la sala atestada.
Dowell se volvió a mirar.
—Más periodistas glamurosas —explicó, volviéndose otra vez— que vienen donde está la acción.
—Exceptuando lo presente, claro —dijo Pankhurst magnánimamente.
—¿Nosotras no somos glamurosas?
—No sois chicas —se zafó Pankhurst.
—En ese sentido —acabó Dowell sonriendo a Harriet.
Los ojos de Frankie se volvieron con rapidez hacia Harriet, que frunció los labios pero no dijo nada. Hasta hacía poco, sólo había un puñado de mujeres periodistas acreditadas en Europa, pero cada vez había más mujeres abriéndose camino en el ámbito de la información seria de guerra, que llegaban con encargos para escribir sobre dobladillos franceses y sencillamente se quedaban y mandaban reportajes sobre los bombardeos y las colas del pan.
—De hecho… —Dowell suspiró, y echó un vistazo a la sala—, parece que el número de turistas de guerra ha batido el récord aquí.
—Es que llueve, Jim, nada más —replicó Harriet.
—Sea como fuere, muchos americanos no desean entrar en guerra. —Dowell siguió con el tema que había empezado antes de que las chicas aparecieran—. Más del ochenta por ciento.
—Eso da igual. —Pankhurst hizo un gesto desdeñoso. Rubicundo y sudoroso e imposible de sobrevalorar; hacía tan bien el papel de metepatas que los demás tenían la costumbre de contarle más de lo que deberían—. Eso da igual. El voto para la reelección de Roosevelt se ha convertido en un voto para combatir.
—Y ahora los alemanes están colocando sus piezas en el tablero —aceptó Dowell—. Por lo que sé, el almirante Dönitz pretende que sus submarinos estén en el puerto de Boston el año que viene por estas fechas.
—Tonterías —respondió Pankhurst—. Los alemanes tienen ventaja donde están ahora. ¿Para qué iban a desperdiciar eso? ¿Has visto con qué rapidez hundieron treinta y siete barcos el mes pasado en la bahía de Vizcaya? Se quedarán sin efectivos si pretenden llevar la guerra al otro lado del mar.
—Calla —dijo Dowell cordialmente— y escucha a tus mayores. La semana pasada estuve en el bar de los marineros en Lorient y les oí hablar. Muchas fanfarronadas, claro, pero si escuchas con atención, parece que se está preparando un submarino para cruzar el océano.
—Dios, siempre jugáis con ventaja.
Harriet apagó el cigarrillo.
—¿Jugamos? —preguntó Dowell inquisitivamente.
—Los hombres —aclaró ella.
—Ja.
Dowell apretó el hombro contra el de ella, y Frankie vio que los dos estaban juntos otra vez. Por la mañana serían tres a desayunar en casa.
¿Porque somos mejores sacando información?
Harriet le apartó la cara un poco.
—Porque los marineros no están midiendo el ángulo preciso en el que vuestros pechos navegan por encima de la mesa.
Frankie se atragantó.
—Podéis ser invisibles, podéis ser una máquina grabadora con patas —dijo Harriet con un suspiro—. Y podéis enterrar esa charla de marineros en vuestra sonrisa, mientras la archiváis para más tarde.
—Conozco esa sonrisa. —Dowell sonrió—. Ya, aquí está. —Y sonrió insípidamente, sin ninguna luz en los ojos—. La especial del censor.
—La historia detrás de la historia —convino Pankhurst.
Frankie asintió. Bill Shirer escribía diez minutos de guión para cinco minutos de antena, y Murrow a menudo acababa las emisiones con sudor frío, tras planificar las noticias para que no alertaran ningún radar, adelantándose al censor, esquivando y eludiendo el corte imaginado. Ella ya había aprendido lo que podía decir que había visto —una luna llena podía describirse como luna de bombero— y cómo sembrar la noticia sin que los alemanes, que estaban escuchando, supieran lo que habían oído. Era un desafío, un baile en la cuerda floja. Era la representación de lo que es y lo que no es.
—Me juego algo a que podría sacar algo de allí —musitó Frankie.
—Seguro que sí, preciosa.
—Calla. —Dio un empujoncito a Jim—. Lo digo en serio.
—Pues ya somos dos.
Jim le sonrió.
Frankie brindó con Dowell y se acabó su bebida, observando el movimiento del pelo de Harriet al inclinarse hacia la mano de él que protegía la cerilla, apoyando el jersey dorado contra la chaqueta de Jim, la forma como ladeaba la cabeza al preguntar y responder, acribillándolo con preguntas sobre Francia. Aunque nunca llegaran a ser como los hombres, a Frankie le gustaba esa tierra de nadie desde donde informaban Harriet y ella. Era una mujer, sin duda. Pero esta charla —la conversación franca y curiosa de los periodistas, la droga que era estar allí, anotarlo todo, conseguir la información— se enquistaba en todos ellos, hombres o mujeres.
—¿Crees de verdad que los alemanes lanzarán un ataque contra Estados Unidos?
Frankie regresó a la tesis de Dowell.
Dowell apuró lo que quedaba de su whisky sour.
—Yo sólo os digo lo que he oído. Lo juro, los hombres de Dönitz aparecerán en el puerto de Nueva York una de estas noches, no harán nada y volverán a casa sonriendo, un triunfo seguro. Y después le seguirán un montón de ellos —miró el vaso vacío con los ojos entornados—, a finales de verano, del cuarenta y uno.
—¿Te apuestas algo?
—Apuesto —asintió Dowell—. Hecho.
—Pues claro. —Pankhurst rió burlonamente—. Eh, Reggie —gritó al camarero, levantando el vaso de Dowell—. El soñador necesita otra.
En una mesa del centro de la sala, Frankie observó a uno de los hombres inclinándose hacia su pareja y susurrándole algo al oído. La muchacha se doblaba hacia él, escuchando. Después sonrió. Frankie miró su vaso y bebió un poco de escocés. Cuando volvió a mirar, un hombre atractivo sentado en un taburete de la barra le sostuvo la mirada.
—Yo os diré por lo que deberíais apostar —dijo Harriet tranquilamente—. Si las cuotas de inmigración en nuestro país se levantarán o no.
—¿Para los alemanes refugiados?
Harriet asintió.
—Veintisiete mil trescientos setenta puestos. Esto es lo que ofrecemos. Veintisiete mil trescientos setenta. ¿Qué cifra tan tonta es ésa? Y por ahora no se modifica, no se ha modificado en dos años, a pesar de que hay torrentes de personas esperando visado. Atascadas aguardando un pedazo de papel.
—Existe el temor a los espías —observó Pankhurst.
—Tú sabes y yo sé que esos refugiados no son espías nazis —replicó Harriet—. Y aunque sigamos denominándolos «refugiados», personas que han dejado sus hogares arrastradas por la guerra y todas esas estupideces, son judíos. Que son obligados a abandonar sus casas. Que son deportados. Que tienen veinte minutos desde que llaman a su puerta hasta que los empujan como un rebaño por la calle. Veinte minutos para recoger lo que pueden. Que les dicen que se vayan. Que se vayan de Alemania. De Austria. De Europa. Y Estados Unidos no te deja entrar a menos que demuestres que tienes recursos. Así que están atascados. Y lo digas como lo digas, la indiferencia de la burocracia, la crisis de los refugiados, las noticias no se publican en primera página. Lo que les está sucediendo a los judíos se entierra en las páginas centrales de los periódicos. Se considera una noticia secundaria y aún gracias.
—Alguien debería ir y mostrarlo. Describir la imagen de las personas que intentan salir de Alemania. Seguir a una familia. Entonces quedaría claro que no es casualidad que los refugiados sean judíos. Ésta es la noticia que hay que obtener —dijo Pankhurst.
Harriet sacudió la cabeza.
—No se puede. Ya es demasiado oscura para contarla. La semana pasada conocí a una mujer en el centro de refugiados de Marylebone que fue separada de su marido en la frontera entre España y Francia debido a un error de transcripción. Una «n» de menos en el visado de ella. A pesar de que tenía el pasaporte, de que les mostró su nombre como es debido, y de su certificado de matrimonio, la retuvieron veinticuatro horas antes de soltarla. Y entonces él ya se había ido. Y lo único que sabe es que se dirigía a Lisboa y de allí a Norteamérica. Norteamérica, me dijo, como si yo pudiera saber cómo localizarlo. Están separados para siempre, ¿no? No hay forma de reunirlos. Ella no está donde él cree que está, y lo único que puede decir, una y otra vez a todos los que van al centro, es: «¿Eres de Norteamérica? ¿Norteamérica?». Es muy triste. Casi se podría decir que Dios se ha caído del cielo. Que se ha ido. Ésta es la noticia, maldita sea.
—¡Dios! —exclamó Frankie. Inquieta y tensa, golpeó su vaso con la uña. Se agitó en la silla, deseosa de levantarse, deseosa de moverse—. Dios todopoderoso, qué ganas tengo de hacer algo.
—¿Qué pasa, guapa? ¿Es que no te diviertes?
El hombre que la había estado observando desde la barra se había inclinado entre ella y Pankhurst. Tenía unos rasgos clásicos y era moreno y su acento era de clase alta, Oxbridge. Sus ojos se posaron ligeramente sobre la cara de Frankie.
—Siempre —contestó ella.
—¡Ja!
Pankhurst dio un manotazo a Dowell.
—Pues ven a bailar.
El hombre le tendió la mano y Frankie la cogió, mirándolo.
Lo siguió a través de la sala, hacia los bailarines, miró por encima del hombre y vio que Dowell y Harriet también se levantaban y Pankhurst alzaba su vaso hacia ellos brindando. El ruido en el bar del hotel subió de volumen cuando la orquesta empezó a tocar «In the Mood», mandando ráfagas de conversaciones al aire. Fuera, en la fría oscuridad, la ciudad esperaba, pero allí dentro, por el momento, había luz y existía la posibilidad de reír y la alegre cresta de una pequeña ola levantándose, y el hombre la conducía hacia la pista de baile con soltura, tanta que Frankie sintió un estremecimiento subiéndole por la columna donde él había puesto su mano, y sonrió contra la chaqueta de él. Fáciles y familiares, las horas que tenían por delante se desplegaban con seguridad, debido a la forma como la guiaba y la forma como el cuerpo de ella se adaptaba a la curva de la mano de él. Y se abandonó a lo que vendría como un regalo, un regalo a punto de abrirse lentamente y con toda su atención. La música bajó un poco, y se hizo más lenta, o era él que se paraba un tiempo, un contrapunto, para que ella entrara con más facilidad. Hacía meses que nadie la sujetaba así, aunque se sentía como si hubiera ascendido a la cima de una montaña y pudiera pararse un momento y mirar al vacío, mirar atrás. Él estaba muy cerca de ella y sus labios eran gruesos, y Frankie olió el escocés en su aliento. Todas las bombas y todo el ruido habían quedado atrás por un momento, y en este tiempo intermedio, ahora mismo, el mundo retrocedió y podían tener una hora completa; así que cuando la música cesó y él cubrió los últimos centímetros que había entre ellos, ella abrió la boca bajo la suya y él gimió.
Salieron afuera, a la noche, todavía besándose, y Frankie tropezó contra él; estaba muy oscuro, pero se sentía el olor a madera quemada, la madera quemada de la ciudad, como si…, bromeaba su cerebro, y mantuvo los ojos cerrados, como si se besaran frente a una hoguera y él la hubiera descalzado y le acariciara los pies, y estaban en un sofá y había nieve. Había dejado de llover. Tenía la espalda apoyada contra el áspero ladrillo de la pared del pub y abrió los ojos para ver cómo volvía a besarla, y cuando lo hizo, ella también le besó, con ganas. Por encima del parapeto de su hombro, la gente pasaba en la oscuridad, pasaba por la calle, y cuando él la levantó y ella se hundió en él, gimió en voz alta, y todos los que pasaban, todos lo que miraban, como hacían algunos, porque sucedía muy a menudo, parejas que se apareaban bajo las bombas, en los refugios, a pesar de que abajo había niños; pero abajo estaba oscuro y lúgubre y era como volver a la cueva y la hoguera, y el destello de vida en los ojos del otro, y no importaba el suspiro que se escapaba, el inconfundible «oh oh oh», no pasaba nada, sólo éramos humanos.
Alguien rió en la calle. Alguien rió y Frankie echó la cabeza atrás contra la pared, con el corazón acelerado. Suavemente, él la sostuvo mientras salía de ella, manteniendo una mano en su cintura, con tanta ternura, tanto cariño, mientras se subía la cremallera de los pantalones con la otra.
—Vaya —suspiró ella y sintió que él volvía a apoyarse sobre ella y le devolvió el beso.
Estaban absortos, descansando, de pie y rozándose perezosamente con los labios, cuando por el oeste gimieron las primeras sirenas, lejanas pero inconfundibles. Él se incorporó y ella abrió los ojos.
—Suena como si fuera en Hammersmith —dijo él.
Sonó otra tanda de sirenas, ésta mucho más cerca.
—¿Te acompaño a algún sitio?
—No —le sonrió—. No, gracias.
La sonrisa de él era simpática y muy profunda, y le tocó la barbilla con los dedos. Un globo de barrera pasó rápidamente sobre sus cabezas y tiñó la parte alta de la pared sobre la cabeza de Frankie.
—Hasta luego, entonces —dijo él.
—Hasta pronto —gritó ella mientras se apartaba de la pared para tomar la dirección de su piso.
No había recorrido ni media manzana cuando escuchó algo parecido a un tren de mercancías rugiendo a su lado y sólo tuvo tiempo de apretarse contra la pared antes de que la bomba cayera con una fuerza que la levantó por los aires y la dejó caer contra el asfalto. Otro aullido en el ambiente y otro, y las bombas caían tan cerca que era como si el propio aire temblara. Se quedó quieta en el suelo, demasiado aturdida para moverse o gritar. Le caía polvo encima y entonces alguien gritó desde el otro lado de la calle. Y después otro grito y entonces oyó ruidos humanos alrededor. Un poco más allá sonó una sirena. Dios santo, sollozó. Intentó ponerse de pie, pero temblaba tanto que tuvo que volver a echarse. Era como si el corazón fuera a salirle disparado por la garganta. Se quedó echada y el tiempo retrocedió y la devolvió a los últimos momentos, a la última hora, a las manos del hombre sobre ella y sus labios, ni siquiera sabía su nombre, y se preguntó si él estaría caminando y hacia dónde se dirigiría ahora.
Alguien gritó. Frankie se sentó y entonces buscó su bolso, que había saltado de la acera a la calzada, se levantó y empezó a caminar. Los alaridos continuaron y, por primera vez en todos aquellos meses, deseó echar a correr y tuvo que hacer un esfuerzo para caminar en la oscuridad. Estaba muy oscuro. ¿Dónde estaban las bombas? Avanzó por la calle. «Por favor —sus pies se movían—, por favor, por favor, dejadme llegar al final de la calle. Dejadme cruzar y llegar a la otra calle. Dejadme llegar a casa», suplicaba. Había cuatro manzanas entre ella y su vivienda.
Tropezó incluso antes de que se oyera el sonido, el estallido de las ventanas como preludio del desplome de las paredes hechas pedazos que seguiría. Bum, un sonido tan brutal que se balanceó en la boca de su estómago y, por un momento, fue como si le agarrara el corazón y también lo sacudiera. Bum. La metralla rebotó en los tejados. Directamente encima, a unas tres o cuatro manzanas, estalló otro obús y Frankie se lanzó hacia la barandilla de las escaleras del sótano del edificio que tenía al lado. Entonces un tercer obús estalló sobre su cabeza y ella bajó corriendo la escalera y la puerta se abrió y tiraron de ella hacia dentro. Estaba a salvo, le dijeron. A salvo. Bajo tierra por primera vez en todos los meses que llevaba viviendo en Londres. Bajó la escalera entre un mar de manos que tiraban de ella, «Ya está, cariño, con cuidado, muy bien», hasta que llegó a un hueco, se sentó apoyada en una pared y recuperó el aliento. Al principio lo único que oyó fue la respiración de la gente. Poco a poco, sus ojos se adaptaron a la oscuridad y distinguió lo que parecía una familia al lado de ella, todos profundamente dormidos en hilera, el padre abrazado a la madre que estaba abrazada a los hijos, una forma tapada con una manta que protuberaba en la oscuridad, como una roca de granito inclinándose hacia el mar. Después de ellos, podía oír respiraciones pero no distinguía cuántas personas dormidas había, ni siquiera el tamaño del refugio en el que se había metido.
Arriba estaba todo muy silencioso. Demasiado. Como si las bombas los estuvieran buscando. Alrededor de ella, los que no dormían miraban hacia el techo. Había oído decir que Murrow se negaba siempre a bajar a un refugio, convencido de que perdería los nervios. No existía la seguridad del grupo, todos lo sabían. Sin embargo, la sensación era intensa; en la oscuridad, mientras las bombas caían, si levantabas la cabeza y encontrabas la cara de alguien, si oías voces humanas, de algún modo los gimoteos, que podían estallar en forma de risa revoloteando dentro de tu boca y amenazando con escapar, se diluían. Pasara lo que pasara allí abajo estaban juntos. El silencio se enroscaba alrededor de ellos. El corazón de Frankie empezó a latir con aquella excitación horrible, como cuando era pequeña, esperando en un armario oscuro jugando a sardinas enlatadas, esperando a que la encontraran.
Una tormenta de disparos sacudió las ventanas al tiempo que, en el Támesis, la artillería abría fuego de nuevo, resquebrajando el aire espectral, como en ondas. Frankie apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos.
Debió de adormecerse, porque cuando abrió los ojos parecía que había más luz, o al menos la oscuridad no era tan profunda, aunque ella seguía sin poder ver la hora que marcaba su reloj. Unos farolillos situados a un metro de distancia entre ellos proyectaban débiles bolsas de luz en el refugio. Buscó las cerillas en los bolsillos de la falda, pero la caja estaba vacía. Ociosamente, siguió la forma conocida de los cuerpos dormidos, contándolos mentalmente uno por uno hasta que llegó a la pared opuesta.
El padre echado a su lado se sobresaltó en sueños y después se sentó, destapando a su esposa y sus hijos. «Dios santo», dijo sin dirigirse a nadie. Miraba frente a él como si el sueño que acababa de dejar siguiera allí, en la oscuridad circundante. «Dios santo», murmuró otra vez y miró rápidamente hacia Frankie. Ella lo saludó con la cabeza, no muy segura de que estuviera despierto. Él le devolvió el saludo y fue como si una mano sosteniendo la cuerda de una cometa, mano sobre mano, tirara de él hacia la conciencia.
—Oh —suspiró—, ¿dónde estamos?
Pero no buscaba una respuesta: la manta había resbalado y se volvió para tapar a su mujer. En la escasa luz, Frankie vio que la mujer estiraba un brazo y tiraba de su marido hacia ella.
El final de la alarma sonó a las cinco, aunque fuera todavía estaba oscuro como la boca del lobo y frío. Una tras otra, la gente se despertó. A su lado, la familia se agitó y se levantó dejando caer las mantas.
—Hola.
Una mano tiró de su falda.
Ella miró. Billy, el niño que vivía en su misma manzana, estaba arrodillado a su lado. Frankie se puso de pie y se recogió los cabellos detrás de la oreja.
—Hola —repitió el niño.
—Hola.
Sonrió, contenta de verlo.
Él se había sentado a su lado con las piernas cruzadas, pero se balanceaba ligeramente de un lado a otro como si patinara. Frankie se preguntó si estaría herido. Se puso de rodillas.
—¿Estás bien?
Los ojos redondos del niño se fijaron en ella, pero no contestó.
—¿Estás solo? —Echó un vistazo alrededor—. ¿Dónde está tu madre?
—Ha ido a buscar a la abuela —dijo él rápidamente—. Dijo que me quedara hasta que viniera a buscarme.
—¿Anoche?
Él asintió.
—Entonces puede que esté aquí.
Frankie se puso de pie, intentando mirar por encima de las cabezas de la gente.
—No puede ser que esté aquí. —El niño sacudió la cabeza—. Me habría llamado.
Frankie le echó un rápido vistazo.
—Por supuesto —convino—. ¿Te acompaño a casa?
Él negó con la cabeza.
—A mamá no le gustaría.
—Entonces me quedaré contigo hasta que llegue.
El alivio del niño hizo que su pequeño cuerpo se estremeciera, pero la cara que volvió hacia Frankie no mostraba nada. Ella le sonrió. Él le sostuvo la mirada y después bajó la cabeza.
—Bueno, Billy —dijo Frankie—. Creo que no nos hemos presentado como es debido.
Él la miró.
—Soy Frankie Bard.
Le tendió la mano.
—Encantado de conocerte —contestó Billy educadamente.
Frankie sonrió.
—¿Y cuántos años tienes, Billy? A mí me parece que unos seis.
—Siete justos —anunció él encantado—. Los cumplí la semana pasada.
—Vaya, feliz cumpleaños.
—Seis días tarde —replicó él con firmeza.
Poco a poco los durmientes se marcharon, hasta que casi no quedó nadie en la gran sala subterránea. Frankie miró a Billy, que miraba de hito en hito la brillante abertura donde la mañana invernal penetraba por las escaleras de piedra hacia el sótano. Se había puesto de rodillas y cada vez estaba más nervioso.
—¿Necesitas hacer pipí?
Él negó con la cabeza.
—Vamos —dijo Frankie—. Te acompañaré a casa.
El niño dudó, pero se puso de pie.
—Sí, necesito ir al servicio —reconoció rígidamente.
«Lo miré y me di cuenta de que era mi vecino. Él y su madre vivían calle arriba. Eché un vistazo al refugio. “¿Dónde está mamá?”, pregunté, cogiéndolo de la mano para consolarlo. “Mamá fue a buscar a la abuela”, respondió él. Así que dije: “Vamos, te acompañaré a casa”.
»Pero cuando doblamos por la esquina al final de la calle, el humo ascendía en mantas hacia el cielo absurdamente azul, y el niño se soltó y corrió delante de mí. La bomba había abierto una brecha angulosa en nuestra manzana, arrancando todos los tejados, pero dejando los escalones de entrada y las puertas, incluso las ventanas del primer piso estaban intactas en un extremo de la manzana. El corazón me latía alocadamente; seguí al niño, mirando la fachada bombardeada de mi propio piso. Las ventanas estaban hechas añicos, y podía ver a través de lo que había sido nuestra cocina. Miré hacia arriba, esperando contra todo pronóstico ver la cara de mi compañera de piso, Harriet Mendelsohn, mirándome desde arriba. Pero no había nada. El niño había subido corriendo los escalones de su propia casa hecha pedazos, dos puertas más abajo, y se paró en el umbral. “¡Mamá!”, gritó…» —La voz de Frankie se quebró en la palabra «mamá». Y Murrow, sentado a su derecha, le puso la mano en el brazo. Ella sacudió la cabeza…—. «… a su casa. Había ido a casa. “¿Mamá?”, gritó otra vez con la fe con la que cualquier chiquillo gritaría a su casa, con bombas o sin ellas. Su madre siempre bajaba la escalera cuando él la llamaba; aparecería en cualquier momento, o doblaría por la esquina de la cocina y saldría al pasillo. “¡Mami!” Ahora preguntaba. Ahora sabía. Desde la acera, oí el cambio en su tono de voz, a pesar de que su pequeña espalda seguía erguida frente a la puerta abierta.»
Frankie apoyó ambas manos sobre el pie del micrófono y cerró los ojos, obligándose a mantener la voz serena, forzando la bola imaginaria en su cabeza a seguir flotando, a mantenerse de pie, a seguir contando la historia, aunque se le escaparan las lágrimas entre los párpados cerrados.
«“¡Billy!” Una mujer pasó a mi lado por la acera y Billy se volvió.
»“¿Mamá está contigo?”.
»“Oh, Billy”, dijo la mujer afectuosamente.
»Y entonces el niño se derrumbó en el umbral donde estaba; la voz conocida había segado el último hilo que lo mantenía en pie».
Las manos de Frankie apretaban tan fuerte el micrófono que se había calentado en las palmas de sus manos. Respiró hondo para llegar a la conclusión.
«Así es como la guerra derriba de golpe la vida normal y estable que habíamos creado contra el lobo acechante. Porque el lobo no es el hambre, es un accidente, el horrible y fatal error de doblar a la izquierda para ir a la estación de metro, en lugar de a la derecha para tomar el camino más largo. Caminando por Londres de noche se tiene la sensación de un Dios que se ha vuelto somnoliento, que se ha cansado de abarcar el mundo entero con su mirada, que se ha cansado de intentar entender, de modo que fragmentos de vidrio apuñalan a bebés en sus cunas, los niños vuelven a casas vacías y la mujer y el hombre que acaban de acostarse mueren aplastados.
»Harriet Mendelssohn, de Associated Press, murió anoche en los bombardeos. Hacía dos años que cubría la información de guerra en Europa. Si cae un periodista, la tradición dice que los demás periodistas acreditados debemos contar su noticia. Y la historia del niño que vuelve a casa es la noticia que habría escrito, aunque mejor, mucho mejor que yo. Se la cuento yo esta noche porque Harriet no puede.
»Desde Londres, Frankie Bard. Buenas noches.»
En el silencio, después de que la voz callara, Emma se encontró paralizada en el fregadero con un cigarrillo medio consumido en los labios, acordándose de sí misma a los cinco años, de pie en casa de su tía abuela, mirando la puerta, esperando a conocerla tras la muerte de sus padres. Y, por primera vez, a Emma le pareció que la voz en el otro extremo de la radio era una mujer, una mujer como ella, sólo que lejana. Y se preguntó qué habría hecho la chica de la radio en los segundos después de que el niño se desplomara de rodillas. Se preguntó si Frankie se había quedado allí, frente a la puerta, o si la vecina le había indicado que se marchara. Se preguntó cuándo habría descubierto que su amiga había muerto. Sólo tenía la historia que había contado, no lo que había pasado con posterioridad. ¿Qué pasó después? ¿Qué pasó después? ¿Dónde estaba ahora el chiquillo?
—¿Will?
Le temblaba la voz.
Él le alargó una mano y Emma se deslizó silenciosamente en su abrazo y se dejó caer sobre sus rodillas en la silla de la cocina.
—Está pasando, tan lejos, ahora mismo. —Se apoyó en su hombro—. Ese niño, ¿qué será de él? Ojalá pudiéramos hacer algo.
—Seguro que está a salvo.
La inundó una imagen de la última vez que había visto a su propia madre, dormida en la cama de hospital, con la cara sobre la almohada mirando hacia la puerta. «Vamos —le había susurrado la enfermera a través de la mascarilla—, despídete.» Y con lo pequeña que era entonces había entendido que no tendría ninguna ayuda. El mundo adulto se había desvanecido y la había dejado allí, despidiéndose, sola. Se estremeció.
El cálido abrazo y la mejilla de su esposa apoyada en su cuello lo ayudaron a enderezar el mundo que se balanceaba en su propia cabeza. La imagen del niño contemplando su casa derrumbada era muy nítida. Pero la imagen de la mujer de la radio contemplando al pequeño, contemplándolo inútilmente, lo había conmovido. Y la voz de la muchacha en la radio lo agitó, lo convocó como una sirena. Lo convocó, aunque no sabía hacia qué. Apretó más fuerte a Emma y apoyó la cabeza en la de ella.
—Deberíamos hacer algo —murmuró Emma.
—¿Qué?
Sentía el corazón de su mujer latiendo contra el brazo que le pasaba sobre el pecho.
—El niño —dijo ella contra su pecho.
La apretó más fuerte y apoyó la frente contra su espalda y estuvieron así un buen rato. La vida le parecía a ella como un hotel urbano con muchas plantas. No le gustaba pensar en todos los pasillos que no había visto, ni en todos los pasillos que podría haber recorrido si le hubiera tocado una planta diferente. No le gustaba pensar que había más de un pasillo que el que ella habitaba, uno en el que no habría conocido a Will. Uno en el que los ojos de él no estuvieran posados en ella, observándola, sonriendo con las cosas que ella hacía.
—Si me hubiera quedado en mi habitación el año pasado como quería, y no hubiera ido a la fiesta de Navidad de los médicos, nunca nos habríamos conocido.
—No —susurró él entre sus cabellos—. Te habría encontrado.
Sonó el timbre de la puerta, un buen rato y con intensidad.
—¿Doctor Fitch? —gritó alguien desde fuera.
Con tres zancadas, Will bajó por el pasillo hacia la puerta, donde encontró al hijo mayor de Maggie en el porche, pateando el suelo para espantar el frío. Había salido de casa sin jersey.
—Mamá quiere que vaya, por favor.
Estaba excitado y orgulloso de ser portador de la noticia.
—Dile a tus padres que voy enseguida.
Will sonrió, el niño asintió y salió fuera de la luz del porche antes de correr calle abajo, de vuelta a casa.
—No me esperes a cenar —gritó Will a Emma, recogiendo su maletín y abriéndolo para comprobar que tenía todo lo necesario.
—Bueno, picaré algo.
Emma había salido al pasillo.
—Podría estar fuera toda la noche —dijo él cariñosamente, abrazándola y besándola en la cabeza.
—De acuerdo —contestó ella y se separó de él para mirarlo—. Supongo que es con lo que me he casado, ¿no?
Era muy pequeña en aquel momento, a la luz tenue del pasillo. Pero levantó la cara para que la besara otra vez y él lo hizo.
—¿Estás bien? —preguntó Will, muy bajito.
Ella asintió, ruborizándose.
—Por supuesto, cariño.
—¿Qué harás?
Emma levantó el pestillo.
—No lo sé —dijo animadamente—. Todavía es temprano. Puede que vaya a dar un paseo.
—Bien hecho —contestó él—. Me parece muy bien.
Se inclinó, rozando la cabeza de Emma con los labios, pero ella se apartó y lo miró con cierta desesperación, como si estuviera a punto de decir algo. Viéndola así, con la barbilla levantada hacia él, sólo deseaba besarla, besarla como solía hacerlo, larga e intensamente y sin pensar en lo que les deparaba el futuro.
Le puso las manos en los hombros e inclinó la frente para tocar la de ella. Emma sonrió. Sentía su aliento en la barbilla. Era él. Su cuerpo. Eso era todo. Eso era todo, para siempre, todo lo que necesitaba.
—Anda, ve —susurró.
Él le apretó los hombros y la soltó.
—Hasta luego.
Se volvió al final del jardín y la vio, todavía en el umbral, con el pelo oscuro despeinado.
—Will —gritó, apretándose el jersey en el cuello con una mano y saludándolo con la otra.
A él le dio un vuelco el corazón y se puso a caminar hacia la casa, hacia ella, en el umbral.
—¡No! —se rió ella—. No sé por qué te he llamado.
Él se detuvo.
—Ve —dijo ella, avergonzada de su anhelo—. Hasta luego.
Se comportaba como una tonta. Y cuando él se volvió más abajo en la calle y la saludó con la mano, Emma ladeó la cabeza y sacó la barbilla, alegre y valiente como Deborah Kerr.
Siguió con la mirada el perfil recto del sombrero de Will sobre el alto seto, hasta que desapareció y lo sustituyó el vacío aire de noviembre. Se quedó en la puerta sintiendo el frío y oyendo lo que podría ser el eco de sus pasos en la acera helada y miró hacia el retazo blanco de cielo. Miró el reloj de pulsera y después el panorama vacío desde la puerta. Tenía varias horas que llenar.
Volvió a entrar en la salita, se sentó en el único sillón cómodo, y cerró la puerta de una patada.
Siempre había pensado que tener una casa sería una fuente de gran fortaleza, como un baúl lleno de recuerdos que nunca se abría. La casa de su familia se había vendido junto con todo lo que contenía, excepto algunas fotos y el juego de plata del bautizo y el anillo de boda de su madre con una perla barata, que era demasiado grande para el dedo medio de Emma. A veces se había preguntado dónde habrían acabado las cosas. No lamentaba la decisión de su tía abuela —había vivido de las rentas, al fin y al cabo, como ella le recordaba— pero a veces se preguntaba si se sentiría menos sola, si se sentiría menos anónima si, cuando se despertara por la mañana, abriera los ojos y viera, por ejemplo, el mismo escritorio que había tenido su padre. O, incluso menos pomposo, si utilizara el mismo utensilio que utilizaba su madre para hervir el agua.
Pero aquí —suspiró—, ni allí ni arriba, había nada de ella. Por primera vez en su vida sintió el peligro de las cosas de las otras personas, que podían borrarla si no iba con cuidado. Se le formó un sollozo en la garganta. Era el reportaje sobre el niño del bombardeo; se inclinó hacia la mesita para coger el paquete de tabaco. El reportaje le había recordado su propia infancia, era eso. Encendió un cigarrillo y aspiró con fuerza.