7
Los gritos de Maggie se fueron apagando y la mujer se quedó echada en la cama, sudando, cada vez más febril. Peor aún, sus contracciones se espaciaban. Habían pasado once minutos entre ésta y la anterior.
—Maggie —susurró Will—. Tengo que llevarte a Nauset.
Ahora tiritaba; el médico no sabía si le había oído.
—Maggie.
Se inclinó para ayudarla a levantarse.
De repente Maggie gruñó.
—Necesito levantarme —gritó—. ¡Will, necesito ponerme de pie!
Le miró con ojos ciegos y trastornados, con el pecho agitado. Dios, necesitaba otro par de manos. Las piernas de la mujer empezaron a temblar espasmódicamente y se dio la vuelta, pero estaba demasiado débil para bajar de la cama por sí misma.
—De acuerdo —dijo—. De acuerdo, Maggie.
Se sentó detrás de ella y colocándole los brazos bajo las axilas tiró de ella para sentarla. Dieron dos pasos, pero Will se dio cuenta de que estaba demasiado débil para mantenerse en pie, que tenía que sostenerla, y entonces la mujer se dobló por la cintura, cerró los ojos, soltó un grave gruñido y el bebé salió entre sus piernas y cayó al suelo. Ella soltó otro gran gemido y se quedó flácida.
—Mierda —gritó Will.
Maggie cayó de rodillas, obligando a Will a sostenerla. La dejó suavemente en el suelo junto al bebé cubierto de sangre, que se retorcía en el suelo.
—Está bien —jadeó—. Está bien, Maggie, tranquila.
Su formación hizo el resto. Rápidamente, limpió los ojos y la nariz del bebé y le despejó la vía aérea con una pera de goma. Apretó más fuerte al bebé y el pequeño pecho de la niña se levantó respirando por primera vez.
—Es una niña, Maggie —exclamó Will, eufórico—. ¿Qué te parece, Maggie? Una niña.
Rápidamente, pinzó y cortó el cordón; con una sensación súbita de felicidad limpió todo el cuerpo de la niña y la envolvió en una mantita limpia. Estaba bien. La luz empezaba a despejar la noche en estallidos rosados magníficos. Estaba hecho. El bebé soltó otro furioso lamento y él le hizo un ruidito con la lengua, se la colocó en el brazo y se volvió para entregársela a su madre.
Miró por encima del hombro. Maggie se había dormido en el suelo, con los ojos cerrados, goteando sudor y jadeando, con la piel grisácea. Estaba entrando en shock: el olor y la fiebre habían sido avisos. Will dejó al bebé en el centro de la cama.
—Maggie —dijo secamente, intentando despertarla.
Lo más deprisa que pudo, Will medio levantó, medio empujó a Maggie hasta ponerla de pie y la acostó al lado del bebé. Le levantó el camisón, y le palpó el útero para ver si la placenta estaba a punto para salir, pero cuando le puso las manos encima, un coágulo de sangre del tamaño de un melón se escurrió entre las piernas de la mujer, acompañado de un fuerte hedor.
—De acuerdo, Maggie —dijo Will, aterrado. El olor era como una pasta de dientes densa en la habitación—. Vamos a ver.
Había demasiada sangre. Había una cantidad de sangre exorbitante, y resbalaba aún más entre las piernas de Maggie. El bebé abrió la boca y emitió un pequeño lamento aflautado y Will vio que Maggie no parecía haberlo oído. Parecía empeñada en dejar atrás la vida, su cara estaba perdiendo el color, y su respiración era jadeante. Estaba empapada de sudor, y la sangre no cesaba de brotar. Moriría desangrada.
—¿Maggie?
Will le buscó el pulso en el cuello. Estaba allí, pero era espantosamente débil.
—Maggie, para —suplicó Will a la figura jadeante de la cama, como un hombre desesperado, no como un médico, gritando al túnel en el que Maggie parecía deslizarse—. Para. Tienes que quedarte aquí.
Buscó la ergotamina en el maletín y sacó la jeringa, golpeando con el dedo el cristal para que el líquido transparente subiera hasta el extremo de la aguja. Pero cuando se volvió hacia la mujer silenciosa e imposible de despertar, echada en la cama, Maggie había dejado de jadear. Simplemente no jadeaba. Le buscó el pulso otra vez pero no lo encontró. Will se incorporó y la jeringa vertió su líquido inútilmente sobre las sábanas. El tiempo se alargó de un modo imposible y su cerebro intentaba comprender que no había forma de volver al otro lado, a sólo un momento antes, cuando Maggie estaba viva y el bebé en brazos de él. No había forma de retroceder media hora.
¿Cómo la había perdido? ¿Cómo…? (¿Había sido él? ¿O ya era algo que estaba dentro de ella? ¿Estaba dentro de ella?) Nadie podría haber detenido aquella hemorragia, eso lo sabía con una parte de su cerebro: el útero había fallado y había colapsado el cuerpo. Quizá de haber estado en un hospital, quizá si hubiera habido más médicos, una enfermera. Se le formó un sollozo en la garganta y sacudió la cabeza violentamente. No había tiempo para lágrimas.
Podía oír los pasos de Jim Tom en la escalera, subiendo hacia ellos. Debería tapar a Maggie, debería arreglar la cama. ¿Qué se hacía en estos casos? La pequeña sacó un puño de la manta en la que estaba envuelta, y Will vio la vida de aquel bebé y de los niños de abajo, sin su madre. Vio al hijo mayor, el cantante, mirando hacia arriba mientras su padre entraba pesadamente en la habitación. Vio las cenas que vendrían, los niños y el padre sentados a la mesa. El lugar vacío cerca de la cocina. Lo vio todo hasta un día de verano dentro de dos años quizá: la niña caminando, los niños y ella, todos pasando por su lado, el médico, en la calle. Les vio observándolo.
Y sabría, a pesar de la buena voluntad del pueblo —los susurros y los asentimientos, «el médico hizo lo que pudo»—, siempre lo sabría: Maggie había muerto porque él no había sabido interpretar las señales. Había habido avisos y él no los había visto lo bastante rápido para salvarla.
Will permaneció quieto, manchado de sangre y paralizado en un lugar del suelo en medio de la habitación, comprendiendo la escena con la absoluta claridad de una mente exhausta. Maggie había muerto porque él había fallado. Era un Fitch, al fin y al cabo. Éste era su lugar en la lotería. Ésta era su guerra. La mano se había introducido en el cuenco y había sacado su número. La vida de todos se fundamentaba en un hecho crucial, según Emma. Y éste era el suyo.
—¿Will? —gritó Jim Tom desde el umbral.