14
Mucho después de que la ambulancia se llevara el cadáver del médico, Frankie seguía sentada en la acera, dando vueltas desordenadamente en la cabeza a los minutos anteriores cuando él estaba junto a ella en la oscuridad, antes del aire y la luz y el taxi. El amanecer londinense traqueteaba abriéndose camino hacia la mañana, y la multitud que se había congregado alrededor de ella se fundía poco a poco en el día. Los taxistas seguían subiendo y bajando por la calle. Se quedó sentada diez minutos, veinte, otra media hora. En el diminuto jardín de enfrente la corona llena de rocío de un narciso resbalaba de lado hacia la hierba. El bebé de alguien gimoteaba por una de las ventanas abiertas. Unos pasos fuertes golpeaban sobre la acera. Una de las puertas de las casas de la calle se cerró de golpe. La sangre en su falda se había secado. Por fin, se levantó y se dirigió a su casa.
A las cuatro, el día primaveral se había estropeado y empezó a caer una fina llovizna. Frankie se despertó con el corazón acelerado. El tiesto de geranios de aspecto cansado en el alféizar profundo como una fortaleza de su habitación la miraba. Se estremeció y se apoyó en un codo. Exceptuando a los geranios, todavía parecía la habitación de alguien que viviera en otra parte. Su corazón se calmó, saltó de la cama y se sentó frente a la máquina de escribir.
Tal vez ya habrían identificado al médico, y la noticia habría empezado a viajar por cable, a través del telégrafo, a alguien de Massachusetts que lo mecanografiaría y lo enviaría. Desde Boston a Cape, hasta el extremo de Franklin, donde otra persona tendría el telegrama y sabría lo que significaba, y tendría que entregarlo. Y Frankie intentó imaginar quién entregaría a la esposa del médico aquel pedazo de papel. Pero no podía ver el pueblo, ni a la persona que tenía en la cabeza, ni a la esposa. Sólo una mano entregando un papel, con el hecho, pero no lo que había sucedido. Cogió una hoja de papel del cajón de debajo de la máquina de escribir y lo metió en el cilindro, después golpeó varias veces la palanca del carro hasta que la página salió por el otro lado. «18 de mayo —empezó—, Londres.
»Creemos conocer la historia —escribió lentamente—. Creemos que conocemos la historia porque hay un hombre y una mujer sentados en un refugio en la oscuridad. Hay bombas. Es una guerra. Ha habido una guerra antes, y hemos leído las historias. —Paró, y leyó las dos líneas de la página—. Hemos leído a Hemingway. Hemos leído a la señorita Thompson y a Martha Gellhorn. Creemos saber quién morirá y quién vivirá, quién es un héroe, quién se enamorará de quién; pero en cada historia, de amor o de guerra, hay un momento en que miramos a la izquierda cuando deberíamos haber mirado a la derecha. Esto es…»
Frankie golpeó la palanca del carro tres veces más para sacar la hoja del cilindro. No lo emitirían y lo sabía. Sin duda no era bueno para Murrow. Pero tampoco para Max Prescott ni para el Trib. Para empezar, ¿de qué estaba escribiendo? ¿La Muerte de un Idealista? ¿Muerte de un Chico de Oro? Se puso de pie y releyó el principio. No había nada que decir. En una noche en que habían muerto muchos, ella quería escribir sobre uno. Un hombre había muerto en un accidente esa mañana. Un hombre que creía que, a pesar del desastre, todo tenía sentido. Un hombre feliz en medio del Blitz. Se frotó los ojos, pensando en Max al otro lado del teléfono, «¡Caray, Frankie!, ¿y el reportaje?»
Sintió un coágulo de sangre en las bragas. Después otro. Vaya por Dios. Dio tres pasos hasta la cómoda, con la mano entre las piernas para que no goteara sobre la alfombra de la casera. Buscó un Kotex y unas bragas limpias y sujetó la compresa a las bragas; echó la ropa interior sucia sobre la blusa ya manchada dentro del pequeño lavabo al lado de la puerta. El grifo burbujeó al llenar el lavabo; después, Frankie llenó un vaso de agua y lo echó alrededor de las raíces del geranio, y el olor vegetal calcáreo se desprendió de las hojas y le recordó agudamente al jardín de su madre y a los veranos en casa. A su madre le habría gustado el doctor Will Fitch. Dejó el vaso con suavidad. La estrecha panorámica a través de la ventana le ofrecía la visión de tejados de pizarra negros, brillantes y oscurecidos por la fina lluvia inglesa. Eran casi las cinco.
Se cambió rápidamente de ropa y bajó las persianas. Afuera, la niebla se le pegó al pelo y a la lana del jersey, haciéndola sentir más segura, como si las bombas no pudieran hacer tanto daño con buen tiempo, lo que era absurdo, pero así era. Dos o tres travesías más allá, se dio cuenta de que se estaba empapando y abrió el paraguas al mismo tiempo que alguien al otro lado de la calle; los paraguas se abrían como setas negras. Empujó la puerta de la tintorería y sacudió un poco el paraguas, sin saber muy bien qué decir de la sangre del médico.
—No se preocupe —dijo la pequeña señora Dill, recogiendo la falda y la blusa enjuagada y dejándolas sobre un montón—. Lo sacaremos en un tris. Espere.
Frankie se volvió cuando ya estaba casi en la puerta.
—¿Sí?
La señora Dill había encontrado la carta de Will Fitch en el bolsillo de su falda y la tenía en la mano.
—Gracias.
Frankie se la guardó en la falda sin mirarla.
La lluvia y la vegetación de verano gateaban entre las cáscaras abiertas y empapadas de los edificios de Portland Place. A Frankie siempre le parecía que Broadcasting House surgía entre los edificios circundantes como una fortaleza, rodeada de un foso de sacos de arena, que por lo que vio Frankie ahora tenían brotes que parecían de hierba. Empujó las puertas oscilantes y entró en el vestíbulo donde el olor a col ascendía de los dos pisos semisubterráneos donde los estudios y el refugio compartían espacio con la cocina. En los pisos estaban los archivos y las oficinas. Y las personas. Frankie fue a la escalera de linóleo que ascendía por el centro del edificio. Las personas y sus voces, las ondas cortas de las risas y las conversaciones agudas y acaloradas resonaban a su alrededor. Y los chismorreos. Hola, Frankie. Hola, hola. Subió hacia sus compatriotas como si nadara en busca de aire.
—Estás horrorosa —observó Ed desde su mesa al verla entrar.
—Gracias, señor Murrow.
Frankie intentó hablar con animación, y colgó el abrigo sobre el de él en la parte trasera de la puerta.
—¿Qué ha pasado?
Frankie se volvió y no le miró a los ojos.
—Esta mañana ha muerto un hombre.
Murrow la miró con más atención.
—¿Le conocías?
Frankie sacudió la cabeza.
—Lo conocí anoche en el refugio.
Ed frunció el ceño.
—No, Ed. —Se ruborizó—. No se trata de eso. Era norteamericano, nada más. Y lo ha atropellado un taxi porque ha mirado hacia el lado equivocado.
—Qué lástima.
Frankie lo miró.
—Sí —asintió—. Y tiene esposa en casa.
—Qué lástima —repitió Murrow, en voz más baja.
Señaló la silla de delante. Ella se sentó.
—¿Bien?
La observaba.
La chica asintió.
—Mira esto.
Le entregó un teletipo de la oficina de Nueva York, y la excitación que delataba su voz hizo que Frankie le mirara un momento antes de leer la página. J. Edgar Hoover acababa de salir en el periódico condenando lo que denominaba la Quinta Columna de Histeria que se había apoderado de la nación. De repente, parecía haber espías bajo todas las camas, ilegales ocultos en todos los rincones, saboteadores al acecho en todos los garajes. El FBI recibía casi trescientas llamadas al día denunciando sospechosos de ser espías extranjeros y Hoover quería inyectar un poco de sentido común a la población. Un año antes arengaba al país para que estuviera alerta.
—Ahí lo tienes, Frankie.
Ella le miró, sin entender.
—Ya tienes el punto de partida. Ahora es noticia en Estados Unidos —dijo Murrow—. Ahora existe un motivo para contar la historia, quién huye de Alemania, quién está realmente en esos trenes de refugiados.
La habitual excitación de recibir una nueva misión se apoderó de ella, llenándolo todo y apagando la muerte del médico.
—¿Cuándo me voy?
Frankie se adelantó en la silla.
Él sonrió con esa sonrisa que los inspiraba a todos para intentar cualquier cosa que les pidiera.
—En cuanto hagas las maletas.
—Está hecho.
—Buena chica —dijo él—. Te vas.
Frankie se levantó y cogió el pase de prensa, que le garantizaría el tránsito seguro a través de Alemania y Francia. «PRESSE ETRANGÈRE» estaba estampado en la página. «Valable du 19 Mai au 9 Juin, 1941. Nom et prénoms: Mlle. Bard Frances. Nationalité: Americaine. Profession: Collaboratrice au “Columbia Broadcasting System”.»
—El trato es éste, Frankie. Tienes tres semanas para ir, dar una vuelta y volver. Necesitarás dos o tres días para llegar a Berlín, dependiendo de los trenes, y te guardaré tres emisiones a lo largo de la ruta a Lisboa, empezando cinco días después de Estrasburgo, en la frontera alemana con Francia. Elige a una familia para cada tramo de viaje, todo el trayecto de Berlín a Lisboa, éstas serán las patas de la historia. No importará el idioma que hablen porque tú estarás allí, tú serás los ojos, los oídos y también la traductora. Su historia está viva porque tú estarás con ellos en el tren.
—De acuerdo —dijo ella, sin poder creer en su suerte.
—Y te doy una de éstas.
Señaló una caja de madera cuadrada del tamaño de una Victrola sobre la mesa.
—¿Esto es lo que se llama una portátil?
Frankie frunció el ceño.
—¿Qué problema le ves?
—Parece que pese mucho.
—Pesa trece kilos —concedió él—. La han puesto en una caja de madera por ti. Las otras son de acero.
—¿Cómo funciona?
—Es muy fácil.
Murrow abrió la tapa de la caja. El plato giratorio ocupaba casi toda la parte superior de la grabadora; el brazo de la aguja triangular descansaba a un lado. Unos auriculares y el micrófono con el cable estaban enrollados sobre el plato.
—Tienes espacio en la tapa para dieciséis discos, de dos caras, y cada cara puede grabar tres minutos de lo que le pongas delante.
Ella asintió. Eso le daba una hora y media de grabación. Observó cómo Murrow enchufaba el micrófono a un lado de la máquina.
—Este botón —Murrow señaló el botón nudoso de la parte delantera de la máquina— enciende el amperio, quita el freno al motor, y —lo giró— baja el cabezal de grabación sobre el disco. Di algo.
Ella arqueó una ceja.
—¿Lo que sea?
Apagó el interruptor. Giró el botón en el sentido de las agujas del reloj. «Di algo», salió su voz de la caja. «¿Lo que sea?»
Frankie sonrió. Playback inmediato. Podía volver a escuchar inmediatamente el material sin necesidad de editarlo. Nadie había hecho todavía algo así.
—Graba todo lo que puedas. Graba el tren. Las conversaciones. Todo. Si puedes utilizar algo de lo que grabes enseguida, adelante. Si no, informa de lo que estés viendo, de lo que estés oyendo, y utilizaremos este material a tu regreso. Después de Estrasburgo, dirígete a Lyon a finales de mes. Jim Holland está allí. Después a Lisboa el cinco de junio. Tendrás tiempo más que suficiente para regresar.
Ella asintió y se levantó de la silla.
—Oye, Frankie.
—Sí.
—Cuando te pongas a transmitir, sé concisa —siguió—. Los censores son muy sensibles. Entras. Sales, por ahora no estamos en guerra con ellos, pero te cortarán la conexión a la mínima que puedan.
—De acuerdo —dijo, cogiendo el mango de la grabadora de disco de la mesa. Hizo una mueca. Vaya, pesaba como un demonio—. Hasta la vista.
No había nadie a quien decir adiós, nadie a quien dejar. Escribió una nota para la casera, guardó un camisón y las dos faldas que poseía junto con las tres blusas en una maleta pequeña azul de piel que su madre le había regalado hacía años; encima puso la ropa interior y compresas suficientes y llegó con veinte minutos de adelanto para coger el tren nocturno a Dover. Colocó primero la maleta y después la grabadora en el portaequipajes, sobre su cabeza, y se acomodó en su asiento. De su bolsillo sobresalía la esquina afilada de un sobre. Lo sacó y le dio la vuelta. «Emma Fitch —decía el sobre—. Apartado de correos 329, Franklin, Massachusetts, EE. UU.» Había olvidado por completo la carta del médico. Frankie contempló el nombre de la mujer a la que todavía no le habría llegado la noticia. Durante esas pocas horas en que el telegrama no llegara, el médico seguiría vivo, y su esposa todavía no habría cruzado a la otra parte.
Donde estaba Frankie. Se estremeció y volvió a guardarse el sobre en el bolsillo. Lo mandaría desde Francia, para que llegara después de la noticia del fallecimiento. Al médico le habría gustado dejar los cabos atados, pensó, mirando a la noche a través del cristal. La voz de él a su lado, su esperanza y su alegría, se encendieron como una llama. Dios, cuánto la había irritado. Sonó el silbato, las luces del compartimento se apagaron y el tren salió lentamente de la estación hacia la ciudad a oscuras. Con la carta guardada en el bolsillo, Frankie contempló cómo el negro mate envolvía el tren, ocultándolo de la Luftwaffe en su recorrido hacia la costa, donde esperaban los barcos a Francia.