10

Harry Vale estaba sentado en el desván del ayuntamiento buscando alemanes. Era una noche despejada y fría. La alta asta de bandera de la oficina de correos dividía el puerto de Franklin por la mitad, apuntando al norte como la aguja de una brújula, y sacándolo de sus casillas. Las ventanas del desván ofrecían un panorama sin obstáculos del puerto, a un lado y al otro, una vista del desierto de dunas hasta el mar. Más allá del bucle de Land’s End, las manchas negras de los barcos se hundían y resurgían en la extensión azul.

Le importaba un rábano que Roosevelt asegurara que los chicos no lucharían en guerras extranjeras. El mero hecho de que desde allí a Nauset se extendieran sesenta y cinco kilómetros de costa sin protección le hacían sentir desnudo como una chica. Y cuanto más duraba el Blitz al otro lado del océano, más fuerte era la corazonada de Harry de que los alemanes estaban llamando la atención del mundo sobre Londres mientras otra cosa se acercaba en la oscuridad. Había pasado muchas noches caminando arriba y abajo del acantilado, observando el mar desde el pueblo, después de dejar a Iris.

Se imaginaba que, si los alemanes atacaban, desembarcarían en la costa más despoblada, tomarían primero Franklin y después arrasarían Cape hasta Boston. Y los alemanes estarían a la vista de todos los sonámbulos. Incluso los chicos que estaban a punto de ser reclutados —sobre todo ellos, se corrigió—, Johnny Cripps y todos los demás, y bromeaban sentados en fila en los bancos situados a cada lado de los escalones de la entrada del ayuntamiento.

—¿Ya ha visto alemanes, señor Vale? —preguntaban, riendo y persistentes como mosquitos.

—Hoy no.

Harry sonreía y pasaba al lado del enjambre. La guardia costera no era mejor que ellos. Eran sólo chicos. Ni uno solo de ellos creía realmente que un alemán lograra acercarse tanto, aunque lo hubieran hecho en 1918, para que ellos vieran un submarino emergiendo de las aguas en la costa de Nauset. Esta vez no, se reían los chicos. En 1941, no.

—Lo veo tan claramente —había dicho a Iris una noche.

—Harry —protestó ella.

—Vienen —suspiró él—. Lo que no sé es cuándo.

Al final, Harry no supo qué más podía hacer aparte de subir las escaleras un día del mes anterior a la hora de almorzar, para sentarse con los prismáticos y otear el mar. No esperaba ver nada, pero sin duda lo hacía sentir mejor.

El primer día había mantenido los prismáticos enfocados sobre el agua en calma, con un bocadillo apretado en la mano. Se quedó un par de horas, observando, y volvió al garaje.

Al día siguiente subió la escalera del ayuntamiento otra vez. Y otra vez. Ahora ya subía cada día a partir de las cuatro. Vaya, tampoco había nadie que necesitara gasolina. Observaba la vacía bóveda que tenía enfrente, seguro de dos cosas: era un idiota y tendría razón. Tarde o temprano los submarinos atacarían aquí. Esperó, como el marinero de popa busca el bacalao, con la gruesa cuerda suelta en las manos, los ojos apartados, relajado… con todos los músculos preparados para atacar.

Abajo y al otro lado del parque, Iris apareció en el porche de la oficina de correos con una bayeta húmeda. La estrujó, por encima de la barandilla, para secarla en tres movimientos rápidos. Sus cabellos rojizos se balancearon adelante y atrás al hacerlo, brillando y relampagueando sobre el azul marino de su blusa.

Por fin dio una sacudida feroz a la bayeta y desapareció en la oscuridad del porche y cruzó la puerta. Una calma como un golpe inesperado se instaló en el aire alrededor de la puerta a través de la cual había desaparecido. Harry se encontró mirando hacia allí para ver si Iris volvía a salir. Un Ford entró traqueteando lentamente en Front Street. Alguien gritó. Pero en la oficina de correos no se movió nada.

Harry bajó los prismáticos, y se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.

Al final de la jornada, Iris bajó la persiana de metal de la ventana del vestíbulo y apagó la luz de atrás, cruzando el suelo de madera gastada del vestíbulo a la luz de las farolas de la calle. Cada noche ponía la mano en la puerta, preparándose para salir a un porche vacío, que era lo que pasaría, ¿no? Esta noche apoyó la mano en la puerta y la abrió. Pero allí estaba Harry como siempre, esperando fuera.

—Hola.

Contuvo el aliento, complacida.

Él se incorporó.

—Oye —dijo, cerrando la puerta de la oficina de correos—, tengo buenas noticias para ti.

—A ver.

Sonrió.

—Te encantará saber —arqueó una ceja— que el inspector de correos está estudiando seriamente la cuestión del asta de la bandera.

—Me encanta —respondió sarcásticamente.

—Vamos… —resopló ella, bajando los escalones—, algo es algo.

—Tienes razón. En marcha.

Ella no se movió de los escalones.

—Harry —dijo ella—, lo he pedido por ti.

Él se volvió.

—Gracias, Iris.

Ella lo miró atentamente para asegurarse, pero no había rastro de sarcasmo en su rostro.

—Gracias —repitió—. A ver si son capaces de entenderlo.

Le alargó la mano.

Se pusieron a caminar rápidamente por la calle vacía. Era miércoles y los vecinos estaban reunidos alrededor de la mesa, o descansaban, con los pies en alto. Y, aunque estaban a finales de febrero, en un cuenco todavía había unos melocotones en conserva que contenían el brillo del verano pasado, con el dulce jarabe resbalando sobre la fruta. Dentro de media hora sonaría Count Basie. Había leña almacenada en la caja. Las vainas de los laureles en las entradas se agitaban ruidosamente y las puertas antitormenta vibraban en sus goznes. Iris se alegró de haberse puesto un pañuelo. Caminaron en silencio, con las manos metidas en los bolsillos.

Subiendo por Yarrow Road a las afueras del pueblo, Harry buscó la linterna en el bolsillo, la encendió y enfocó hacia delante. El círculo de luz captó la hierba plateada y helada y la arena que se extendía más allá en almohadas y valles desde el acantilado hasta el tejado de la casa de los Fitch. Un viento bajo soplaba del este, desde la oscura cinta del mar.

—Oye. —Harry se aclaró la garganta. Ella le miró—. Me gustaría ir a tu casa esta noche.

—Claro —dijo ella con el corazón desbocado.

—Y quedarme.

Ella le observó un momento y después sonrió.

—Claro —repitió.

Cuando llegaron a la casita, Iris simplemente cruzó la puerta y se quedó en el centro de la habitación; Harry le puso una mano sobre cada brazo, la llevó hasta el sillón y la hizo sentar. Iris le miró desde abajo.

Él se inclinó hacia delante y tocó la mejilla de Iris. Ella cerró los ojos y sintió que los labios de Harry rozaban los suyos y después se apartaban, y cuando Iris abrió los ojos para ver adónde había ido ese toque, Harry estaba de pie frente a ella, con la cara muy cerca, estudiándola, e Iris sonrió y cerró los ojos otra vez y sintió que esos labios volvían, esta vez más firmes, con la intención de quedarse. Echó la cabeza hacia atrás, contra la pared y Harry apretó más fuerte, la boca cálida jugando con los labios de Iris, hasta que ella los abrió, jadeante, moviendo los labios por la boca de Iris, viajando y besando los huecos y las cuevas de su cuello, después la cordillera de la mandíbula de Iris y otra vez su boca. Iris no abrió los ojos, siguiendo el rastro con el pulso.

Harry la levantó del sillón.

—Vamos a echarnos.

La guió suavemente al dormitorio y, todavía sujetándole la mano, manteniéndola cerca, encendió la luz sobre la cómoda. Entonces se sentó a los pies de la cama y tiró de ella para que se sentara a su lado. Estuvieron así un minuto, sentados uno al lado del otro. Él se inclinó, se desató la bota derecha y se la quitó. Después la izquierda. Después los calcetines, que dejó sobre las botas. Ella se quedó quieta a su lado. Allí estaba él, descalzo a su lado. Harry se volvió y la miró.

—¿Qué hago? —preguntó Iris.

—Me gustaría verte —contestó él.

Lentamente, Iris se quitó el jersey y se desabrochó la blusa, sentada, muy recta, al lado de él, que le puso una mano sobre el triángulo de piel por encima del sostén. El corazón de Iris dio un vuelco con el contacto de la mano. Poco a poco se echaron y empezaron a besarse otra vez, y las manos de él se pasearon. Subieron por la falda y bajaron por sus piernas y lentamente sobre los pechos cubiertos de algodón, tocando y acariciando. Ella acabó de desabrocharse la blusa para que esa boca pudiera encontrarla. Quería piel y el pantanal suave del cuerpo de ese hombre contra el suyo, quería que aquella boca ascendiera y deambulara, quería aquella boca por todas partes de ella. Y aquella boca se movió sobre ella, se movió por toda ella como si la poseyera, tomó y acechó, como si la conociera y supiera dónde se escondía, siempre. Y ella cerró los ojos y sintió lo que significaba ser abrazada y tocada, y al cabo de un rato ella se levantó suavemente, se puso de pie a los pies de la cama y se desabrochó el sostén y lo dejó caer al suelo, y se desabrochó la falda y se la quitó, y se bajó las bragas y se enrolló las medias hasta los tobillos. Él se puso de pie y desabrochó y quitó y se deshizo de la ropa y después volvieron a estar en la cama y ella sintió que se apretaba contra ella, se apretaba, y entonces él bajó la mano para guiarse dentro de ella.

—Oh —exclamó Iris y él paró.

El desgarro había sido rápido y agudo, pero ahora sentía el calor denso de él latiendo dentro de ella.

—No pasa nada —dijo ella, mirándolo a la cara, y con un pequeño gemido él empujó un poco más.

Iris cerró los ojos, sintiéndolo, cómo entraba un poco más y después un poco más, y al final todo. Y la sorpresa de tenerlo dentro, duro duro, todo dentro. Se sintió envolviéndolo, abrazándolo. Y entonces, empezó a moverse dentro. Dentro de ella.

Aquella noche, casi dormido, Harry puso su mano, fuerte y cálida, entre los pechos de Iris, sobre el hueso. Y ella sonrió. La pesadez, el peso de él en el centro de su pecho, en su pecho, descansando allí, manteniéndola en la cama, manteniéndola allí. Nunca se le habría ocurrido que estuviera buscando una correa. Había creído que era la que ponía las cosas en marcha, la que ponía las cosas en su camino, pero allí estaba ella, por primera vez, entregada.