12

Para entonces, la muerte hacía mucho que había perdido su poder impactante. Todos tenían una historia: las había a miles amontonadas en el corazón de Londres. Pero desde el primer día del año, Hitler había estado jugando con los nervios de los londinenses. Hubo tres noches de bombardeo en enero, y después nada durante una semana. Después uno otra vez y más intenso. Después nada. Un día, después otro en marzo, después nada el tiempo suficiente para que surgieran los narcisos y la hierba empezara a brotar a las orillas del Támesis. La ciudad entró en abril en un mes de calma. Entonces empezaron los bombardeos los miércoles y los sábados, unos bombardeos tan intensos que, como decía Ed Murrow bromeando, te acostabas con tu mejor ropa por si tu armario no seguía entero por la mañana. Y desde entonces, el recuerdo de esas noches se había asentado en la postura de todos, en los pasos rápidos de todos, en la atención fija en el cielo de todos. ¿Volverían esa noche? ¿O había terminado? No se sabía. Todos se acostaban preparados para salir corriendo.

«Querida…» Emma levantó la cabeza. Pero el vestíbulo de la oficina de correos seguía vacío. La señorita James estaba en la parte trasera. «Esta mañana el cielo estaba amarillo, denso y amarillo de ceniza y humo y a través de él el sol ha salido finalmente, rojo. Hay prendas de ropa en los árboles, Emma, que han salido volando de las casas que las bombas han borrado del mapa. Esta noche todavía arden los incendios. Si vuelven, diría que asestarán el puñetazo que nos dejará fuera de combate.

»Anoche fui al centro de Londres donde están los muelles y los almacenes y los pobres, donde las bombas cayeron con más fuerza y los incendios atrajeron a los aviones de la Luftwaffe una y otra vez, y las caras agotadas de los hombres y mujeres en los refugios subterráneos me miraron y te lo juro, querida, me acerqué a ellos, hablando mientras les tomaba el pulso y sujetaba su mano, y, aunque yo soy el médico, fue como si tuvieran algo que ofrecerme. Así es como siento ahora este trabajo. Grandioso, estimulante, completo… mi amor si…»

Emma arrugó la hoja y la metió en el bolso.

—¿Va todo bien?

La señorita James había aparecido en la esquina.

—Sí —dijo Emma, recuperándose—. Parece que está bien.

No parecía que durmiera muy bien, pensó la cartera. Tenía un pequeño bulto donde estaba creciendo el bebé, y, sin embargo, a Iris Emma le parecía más ligera, más frágil.

—Eso son buenas noticias, Emma.

—Lo sé —dijo Emma en tono rebelde—. Por supuesto.

Porque significaba que estaba vivo, sabía que eso era lo que Iris pretendía decirle. Vivo y con salud. Y bien. Y eso era una buena noticia, por supuesto… pero estaba cansada. Cansada de fingir que aquello estaba bien. Cansada de jovialidades. En realidad, le gustaría quedarse en la oficina de correos, coger una silla y sentarse, mientras Iris hacía su trabajo. Quizá se dormiría, y de vez en cuando la señorita James se acercaría de puntillas para ver cómo estaba. Y ella podría dormir ahí hasta que llegara el bebé y Will regresara a casa.

—En las cartas parece muy feliz —dijo melancólicamente, al cabo de un rato.

—Cree en lo que está haciendo.

—Sí, pero ¿qué estoy haciendo yo? ¿Sentarme aquí esperando sus cartas? En lo único que pienso es en recibir noticias, y a veces no sé ni lo que me hago. Ojalá tuviera una voz en la cabeza que dijera algo como «todo está bien» o mejor «nada está bien». Así podría seguir adelante. —Se ruborizó y miró al suelo—. Ojalá supiera que cuando llegue la parte mala, Dios se sentará erguido en su silla y gritará: «Cuidado, Emma…».

—Como en las películas.

Iris controló su tono de voz.

—Qué tontería.

—No es ninguna tontería. —Iris sacudió la cabeza—. Pero no deberías pensar así.

A veces era más fácil callar. Emma miró a Iris. La mayoría de las personas habían crecido con padres, con dos pares de ojos vigilantes. No había forma de hacer entender a alguien acostumbrado a esta atención lo fácil que era desaparecer.

—Hola, Harry.

La voz de la cartera bajó un poco cuando las puertas se abrieron detrás de Emma.

Emma se enderezó y se volvió.

—Iris —respondió Harry—. Hola, señora Fitch.

Se colocó al lado de ella en el mostrador.

Los ojos se le llenaron de lágrimas al oír pronunciar su nombre.

—Es difícil —dijo Harry.

Emma le miró agradecida y asintió. Él le dio un golpecito en la mano. Después volvió toda su atención hacia Iris.

—¿Cómo va el día? —preguntó amablemente.

Emma vio que había oscuridad en ese tono y sonrisas en la oscuridad. Iris metió la mano en el bolsillo y sacó el paquete de tabaco. Harry le ofreció fuego y ella se inclinó hacia la llama. Afuera, en la calle, los primeros indicios de primavera hacían aparición, había coches cruzando el negro asfalto y timbres de bicicleta, y una pareja besándose en un banco del parque. Gente que reía al pasar. Un hombre cantaba a la manera tirolesa. El sol avanzó un par de centímetros más sobre la hermosa tierra resplandeciente. Pero dentro todo se había detenido. Una mujer dio la primera y larga calada al cigarrillo, y el hombre se separó de ella, después de darle fuego. Estaban separados por medio metro de mármol… y ella.

—Adiós —dijo Emma apresuradamente.

—Hasta pronto, Emma.

Emma se paró y se volvió con la mano en la puerta. La señorita James estaba apoyada en los codos mirándola, y el señor Vale, con la cadera contra el mostrador, se volvió para verla marchar. Emma saludó con la cabeza y empujó la puerta, con lágrimas resbalándole por las mejillas mientras bajaba los escalones de la oficina de correos, cruzaba la verja y caminaba ciegamente por la calle.

El tejado y la chimenea de los Bowtche apareció, y por encima de ellas el tejado y la chimenea de los Snow. Después, en el punto más elevado, se alzaba su propio tejado. Un sol primaveral seco azotaba el agua con fuerza, y Emma tuvo que volver la cara apartándola del resplandor del puerto y mirar las fachadas de las casas de madera que pasaba ascendiendo la colina. Estaba cansada. Había mucha gente en el pueblo, en todo el mundo, mucha, sudando y gritando y agarrando puñados de vida, puñados para lanzar, para lanzarse unos a otros, para tirar. Sintió una angustia en el pecho. Al llegar creyó que podría unirse a ellos. Creyó que se estaba uniendo a ellos al poner el pie derecho en la alfombra del pasillo de la pequeña iglesia —y dudó un momento, mirando y viendo a Will de pie al otro extremo— y después al correr hacia él. Creyó que borraba la línea en su corazón que decía que estaba sola en el mundo. Puso la mano fatigadamente sobre la verja. Otras personas creían que estaban sujetas al mundo y no se imaginaban que podía quebrarse. Pero ella lo sabía. El recuerdo de la voz de su madre era tan tenue y vago como un velo resbalando del respaldo de una silla. Todo lo que le quedaba de su hermano era el recuerdo de la cama compartida, su aliento en la mejilla encontrándola a veces en la oscuridad, justo antes de dormirse. La muerte era el beso más ligero, el toque más frío, un pellizco en el hilo y habías desaparecido.

Por delante de ella se acercaba Jim Tom Winthrop, con el bebé a la espalda en una mochila improvisada. Emma tropezó y miró al suelo, con la esperanza de no llamar su atención.

—¡Hola! —gritó él, y se caló la gorra hasta las orejas.

No tenía más remedio que saludar con la mano mientras él se acercaba donde estaba ella, en la calzada.

—¿Adónde va?

—A casa.

Los ojos de Emma se posaron en el fardo que él llevaba a la espalda.

—¿Quiere verla?

Se ladeó para que ella pudiera apartar la manta con la que había tapado la mochila y echar un vistazo. El bebé dormía profundamente con la boca abierta.

—¿A que es preciosa?

Emma asintió y volvió a colocar la manta.

—¿Cómo va todo?

Jim Tom la miraba con atención.

Emma metió la manta por debajo de las correas de la mochila, sintiéndose insegura para mirarlo.

—Muy bien —contestó, subiendo a la acera. Miró a la calle en dirección al pueblo, esperando encontrar alguna distracción, o ver a alguien acercándose. Pero la calle estaba tan vacía como la aurora—. ¿Y tú cómo estás?

—Bueno, vamos tirando…

—Me alegro —dijo Emma educadamente, apartándose un paso, intentando dar a entender que seguía su camino—. Me alegro de oírlo.

—La acompañaré un rato —se ofreció el hombre—. La niña sólo duerme si me muevo.

—De acuerdo —contestó Emma y se puso a caminar, con cierta desesperación.

—Espere —dijo él en tono bromista.

Emma redujo el paso.

—Los niños se han portado de maravilla —continuó él, y se puso a caminar a su lado—, y la pequeña nos da algo que hacer y así no pensamos tanto en… —se le quebró la voz de repente.

Emma no le miró. Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz.

—Aah —dijo con voz espesa sobre el pañuelo. Sacudió la cabeza, se secó los ojos y se volvió a mirarla—. Lo siento —dijo—, me da de repente.

Emma se puso tensa.

—Es difícil, ¿verdad? —Jim Tom se guardó el pañuelo en el bolsillo—. Para los que seguimos aquí.

¿Seguimos? Una furia repentina y descontrolada se formó en el pecho de Emma.

—Discúlpame… —se volvió a mirarlo—, pero Will no ha muerto.

Él dejó de caminar y ella continuó, con una furia que la impulsaba adelante, lejos. Había sido horrible, espantoso, pero le daba igual. Por el camino sintió los fuegos de leña ardiendo en las casas y el olor de las cocinas, y el consuelo que transmitían de un hogar alimentó su furia. Estaba mal que Will se hubiera ido. A Maggie debía pasarle algo malo antes de ponerse de parto. No era culpa de Will. Él no le debía al mundo nada de nada, pero la muerte de Maggie le había hecho creer que sí. ¿Hogar? ¿Qué hogar?

Llegó a la verja sin verla, y se detuvo. Aquella primera tarde, ella y Will habían llegado aquí y habían mirado el sendero que llevaba a la casa. Intentó recordar si había visto las tejas gastadas y las repisas grises, pero sólo recordaba la mano de Will en su codo, guiándola hacia delante.

—Debería pintar.

Se sobresaltó.

El hombre del abrigo que había visto por el pueblo estaba a su lado. El alemán que trabajaba para el señor Vale. Muy cerca.

—Oh —exclamó—. Hola.

La miró a los ojos y le sostuvo la mirada un momento como si tuviera algo que ofrecerle, pensó Emma irracionalmente. Estaba muy cerca. Olía a sal y a algo profundo y oscuro como el pan. Muy cerca.

—Debería pintarla —repitió él.

Su voz se enroscaba en las palabras inglesas con lentitud, como si tomaran una curva peligrosa.

Emma frunció el ceño.

—¿Qué?

Él le indicó las ventanas donde, era cierto, la pintura de las persianas y las repisas estaba desconchada, dejando la madera a la vista.

—Se pudre —dijo él más lentamente.

Emma asintió. Los dos contemplaron la casa.

—A mí me gusta blanco —continuó él—. Se ve a kilómetros distancia.

—Kilómetros de distancia —corrigió ella pensativamente.

—Yo podría hacerlo.

—Ah.

Casi se rió, y se volvió a mirarlo, comprendiendo por fin. Necesitaba trabajo, nada más. Necesitaba un empleo.

—Pero no puedo hacerlo. Mi marido no está y… no tengo dinero —se inventó.

Tenía mucho dinero para reparaciones de la casa. Will le había dejado instrucciones de que lo utilizara en caso de que tuviera goteras.

El hombre que tenía delante tenía los ojos azul oscuro, y se le formaba una arruga profunda cuando sonreía.

—Algún día.

Emma se ruborizó.

—No puedo pintar la casa.

—Ya. —Se inclinó hacia ella—. Muy bien.

Y siguió caminando en dirección a las dunas, pasado el pueblo. Antes de abrir la verja, se volvió a mirar cómo se alejaba. Deseaba llamarlo, o casi, pero dejó que el impulso se esfumara.

—Hola —gritó a la casa vacía, como hacía cada día al entrar.

Fue directamente a la cocina.

—Hola.

Uno de los platos se estremeció en el escurreplatos. Los últimos barcos de pesca estaban entrando en el puerto, y Emma los contempló, apoyando el estómago en el borde del fregadero.

La casa necesitaba una mano de pintura. Emma cogió el hervidor y dejó correr el agua antes de llenarlo. Lo puso al fuego, sacó el tabaco y las cerillas y se volvió, entendiendo por fin lo que el extranjero quería decir con kilómetros de distancia. Como miguitas de pan de Hansel iluminando un sendero blanco en el suelo del oscuro bosque para encontrar el camino a casa, el alemán quería decir que la casa debería verse desde la costa. Inspiró contra la cerilla y apagó la llama.

—¿Will? —exhaló.

Se apartó de la ventana y bajó por el pasillo donde el ojo mágico del armario de la radio contra la pared del salón resplandecía con el verde mate de una señal fuerte.

Más que nada en el mundo deseaba girar el dial y sintonizar a Will hablando, oír su voz diciendo: «Emma, Emma». Sorbió por la nariz. Giró el dial de la onda corta hasta que el crujido dio paso a una voz, le trajo una voz para llenar la casa vacía. Quería a alguien que hablara con ella, en aquel momento, cualquier cuerpo humano. «Sé sensata, me escribe mi madre. Cuídate —decía la mujer con deliberada lentitud—. Pero ¿qué es sensato ahora? Despertarse por las mañanas con el silencio, una ciudad envuelta en calma, como la manta sobre la jaula de un periquito. El miedo hace tiempo que está domesticado. MANTENGA LA CALMA Y SIGA ADELANTE, dicen los rótulos por toda la ciudad, pegados en las paredes de los edificios, sobre los ladrillos que todavía permanecen en pie.

»MANTENGA LA CALMA Y SIGA ADELANTE

Emma encendió la luz sin respirar, y después se situó frente a la radio, con los brazos cruzados, con el corazón acelerado.

«En las grandes novelas del siglo pasado, había tiempo —siguió Frankie Bard—, tiempo para supervisar las vastas expansiones, aquí una figura que se acerca por el brezal, allí una muchacha sentada junto a la ventana enseñando a un niño a leer a la sombra de la fábrica. Había tiempo y había calma página tras página. ¿Qué se puede escribir ahora para contar las bombas demoledoras, el ruido y la rabia en los cielos? Como tenemos que saltar de la cama, sin tiempo para pensar… quizá ya no puedas volver a oír una historia como las de antes. La forma más rápida de curar a una persona de la omnisciencia —la creencia en un ojo supervisor metódico— es la guerra. Caóticamente y sin orden, las personas mueren o se salvan sin un brazo instrumental. La orquesta toca acordes, pero las notas emprenden el vuelo, quieras o no quieras.»

—Cállate —susurró Emma al ojo—. ¿Es que no puedes callarte?