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¿Y adónde mirábamos? Hacia allí. Septiembre terminó y empezó octubre y los bombardeos empeoraron; los niños de Londres habían sido embarcados en autobuses y trenes, y algunos miles más en barcos hacia el otro lado del Atlántico. Canciones que rompían el corazón trinaban en las ondas antes y después de las noticias de la noche.

Mi hermano y yo recordamos el día que dejamos a los amigos y nos embarcamos y pensamos en los que se quedaron pero de eso no hablamos.

Escuchábamos a Murrow, a Shirer y a Sevareid. «Informando desde Londres. —Murrow calló antes de empezar la última emisión nocturna—. Esta noche, aplastados contra la pared por el efecto de las bombas… que no es una sensación más fuerte que la de golpearse contra una pizarra cubierta de plumas… y tras perder nuestra tercera oficina… que parece como si un gigante enloquecido hubiera batido huevos en su interior… no puedo más que concluir que el bombardeo ha sido tremendo.»

Frankie sonrió al recordar la sonrisa de él, la extraña euforia del peligro vivido y superado. No todos tenían la calma de Murrow. A pesar de haber informado de la caída de Francia y de estar acostumbrado a la guerra, tras tres meses de bombardeos, Eric Sevareid regresaba a Estados Unidos. Tras intentar llegar caminando a Broadcasting House para la emisión de la noche, había susurrado:

—No lo soporto más… cuando empiezan las sirenas, por mucho que me esfuerce, echo a correr como un desesperado.

—Venga.

El hombre que caminaba delante de Frankie por la calle se apoyó en la pared de ladrillo y tiró de la chica hacia sus labios.

Feliz y contenta, la chica rodeó el cuello del hombre con los brazos y se apretó contra él «como si tuvieran todo el tiempo del mundo y estuvieran completamente solos», empezó a escribir Frankie mentalmente. La luz de la tarde otoñal se estaba desvaneciendo y los sonidos del atardecer, los últimos, disminuyeron de intensidad alrededor de ella en la oscuridad y el frío. Al otro lado de la calle, en el diminuto parque, un niño aullaba indignado: «¡Es mío, Charlie!». «Es la vida normal con la tapa abierta», dobló una esquina, «y la tapa en tiempos de paz es el agua puesta a hervir, nada por delante salvo acostarse, los niños en la bañera, y los platos de la cena junto al fregadero para más tarde».

Cruzó High Street, dirigiéndose a Argyll Road. «Es de noche en el mundo exterior, la hora antes del momento de bajar al subsuelo, la última hora de luz. A pesar de que es un frío día de octubre, todos están fuera. Buenas noches. Buenas noches, si Dios quiere. Las campanas ya no tañen en las iglesias.» Tras cincuenta noches de bombardeos, se podía esperar que los alemanes aparecieran, y —aunque esto jamás pasaría la censura— la verdad era que la regularidad de las bombas, la aparición constante de la Luftwaffe, hacía que los alemanes estuvieran perdiendo la batalla. Porque los londinenses habían descubierto que podían seguir adelante. Se podían hacer planes para la noche. En la esquina, el señor Fainsley entró su carrito y bajó la persiana de cristal laminado. «No puedo evitarlo —había dicho el tendero la noche anterior encogiéndose de hombros—; no puedo evitar cerrar como he cerrado siempre, aunque los dos sepamos que la ventana y la tienda pueden no estar por la mañana. No puedo evitarlo —había oído ella una y otra vez durante las seis semanas anteriores con la misma sonrisa irónica—, no puedo evitar seguir haciendo lo que he hecho siempre.»

Te podías parar en una esquina y ver una larga hilera de casas intactas, con las fachadas blancas perfectamente recortadas contra el cielo otoñal —toda Inglaterra en una manzana—, doblar por la esquina y en la siguiente no encontrar nada más que ruinas y fuego, las caras agotadas de las mujeres arrastrando maletas baratas de cartón y dejando a sus hijos en los autobuses del refugio parados en la esquina. Cada noche de bombardeo, la guerra pasaba sobre Londres como un ángel del Antiguo Testamento, manzana a manzana: tocando aquí, pasando de largo allí, y Frankie lo seguía, deseando abatirlo, deseando llegar a su corazón.

Hizo una mueca. Max Prescott, su editor en el New York Trib, le habría tachado «su corazón» sin pensárselo dos veces. ¿Su? ¿De quién, Frankie?, habría preguntado. ¿Cuál es la historia? ¿Dónde está la historia de este «su»? Sé la mujer que coge el mundo por el gaznate. No por los labios, por Dios. Por el gaznate. De acuerdo, jefe, diría ella, sonriendo ante la imagen que había evocado.

Una mujer que se dirigía al refugio de Liverpool Street, con un bebé en brazos y, curiosamente, la pesada cuna de madera del bebé, miró por encima del hombro a Frankie mientras bajaba hacia la oscuridad. Frankie se paró de golpe. Muchas personas lo hacían, ir a los refugios antes de que sonaran las sirenas, para coger un buen sitio; los rincones están muy solicitados, le había explicado una anciana la semana pasada. La mujer del bebé miró a Frankie parada en la acera y ésta vio que llevaba el cabello rubio sucio recogido con una cinta negra, y que el cuello del jersey le colgaba ligeramente como si hubiera adelgazado.

Por enésima vez, Frankie deseó poder volver a aquel lugar por la mañana para asegurarse de que la mujer y el bebé volvían a salir a la luz, para saber que habían dormido y se habían despertado y seguirían adelante. Para saber qué pasaba después.

El peligro que estaba por todas partes —Frankie empujó con el hombro la puerta del número 8 de Argyll Road— significaba que todos podían estar viviendo sus últimos días. La de cada uno —Frankie volvió la cabeza hacia la calle mientras empujaba la puerta— podía ser una historia desgarradora.

—¡Eh, señorita!

Frankie relajó el hombro y enderezó el cuerpo. El chico del extremo de la manzana le bloqueaba el paso.

—Hola, Billy. ¿Qué hay?

Él cambió el peso de un pie a otro con la impaciencia y el recelo de un niño de seis años.

—Mi madre dice que todos los norteamericanos tienen chocolate… pero dice que es un secreto. Y que no podemos pedir.

Frankie asintió.

—¿Y tú has decidido averiguarlo?

—Eso es.

La miró fijamente.

Ella deseó tener chocolate para darle.

—Es un secreto —convino Frankie—. Porque no he oído nada sobre ello. Y yo debería saberlo.

Él asintió. Lo sabía todo de ella y de la otra señora de arriba. Por su madre. Eran periodistas. Habían venido para informar a los norteamericanos de lo que ocurría.

—¿Quiere decir que no tiene, entonces? —preguntó el niño, decepcionado.

Frankie se inclinó hacia el chico y se llevó un dedo a los labios, conspirativamente.

—Lo investigaré —dijo—. Te lo prometo. Si es un secreto, lo descubriré. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contestó el chico sin aliento y echó a correr.

Frankie siguió empujando la puerta con el cuerpo. El padre del chico estaba en la RAF y llevaba fuera desde el verano. La madre —la puerta se abrió— no tendría más de veintitrés años.

—¿Harriet? —preguntó a gritos, cerrando la puerta del piso.

—En la bañera —contestó gritando su compañera de piso.

—Sal, corre. Tengo novedades —gritó Frankie por el pasillo, colgando la llave del gancho junto a la puerta.

Se quitó el pañuelo y lo guardó dentro del sombrero, contenta de que Harriet estuviera en casa. Harriet Mendelsohn era corresponsal de Associated Press y estaba en Europa desde 1938. Era muy divertida y charlatana. Era mayor que Frankie y estaba convencida de la necesidad de que los corresponsales de guerra fueran personas con esperanza, con indignación y que persiguieran la verdad.

—Quedarse en casa y ser buena persona no es suficiente. No hacer daño, no mentir. No es suficiente —dijo brindando con Frankie el día que ésta fue a vivir a su piso—. No estarás sucio… pero estarás muerto.

Sobre el bufé había una carta de la madre de Frankie. La cogió y abrió el sobre, caminando por el diminuto pasillo hacia el salón, donde Harriet ya había corrido las cortinas para oscurecer la estancia. Frankie encendió el interruptor junto a la puerta y leyó la carta todavía de pie, apoyándose en el marco de la puerta. La letra diminuta de su madre describía todas las noticias cotidianas de la última semana en la casa de Washington Square, y, aunque Frankie adorara el ángulo de su letra, su madre hacía un recuento meticuloso de comidas, pensamientos, conversaciones oídas, y recitaba todos los sucesos del día con la constancia de una yegua recorriendo un camino conocido. Sin ninguna prisa y sin olvidar nada. Y no había olvidado nada, gimió Frank para sus adentros, aunque leyó hasta la última palabra, reconociendo de mala gana que su madre era una periodista sin periódico, o sin editor, desde hacía años. «El martes me desperté y hacía un día horrible. La única cura para eso fueron dos huevos con tostadas seguidos de un largo paseo hasta la biblioteca. La señora Taylor te manda…»

—Hola.

Harriet estaba detrás de ella.

Frankie se dio la vuelta, sin dejar de leer la carta que tenía en la mano.

—Hola.

—¿Esta noche sales o te quedas?

—Salgo. —«Buenas noches, cariño…» Frankie dobló la carta, sonriendo, y la guardó en el sobre, antes de mirar a Harriet—. A ver si adivinas qué me ha encargado Murrow.

Harriet entornó los ojos ante la emoción de la voz de Frankie.

—Dime, vaquera.

—Un reportaje sobre la batería de artilleros del hospital.

Harriet soltó un silbido.

—Por lo visto, al fin y al cabo, no soy sólo… —Frankie arqueó las cejas— sólo una rubia con faldas. Anda ya.

Harriet rió. Desde el momento que Harriet había aparecido en su vida, Frankie había pensado en praderas, indios y hombres que vivían en libertad.

—¿Te apetecen unos huevos revueltos con tostadas antes de salir a por tus artilleros? —preguntó secamente, pero sonreía al pasar junto a Frankie para ir a la diminuta cocina—. ¿Has leído el informe de Steinkopf desde Varsovia? —gritó mientras buscaba los huevos en la nevera.

—No.

Frankie apareció en el umbral.

—Han construido un muro de cemento alrededor de cien manzanas de la ciudad.

—¿Qué quieres decir?

—Una pared de dos metros y medio de alto y tan lisa que dicen que ni un gato podría trepar por ella.

—¿Alrededor del gueto?

Harriet asintió.

—¿Cuándo lo han dicho?

—Ahora, por cable.

—Al menos están en sus casas.

—Por ahora —contestó Harriet sin volverse.

Frankie observó la curva de los hombros de la otra mujer. Como una costurera, Harriet Mendelsohn había recogido retazos de noticias sobre los apuros de los judíos desde que los nazis empezaron a apoderarse de un país tras otro, en una especie de gran barrido. Lo hacía desde que los nazis habían tomado Polonia el año anterior. Escribía sobre los miles de judíos de Varsovia y otras ciudades polacas, que buscaban refugio en Letonia y Lituania y eran rechazados en la frontera. Los suicidios en Varsovia, las expulsiones, los arrestos en masa: lo que oía lo escribía y lo mandaba por cable. Fue Harriet la primera que informó de la propuesta de Hitler al Reichstag en 1939 de que Alemania creara una reserva judía dentro del estado polaco, a imagen y semejanza —había asegurado Hitler a su público— de las reservas de los indios americanos. Cuando Harriet cosió los retales, parecía como si los nazis intentaran movilizar a los judíos, obligarlos a huir, echarlos; por encima de todo, expulsarlos de Alemania.

Pero ¿era algo organizado? Ésa era la cuestión. ¿Y era creíble? Ésta era la inquietud. Se habían oído tantas historias sensacionales y falsas atrocidades sobre Alemania durante la Primera Guerra Mundial que ahora la prensa era cautelosa con las historias de actos deliberados y siniestros contra los judíos. No había parecido posible hasta que a principios de año el Vaticano confirmó que los nazis estaban trasladando a judíos —de Austria, Checoslovaquia y todas partes de Polonia— a guetos. Pero ¿los estaban reuniendo con algún objetivo?, había preguntado el Times de Londres hacía un par de semanas. Sí, Harriet empezaba a pensar que sí. La noticia era la de alguna clase de agresión organizada. Y Harriet analizó fragmentos y frases de la política nazi incluidos en largos discursos para contar la noticia, a pesar de que excediera los límites de lo comprensible. Tenía primos en Polonia, y cuando sus cartas aparecían en el bufé del salón, las novedades se acompañaban del alivio de saber que seguían en su casa, en su calle. Seguían allí.

Por el momento, Frankie sirvió dos whiskies y dejó uno en la repisa de la ventana, junto a Harriet. Por el momento. Por el momento. Éstas eran las palabras que presagiaban el terror. ¿Cómo escribir esa noticia? Las tres preguntas de Murrow, que eran el fundamento de todas las emisiones —¿Qué sucede? ¿Cómo afecta a los norteamericanos? ¿Qué dice el hombre corriente?— no se ajustaban a esta noticia. Los retales se unían en una imagen terrible para los judíos, eso podía verlo cualquier persona de su país. Terrible, era terrible. Pero la guerra era terrible. Así era, la guerra era un infierno. ¿Qué se suponía que podíamos hacer para evitarlo?

«Prestar atención —Frankie brindó con Harriet— y después escribirlo todo.» Se llevó su copa al sillón blanco del salón. Recién licenciada en el Smith College, promoción del 32, Frankie había vuelto a Nueva York y al día siguiente se había presentado, ante el asombro de su madre, en el despacho de Max Prescott en el Trib. Él había mirado con impaciencia aquella muchacha vivaracha y la mandó directamente a la calle a informar de lo que encontrara. Con el bolso balanceándose al lado del cuerpo, la muchacha caminó, por West Fourth Street, sin saber lo que buscaba, hacia el caos y las fauces de Broadway, y más al este, hacia las fincas de pisos baratos, junto al río. Caminó y descubrió encantada que podía ir a cualquier parte con un cuaderno. No sólo esto, sino que la gente hablaba con ella. La gente estaba deseosa de ser escuchada. Así, recogió los retazos de lo que veía u oía y los escribió. Seis meses después, Prescott reservó dos columnas —sin firma— para ella con el título de «El pulso de la ciudad».

Hasta el extremo de Hoover y por el otro lado, dentro del New Deal y la gran dentadura del señor Roosevelt, Frankie informó de toda la ciudad, barrios altos y bajos, en zapatos de satén y en mocasines, Summa cum, como insistía su madre en presentarla, orgullosa, todavía esperanzada de que encontrara un marido. «Summa cum privilegiada», murmuraba Frankie para sus adentros, observando, disfrutando, absorbiendo algo que había visto y dándole vueltas hasta que estaba bien comprimido. No partido. No sin el aire que llevaba dentro. Pero sí comprimido y meridiano. Contando algo sobre vivir. Sobre la vida.

Hasta la noche de la primavera pasada, cuando entró en su casa y oyó a William Shirer hablando desde Berlín por la radio en aquel preciso momento. Frankie se sentó en los escalones y se apoyó en la barandilla, escuchando su voz. Aguda y aflautada, dolorida, no tenía nada que ver con los tonos caoba de Murrow. Pero los minutos en los que habló, todo ese mundo invisible estaba contenido en su voz, en su ritmo mesurado y tranquilo a través de la distancia y el tiempo. Aquello era el mundo en una voz: lo que estaba sucediendo ahora. En el esfuerzo que hacía por mantener la voz bajo control, en su pronunciación sin acento de las palabras Führer y Herr, en el desprecio escapado a la censura de un originario del Medio Oeste. Aquella voz contenía más que la noticia, más que las palabras. Dos semanas después Frankie tenía una reserva en el SS Trieste y venía sin nada que la recomendara para la radio salvo una carta de Prescott, su máquina de escribir y su sonrisa.

No obstante, cuando vio el «estudio», no mucho mayor que un armario, amueblado con una mesa y una silla viejas y una lámpara iluminando el micrófono colocado sobre la mesa, pesado y rudo como un arma del crimen, casi se echó a reír. Cuán humilde e incierto. Te sentabas a una mesa, escuchando por los auriculares hasta que en Nueva York decían «Le escuchamos, Londres», y entonces apretabas el interruptor a un lado del micrófono y hablabas. Si el tiempo acompañaba, tu voz era relajada, como un corredor de fondo, a través del aire inglés, desde los tubos de vacío a través de los cables y los transmisores, y de algún modo emergía tras el clic y el balbuceo de cinco mil kilómetros otra vez en el aire, en Estados Unidos. O todos los puntos del camino podían fallar en algún momento, y tu voz podía desvanecerse en las ondas.

Mecanografió los guiones de Murrow. Llenó vasos de agua y los dejó junto al micrófono. Encontró a las personas con las que Murrow necesitaba hablar, y se las llevó para que las entrevistara. E hizo lo que había hecho siempre: caminar y escuchar. Caminó por Londres sin plano, doblando calles hacia el sonido de voces en los pubs y en las luces todavía brillantes de los teatros y salas de baile. Hitler avanzaba hacia París. Los ingleses se retiraban en Dunquerque. Defensa Civil repartió máscaras antigás a la población. Los niños fueron evacuados al campo. Y en las tiendas y en las colas de los autobuses, escuchó a los londinenses comentando estos acontecimientos. «¿Qué tiene que decir hoy el tendero?», le preguntó un día Murrow, y ella había respondido sin pensar: «Bueno, dice que las ovejas no llegarán a ser carne de cordero si siguen cayendo bombas cada noche». Murrow se había reído. Dos noches después, ella salía en antena con él, y ¿Qué dice el tendero, señorita Bard? había sido un éxito en Nueva York, y el punto de inflexión para Frankie. El esfuerzo del lechero para seguir teniendo botellas; el par de zapatos de hombre intactos en su pedestal en el escaparate bombardeado de una tienda, «dos semanas enteras», se fijó Frankie, tan necesarias en su perfecta paz como el rey. Con zapatos como ésos todavía en pie, Inglaterra sigue en pie. Durante seis meses, Frankie había deambulado y recopilado aquellos retazos de vida. Pero esta noche sería completamente diferente. Sería un reportaje concreto, de hombres en la batalla, y sería todo suyo.

A las nueve, Frankie salió de casa. En la calle, miró hacia arriba para comprobar que las cortinas de su ventana estaban bien echadas antes de dirigirse hacia el oeste, a la estación de Artillería Antiaérea. Al principio de los bombardeos, no se utilizaron las armas de tierra, porque el Ministerio de Guerra consideró que la RAF estaba mejor preparada para echar a la Luftwaffe de los cielos, pero los ciudadanos se volvían locos, esperando como patos, como dijo la señora Preston que vivía dos puertas más abajo de Frankie, «nosotros aquí abajo mientras los aviones zumban y nos bombardean desde arriba». Un mes después, se dio la orden para que la artillería antiaérea abriera fuego —mandando diez proyectiles de 12 kilos por minuto, alzándose ocho kilómetros en el aire—, aunque sólo Dios sabía a qué apuntaban. Porque los hombres —acurrucados bajo sus mantas, con las cuatro armas apuntando a un cuadrante diferente del cielo—, esperando el ronroneo de los bombarderos alemanes, sólo conocían el frío.

Alrededor de las cuatro armas antiaéreas de la Batería 165 en el prado de Kensington Gardens, un puesto de mando con dos observadores echados hacia atrás en sus asientos plegables, con los prismáticos de visión nocturna apuntando al cielo.

—No puede estar aquí, guapa —dijo uno de los observadores, con el ojo puesto en el telescopio.

Frankie buscó sus credenciales de prensa en el bolso y las entregó al otro observador, que había apartado el ojo del cielo y le tendía una mano.

—Puede ser peligroso —repuso, devolviéndole los documentos.

—Para ustedes también —comentó ella.

El hombre gruñó y volvió a observar el cielo.

Frankie se volvió hacia los artilleros. Vio que eran nueve, y muy jóvenes, todos a la espera y alerta.

—¿Qué posibilidades hay de abatir algún avión esta noche?

Se sentó junto a uno de los cañones.

—Tan fina como la cintura de mi mujer —contestó uno de los hombres suspirando.

—No empieces con tu esposa.

Frankie sonrió al hombre que había hablado.

—¿Dónde está su esposa, soldado?

—En Kent.

A salvo, en otras palabras. En Inglaterra, donde los incendios lejanos de Londres eran la luna nueva en el cielo del campo, negro como la boca del lobo.

—¡A sus puestos! —gritó uno de los observadores, y los hombres que rodeaban a Frankie se despojaron de las mantas y se colocaron en posición: elevador del arma, encargado de la mecha, elevador de cañón, encargado de baqueta, de culata y de munición—. Preparados —gritó el hombre de Kent—. ¡Preparados, señor!

Los hombres que la rodeaban estaban tensos y silenciosos. Encendió su linterna y miró la hora en el reloj, y a continuación anotó la hora y el ruido de la espera a su alrededor. Hombres que tosían. Un silencio con ojos y oídos. Un silencio animal.

Del este, por encima de su hombro izquierdo, llegaba el ronroneo familiar de los primeros aviones alemanes. Volad recto, cabrones, siseó uno de los hombres, con la mano en la ametralladora, volad recto para que os tengamos a tiro. Frankie se puso el casco y se apretó contra la pared donde estaban dispuestas las ametralladoras.

Bum. La primera descarga salió de una de las ametralladoras, rugiendo hacia el cielo y el avión que nadie podía ver, pero cuyo sonido los observadores intentaban interpretar gritando coordenadas. La primera descarga fue seguida inmediatamente por otra, y las ventanas de las casas alrededor del parque vibraron a la mortecina luz y estallaron. Cristales rotos salieron proyectados hacia la calle. Más descargas explotaron una tras otra hacia el cielo, y la metralla de las armas cayó ruidosamente sobre los tejados, como bailarines de zapateado sin música. Murrow había sopesado la posibilidad de mandar un camión de grabación con ella, pero aunque ella hubiera podido oír el sonido de la voz del hombre en aquel momento instándola, «Entra, Frankie, entra», era demasiado brutal, demasiado fuerte, y no habría podido decir nada más que «es brutal».

—Jodeos —masculló el soldado al lado de Frankie, con la mejilla contra el gatillo.

«Jodeos, jodeos», como una plegaria que el soldado lanzaba y disparaba. Disparaba una y otra vez contra la nada, y Frankie también deseaba coger algo y lanzarlo; y el que todos los disparos volvieran a caer encima de ellos, que cada disparo pudiera atraer la atención de un piloto que volaba sobre ellos, que pudiera mover un dedo y lanzarles una lluvia de muerte tan rápidamente que no la verían venir, no importaba. Ahora, a pesar del frío de la noche de octubre, los hombres estaban sudando, la metralla rugía en respuesta a los gritos de los observadores, en mangas de camisa y manejando las ametralladoras como si fueran instrumentos de percusión. «Vamos, vamos, vamos», aullaban los tiradores escupiendo fuego, y las luces se volvían de color verde y azul eléctrico brillante y la cordita les quemaba en el interior de la garganta. «Vamos, vamos, vamos, cabrones.» Cargaban a toda prisa la metralla, como estibadores letales y esperanzados, una y otra vez hasta que uno de los observadores ordenó parar.

Algunos hombres sólo se echaron en el suelo junto a las ametralladoras que habían estado disparando. A Frankie le temblaban las piernas. Se había acabado. No les habían tocado. El silencio repentino, la ausencia de explosiones, era ensordecedor.

—Dios mío, qué valientes sois —dijo Frankie en medio de aquel silencio exhausto.

—Es nuestro trabajo, señorita —respondió alguien jocosamente en la oscuridad.

Otro hombre soltó una carcajada.

—Cállate, Jack.

—Pero es verdad.

Estaba a punto de llorar y quería reír al mismo tiempo.

Una ráfaga de aire nocturno la golpeó, así como el sonido de las bombas cayendo, a lo lejos, por el oeste. Pasó una densa racha de humo cuando el viento cambió y llegó del río transportando el hedor de las explosiones. Alrededor de ella, parecía que algunos hombres se hubieran dormido. No había velo, no había telón que los separara de lo ocurrido fuera de la vista, «allí». Esto era lo más impactante. Esto había sido siempre lo más impactante, y a Frankie le parecía que era lo más importante que la gente debía saber. Allí no había nada entre la guerra y tú. Recogió la bolsa y se alejó en silencio, como si estuviera en la habitación de un bebé, eufórica y agotada, dando vueltas frenéticamente en la cabeza a lo que diría en antena.

Era esto, ¿no? La nada entre medio. Ese aire escaso entre la pareja que se besaba aquella noche: sus cuerpos apoyados el uno en el otro antes de bajar al subsuelo era el mismo aire entre los tiradores y las bombas, y era el mismo aire que transportaba su voz al otro lado del mar, con las ondas sonoras, a personas que escuchaban sentadas en sus sillones en casa. Un artículo de periódico tenía que estar fundido en plomo, las palabras tenían que estar atadas y bien atadas, impresas sobre papel, dobladas y entregadas a los chicos que gritaban en las esquinas «Extra, extra», con el artículo en la mano, la historia compactada. En la radio, la historia fluía en el aire, de labios a oídos —como un secreto hallando su lugar más inmediato en los oscuros recovecos del cerebro—, la cúpula celeste hundiéndose en el espacio, y el mundo convirtiéndose en una gran galería susurrante para todos nosotros.

Una explosión tremenda resonó sobre sus cabezas y después descendió la antorcha brillante de una bomba incendiaria surcando el cielo. Frankie se paró de golpe y empezó a contar, como si contara los kilómetros entre el trueno y el relámpago. La parte baja de los globos de fuego plateados navegando sobre la ciudad reflejaban las llamas, transportando su color de lado a través de la oscuridad. Bum, llegó como respuesta. A salvo. No sabía cuándo había empezado a contar, pero ya no sabía no hacerlo. Se imaginaba que había caído un par de kilómetros delante de ella, en alguna parte cercana al Parlamento. Caminó hacia delante, esperando que sus ojos se adaptaran otra vez a la oscuridad. Por delante de ella, la línea de pintura blanca que Defensa Civil había pintado en el suelo para guiar a las personas por las calles sin iluminación se acabó de golpe, elevándose un metro donde habían pintado los círculos alrededor del tronco de un árbol.

—¡Vigile dónde pisa! —exclamó alguien a su lado.

—Perdone —se disculpó ella, después de que pasara la apresurada silueta oscura.

Tardó más de una hora en llegar a Broadcasting House. La densa niebla de humo le obstruía los pulmones. Se levantó el cuello del abrigo hasta las orejas, caminando hacia las ruinas y las llamas. Había coches aparcados junto a los lugares bombardeados, ordenados como taxis frente a los teatros al final de la función, y una mujer en un camión cantina sirviendo té. Negro y rojo, y el resplandor azul de la extraña luz nocturna captó el brillo del capó de un coche que pasó veloz bajo la luna llena.

—Estás horrible —observó Murrow mientras ella colgaba el abrigo sobre el de él en la puerta del estudio.

—Pues, muchas gracias, señor Murrow —contestó Frankie, sentándose en la silla.

—¿Qué tienes?

Ella sonrió.

—Es de locos, Ed. Esos chicos disparando una descarga tras otra hacia el cielo. No se ve nada, y al cabo de un rato de estruendo y armas y de bam, bum, catapum, una y otra vez… bueno, empiezas a dejarte llevar —dijo—, es como esquiar, bajando y bajando hacia la blancura, sin pensar en nada, abandonándote.

Calló.

Tom había dado la señal de los cinco dedos a través del cristal por detrás de la cabeza de Murrow.

—Hacemos la apertura —dijo Murrow— y después entras tú y lo explicas, lo explicas tal como has empezado ahora, y con esa ronquera en la voz, Frankie. No la pierdas.

Ella asintió y cuando Tom dio la señal y se encendió la luz y Ed la miró y empezó a introducir la noticia, sonrió y respondió y entonces él también desapareció y ella cerró los ojos como hacía siempre y sencillamente comenzó a decir lo que tenía que decir a su madre —imaginándosela sentada al lado de la radio negra del salón del número 14 de Washington Square— sobre los hombres y el frío y el ruido y el impulso que te empujaba a luchar —era eso, ¿no?—, cómo la sangre rugía hacia la luna con la metralla y cuán diferente era estar sentada en un refugio bajo tierra.

«Pónganse en el lugar de alguno de estos hombres —dijo cuando llegaba al final—. Ninguno de ellos quiere ser abatido. Aun así, se apodera de ti un frenesí alborotado y embriagador en que coges tu corazón en las manos y te lanzas directamente a las fauces del peligro, olvidas el peligro. Que sea lo que Dios quiera, piensas, estoy en manos de Dios —sonrió— y de algunos hombres. Aquí, cierras los ojos, haces tu trabajo, y te lanzas… sea lo que sea.»

—¡Dios santo!

Harry Vale se volvió en su sillón en Franklin, Massachusetts, para mirar el aparato de radio.

«Frankie Bard, desde Londres. Buenas noches…»

Harry apagó la voz de la muchacha y se quedó sentado, inmóvil. Estrangulado en la voz de la mujer había oído el apremio por perseguir un fin, el salto que das hacia el peligro cuando lo único que puedes hacer es mirarlo a los ojos, porque lo que tenga que pasar pasará. Harry había olvidado lo que se sentía. Demonios, la había oído sonreír, a pesar de que era más de la una en Londres, y las ocho ahí. Se puso de pie sin pensar, apagó la luz de la salita y cogió la chaqueta del respaldo de la silla. En la oscuridad de la habitación que se alargaba por encima del taller de su garaje, se quedó de pie escuchando.

La sirena antiniebla gemía en Long Point. Harry se abrochó la chaqueta y caminó por el pasillo débilmente iluminado.

Pasó junto al pequeño dormitorio que había cedido a Otto Schelling en primavera, y vio que el alemán se había vuelto a dormir con la luz encendida y completamente vestido. Durmiendo, con el fino cabello rubio caído sobre las mejillas y la almohada, parecía un niño. El día que Flores lo había traído en el autobús de Nauset, el hombre se había quedado un buen rato en la calle, donde antes estaba el autobús, y era una tarde fría, a pesar de ser abril. Despejada y suficientemente fría para asustar a los tulipanes y que no intentaran salir hasta pasado otro mes. Mucho después de que el autobús se marchara, Harry observó a Otto a través del cristal del café, quieto en su sitio, totalmente atascado, como si se hubiera quedado sin gasolina. Agotado y perdido, a Harry le pareció que el hombre permanecía allí como si esperara que el mundo dejara de girar.

Flores diría después que había sido raro. Que llegara aquel alemán sin más ni más y se quedara.

Harry se encogió de hombros.

—¿Por qué está aquí, Harry? Es lo que yo me pregunto.

—Puede que sea judío —contestó Harry.

Harry cerró la puerta de Otto, bajó la escalera y salió por la puerta hacia la noche. No había nadie en la calle, y el pueblo estaba a oscuras exceptuando las tres farolas que el año pasado habían colocado con gran fanfarria y que iluminaban las tres manzanas del centro de la ciudad. A su lado estaba el parque, el ayuntamiento, y al otro lado de la calle, la oficina de correos. A su izquierda, y desvaneciéndose en la oscuridad, la carretera ascendía hacia la colina y más allá. Era la hora de la radio en toda la calle, la hora antes de acostarse. Harry sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió, mirando unos faros que se acercaban lentamente a él desde las casas del otro extremo del pueblo. Las luces iluminaron las vallas de madera y entonces, durante un instante, iluminaron el asta blanca de la bandera de la oficina de correos, que se alzaba por encima del pueblo como el dedo de un fantasma señalando hacia la noche. Harry frunció el ceño. Con aquellas luces, el asta de bandera marcaba claramente el centro del pueblo. Debería hablar con Iris para que cortara la parte superior, pensó, levantando la mano para saludar al coche. Al tocar la bocina al pasar, la cara del médico resplandeció brevemente bajo la luz reflejada en el rótulo de la gasolinera, y entonces detrás de él todo fue oscuridad, una oscuridad que atraía a las dos luces rojas traseras hacia la colina.

Iris. Harry sonrió tontamente. Casi podía oírla: «¿Quieres que corte el asta de mi bandera? Bueno». Asintió, todavía sonriendo, pero no era una broma. Al otro lado de la calle estaba el paseo de la playa. Más allá de la arena gris todo era negro. Y más allá, por espacio de dieciocho meses, Hitler se había apoderado de Checoslovaquia, Polonia y Francia, y estaba por ver si podría cruzar las veintiuna millas del Canal y marchar triunfalmente por Dover Road hacia Londres. Harry miró hacia la inmensa oscuridad y tiró su cigarrillo al canal. Se volvió en la dirección del doctor Fitch, pero estaba negro como la boca del lobo, las luces rojas habían desaparecido, el pueblo volvía a estar sumido en la oscuridad. Y entonces Harry se volvió y miró hacia el agua, donde la guerra les estaba esperando a todos.