20

A las cinco y media, la puerta de la oficina de correos se abrió de golpe y entró el señor Flores cargando con el último correo del día a la espalda.

—Aquí no hay nada interesante —anunció el conductor de autobús.

Iris arqueó las cejas.

—¿Qué tiene para mí? —gruñó el hombre.

Ella indicó dos sacas en la parte trasera, y él cruzó la puerta divisoria, y dejó la saca que llevaba sobre la mesa de clasificación. Iris se volvió para ayudarle a cargar las dos sacas a los hombros y fue a abrirle la puerta para que pasara.

—Midge Jacobs de la oficina de Nauset dice que hay algo para usted arriba —comentó Flores—, algo que requiere su atención.

Iris apretó los labios. Debía decir a Midge Jacobs que el señor Flores no tenía por qué saber qué tenía que hacer o no hacer ella.

—Gracias —dijo, y cerró la puerta divisoria con firmeza detrás de él, pasando el pestillo por dentro.

Se apoyó un momento en la puerta, escuchando los pasos de Flores al alejarse y después bajó el cristal de la ventanilla de la partición de roble con un gesto. Se inclinó y abrió la valija con la llave que llevaba colgando del cuello, y metió la mano para sacar el correo.

En la parte de arriba de la saca había un envío especial utilizado por los carteros para cursar mensajes, notificaciones oficiales y boletines del jefe de correos entre paradas a lo largo de la ruta. Lo abrió y levantó la solapa. Además de los asuntos habituales, contenía un sobre envuelto en una carta de Midge Jacobs de Cape. La leyó y después miró el sobre que tenía en la mano. «Mark Boggs —decía—, Fort Benning…»

Iris dejó el sobre en la mesa y volvió a leer la nota de Midge. «Por favor, anule esta carta porque no puedo mandarla con ninguna fecha.»

«Sin fecha», corrigió Iris reflexivamente. La marca de anulación era demasiado tenue para verse y el error —la noche anterior estaba muy cansada, recordó, y no se fijaría en lo tenue que era— se había detectado y ahora lo tenía delante. El sistema no había fallado, el sistema había funcionado. Se había cometido un error. Se corregiría un error.

Vació el contenido del resto de la saca sobre la mesa, y la primera carta patinó sobre la superficie vieja y gastada de la mesa. «John Frothingham.» La colocó sobre la mesa en la sexta posición, siguiendo el alfabeto. A juzgar por el matasellos, probablemente era de su hermana. «Beth Alden.» Colocó ésta en la primera posición. «Jane Dugan.» Otra para Beth Alden. Iris dio la vuelta al sobre. Ambas del soldado Mark Boggs. Qué alegría; sonrió. Beth Alden, la hija del tendero, era robusta y de ojos claros y no especialmente bonita. Qué bien que tuviera a ese muchacho.

Iris miró la carta que tenía en la mano. «Señora Fitch, correo ordinario, Franklin, Massachusetts».

No era la letra de Will. Entró la brisa salada y le levantó perezosamente el cabello.

—No —dijo Iris.

La carta era de Inglaterra.

—Hola. ¿Hay alguien? Hola.

Se guardó el sobre en el bolsillo de la falda y se volvió con el corazón latiendo con fuerza.

—Sí —contestó—. Ya voy.

Un hombre necesitaba sellos, y ella asintió y abrió el cajón de los sellos, la mano ya sobre la sección donde sabía que encontraría lo que buscaba. Sus dedos se cerraron sobre la hoja azul. ¿Cuántos? Levantó la cabeza y contó diez sellos en la hoja, las palabras de la carta presionando contra la tela de su falda, ocupando el ojo de su mente. Ocho, nueve, diez. Entregó los sellos al hombre, y recogió las monedas en la palma de la mano, a la vez que cerraba el cajón. El hombre la saludó y se volvió para marcharse. Iris metió la mano en el bolsillo. El hombre se dio la vuelta.

—Oiga —dijo el hombre—. Son treinta centavos por diez, ¿no?

—Sí —contestó ella.

El hombre volvió a la ventanilla.

—Entonces me debe otro níquel.

—Cuánto lo siento —dijo Iris apresuradamente y buscó la moneda.

La bolsa de su atención perdía arena, cada vez más deprisa. Le dio la moneda al hombre, con expresión seria, pero un principio de alarma, el presentimiento de las noticias, empezaba a tirar de ella. Tenía una carta en el bolsillo. La carta de Emma. Entraron tres personas más. ¿Qué querrían? Iris frunció el ceño, mirando el reloj. Faltaban cuatro minutos para la hora de cerrar.

—Sí, bueno —se quejó una mujer joven con los hombros espantosamente quemados por el sol mientras Iris la acompañaba a la puerta—. ¿Qué prisa hay?

Ella cerró la puerta detrás de la chica y pasó el pestillo. Se dio la vuelta, cruzó la división y bajó la persiana de metal de la ventanilla. Miró la hilera de buzones. Nada estaba fuera de sitio, nada destacaba.

Por fin, sacó la carta del bolsillo y la miró. En todos sus años en correos había estado atenta a accidentes y errores —corrigiendo un sobre mal marcado, detectando un franqueo insuficiente en una carta—, asegurándose de que el correo hacía su camino, de que el correo circulaba fluidamente de principio a fin. En Boston, se enorgullecía de que nadie estuviera tan atento como ella, una araña benévola que protegía sus hilos. Como las rampas de cristal por las que caían las cartas en las grandes oficinas de correos, Iris se imaginaba a sí misma como la vasija perfecta a través de la cual podían pasar los pensamientos y los sentimientos y en la que nada se enredaba ni se atascaba. Pero todo se basaba en no mirar nunca dentro de un sobre; Iris ni siquiera había mirado nunca un sobre al trasluz para leer lo que había dentro. Lo hermoso del sistema, lo sagrado, era asegurar que los trenes circulaban sin obstáculos por las vías, que las cartas mandadas llegaban, sin tener en cuenta lo que contenían.

Debía montar en su bici y subir la cuesta a la casa de Emma. Debía ir a la puerta y llamar y cuando la mujer abriera, debía alargar la mano y darle la carta. Debía hacer todo eso, pero por mucho que debiera, Iris llenó el hervidor y lo puso al fuego y esperó. Cuando sonó el silbido, abrió el pitorro, sosteniendo el sobre en la corriente de vapor. El sobre se despegó con facilidad e Iris sacó la única hoja de papel que contenía.

18 de junio de 1941

Querida señora Fitch:

Lamento decirle que no tengo buenas noticias. No he visto a su esposo desde la noche del 18 de mayo en la que sufrimos un bombardeo terrible. Como esto ocurrió hace un mes y sus cartas no dejan de llegar, creí que debía saberlo.

Pero querida, he subido a su habitación hace un momento, y he encontrado su cartera y sus papeles dentro, en el cajón de arriba de su mesa. No sé por qué no se los llevó la última noche, pero es una lástima… si es que le ha ocurrido algo…

Lo siento, querida. Me temo lo peor. Tal vez debería preguntar en los hospitales.

Era un buen hombre y hablaba de usted a menudo.

Sinceramente suya,

EDWINA PHILLIPS

Iris dejó la carta y salió a través de la partición. Rápidamente arregló la única mesa del vestíbulo, los formularios postales y las hojas de solicitud para las cuentas corrientes colocados de izquierda a derecha contra la pared, después llenó el bote de la esponja para los sobres y limpió el borde del bote del pegamento. Acercó más la papelera a los buzones. Volvió a cruzar la partición, y arrancó la página del martes, 8 de julio, de modo que el calendario quedó en miércoles, 9 de julio. Hizo rodar cuidadosamente la rueda de la máquina de franqueo, pasando el hierro del 8 al 9, y abrió el cajón de los sellos para cotejar los números. Y la carta del médico, guardada bajo la bandeja del cambio, le devolvió la mirada. Iris cerró el cajón y miró hacia arriba, sintiéndose culpable. Abrió otra vez el cajón y sacó la carta de debajo de la bandeja. «Señora William Fitch. Apartado de correos, 29, Franklin, Massachusetts.» Iris miró fijamente la letra, y el recuerdo del hombre, de pie delante de ella con la carta en la mano, le vino con tanta fuerza que tuvo que apartar la mirada. El vestíbulo estaba vacío. «Désela a Emma, cuando yo haya muerto.» Ésas fueron sus palabras. La miró atentamente. «Será usted —había dicho el médico, aliviado—. Será usted quien se lo diga a Emma.»

Pero no estaba muerto. Estaba desaparecido. Cerró el cajón.

E indocumentado. Volvió a coger la carta de la casera. Era a esto a lo que se refería la mujer, ¿no? Will podía estar herido en un hospital, tan malherido que no podía hablar y sin nada que lo identificara. Iris frunció el ceño. ¿Era eso posible? ¿No llevaba nada en los bolsillos, nada encima?

Pensó en la pulcra pila de cartas de Emma que la casera tenía guardada en la habitación del médico: habría cuarenta obstruyendo la puerta. Todas ellas selladas y pasadas por la máquina y guardadas en la saca por Iris. Las cartas de Emma y después todas las cartas mandadas a los chicos y a los hombres que se habían marchado del pueblo: Mark Boggs, los Winston, Jake Alvarez. A todos les escribía alguien, todos ellos escribían a alguien, y también sabían, como todos en el pueblo, que cuanto más se acercaban a la guerra, mayores eran las probabilidades de que, al menos para uno de ellos, un hombre bajara del coche y se dirigiera hasta la puerta de su casa y llamara. Y cualquiera que pasara por allí se enteraría de la noticia antes que el padre, antes de que se abriera la puerta.

Al morir su hermano, el hombre llegó cuando estaban encendiendo las luces en casa, y la lámpara sobre la mesa destelló detrás de ella, su haz de luz golpeando la ventana y obligándola a levantar la cabeza. Y así fue como vio al verdulero de pie en la entrada, una fracción de segundo antes de que su madre también lo viera. Aquellos días, si el verdulero se quedaba en la tienda, todo iba bien, pero cuando iba a alguna parte del pueblo, significaba que tenía noticias, y todos vigilaban adónde se dirigía.

—Bonnie.

Entró en la habitación, con el sombrero en la mano.

—¡No! —exclamó la madre de Iris.

No. Iris se guardó la carta de Emma en el bolsillo de la falda. Todavía no. No medias noticias, noticias inexistentes como ésta. No, ahora que Emma estaba esperando un hijo. De haber muerto Will, la noticia habría llegado, pero ¿qué mal había en conservar la esperanza hasta entonces? Todo llegaría. Si había sucedido algo. Pero hasta que naciera el bebé, no. Hasta que la pobre chica estuviera fuerte y preparada, no. Apagó las luces de la sala trasera, abrió la división, cruzó el vestíbulo y salió por la puerta de la oficina de correos hacia el calor y el tumulto de la noche veraniega desplegándose fuera, donde Harry la esperaba.

—Hola.

Titubeó.

—¿Alguna buena noticia para mí?

—¿Cómo?

Él apoyó la mano en el asta de la bandera.

—Oh. —Iris tragó saliva—. No, todavía no sé nada.

—Iris —dijo él cariñosamente—. Te lo ruego. Vuelve a preguntar.

Iris asintió. Debería decir algo. El corazón le latía a martillazos y giraba en silencio bajo las costillas. Él ya había empezado a bajar la escalera, esperando que ella le siguiera.

—¿Te encuentras bien? —Se detuvo a mirarla—. Tienes una expresión rara.

Iris sintió la carta en el bolsillo. Si salía con ella del edificio, estaría robando, ¿no? Era una ladrona.

—Si pudieras ahorrarle sufrimiento a alguien, Harry, ¿lo harías?

Él la miró reflexivamente.

—¿Qué clase de sufrimiento?

—¿Lo harías? —repitió ella con firmeza.

Él frunció el ceño.

—¿Puedes ahorrar sufrimiento a alguien?

—Por supuesto.

—¿Cómo?

—Callando. Manteniéndolo a oscuras.

Él no respondió. Ella seguía en el porche, perdida en sus pensamientos. Él sacó un cigarrillo, lo encendió y volvió a mirarla. Ella le observaba. Harry levantó una mano.

—¿Iris?

Bajó lentamente los escalones hacia él. Lo que hacía estaba mal. Nunca en su vida había hecho algo semejante. Él la atrajo cogiéndola de la mano y se pusieron a caminar por la calle atestada. Caminaron en silencio y la noche era como un grito dorado. Al cabo de un rato, Iris retiró su mano y se la guardó en el bolsillo.

Harry la miró. Las largas piernas de ella daban largas zancadas en el camino.

—La cuestión es —dijo Iris bastante rápidamente, temerosa de mirar a Harry que caminaba a su lado, volviendo a lo que le preocupaba—, que en esa oscuridad pueden crecer toda clase de cosas. Calma, por ejemplo. Y esperanza.

—¿Y?

Iris tragó saliva.

—¿Estaría mal, esa calma?

—¿Por qué?

—Porque sería falsa.

—¿Falsa?

—Sin fundamento.

Él callaba.

—La calma es eso, ¿no? —dijo finalmente—. Una pequeña pausa antes de saber lo que está por venir.

Iris dejó de caminar.

—¿Qué está por venir, Harry?

Parecía muy triste. Harry se volvió a mirarla. Ella le sostuvo la mirada. «Ya está», se dio cuenta él, aquí estaba. Era tan poco, tan inesperado, pero una puerta se había abierto de repente, irrevocablemente, en su corazón. El amor le había encontrado aquí, en la mitad de la vida, en un extremo del mundo, en forma de una mujer pelirroja con una preocupación en la cabeza. Le hizo sacar con suavidad la mano del bolsillo.

—No sé lo que está por venir —dijo con brusquedad.

Iris sintió cuán cálida era la mano de él alrededor de la suya. «Será usted», había dicho el médico. Iris pensó en Emma entrando en la oficina de correos, con los pequeños hombros tirados hacia atrás, desafiante, desafiando al mundo a hacerla sufrir. «Será usted.» Y Will Fitch se había quitado un peso. Era eso, se dio cuenta. El médico había confiado la carta a Iris para que Emma no estuviera sola.

—Sea lo que sea, Iris —siguió Harry con amabilidad—, no puedes detenerlo.

Pero hasta que naciera el bebé, Iris podía apartar el tiempo a cada lado de la pequeña mujer, retenerlo, y después ayudarla a pasar por la abertura de lo que vendría. Era eso lo que se esperaba que hiciera esta vez. Era eso lo que el médico esperaba. La cuestión era que alguien estuviera atento. Iris lo estaba.

Iris se llevó la mano de Harry a la mejilla, sonriendo. Todo iría bien. Al final todo iría bien. La cara con la que se volvió a mirarlo era tan agradecida, tan llena de amor, que el corazón de Harry dio un brinco hacia ella.

—De acuerdo —dijo.

—Por supuesto —sonrió Harry—. Vamos.

El mar apareció en retazos cada vez más grandes al final del pueblo, cuando las casas empezaban a distanciarse camino del rompeolas, hasta que, por fin, los dos estaban contemplando el Atlántico. El último dedo torcido de Cape Cod se curvaba frente a ellos, y a un par de kilómetros el sencillo faro blanco de Land’s End parpadeaba. Debajo de aquel cielo, sin nada que se moviera sobre el agua, parecía como una pieza de ajedrez o un bloque de construcción infantil olvidado y recolocado.

—Quiero casarme —dijo Harry de repente, al lado de ella.

—Pues adelante —contestó ella remilgadamente.

Él se echó a reír.

—Contigo.

Ella se ruborizó y le miró, riendo. Habían llegado al final de la tierra y habían empezado.

—Bueno —dijo ella, sonriendo como una tonta.

—¿Sí?

—Sí —contestó ella—. Sí.

Cuando dieron la espalda al mar y volvieron a caminar por el asfalto, Iris metió la mano en el bolsillo de Harry y los dedos de él se cerraron en los suyos. Volvieron hacia el gentío y el calor del pueblo, donde las luces se encendían en las casas, parpadeando como estrellas bajas. En la oscuridad reptante pasaban las bicicletas por su lado.

Parecía haber una multitud frente a la oficina de correos. Era una de aquellas noches en las que todos se habían encontrado con la última luz, paseando por el pueblo. Alguien que venía de cara los saludó y después otras caras se volvieron e Iris distinguió a Frank y a Marnie Niles, y a Florence Cripps. Iris podía imaginar lo que veían. A la cartera y al mecánico cogidos de la mano, entrelazados dentro del bolsillo de la chaqueta de él. Harry la apretó con fuerza e Iris sonrió. Así eran las cosas ahora. Éstos eran los que eran. Se casarían. A ojos del pueblo, ya estaban unidos. Caminando tranquilamente por Front Street. Años después, recordaría el calor de la mano de él en la suya y el último sol en sus mejillas, y recordaría aquel momento, en el silencio antes de que alguien lo rompiera, el momento único del punto álgido del verano, desbordante, sin espacio para más, y todavía sin tiempo para ladearse y derramarse.