XXIV

El féretro era de madera rústica de pino y muy pequeño, con cuatro herrajes a los costados. Henry había decidido incinerar los restos de su mujer. Martha no habría querido otra cosa. Así, solo quedarían de ella calor fugaz y cenizas. La pesada plancha de acero del horno crematorio subió, del interior salió una ola de calor y una cinta transportadora arrojó el féretro al interior del horno: la madera ardió al instante, la luz blanca cegó a Henry, la plancha de acero volvió a bajar y cerró el horno. El ventilador se puso en marcha y el horno, controlado por ordenador, realizó su cometido de forma completamente automatizada. A Henry, aquel método de incineración le pareció bastante misericordioso, pues en él no intervenía ninguna persona.

El entierro de Martha tuvo lugar cerca del mausoleo de la familia Moreany. Tal como establecía el reglamento del cementerio, los sepultureros llevaron la urna hasta el hoyo, pulcramente excavado con antelación y enmarcado con un bastidor de madera sobre el que se había colocado una alfombra verde de césped artificial. En la lápida de granito negro constaba solo su nombre, sin ninguna fecha. No se había publicado esquela y Henry no había invitado a nadie, sino que había acudido solo a depositar la urna bajo la tierra. Fue un entierro prácticamente anónimo. Henry no se había interesado nunca por Dios, ni por si había vida después de la muerte, de modo que tampoco acudió ningún cura, ni nadie que leyera junto a la tumba. Una mujer desconocida, con una regadera en la mano, se detuvo un momento cerca de allí, antes de proseguir su camino hacia la tumba de su difunto marido.

Cuando Henry se encontró delante del hoyo, con la urna entre las manos, lo asaltó un terrible cansancio y se preguntó qué iba a hacer con el resto de su vida. Su papel de escritor formaba ya parte del pasado y no había vuelto a saber de Sonja desde el día del temporal. La muchacha debía de haber comprendido que con hombres como él no hay cotidianeidad posible y que únicamente existen fragmentos de vida. Henry había logrado ejecutar el crimen perfecto, pero volvía a estar solo. No publicaría ninguna otra novela, no lo esperaría ninguna mujer, no lo buscaría ningún niño al salir de la escuela, al llegar a su casa solo encontraría a su perro. Incluso la policía terminaría antes o después perdiendo el interés por él. Henry estaba convencido de que su único legado sería su interesantísima historia de suplantación, pero ¿a quién se la iba a contar? Ya solo le quedaba desaparecer. Los sepultureros empezaron a cegar el pequeño agujero bajo la atenta mirada de Henry.

En la puerta del cementerio lo esperaba Jenssen con la bicicleta plegable de Martha. La había rescatado de su destrucción, pues habían decidido ampliar la sala de pruebas de la comisaría, crónicamente congestionada, y destruir las pruebas carentes de relevancia jurídica. Henry no le preguntó cómo se había enterado del entierro de Martha: al fin y al cabo, a los policías se les paga para que estén al corriente de los movimientos y la actividad de los sospechosos, de modo que no es extraño que sepan más de lo que uno supone. Juntos metieron la bicicleta y las cosas de baño de Martha en el maletero del Maserati.

—¿Ha encontrado ya una nueva pregunta para sus respuestas? —le preguntó Henry en tono burlón mientras cerraba el maletero.

Jenssen se pasó la mano por el pelo y las mangas de la camisa se le tensaron sobre sus bíceps monumentales.

—No logro comprenderlo, Hayden. Lo intento, pero no lo consigo.

—¿Qué quiere comprender?

—A usted. Pierde a su mujer, ve esas fotos espantosas y se queda tan tranquilo. Ni siquiera lloró.

—Si lloro no puedo ver nada.

Jenssen agitó la mano.

—Le salva la vida a un hombre que lo está persiguiendo y no habla de ello, pero luego se hace cargo de sus costes hospitalarios. Ni siquiera lo conocía, ¿por qué lo hizo?

Henry se quitó la chaqueta negra y la arrojó dentro del coche antes de dar dos pasos hacia Jenssen.

—Es usted un cazador, Jenssen. Un cazador de hombres. ¿Por qué demonios no dispara?

Jenssen retrocedió un paso y se encogió de hombros.

—Yo no me dedico a cazar hombres, sino a buscar la verdad.

—¡¿Dentro de mí?! —le gritó Henry a la cara—. En mí no hay ninguna verdad. La verdad se la han comido los peces, la verdad ha ardido dentro del crematorio y se ha convertido en ceniza. —Henry volvió a calmarse—. Usted está convencido de que soy un asesino, le encantaría capturarme, ¿y qué hace? Intentar comprenderme. Si quiere cazar, cace. Si quiere comprender a la gente, empiece por usted mismo. Pero le advierto que no va a encontrar ninguna verdad. —Henry fue hacia su coche—. Si uno llama a la caza mayor, la asusta; esta solo se acerca si siente que no hay peligro.

Henry subió al coche y puso el motor en marcha. Jenssen apoyó la mano en el capó y se agachó.

—¿Dónde está su madre?

* * *

La colonia se encontraba en estado ruinoso, fruto de la decadencia industrial que se había iniciado durante los años setenta, con el cierre de la fábrica de chapa ondulada. El sol de la tarde iluminaba las fachadas de los edificios de viviendas encaradas al oeste. La mayoría estaban ya abandonadas, y solo unas pocas tenían setos, recortados a la altura del pecho, y el césped del jardín cuidado. Paralela a la calle, discurría una estrecha vía en desuso, convertida en la frontera tras la que se extendían campos asilvestrados y montañas de escombros y basura. La acedera crecía entre los maderos, abedules solitarios y parras silvestres.

La puerta de hierro con el número 25 estaba cerrada con candado. Detrás de la verja lozaneaban los arbustos en flor y el camino hacia la casa estaba completamente cubierto de maleza.

—Si le interesa la botánica, seguro que aquí encuentra algo —le aseguró Henry mientras abría el candado—. ¿No llevará un machete, por casualidad?

A juzgar por el brillo del candado, Jenssen habría dicho que era nuevo. Los dos hombres se abrieron paso a través del jardín y oyeron el susurro de un animal entre la hierba alta. Jenssen se fijó en varios montículos de tierra cubiertos de hierba.

—Ahí detrás vive la Bestia —dijo Henry, señalando un pequeño tabique de madera que asomaba entre los avellanos.

Jenssen se quedó quieto y se cubrió los ojos con la mano: en aquella época del año el sol estaba mucho más bajo que cuando se habían visto por primera vez, en mayo.

—Ahí dentro jugaba de pequeño, el cobertizo era mi palacio. La Bella y la Bestia, ¿lo ha leído?

Jenssen rumió un instante.

—Solo he visto la película.

Henry llegó hasta la puerta de la casa, atrancada con un grueso tablón de madera contrachapada. Se le habían pegado varias flores de bardana en la americana de funeral, pero no les prestó atención.

—¿A que no adivina quién era yo?

—¿La Bestia?

Henry se rio y sacó las llaves, que llevaba en el bolsillo y colgaban de una cadenita.

—Sabía que lo diría. No, la Bella; yo era la Bella.

Jenssen quería preguntarle quién era la Bestia, pero no lo hizo. El cerrojo que aseguraba el tablón de madera también era nuevo. Henry lo abrió y levantó el madero. Jenssen palpó la Heckler & Koch que llevaba en el cinto y abrió la solapa de la funda que cubría el arma. La puerta de entrada tenía numerosas marcas de golpes y presentaba una grieta vertical. Jenssen distinguió los restos de un precinto policial que en su día había cubierto el ojo de la cerradura. Henry abrió la puerta.

—Es usted la primera visita en mucho tiempo. Bienvenido a mi casa.

El sol iluminaba la entrada a través de la puerta abierta. El resto de la casa estaba a oscuras, y Jenssen sacó una linterna led del bolsillo interior de la chaqueta. Detrás de la puerta, el pavimento del suelo se conservaba todavía intacto, pero tres pasos más adelante estaba destrozado, reducido a maderas cubiertas de restos de pared y vigas de hierro.

—Adquirí la casa hace siete años. Era propiedad del Ayuntamiento y no había vuelto a vivir nadie en ella. Era muy barata, como todas las de la zona. —Henry hizo equilibrios como un gato sobre las maderas—. Tenga cuidado con dónde pisa.

Jenssen iluminó la oscuridad entre las tablas.

—Eso de ahí abajo es un sótano —dijo.

Henry no se movió.

—El sótano de la calefacción, sí. No tiene paredes de obra, es solo de barro y tierra.

Jenssen apuntó con la linterna al interior de una pequeña cocina. También allí había una grieta, que iba desde el suelo hasta el horno, y a cada paso se oía un crujir de caparazones de insecto.

—¿Quiere ver la escalera? —preguntó Henry a sus espaldas.

Jenssen lo siguió a través de una habitación angulosa, que seguramente en su día había sido el salón, hasta una estrecha escalerita con barandilla que no parecía mucho más ancha que sus hombros. Pegado a los peldaños había aún un tapete de fibra artificial.

Jenssen miró escalera arriba. Era empinada y no mediría más de tres metros.

—¿Por aquí? —preguntó.

Henry subió primero, y al llegar arriba se volvió hacia él.

—Mi padre quedó tendido justo ahí, donde se encuentra usted.

Jenssen lo iluminó desde abajo. En cuanto movió el rayo de luz, la silueta de Henry desapareció.

—¿Y usted lo vio?

—Estaba aquí mismo, en lo alto de la escalera.

Jenssen iluminó los peldaños de arriba abajo con su linterna.

—¿Y eso fue el mismo día en que desapareció su madre?

—Como ya le he dicho, durante mucho tiempo creí que mi madre simplemente se había marchado a vivir a otra parte. La estuve esperando. Aquí, en esta casa. Pero no volvió nunca, ni tuve jamás noticias de ella. De eso hace más de treinta años.

Jenssen subió las escaleras.

—Acaba de decir que estaba en lo alto de la escalera. ¿Qué hacía ahí arriba?

—Es donde está mi habitación. Sígame.

Henry abrió una puerta. Jenssen se colocó junto a él e iluminó el interior del cuarto. El suelo estaba intacto. La cama infantil estaba debajo de una ventana cubierta con tablones. Las sábanas estaban remetidas y negras, cubiertas de excrementos de ratón.

—Mi padre subió a buscarme, pero yo me escondí.

—¿Dónde?

—Debajo de la cama.

—¿Por qué?

—Porque mi padre estaba furioso y decepcionado conmigo. Me sacó a rastras de debajo de la cama y me preguntó si sabía que yo era un hijo de puta.

—¿Un hijo de puta?

—Sí, un hijo de puta.

—¿Y qué respondió usted?

Henry se rio.

—Como ya le he dicho, yo tenía solo nueve años. A esa edad uno no sabe qué es eso. Recuerdo que pensé que debía de ser algo malo. Mi padre me lo contó: «Henry —dijo en voz baja y amable—, eres un hijo de puta porque eres el hijo de una puta. No eres mi hijo». Me pareció una obviedad.

Jenssen se rascó detrás de la oreja.

—¿Y hoy sigue pensando lo mismo?

—Por supuesto que no. Hoy entiendo que mi padre estaba cabreado conmigo porque acababa de descubrir que yo no era su hijo, y eso le había resultado muy doloroso. Pero en aquel momento yo aún no lo sabía.

—Y, aun así, se refiere a él como su padre.

—No tengo otro.

—¿Por qué vino a su habitación esa noche?

—A buscarme. Me arrastró hasta la escalera. Yo me agarré a la barandilla, él tiró de mí con todas sus fuerzas y la tela del pijama se desgarró. Estaba mojada, porque me había meado en la cama. Mi padre perdió el equilibrio y cayó por la escalera. Para siempre.

—¿Y qué hizo usted?

Henry soltó una carcajada.

—Volví a la cama. ¿Quiere ver el sótano?

Mientras atravesaban de nuevo el jardín, hacia la calle, Jenssen se detuvo y colocó un pie encima de uno de los montículos.

—¿Qué es esto?

Henry se sacudió el polvo y las flores de bardana de la manga.

—Agujeros. Cavé por todas partes, buscando a mi madre. Pero nunca la encontré.

Llegaron al aparcamiento del cementerio justo después de que oscureciera. Pasaron un rato sentados el uno junto al otro, en silencio, hasta que al final Jenssen abrió la puerta.

—Señor Hayden, ¿sabe dónde está Betty Hansen?

—Si lo supiera, no estaría aquí.

—¿Y dónde estaría?

—En casa, con mi mujer.

* * *

Henry Hayden desapareció sin dejar rastro antes de que se publicara la novela. Contrariamente a lo previsto, el libro no fue un superventas. Los críticos dijeron que el final era extraño y turbador. Un año después de la desaparición, Obradin Basarić recibió una postal de un desconocido. Escrita con tinta marrón y caligrafía elegante, ponía:

«Mejor estar siempre solo que nunca».