XXIII
No tenían nada.
Una pista cualquiera, por vaga que fuera, o el atisbo de un indicio, habría hecho completamente innecesario aquella escena intimidatoria en el cementerio. No tenían nada, no sabían nada, no eran nada. Solo hacían su trabajo y querían resultados. Y resolver un crimen es una tarea más o menos igual de fatigosa que cometerlo, con la diferencia de que en el último caso las pausas se pagan caras.
—¿Cuándo se publicará su nueva novela? —le preguntó durante el trayecto Jenssen, que parecía decidido a congraciarse con Henry.
—Para la feria del libro.
—¿Y puedo preguntarle de qué va?
—Sí, puede.
Henry miró por la ventanilla y vio pasar las fachadas grises, simétricas. Iba a ser una batalla larga y difícil. Habían ido cuatro agentes, para asegurarse, ya de buen principio, de tomar nota de cada gesto, cada palabra y cada contradicción. En los quince kilómetros de trayecto no intercambiaron ni una sola palabra más.
El muro de ladrillo rojo coronado con alambre de púas rodeaba completamente la comisaría de policía. Esta había sido concebida originalmente como cuartel, antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, y el conjunto de edificios, muros y alambradas estilo OTAN conservaban aún el encanto de una batalla táctica del pasado.
—Santa Renata —murmuró Henry entre dientes cuando se levantó la barrera.
La «sala de conferencias», tal como la llamaban, era una cámara de gas con respiraderos. Henry se fijó en las manchas de café que salpicaban el suelo de linóleo como si fueran cultivos de moho. En el centro de la habitación había un tablero con patas de grandes dimensiones, cubierto con un paño gris deslucido. Henry se sentó en una silla giratoria tapizada y estudió el objeto tapado, mientras Jenssen iba a por café. Sin duda, dejarlo a solas ante aquel tablero cubierto constituía la primera fase del procedimiento inquisitorio. Desde la Edad Media está documentado que, para vencer la resistencia mental de un delincuente, basta con mostrarle un instrumento de tortura.
—Tenemos un gran número de respuestas para las que todavía no hemos encontrado la pregunta apropiada —empezó diciendo Awner Blum.
No estaba mal, pensó Henry, y bebió un sorbo de café: muy caliente y poco cargado, tal como le habían prometido.
—Sin duda se estará preguntando por qué lo hemos hecho venir a la comisaría, señor Hayden.
—Yo no me pregunto nada, señor Blum, pero me duele en el alma que me oculten la verdad de esta manera. ¿Qué le ha pasado a mi mujer?
Blum intercambió una breve mirada con Jenssen.
—El motivo de su visita es que nos hallamos ante un enigma sin comparación con nada que yo haya visto en toda mi carrera. Necesitamos su ayuda, usted conocía a su esposa mejor que nadie.
—Entonces, fue un asesinato.
—¿Qué le hace pensar eso, señor Hayden?
—Que estamos en una comisaría de policía y que ustedes pertenecen a la brigada de homicidios, ¿o me equivoco?
—No, supongo que no. Sabemos a ciencia cierta que su mujer no murió por causas naturales, pero también pudo tratarse de un suicidio.
Henry miró a Jenssen, que le sonrió afablemente y tomó un sorbo de café aguado. ¿Se habría despertado junto a una mujer, aquella mañana? ¿Habría leído el periódico, sacado la ropa de la lavadora y preparado huevos duros para desayunar? ¿O los prefería pasados por agua? ¿Qué diferenciaba a los policías de los criminales, a los hombres civilizados de los que no lo eran, más allá de la rudeza de sus instintos y el tiempo de cocción de los huevos del desayuno?
—Ya le dije al señor Jenssen que, en el caso de mi mujer, el suicidio no era una opción. Era feliz. Éramos felices. Nunca me habría dejado solo. —Se hizo otro silencio—. ¿Qué es esto, un concurso? ¿Tengo que adivinar de qué murió mi mujer?
Jenssen dejó la taza de café encima de la mesa.
—Usted encontró su bicicleta y sus objetos de baño en la playa.
—Eso ya lo sabíamos. Mi recuerdo de aquel día ha empezado ya a desvanecerse, pero sí, la encontré allí.
—Su mujer no se ahogó en la playa, sino treinta kilómetros al este —siguió diciendo Jenssen.
Los hombres se fijaron en cómo encajaba Henry aquella información. Este se acordó de la caravana junto al acantilado y de los niños ingleses desnudos que jugaban a tirarse piñas.
—¿Cómo puede ser?
—Eso mismo nos preguntamos nosotros. Su mujer estaba dentro de un coche, todavía llevaba el cinturón puesto. Cayó al mar desde un escarpado acantilado.
Henry se puso en pie de un salto.
—¡Eso es imposible!
—¿Por qué?
—Su coche sigue en el granero.
—No iba en el suyo. —Blum se acercó al tablero y retiró el paño que lo cubría de un tirón—. El vehículo pertenecía a Bettina Hansen, su editora.
Las imágenes eran en color y resultaban espeluznantemente explícitas. En ellas aparecía el Subaru, fotografiado tanto de lado como de frente. El cuerpo de Martha, devorado por los peces, ocupaba el asiento del conductor, todavía sujeto por el cinturón. Tenía el cráneo cubierto apenas por jirones de piel, y la boca descarnada, abierta de par en par, con los dientes perfectamente conservados. Henry cerró los ojos y las imágenes le volvieron a la mente. La vio golpear los cristales, gritando sin emitir ningún ruido, vio cómo intentaba abrir la puerta y cómo se le llenaban los pulmones de agua gélida. Vio morir a Martha.
Los agentes le concedieron un momento. Henry estudió las fotografías sin decir palabra y después les dio la espalda y contempló el desconsolado patio a través de la ventana.
Finalmente, Jenssen carraspeó.
—Un corrimiento de tierra en el acantilado provocó una onda de presión que hizo que el coche saliera flotando de entre los escollos hasta la superficie; por si le interesa…
—¿A quién ha dicho que pertenecía el coche?
—A Bettina Hansen, su editora.
Henry se volvió y estudió los rostros de aquellos hombres. Parecían sordomudos que acabaran de oír por primera vez el aria de La Reina de la Noche.
—Esa es la respuesta —dijo Henry con un hilo de voz—, pero ¿cuál es la pregunta?
—La pregunta es: ¿puede explicar de alguna manera, señor Hayden, qué hacía su difunta mujer en el coche de su editora desaparecida?
—No entiendo cómo es posible. No. ¿Serían tan amables de cubrir las fotografías? Esto me resulta muy doloroso.
Blum le dirigió una mirada a Jenssen, que tapó el tablero.
—¿Su mujer y su editora se conocían?
—Coincidieron por primera vez en un cóctel celebrado en el jardín de la residencia de mi editor, que tampoco está entre nosotros. —Con el rabillo del ojo, Henry vio cómo uno de los policías se metía una mano en la chaqueta pero no la volvía a sacar. Seguro que llevaba una grabadora oculta—. Iban a nadar juntas de vez en cuando —agregó Henry, y notó cómo el ambiente en la sala se iba tensando por momentos—. Yo no las acompañé nunca, pero mi mujer me contó que Betty no nadaba muy bien. Deben saber que las pasiones de Martha eran nadar y caminar por la montaña.
Jenssen sacó un bolígrafo.
—¿Le importa que tome nota?
—Ni mucho menos. Llevábamos una vida muy…, ¿cómo lo diría?…, muy ordenada. Yo escribo por la noche, es el momento del día en que se me ocurren las mejores ideas. Por las mañanas duermo hasta tarde y mi mujer aprovechaba para ir a nadar o a caminar.
—¿Adónde iba? ¿Tenía una ruta fija?
—No, eso no era propio de ella. Siempre lo decidía de forma espontánea. Le gustaba pasear por caminos perdidos, donde no se topara con otras personas. Le encantaba la naturaleza y estar sola… ¿Tienen un mapa?
Los policías se miraron unos a otros durante un instante. Jenssen salió disparado de la sala y regresó al segundo, con el mapa agujereado a base de tirarle dardos. Henry vio cómo los agentes extendían el mapa en el suelo y se fijó en las líneas y los puntos que había marcados en él.
—No haga caso de los agujeros, señor Hayden. ¿Sabría decirnos por dónde le gustaba ir a caminar a su mujer?
—Cómo no —contestó Henry, y se puso en cuclillas—, no hacía más que hablar de ello. Aquí, por ejemplo —añadió, señalando una de las zonas—, en este bosque de aquí, donde hay tantos puntos, iba muy a menudo. Por lo visto, es precioso.
Los agentes ya se imaginaban de vacaciones.
—¿Y aquí? —preguntó Blum señalando la zona de los acantilados.
—Martha era una enamorada del mar y no tenía vértigo. Le gustaba mucho ir a caminar por la costa, pasear al borde mismo del abismo, por así decirlo. Daba miedo verla. Yo quería regalarle un teléfono para que pudiera llamarme en caso de emergencia, pero ella me decía siempre que no. Odiaba los móviles.
—¡Pues ya tenemos al misterioso autor de las llamadas telefónicas! —exclamó un eufórico Blum en el baño de hombres.
—Entonces —apuntó Jenssen, muy concentrado en lo que tenía más a mano—, ¿Martha Hayden sería también la madre del hijo, que llevaba una doble vida, experta en camuflaje y que dominaba la tecnología de geolocalización?
Blum estaba ya secándose las manos.
—Jenssen, si quiere tener éxito como agente criminal debe aprender a abandonar sus modelos de pensamiento y a inferir información. Íbamos desencaminados, pero ahora disponemos de nuevos datos.
Jenssen se lavó las manos, algo que no habría hecho si su superior no hubiera estado allí.
—¿Por qué llamaba a la editora en lugar de, por ejemplo, a su marido? —preguntó—. ¿De qué tenían que hablar? ¿Y por qué lo hacía de manera furtiva?
—Es precisamente para descubrir este tipo de cosas para lo que hemos nacido. Usted, en cambio, no, ¿verdad, Jenssen?
Cuando los dos hombres regresaron del lavabo, Henry había apartado el paño que cubría la pizarra y estaba estudiando las fotos.
—Yo no me creo que mi mujer se cayera al mar dentro de ese coche. ¿Están seguros de que es el de Betty? A mí me dijo que se lo habían robado.
—Es su coche, señor Hayden, y este punto también nos interesa mucho. La señora Hansen denunció el robo pero no pudo presentar la llave, y no me extraña, porque hoy sabemos que está todavía en el contacto. Declaró a la aseguradora… —dijo Jenssen, y echó un vistazo a un papel— que no quería ningún tipo de compensación por el vehículo.
—Qué raro. Recuerdo que me contó algo sobre un hombre, que…
Pero Blum lo interrumpió:
—Si le hubieran robado el coche, por lo menos habría conservado una de las llaves.
¡Benditas fueran las llaves! En más de una ocasión, Henry había tenido que agradecer la intervención del destino, que, sin fijarse en la persona a la que beneficia, a veces lleva a cabo pequeñas correcciones que transforman situaciones desesperadas en ceremonias victoriosas. A él, que pensaba en todo, no se le había ocurrido que un detalle sin importancia como la llave de un coche pudiera llegar a ser tan relevante. Y, como en su caso, tan útil. Para los criminales de cualquier ralea, y desde luego también para quienes pretenden estafar a las compañías de seguros, eso solo puede significar una cosa: que a la hora de inventar leyendas no hay detalles sin importancia, sino que todos importan lo mismo.
—También dudamos mucho que el hombre misterioso al que se refería hace un momento exista…
—Pero estaba embarazada —preguntó Henry—. ¿Quién es el padre?
Jenssen iba a responder cuando Blum lo interrumpió de nuevo:
—Esperábamos que usted pudiera ayudarnos a responder esa pregunta.
—¿Yo? Nunca me contó de quién se trataba. ¿Llegó a decírselo a alguien? No lo sé.
—¿Y no se lo preguntó?
—Sí, claro que sí. Se lo pregunté pero solo me contestó que era un hombre peligroso.
—Y no se referiría a usted, ¿verdad?
Henry se rio.
—Me sobrevalora usted, señor Jenssen. No sé si tomarme su pregunta como una insolencia o como un cumplido.
Henry se dijo que había llegado el momento de confesar a aquellos señores el secreto: lo que realmente había pasado en el acantilado.
Awner Blum volvió a pronunciar las palabras mágicas que abrían la puerta a abordar el asunto:
—Así pues, su mujer y su editora iban a menudo a nadar juntas.
—Eso es cierto y, al mismo tiempo, erróneo. Mi mujer era mi editora —explicó Henry, y a continuación hizo una pausa dramática—. Cada día leía hasta la última palabra de lo que yo había escrito. Detectaba cosas que yo no veía. Sin ella habría sido incapaz de escribir ni una sola novela. Creo que a Betty eso le resultaba muy duro.
—Y, si me permite la pregunta —intervino con actitud pensativa Blum, que describió un gesto circular con el dedo—, ¿qué editaba entonces su editora?
—Nada. No era competente, me parecía demasiado ambiciosa y no confiaba en ella. Cuando me parecía que la novela estaba terminada, la llevaba a la editorial. Betty tan solo leía el manuscrito ya terminado.
—Pero, entonces, ¿por qué le pagaban?
Era la típica pregunta que solo se le ocurre a un funcionario. Henry esbozó una sonrisa comprensiva, pues ¿qué sabrán los burócratas sobre literatura?
—No me malinterprete, por favor. Le debo mucho a Betty, al fin y al cabo fue ella quien descubrió mi primera novela. Frank Ellis, no sé si la han leído.
—Yo no —admitió Blum—, pero mi colega Jenssen, sí. Es nuestro ratón de biblioteca, e incluso hoy, solo tiene elogios para referirse a su libro, ¿verdad, Jenssen?
Este asintió, incómodo, y Henry se percató de que el pobre detestaba sentirse como un oso de circo adiestrado para decir que sí a todo. «Eso sí es un móvil de asesinato —pensó Henry—. Vamos, Jenssen, pégale un tiro a este imbécil con el arma reglamentaria y arrójalo al patio. Te doy mi bendición».
—De vez en cuando, Martha le comentaba a la señorita Hansen los progresos de mis novelas —continuó Henry—. Seguramente cuando iban a bañarse. Entonces Betty se lo contaba a su jefe, Moreany, y lo presentaba como si fuera su propio trabajo. Cuando me enteré, me indigné. ¡Estaba furioso! ¿Cómo puede alguien presentar la obra de otra persona como propia? Pero mi mujer se rio y dijo: «Déjala. Aquí cada uno vive como puede, todo el mundo sirve para algo». Ella era así. Martha veía solo el lado bueno de la gente. —Henry volvió a contemplar las fotografías de su mujer en la pizarra—. Pero ahora creo que fue un error.
—En su día declaró que su novela había desaparecido, pero ha vuelto a aparecer.
—La novela estaba terminada y ya tenía fecha de publicación. Después de la desaparición de mi mujer, le entregué el manuscrito original a Betty, que tenía que llevárselo a Moreany. Pero no lo hizo. El original debió de quemarse dentro de su coche. ¿Se sabe ya qué fue de ella?
«No la encontraréis nunca y lo sabéis», pensó Henry. Ni siquiera él sabía dónde la había enterrado Obradin. Jenssen dio al final con la pregunta perfecta para la mayoría de las respuestas que aún quedaban esparcidas por todas partes:
—¿Y cómo volvió a encontrar la novela?
—No fui yo, sino Honor Eisendraht, la actual directora de la editorial. La encontró por casualidad, en un lápiz de memoria USB. La señorita Hansen había copiado el manuscrito furtivamente. No tengo ni idea de por qué lo hizo.