XVII
El Alte Hafen era el único restaurante de la región con una estrella Michelin. La amplia terraza de tablones restaurados se sostenía sobre unos puntales de encina alquitranados, que sobresalían del mar. Desde allí, uno podía contemplar la puesta de sol, que parecía balancearse sobre las olas. Los iniciados disfrutaban al mismo tiempo del cóctel especialidad de la casa, el Big Sur Sundowner «Nepenthe».
Henry aparcó su Maserati junto a un Bentley descapotable color gris Tudor y atravesó el aparcamiento de gravilla blanca de fragmentos idénticos, donde estaban aparcados numerosos hitos de la historia de la automoción. Llevaba las mangas de la camisa remangadas y la chaqueta colgando sobre los hombros, con aire informal. Acababa de ducharse, tenía hambre y olía a loción de afeitado. Subió los peldaños de dos en dos, con gesto atlético, y entró en el vestíbulo de madera de sándalo del Alte Hafen. Las personas que, como él, logran pasar ante aquellos símbolos de estatus cromados y relucientes sin experimentar envidia ni sentirse inferiores, es que ya han triunfado y que encajan en el lugar.
Aunque Henry llevaba gafas de sol, el camarero lo reconoció, y lo acompañó a la table pour deux del extremo de la terraza. Era la mesa de la esquina, junto a la barandilla de madera, el mejor lugar para contemplar cómo el astro centelleante se hundía en el océano y también cómo iban llegando los comensales. Entre las mesas había espacio suficiente para estirar las piernas y para huir cómodamente en cualquier momento. Henry dirigió una rápida mirada a su alrededor. El concepto casual dining permite una etiqueta muy relajada, y la mayoría de los comensales masculinos llevaban mocasines náuticos como él, gafas de sol como él y relojes caros como él. Allí eran todos de su cuerda, cincuentañeros jóvenes de espíritu, como suele decirse. Las codiciadas mesas de la barandilla estaban reservadas desde hacía meses. Encima del mantel blanco de su mesa, Henry vio dos copas de tallo largo, dos juegos de cubiertos, dos pequeños cuencos para el entrante y dos servilletas pulcras, con un discreto estampado. Echó un vistazo al reloj: eran las 18.46 h. Había llegado con un cuarto de hora de antelación.
Betty había pasado el día entero leyendo, con las persianas de la ventana de su despacho cerradas. Solo había salido una vez a la sala del café para prepararse un té de menta fresca. Al llegar a la última página, se quedó desconcertada.
—No puede ser —se dijo, hablando en voz alta—, no puede ser.
Faltaba el final de la novela. En la última página no ponía ni siquiera «Fin».
La novela Tinieblas blancas era absolutamente trepidante. Betty pasó las últimas páginas con dedos húmedos, ¡tenía que resolverse ya! Pero en cambio la historia terminaba de forma abrupta. Se quedó mirando el espacio en blanco de la última hoja, como si esta pudiera contener un micropunto con el misterioso final de la novela. Pero allí había solo la mancha marrón e insignificante de una cagada de mosca.
Existe un rumor no confirmado según el cual los amigos del dramaturgo Chéjov intentaron entrar a la fuerza en su despacho para rescatar los finales de sus geniales relatos. Chéjov era famoso por reducir sus textos a la mínima expresión y por eliminar el principio y el final de sus cuentos, pues afirmaba que no eran necesarios para la historia. Muchos de sus lectores se llevaron una decepción con La dama del perrito: al llegar a la última página, y justo cuando la atormentada relación de dos personajes solitarios ha logrado sobreponerse a las convenciones y a la eterna vacilación rusa para dar paso al éxtasis salvador del amor…, la historia finaliza. Eso es todo, punto final. Así pues, el episodio más esperado no forma parte de la narración. Es terrible, pero hay que aceptarlo.
Betty reprimió el impulso de llamar inmediatamente a Henry. Era posible que se le hubiera olvidado añadir las páginas que faltaban, seguramente un capítulo entero. «La novela está terminada», le había dicho, esbozando una sonrisa misteriosa. ¿Era posible que le hubiera escamoteado el final para hacerla sufrir un poco? No habría tenido ningún sentido. Aquella novela no tenía nada que ver con su predecesora: era apasionada y empática en cada detalle, pero sin las páginas que faltaban quedaba reducida a un simple torso. «Es increíble que, con lo frío que es, sea capaz de construir sus personajes con tanto ardor», pensó Betty mientras se tomaba el resto del té de menta, ya templado. Dejó el manuscrito a un lado.
Henry la había retratado en uno de los personajes, Betty se había reconocido desde las primeras páginas. El mismo hombre que creía que podía ser la asesina de su mujer y que no parecía albergar ningún tipo de sentimiento hacia su hijo, había trazado un retrato preciso y encantador de su persona. Como editor profesional, uno aprende a distinguir entre el escritor y su obra. Lo que se refleja en la obra de un artista es la personalidad, no la persona. «Tenemos que querer a Henry sin conocerlo», le había dicho Martha a modo de despedida, ante la puerta. Martha había querido a Henry como la persona que era, como el hombre al que no conocía.
* * *
Hacia las cinco de la tarde, antes de marcharse de la editorial, Betty se encerró en la sala de la fotocopiadora. Metió las 380 páginas del manuscrito de Henry en la bandeja de documentos, introdujo su lápiz de memoria USB y pulsó la tecla «Escanear». Inmediatamente, la máquina empezó a coger las páginas una a una, a iluminarlas y a guardarlas como PDF en el USB. Al final escupió el pliego de papeles. Betty guardó el manuscrito en una carpeta de plástico y se lo metió en el bolso. Dejó el lápiz de memoria en un pequeño cuenco de cristal de Murano que había en su mesa.
Entonces tomó el ascensor para subir al despacho de Moreany. Mientras subía notó el bebé, que cada vez se movía más, y se puso una mano sobre el vientre. El movimiento cesó de inmediato. Las horribles náuseas habían desaparecido. Betty no tomaba medicamentos y ya hacía semanas que no tocaba el alcohol ni los cigarrillos, y que bebía té en lugar de café. Contrariamente a lo que esperaba, renunciar a la dosis diaria de sustancias tóxicas le había resultado de lo más sencillo, y desde que practicaba la abstinencia estaba aún más guapa: los hombres se volvían más a menudo a mirarla, e incluso las empleadas de la editorial la espiaban con disimulo.
La mayoría de los trabajadores se habían marchado ya a sus casas, para ir a pasar el fin de semana al mar. Aprovechando que estaba por ahí, Betty recogió las tazas de café vacías del mostrador, al que se podía acceder fácilmente desde cualquier despacho. Saludó al chico mono del Departamento de Prensa que siempre le lanzaba aviones de papel. A continuación entró en la oficina de Moreany, donde encontró a Honor Eisendraht ante su archivador Bisley de los secretos, el pulmón de acero de la editorial, tal como Moreany denominaba a aquel armario, ordenando carpetas de contabilidad. Ya había apagado el monitor y, junto al teclado, Betty vio una baraja de cartas del tarot. La puerta del despacho del editor estaba cerrada.
—¿Se ha marchado ya Moreany?
Eisendraht hizo desaparecer las cartas y cogió su cartera del respaldo de la silla. Betty percibió su perfume sutil, y se fijó en su pulcro corte de pelo y en el buen ojo que poseía para combinar los colores de su despacho y los de su ropa.
—Se ha ido a las tres; tenía una cita.
Betty escrutó los ojos de Eisendraht por si esta le ocultaba alguna información, pero la mirada de la secretaria era amable y neutra, como la que uno le dirige a un tótem en un museo de antropología. Solo una miradita de refilón hacia el vientre de Betty delató lo que le pasaba por la cabeza.
—¿Algo más? —preguntó Eisendraht, y se alisó inconscientemente el jersey encima del ombligo.
—Sí. Nunca le he mostrado hasta qué punto la aprecio. Ha sido una torpeza por mi parte y lo lamento. La respeto y admiro su trabajo. Que tenga un buen día.
Honor se quedó un buen rato inmóvil. Al drago se le cayó una hoja, pero eso fue lo único que se movió en el despacho. Ciertamente, resultaba irónico que el piropo más enternecedor que le hubieran dedicado jamás hubiera salido precisamente de los labios de su enemiga, una mujer que hasta entonces solo le había demostrado la más fría de las aversiones. Honor Eisendraht conocía demasiado bien a las mujeres como para no advertir que la disculpa de Betty era franca y sincera, y que no esperaba ningún tipo de contrapartida. Cogió el bolso, se encogió de hombros y salió del despacho. Cosas que pasan. Qué se le va a hacer.
Henry eligió el bistec con patatas fritas. En realidad no era con patatas fritas normales, sino avec des frites allumettes. El pargo estilo tailandés de la mesa contigua tenía también un aspecto muy apetecible, y lo mismo podía decirse de la mujer con pechos de silicona de la misma mesa, que se habría sentado con mucho gusto con Henry si las circunstancias lo hubieran permitido, pero no era el caso. De todas formas, a Henry ya le iba bien un bistec. Se bebió el resto del sundowner. El sol todavía estaba alto en el cielo, su reloj marcaba las diecinueve horas y siete minutos. Dirigió una mirada hacia el vestíbulo del restaurante, como buscando a alguien; el maître se percató de ello y se acercó a su mesa. Al ver el segundo juego de cubiertos comprendió que Henry preferiría aguardar un poco antes de empezar a comer, no le cupo duda de que había quedado con una mujer y por eso le preguntó si le apetecía un vermut, la única bebida que puede tomar un gentleman que espera a una dama sin parecer indecorosamente ansioso. Al cabo de un segundo, el teléfono de Henry vibró. Era Betty.
—Oye, estoy yendo por una pista de tierra horrible, ¿puede ser?
—Sí, puede ser.
El aire temblaba dentro del coche. Betty miró por la ventanilla lateral, cubierta de polvo, y la bajó un poco. Una fina lluvia de partículas se coló en el vehículo, donde formó nubes, depositó cristales sobre su piel, se le metió en el pelo y en los pulmones, y se mezcló con la humedad de sus mucosas.
—¿Qué ves?
—Pues a mano derecha veo campos y postes de la luz, y a la izquierda unos arbustos, y aparte de eso nada más. Por cierto, aquí hay una polvareda increíble. Cuando llegue voy a parecer Ben-Hur después de la carrera de cuadrigas.
Mentalmente, Henry vio que Betty se encontraba en el camino correcto.
—Sigue los postes de la luz y te traerán hasta aquí.
Betty echó un vistazo al GPS.
—En el navegador solo aparece un caminito. Todavía quedan cuatro coma nueve kilómetros. ¿Puede ser?
—Sí, vas bien. Sigue recto hasta llegar al agua. Hay un viejo puerto, el restaurante se llama Alte Hafen. Estás muy cerca. ¿Traes el manuscrito?
—Claro.
—Bien. ¿Te pido un sundowner?
—No tomo alcohol. Vale, hasta ahora.
Betty dejó el teléfono encima del bolso abierto, junto a su libreta de notas y el manuscrito de Henry. Al marcharse del edificio de la editorial para ir a cenar con él había tenido una buena corazonada. Había dado el primer paso para reconciliarse con Honor Eisendraht. A pesar de su perfidia, la traición de Eisendraht había tenido un efecto purificador. Sin querer, desde luego, la secretaria le había hecho un gran favor. Las imágenes de la ecografía habían puesto punto final a tanto secretismo estúpido, porque no hay aventura que justifique renegar de un hijo.
Los baches del camino eran cada vez más profundos y Betty redujo la velocidad. Había contenedores metálicos oxidados esparcidos a ambos lados del camino y restos de neumáticos hechos trizas en la cuneta. Se alzaban columnas de un polvo denso como maquillaje. Betty vio ante sí las anchas roderas que habían dejado otros coches, e intentó no meterse en los surcos que la lluvia había formado y que el sol había cocido hasta dejar duros como una piedra.
Cuanto más despacio iba, más interminable y absurdo le parecía aquel camino. Pero Henry siempre había tenido buen ojo para los lugares aislados e incomparablemente bonitos. Betty aún recordaba Es Verger, en Puig d’Alaró, en Mallorca. Henry, tozudo, se había encaramado por una pronunciada cuesta, con el motor del coche que rugía, retumbaba y traqueteaba. «Antes o después llegaremos», le había asegurado, y ella había confiado en él. Tras una ascensión eterna y empinadísima, por veredas estrechas y sinuosas, llegaron a la madre de todos los restaurantes de montaña, donde comieron el cordero más delicioso de su vida. Aquella noche, Betty estaba convencida de ello, engendraron a su hija.
A lo lejos apareció un cartel. Colgaba precariamente de un poste oxidado, y resultaba casi ilegible a causa del polvo y el sol. Betty reconoció un barco de pesca y la palabra PUERTO escrita con letras desdibujadas. Tenía que ser el lugar. El navegador indicaba que se encontraba a menos de un kilómetro de distancia de su objetivo. La pantalla mostraba un solar de anchos contornos a mano derecha y, junto a este, el mar. «Dentro de setecientos metros habrá llegado a su destino. Su destino está cerca». Una reja metálica rodeaba la parcela. A lo lejos se divisaba la horrible fachada de hormigón de un edificio industrial y varias gaviotas sobre unas grúas esqueléticas.
Betty cruzó la verja abierta al paso y siguió las losas de cemento cubiertas de malas hierbas. Había montañas de basura abandonada ilegalmente, el viento arrastraba envases de plástico amarillos y azules, y reinaba un olor pútrido. Hizo avanzar el coche hasta un muro medio derruido sobre el que había un cartel despintado en el que podía leerse PROHIBIDO EL PASO. Detuvo el vehículo, bajó y miró a su alrededor.
«Siga la flecha», dijo la voz del navegador.
La terraza del restaurante estaba bañada por una luz rojiza y cada vez había más comensales ocupando las mesas. Una mujer pasó junto a la de Henry, que se fijó en sus talones quemados por el sol dentro de unos zapatos altos, abiertos por detrás. El teléfono de Henry volvió a vibrar.
—¿Dónde estás, Betty?
—He llegado a un vertedero y tengo ante mí un cartel de PROHIBIDO EL PASO. ¿Es una broma? Aquí no hay ningún restaurante.
—Estás delante de un muro, ¿verdad?
—Sí, pero no pienso seguir adelante. Esto da mucha grima.
Henry se rio.
—No le hagas caso al cartel y avanza un poco más. Salgo y voy a buscarte.
Su carcajada la tranquilizó. Tras un instante de duda, Betty volvió a subir al coche y avanzó lentamente junto al muro, con el teléfono pegado a la oreja. Oía la respiración calmada de Henry. A mano izquierda, cincuenta metros más adelante, apareció un descampado y, más allá, el mar.
—Vale, ya estoy delante del agua. Hay un hangar, y barriles y raíles viejos por todas partes. No veo ni una persona, ni un solo coche. ¿Dónde estás?
—Llegando. Para junto al hangar, enseguida estoy ahí.
Betty detuvo el coche junto al hangar, cuya puerta enorme estaba abierta como la boca de un caimán. El parabrisas estaba tan cubierto de polvo que no lograba ver qué se ocultaba en la oscuridad del recinto.
—¿Dónde está el restaurante? ¿Ahí dentro?
—Te estoy viendo, Betty. Sal del coche y da media vuelta. ¿Me ves?
Betty abrió despacio la puerta del vehículo y bajó. Soplaba un viento frío procedente del interior del hangar oscuro. Agarró el teléfono con fuerza y miró a su alrededor, buscando a Henry.
—¿Dónde estás, Henry?