XVI
La Drina oscilaba suavemente con la resaca, fruto del viento del oeste que soplaba en el puerto. Obradin colocó la lata metálica cortada por la mitad debajo de la válvula de purga y abrió la válvula con cuidado. A lo mejor un cambio de aceite le iría bien al motor, o a lo mejor sería como darle la extremaunción. Frunció los labios para silbar una cancioncilla, como de costumbre, pero tan solo le salió un hilo de aire. Desde que tenía aquellos estupendos dientes nuevos masticaba mucho mejor y el frío ya no le dolía, pero no podía silbar.
El aceite, negro a causa del metal molido, cayó dentro del recipiente y brilló a la luz del sol, que entraba a través de la escotilla de la cabina. Obradin metió el dedo índice dentro de la lata, y frotó las yemas de los dedos para comprobar la composición de aquel aceite negro. Una sombra cruzó la cabina. Obradin volvió su enorme cabeza, levantó los ojos y vio a Henry, que aguardaba en la cubierta del barco, cruzado de brazos. Llevaba el sombrero calado, de modo que su expresión debía de ser grave.
Henry inhaló el humo del tabaco y recorrió el muro del muelle con la mirada.
—Tengo que marcharme, amigo mío.
Obradin vio el humo que salía de la nariz de Henry como un frío viento invernal. El humo se arremolinó un instante y se disipó sobre las redes verdes de algas. No había lugar mejor para una conversación entre hombres que una barca bamboleante y tan fea como la Drina.
—Estoy con la mierda hasta el cuello y no se me ocurre otra forma de salir de esta. Por eso tengo que desaparecer. Pero antes —Henry posó la mano con la que sujetaba el cigarrillo en el pantalón manchado de aceite de Obradin— quería venir a verte. Tú no sabes cómo ha sido mi vida, no me lo has preguntado nunca. Nunca has querido saber de dónde vengo, qué he hecho ni cómo paso los días. —Levantó el ala del sombrero y se volvió hacia Obradin con una sonrisa triste en los labios—. Ni te imaginas lo bien que me sienta hablar contigo.
—¿Adónde vas a ir?
—Lejos. Desapareceré hasta que todos dejen de buscarme.
Henry contempló absorto las puntas de piel de sus zapatos.
—Ya he desaparecido un par de veces en la vida. Durante mucho tiempo, años. Viví solo en una casa con las ventanas tapiadas y nadie se dio cuenta. La casa era de mis padres, todavía existe; los dos murieron hace tiempo. Solamente fui al colegio hasta sexto curso, figúrate. Ni siquiera sé contar de cabeza, ¿te lo puedes creer?
Obradin escupió una brizna de tabaco en el agua.
—Eso demuestra que con muy poco basta.
Henry se quitó el sombrero. Después de secarse el sudor de la frente, lo hizo girar entre los dedos.
—Mi mujer no se ahogó en la playa.
Obradin se puso en pie de un salto y levantó los brazos, con gesto suplicante. La Drina empezó a balancearse.
—No me lo cuentes, Henry. No quiero saberlo. Tú eres mi amigo, lo demás me da igual. Prefiero que te lo quedes para ti.
Henry se levantó también y le tendió la mano.
—Cálmate, Obradin, quiero que lo sepas. La noche que desapareció Martha, fui en coche a la cala.
Obradin se tapó las orejas.
—No me cuentes nada más. Por favor.
—No me iré hasta que sepas lo que pasó aquella noche. Vi la bicicleta de Martha y sus cosas de baño en la playa, pero ella no estaba.
Obradin volvió a sentarse, con gesto preocupado, y se masajeó las manos cubiertas de vello. Henry vio lágrimas en sus ojos negros.
—Ya lo sabía. Te vi, Henry. Fuiste a la cala de noche, con los faros apagados, y luego te vi regresar.
—¿Y qué se te pasó por la cabeza? —preguntó Henry, sinceramente sorprendido—. Di, anda, ¿qué pensaste?
—No pensé nada. Puedes hacer lo que te apetezca. —Obradin agitó la nuca carnosa y un estremecimiento lo recorrió de arriba abajo. La camisa se le tensó sobre la barriga e inclinó el cuerpo hacia la izquierda, como un niño arisco—. No sé lo que pensé. Es cosa tuya, tuya y de nadie más.
—Hay una mujer —empezó a decir Henry en voz baja, y se sentó de nuevo junto a su amigo—, otra mujer. Una mujer perversa. Se llama Betty y trabaja en mi editorial. Hace años que me persigue y ahora dice que está embarazada de mí. Me hace chantaje. Quiere mi dinero, pero sobre todo me quiere a mí.
Entonces Henry le contó a su amigo, el pescadero, lo que en realidad había sucedido aquella noche en el acantilado. La Drina se mecía con la brisa, pequeñas olas lamían el costado de la embarcación, cubierto de algas, y a ambos lados pasaban pequeños bancos de pececillos. Obradin escuchó a Henry con los ojos cerrados y no lo interrumpió ni una sola vez. Solamente su velloso dedo índice acariciaba con gesto mecánico la costura del pantalón, como si tomara notas.
—Me contó que Martha le había hecho una visita, para hacerla entrar en razón —contó Henry para terminar su relato—, pero su coche aún está en el granero de casa. Martha no regresó de la cita, la busqué por todas partes. Además, el coche de Betty ha desaparecido y ella ha denunciado que se lo han robado. Mientras tanto, esta mujer utiliza mis tarjetas de crédito y le cuenta a todo el mundo que espera un hijo mío. En el juicio me va a declarar responsable de los hechos. Me meterán en la cárcel por asesinato y ella se quedará con todo: la casa, los derechos de mis novelas, todo.
Obradin abrió los ojos y parpadeó.
—¿Y por qué no la mandas bien lejos?
Henry le dirigió una mirada dubitativa.
—¿Adónde quieres que la mande?
—A un lugar de donde nadie vuelve.
—¿Cómo?
—Es muy fácil —respondió Obradin en voz baja—, créeme.
Henry sacudió la cabeza enérgicamente.
—No, sería incapaz. Lo he pensado varias veces, lo admito, pero soy demasiado blando para eso.
—En tus novelas no.
—Eso no tiene nada que ver. Se trata de fantasías, pura ficción. En realidad soy incapaz de matar ni una comadreja. Tú estuviste en la guerra, Obradin, y perdiste a una hija. Tú eres capaz de odiar, yo no.
—No tienes que odiar a los peces para matarlos. Es muy fácil.
—Pero una persona no es un pez, Obradin. —Henry se dio una palmada en el muslo y se puso en pie—. Martha era el amor de mi vida. La echo de menos, sin ella la casa está vacía. No puedo ni escribir. Amigo mío, dentro de uno o dos años recibirás una postal. De un desconocido. Será mía. Hasta entonces…
Henry se metió una mano en el bolsillo y sacó una llave.
—Con esto puedes abrir un apartado de correos. Si alguna vez estás en apuros y no sabes qué hacer, ve y ábrelo. En la página trescientos sesenta y tres de Frank Ellis encontrarás en qué banco tienes que buscar. Adiós, amigo mío.