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Gisbert Fasch también había leído la noticia sobre la muerte de la mujer de Henry. El artículo no mencionaba el nombre de la víctima y tampoco incluía foto alguna. Ni siquiera en la muerte podía gozar de identidad propia, seguía siendo «la mujer de».

Llevaba cuatro horas achicharrándose dentro de su coche, aplastando los insectos que se arrastraban por el techo del vehículo. Aunque la literatura y el cine lo describan como algo interesante y entretenido, espiar al enemigo es en realidad una tarea tediosa que convierte el tiempo en un queso filamentoso de consistencia insondable. Uno pasa una eternidad ahí sentado, exhalando dióxido de carbono, dilatándose y prolongándose hasta el infinito. Tiene ganas de dormir, pero no puede, porque nunca sabe cuándo va a suceder algo digno de interés, y lo va invadiendo una melancolía tal que termina aplastando insectos para pasar el rato.

Fasch se abanicó con el periódico leído y contempló la finca de Henry, en lo alto de la colina. Le lloraban los ojos de tanto mirar. En la revista inglesa Country Living, dedicada al estilo de vida rústico, había aparecido una fotografía de gran formato del living room de Henry, con el dueño de la casa en el sofá, junto a su mujer y el perro. Fasch la había estudiado con gran atención, buscando pistas ocultas que le permitieran dar con el paradero de la casa. La mujer que había a su lado tenía un aspecto intelectual y amable, y parecía rodeada por un aura esotérica. En la fotografía iba vestida con botas de piel de borreguito y un poncho reversible de tweed. Como buen coleccionista de trofeos, Henry la abrazaba por los hombros, arrellanado en el sofá. Al fondo había una ventana panorámica desenfocada, estanterías negras llenas de libros, cómo no, la inevitable chimenea, y a un lado un perro negro, erguido como si fuera un Grande de España. La sala era un cliché absoluto, de un refinamiento sublime y totalmente acorde con un hombre como Hayden, que se rodeaba de objetos inútiles y de los mamíferos apropiados para adornar su personalidad maligna. Vomitivo.

Fasch ya había terminado el crucigrama, incluidos todos los afluentes y divinidades nórdicas, y había convertido el techo del coche en un mar de manchas sangrientas. De vez en cuando entraba una leve brisa por la ventanilla abierta que le traía un aroma a césped recién cortado y hacía que la foto de su madre, Amalie, se meciera en el retrovisor interior.

En el asiento de atrás había una vieja cartera que, tras tanto tiempo, había adquirido ya el peso de un lactante de veinte semanas, y que contenía todo lo que uno podía leer sobre Henry Hayden. Fasch no se separaba jamás de la cartera, y en las últimas semanas se había despertado varias veces gritando en plena noche, pues soñaba que la había perdido.

Lo que Fasch había logrado averiguar hasta entonces permitía reconstruir los primeros once y los últimos nueve años de la vida de Henry. Entre lo uno y lo otro quedaba todavía un hueco de casi quince años. Toda biografía contiene ángulos muertos, materia oscura y elementos que uno prefiere obviar por embarazosos o irrelevantes. Pero la desaparición de quince años es algo excesivo que no puede pasar desapercibido. A aquella historia le faltaba toda la juventud.

Henry había llevado una vida secreta, en algún lugar y como fuera. Eso ya de por sí era un logro, pues desaparecer es un arte que requiere renuncias y abstinencia. Renuncias a la patria, la familia y los amigos, al idioma y las costumbres propias… ¿Y con quién vas a hablar de ello? ¿Con quién lo vas a compartir? Incluso el doctor Mengele, que cambiaba constantemente de escondrijo, dejó tras de sí un diario y un rastro. «El silencio es contrario a la naturaleza humana», afirmaba la primera frase de Frank Ellis, sin duda una sutil referencia a su biografía oculta.

Y entonces, de pronto, reapareció y empezó a publicar novelas. Así de fácil. Sin tomar carrerilla, sin ensayos y sin errores. Cada novela es también un reflejo de su autor, y deja entrever su habilidad para ocultarse. Gisbert Fasch estaba convencido de que las novelas de Hayden, tanto si las había escrito él como si las había robado, estaban plagadas de referencias ocultas, y que tan solo había que encontrar la clave para descifrarlas.

El coche de Henry descendió la colina a gran velocidad por la alameda, levantando una nube de polvo a su paso. Fasch arrojó el vaso de té medio lleno por la ventana, arrancó el motor y pisó el acelerador a fondo. Le costó seguirlo, pues era un conductor poco experimentado. Los neumáticos gastados de su Peugeot, un coche con dieciséis años de antigüedad, derrapaban en las curvas, y el vehículo crujía histéricamente.

Unos cinco kilómetros más adelante había una bifurcación: la carretera de la derecha iba hacia la autopista, mientras que la de la izquierda seguía la costa, pero Fasch ya había perdido a Henry. A juzgar por la velocidad con la que Henry había salido de casa, parecía tener mucha prisa. Y uno pensaría que alguien que tiene prisa prefiere tomar la autopista. Fasch dudó un momento, pero al final desestimó la autopista y giró a la izquierda, hacia la costa.

Efectivamente, Henry había tomado la estrecha y serpenteante carretera de la costa, pues quería aprovechar aquella última oportunidad de salir a pasear en su Maserati. Estaba seguro de que la policía lo arrestaría de inmediato, por eso se había llevado un cepillo de dientes de viaje, las gafas de lectura y una edición de bolsillo de Sunset Park, de Paul Auster, por si en la celda no había nada para leer: Henry había oído decir que la detención preventiva resultaba incluso más desagradable que la prisión en sí.

Su casa se encontraba a unos cuarenta kilómetros del Instituto Médico Forense, llegaría una hora antes de lo previsto. Henry se acordó de su perro: no había tenido valor de matarlo con la pala. ¿Quién iba a ocuparse de él si no regresaba a casa? Había planeado descubrir el viejo pozo y restaurar las cristaleras de la capilla durante el verano. Ahora, en cambio, todo se desmoronaría, lo subastarían o lo echarían al suelo con bulldozers, como hicieron con la casa de Dutroux.

Seguramente, los buceadores de la policía habían recuperado el cadáver de Martha del interior del Subaru. En ese caso, la Policía Criminal ya sabría que el coche pertenecía a Betty y ya le habrían intervenido el teléfono. Eso explicaría que esta hubiera insistido tanto para intentar contactar con él: había decidido cooperar con la policía para no cargar con la culpa del asesinato de Martha. ¿Quién se lo podía tener en cuenta? En su lugar, Henry habría hecho lo mismo. En el fondo, lo que Henry valoraba de ella era precisamente su pragmatismo. Teniendo en cuenta las circunstancias, no iba a resultar nada sencillo achacar la muerte de Martha a un accidente mientras se bañaba, pero ¿para qué servían los abogados? Cobran ni más ni menos que para inventarse explicaciones. Henry podía permitirse los mejores abogados, y desde la absolución de O. J. Simpson ya nada parecía imposible.

Henry vio a su perseguidor por el retrovisor. El coche rojo se acercaba, pero entonces frenaba un poco y dejaba unos doscientos metros de distancia entre ambos vehículos. En el espejo no se podía distinguir cuántas personas iban en el coche, sobre todo porque el sol se reflejaba en el parabrisas delantero. En cualquier caso, dudaba mucho que la policía le enviara a unos aficionados como aquellos. Cuando Henry reducía la marcha, el coche de detrás iba también más despacio. En cuanto volvía a acelerar, el coche rojo acortaba la distancia. A lo mejor se trataba tan solo de turistas o de amantes de la ornitología, que cada año a aquellas alturas visitaban la costa para presenciar el apareamiento de las aves marinas. Aunque el perseguidor podía ser también simplemente un espejismo de su conciencia, pensó Henry. Al fin y al cabo, el mundo está lleno de peligros para quien solo espera maldades.

Henry aceleró y el otro cochecito se quedó atrás. Después de una curva oculta por unos arbustos altos, frenó en seco, se quitó las gafas de sol y salió para esperar a su perseguidor. El vapor de las olas cubría las gafas con una fina película. En aquel punto, la costa descendía unos treinta metros, pero unos grandes bloques de hormigón junto a la cuneta impedían que los coches pudieran caer. El viento silbaba entre las rocas, las nubes dibujaban sombras sobre la carretera. Henry vio unas gaviotas que volaban en círculo sobre su cabeza. Pasó un minuto y finalmente oyó el otro coche. Se acercaba a toda velocidad y entró en la curva derrapando.

Fasch vio a Henry de pie ante su vehículo. No había duda posible, era él. Su actitud era de indiferencia, con las manos en los bolsillos del pantalón. Todavía tenía el pelo espeso y los hombros anchos, y vestía una chaqueta de cuadros con coderas de piel, parecida a la que llevaba en el pomposo retrato que aparecía en la cubierta de sus libros.

Con el choque contra el bloque de hormigón, el parabrisas estalló en un millón de fractales. Su cara atravesó el cristal y volvió a retroceder. Entonces el mundo se ralentizó y empezó a dar vueltas. En el centro de aquel torbellino, Fasch vio la foto de su madre, Amalie, inmóvil mientras todo lo demás giraba a su alrededor. Intentó recordar cuándo la había llamado por última vez y se preguntó qué podía regalarle para su septuagésimo aniversario. En aquel momento sintió un estallido dentro del pecho, algo se le clavó en el costado y notó un calor intenso.

El Peugeot quedó volcado boca arriba, entre una lluvia de cristales que cayó sobre la calzada. Henry recorrió los treinta metros que lo separaban del vehículo accidentado y le faltó poco para tropezarse con la gruesa cartera de color marrón que había quedado tirada en medio de la carretera. Los papeles se arremolinaron a su alrededor. Los restos del coche siseaban como un dragón herido. De sus fauces metálicas salía una mezcla de fluidos que se deslizaban carretera abajo. El techo estaba destrozado, faltaba una puerta y varias lunas, y la rueda trasera derecha seguía girando. Henry se quitó la chaqueta de cachemira inglesa (había tiempo para todo) y se arrodilló en el charco tornasolado para echar un vistazo dentro del vehículo destrozado. Primero vio el brazo, los dedos de la mano que se contraían convulsivamente, y luego vio al hombre, que yacía sobre el asiento trasero, retorciéndose y gimiendo. Aún vivía, pero, desde luego, lo que era conducir no se le daba muy bien.

Henry lo cogió del brazo y tiró de él, pero al hombre se le escapó un quejido. Henry lo soltó y se metió arrastrándose dentro del coche accidentado, agarró al hombre por el pecho ensangrentado y lo sacó. El cuerpo se deslizó sobre la calzada sin apenas oponer resistencia. Tenía los ojos abiertos, pero parecía no comprender nada, se le había empezado a hinchar la cara y le salía sangre de la oreja. En la parte derecha del pecho tenía clavada la vara rota de uno de los reposacabezas. Henry puso la oreja sobre la boca abierta del hombre herido y oyó el borboteo de su respiración.

Cogió la vara metálica que le sobresalía del pecho y se la sacó con un crujir de costillas. Entonces volvió a escuchar su respiración: al cabo de varios alientos el borboteo era más débil. El pecho del hombre subía y bajaba a gran velocidad y la herida perdía mucha sangre. Henry se arrancó una tira de tela de la camisa, su preferida, y la introdujo con los dedos en el boquete del pecho, como quien rellena una pipa.

En el poste kilométrico ocho, a poca distancia del desvío donde la carretera de la costa viraba a la izquierda, hacia los acantilados, Henry se desvió hacia la ciudad. Fasch iba tendido en el asiento trasero, con la cabeza sobre la cartera que Henry se había tomado la molestia de rescatar. Una mancha de sangre se iba extendiendo alrededor de la cartera y sobre la piel de napa del asiento. Las piernas elevadas del hombre asomaban por la ventanilla abierta. El tipo gemía bajito, aunque no estaba consciente. El tráfico era cada vez más denso, pero Henry guiaba el coche con gran destreza en cada adelantamiento. Realizó, hay que decirlo, la carrera de su vida, y al cabo de menos de veinte minutos ya había llegado al hospital.

Ante el ala de urgencias había una ambulancia con las puertas traseras abiertas y un enfermero vestido de rojo, sentado en una camilla con ruedas, leyendo el periódico. Henry subió por la rampa tocando el claxon.

—¡Traigo a un hombre herido! —gritó Henry por la ventanilla abierta.

El enfermero dobló el periódico con actitud estoica y sin hacer un solo gesto de más. Veía una docena de heridos al día, muertos y moribundos, borrachos que deliraban, madres que lloraban, y nunca, ni durante un minuto, lo dejaban leer el maldito periódico tranquilo. Sin ni siquiera abrir la boca, ayudó a colocar a aquel hombre inconsciente en la camilla y a entrarlo en el servicio de urgencias.

Henry se sentó en su coche, agotado y preguntándose si aún lo necesitarían allí, y si tenía que llamar a Jenssen para cancelar su cita en el Instituto Médico Forense. De pronto la idea de ver el cuerpo descompuesto de Martha le provocaba horror, pero al mismo tiempo quería verle la cara, tocársela. Simplemente se lo debía. Desde luego, su rostro reflejaría el terror del último momento, cuando había reparado en su error. A pesar de su sexto sentido sinestésico y de su extenso conocimiento sobre la naturaleza humana, con él se había equivocado. Se había equivocado por amor, hasta el último momento, cuando él se había acercado cobardemente por detrás y la había arrojado al agua negra. Por mucho que se tratara de un error, había sido un asesinato. ¿Quién sino él sabría interpretar la decepción en el rostro de su mujer?

Alguien dio unos golpecitos en la ventanilla. Junto al coche había un médico joven. Henry volvió a salir.

—¿Está herido?

Henry bajó la mirada y reparó por primera vez en los pantalones sucios, la camisa rota y los brazos manchados de sangre.

—La sangre es del otro señor. ¿Está vivo?

El médico asintió con la cabeza.

—Se ha roto muchas cosas, entre ellas el cráneo, y ha perdido mucha sangre, pero sobrevivirá. ¿Lo ha traído usted?

* * *

Le dieron un vaso de agua. En la sala de médicos del servicio de urgencias, Henry se limpió la sangre de las manos y explicó cómo había sucedido todo, lo que había visto y lo que había hecho. Henry no mencionó que se había apostado detrás de la curva para esperar a su perseguidor. ¿Para qué? Sobre una mesa había tazas medio llenas y un bocadillo de embutido empezado que alguien había abandonado para correr a ayudar a otra persona.

—¿Le ha sacado algo del pecho? —preguntó el médico.

—Sí, tenía una vara metálica clavada que le provocaba un borboteo horrible. Me ha parecido que le impedía respirar.

—Tiene un neumotórax, se habría ahogado.

—¿Entonces he hecho lo que debía?

—Le ha salvado la vida.

Henry presentó sus papeles y firmó un protocolo que le entregaron. Una atractiva enfermera le trajo la chaqueta, que se había dejado en el coche. La bata blanca le quedaba de fábula. «¿Por qué a los hombres nos gustan tanto las mujeres de uniforme?», se preguntó Henry.

—La policía lo llamará, señor Hayden.

—No lo dudo.

Echó un vistazo al reloj. El tiempo apremiaba cada vez más y la suma de acontecimientos se iba complicando. Aún podía llegar a tiempo a su cita en el Instituto Médico Forense, pues había salido con bastante antelación, pero ¿iba a presentarse con aquella pinta a su propia detención?

—¿No tendrán por casualidad una camisa y unos pantalones limpios que prestarme?

El médico desapareció un momento en la habitación contigua y volvió a salir con una camisa y unos pantalones.

—Esto es del médico jefe y la camisa es mía —dijo. Las dos prendas le entraban, aunque los pantalones le quedaban un poco estrechos—. Mándelos de vuelta al hospital cuando ya no los necesite.

En el pasillo gris de la entrada de urgencias la enfermera se acercó a él. Le traía otra vez la chaqueta olvidada.

—Usted es escritor, ¿verdad?

—¿Y usted?

—Le aseguro que si supiera escribir como usted, no sería enfermera. Lo acompaño en el sentimiento, señor Hayden.

—¿Por?

—Su mujer. Lo he leído en el periódico. ¿Puedo hacerme una foto con usted?

—En otro momento, cuando vaya vestido con algo que me favorezca un poco más.

Ya dentro del coche, Henry se puso la chaqueta. Se quitó la venda manchada de sangre seca de la muñeca y la dejó caer entre los pies. Examinó el mordisco de la comadreja: alrededor de las mordeduras tenía la piel enrojecida y levemente hinchada. Por un instante se preguntó si debía volver a entrar en urgencias por aquella nimiedad, pero pronto descartó la idea. Era ridículo, acababa de sacarle una vara metálica del pecho a un desconocido, su mujer yacía muerta en el Instituto Médico Forense y a él lo esperaba una vida entera en la cárcel. Cuando arrancó, el recuerdo del accidente había empezado ya a difuminarse como un sueño que se desvanece al despertar.

No tenía una idea concreta de lo que lo esperaba. Cuando lo arrestaran no confesaría, sino que esperaría a saber de qué lo acusaban. Como inculpado, uno debe hablar poco ante el tribunal. O, mejor aún, callar. Incluso puede mentir. Los acusados gozan del raro privilegio de poder mentir. Pero, por otro lado, se encuentran en el foco de atención. A menudo, al sentarse en el banco de los acusados, un criminal tiene por primera vez la sensación de que alguien le presta atención de verdad, que muestra verdadero interés por su persona y su despreciable vida. Y a algunos les gusta tanto que confiesan más cosas de las necesarias, solo para darse el gusto de que los sigan escuchando. Seguramente, si les hubieran brindado antes el delicioso elixir del reconocimiento, no habrían terminado convirtiéndose en criminales. En cambio, las víctimas de un crimen, los que quedan atrás, esperan en vano una retribución semejante, ya que, como es bien sabido, la recompensa al sufrimiento consiste en eludir el castigo. El reconocimiento no suele ser justo. Henry disponía ahora de todo el tiempo del mundo. Pasaría el resto de su vida esperando y recordando. A lo mejor también escribiendo un libro y convirtiéndose en mejor persona. Y, naturalmente, arrepintiéndose de lo que había hecho.

El edificio con revoque gris del Instituto Médico Forense era de una sencillez de lo más funcional, desprovista de cualquier tipo de adorno. Sentado en las escaleras de la entrada estaba Jenssen, con una taza de café en la mano, hojeando un cuadernillo. En cuanto vio a Henry, dejó la taza en un escalón, se acercó a él y le tendió la mano. Su mirada osciló brevemente entre el Maserati y los zapatos de Henry.

—¿Qué ha pasado?

Henry se fijó en los zapatos manchados de sangre. «Ya ves —dijo—, hasta de eso te has olvidado. Así de rápida va la cosa».

—Ha habido un accidente ante mí, en la carretera. La sangre no es mía. ¿Entramos?

Jenssen prefirió no hacer más preguntas. Su actitud era sumamente amable.

—No tiene por qué hacerlo —le dijo a Henry, aún en la escalera—. Podemos esperar los resultados de las pruebas de ADN.

—Sí, claro que podemos. Pero quiero ver a mi mujer. Le agradezco que me haya llamado tan deprisa. ¿Tiene muy mal aspecto?

—Aún no la he visto. Si le soy sincero, nunca he visto el cadáver de un ahogado —confesó Jenssen, rascándose la cabeza—. Pero para todo hay una primera vez, ¿no?

«He aquí lo que espera uno de un policía —pensó Henry—. Nada humano le es ajeno y, al mismo tiempo, es un buen tipo, un hombre empático, abierto a los sentimientos simples y en absoluto indiferente al sufrimiento de los demás».

—¿Dónde está su encantadora colega, la que tiene cara de…?

—¿De zarigüeya? —preguntó Jenssen, y soltó una carcajada. Henry asintió con la cabeza—. Es verdad, es clavada a una zarigüeya. No viene nunca al Instituto Forense, dice que huele demasiado. —Jenssen reparó en su indiscreción y recuperó la seriedad de inmediato—. ¿Le apetece un café?

—Tal vez más tarde —respondió Henry—. Cuanto antes empecemos, antes acabaremos.

El agente le cedió el paso. Henry sospechaba que la amabilidad calculada de Jenssen no era tanto una muestra de respeto como una estrategia de cara al interrogatorio. Se abrió una puerta, con un zumbido, atravesaron un pasillo en el que había una máquina de café y se detuvieron ante una puerta de cristal, tras la que se sentaba una mujer con actitud malhumorada. No era de extrañar que estuviera de mal humor si tenía que pasar todo el día en una jaula de cristal, expuesta a las miradas de todo el mundo como si fuera un mono. El pasillo olía a productos de limpieza y a café aguado, y en el ambiente flotaba algo indefinible, procedente del sótano.

Henry estampó su firma en otro formulario, se volvió para echar una mirada a la luz del día, que se filtraba por una ventana, y atravesó una puerta azul de hojas batientes. Había unas escaleras que bajaban al piso inferior e iban a dar a una especie de esclusa, donde Jenssen le entregó unas fundas de plástico verde para los zapatos y una bata. Mientras se la ponía, Henry se dio cuenta de que el agente lo observaba. Seguramente pensaba que al ver el cadáver confesaría, pero Henry no tenía intención de ponérselo tan fácil.

—¿Qué le ha pasado en la muñeca?

«Una pregunta dilatoria», se dijo Henry. Jenssen había reparado en la herida mucho antes, pero lo preguntó fingiendo sorpresa. «Forma parte de la táctica —pensó Henry—, lo tendré en cuenta».

—Un mordisco.

Henry entró detrás de Jenssen en el hades de la sala de autopsias. El olor a carne en descomposición le llenó la nariz. En la pared había un cartel en el que podía leerse: ESTE ES EL LUGAR DONDE LA MUERTE ACUDE EN AUXILIO DE LA VIDA. Jenssen le puso a Henry una mano en el hombro.

—¿Puedo darle un consejo?

—Desde luego.

—Respire por la nariz y antes de que se dé cuenta ya habremos terminado.

No hacen falta demasiados conocimientos previos para saber a qué huele la muerte. No hay ningún otro olor que se le parezca. Al entrar en una sala de autopsias, uno tiene una intuición desagradable que se le clava en la conciencia.

Los cadáveres bonitos no existen. Lo primero que Henry vio fueron los pies: los dedos estaban negros y muy hinchados. El cuerpo formaba una silueta sorprendentemente voluminosa, colocada en la más alejada de cuatro mesas de acero inoxidable, debajo de una luz vertical. Le habían abierto ya el pecho y tenía la cabeza apoyada en una base de plástico, pero algo oscuro le cubría el rostro. Junto a la mesa había una mujer de unos cincuenta años, con el pelo corto y una bata manchada; dejó algo blando en una bandeja de acero, algo que no queremos saber qué es. La doctora forense se había imbuido de la sobriedad de la sala, sin duda para acudir en auxilio de la muerte. A unos pasos de distancia de la mesa de disección, Jenssen se detuvo de nuevo y le hizo un gesto a Henry.

—Aguarde un momento, por favor.

Entonces el policía se adelantó apresuradamente y habló en voz baja con la patóloga. Henry vio cómo esta le dirigía una mirada fugaz, asentía con la cabeza, cogía un paño verde y cubría con él el pecho abierto del cadáver. En aquel momento, Henry vio la mano hinchada que asomaba por debajo de la tela. La piel negra y reseca de los dedos había estallado y pendía en colgajos sueltos que dejaban parte de los huesos a la vista. A la mano le faltaba el dedo anular.

Jenssen regresó y se colocó entre Henry y el cadáver. Se había puesto visiblemente pálido.

—Tendrá que disculparme, al parecer nadie de aquí estaba al corriente de que usted iba a venir. Como puede ver, ya han empezado a diseccionar el cuerpo, y la cara… —Jenssen no supo cómo terminar la frase—. Creo que es mejor que no la vea.

—Quiero ver a mi mujer. Por favor.

Jenssen se hizo a un lado y Henry se acercó a la mesa de autopsias. La patóloga metió algo que parecía una espátula debajo del torso. El cráneo estaba serrado y el cerebro reposaba en una bandeja. Le habían bajado la piel de la cara, como a un animal despellejado. El dedo anular estaba en otra bandejita, junto al cerebro, y en él brillaba un anillo de oro. La patóloga cogió el pelo de color verde cobrizo del cadáver con los guantes de látex y, con un gesto carente de sentimentalismo, volvió a colocar la cara sobre el cráneo.

—Su mujer se ha ahogado —explicó la patóloga.

«¿Mi mujer?», pensó Henry. La cara del cadáver parecía una pizza cuatro estaciones como las que sirven en el italiano de la esquina, con ingredientes de temporada. La lengua, negra y pastosa, asomaba por la boca, los ojos se habían convertido en dos aceitunas secas, la nariz había adoptado un aspecto de alcachofa con dos agujeros negros. No se parecía en nada a Martha. Sus rasgos no eran reconocibles ni de lejos. Aquel rostro putrefacto y deshumanizado y aquel cuerpo hinchado pertenecían a otra mujer.

Aunque ya estaba completamente convencido, Henry estudió el dedo reventado con el anillo de la bandejita. El anillo era ancho y mucho menos bonito que el que Henry le había puesto a Martha en el registro civil. No hacía falta ninguna prueba de ADN: no era ella.

Henry se volvió y negó con la cabeza.

—Esta no es mi mujer.

Jenssen asintió con gesto de aprobación, como si Henry acabara de identificar a su mujer.

—Sí. Ya no parece su mujer, pero lo es.

«Por el amor de Dios —pensó Henry—. Por una vez que digo la verdad y nadie me cree».

—¿Qué llevaba puesto? —preguntó, consciente de que podía estar cometiendo un grave error.

—Iba totalmente vestida.

—Pero, entonces, ¿cómo va a ser mi mujer? Encontré toda su ropa en la playa. Mi mujer es mucho más delgada, y esta señora… —Henry señaló el cadáver— es enorme. Además, el anillo de ese dedo no es la alianza de Martha.

Jenssen echó un vistazo a su carpeta.

—Aquí no se menciona ningún anillo.

Jenssen hojeó su documentación, como si aquel detalle ausente fuera a materializarse por arte de magia, y se volvió hacia la patóloga.

—El anillo había quedado enterrado bajo la epidermis —comentó la mujer con frialdad.

Henry levantó la mano y mostró su alianza.

—Me encargué yo de elegirlos en su día; son idénticos, y mucho más estrechos. Grabamos nuestros nombres en el interior. O sea que su anillo debería llevar mi nombre.

Henry se quitó el anillo por primera vez desde hacía años, por lo que le dolió un poco, y se lo entregó a Jenssen. Este leyó el nombre de Martha en la leyenda interior, se acercó a la mesa y se inclinó sobre el nombre de la bandeja.

La patóloga cogió unas tenazas y separó el anillo del tejido óseo con un sonido que no resultó nada agradable. Lo limpió debajo del grifo y se lo entregó a Jenssen. Para ver la parte interior, Jenssen tuvo que acercarse mucho el anillo al ojo: no olía nada bien y tampoco tenía ninguna inscripción. El policía se ruborizó por el bochorno y el enfado que le provocaban la precipitación y la poca profesionalidad de su llamada.

—Maldita sea… —murmuró—. Lo lamento mucho.

—Al contrario —respondió Henry, que decidió aprovechar la ocasión para recompensar el buen corazón del criminalista. Al fin y al cabo, todos podemos equivocarnos—. ¿Sabe qué, Jenssen? —agregó, y le puso una mano en el hombro—. Hoy me ha convencido de que mi mujer sigue viva, y se lo agradezco. ¿Le apetece un café?

Todo volvía a estar como al principio. Nadie sospechaba de él, nadie quería arrestarlo, no iba a necesitar ni el cepillo de dientes ni el libro, e iba a regresar a su casa como un hombre libre. La luz artificial del techo de la sala de autopsias iluminaba el cuerpo diseccionado de la mujer como un rayo de sol que se filtrara entre las nubes tras una tormenta. De pronto, Henry sintió una profunda compasión por la fallecida. ¿Por qué había acabado la pobre en el agua? ¿Estaría cansada de vivir? ¿Tendría una enfermedad terminal? ¿Habría dejado hijos? ¿Quién la estaría esperando en vano?

Más tarde se descubriría que la muerta era una funcionaria prejubilada que se había caído de un puente mientras intentaba fotografiar una gaviota.

Henry invitó a Jenssen a un café de la máquina del pasillo. Pasaron un rato en silencio, uno junto al otro, absortos en sus pensamientos, sorbiendo de sus vasos de plástico.

—Hay personas que desaparecen —dijo Jenssen después de mucho rato. Dio un trago y arrugó el vaso con la mano—. Pero algunas vuelven.

Henry se sobresaltó.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Hace poco regresó un tipo que llevaba catorce años desaparecido, porque sus hijos le hacían la vida imposible, según dijo.

Jenssen se rio, pero Henry se mantuvo muy serio. Al que sabe lo duro que es desaparecer, esas cosas no le hacen ninguna gracia.

—Lo habían declarado muerto hacía diez años, su mujer se había casado con el vecino, y, de pronto, el pendenciero aparece y reclama que le devuelvan el seguro de vida. Y el tipo va y denuncia a su mujer, ¿usted lo entiende?

Henry lo comprendía perfectamente, pero no dijo nada. Entonces el agente sacó un papel de su carpeta y se lo entregó a Henry. Parecía que lo hubieran arrancado de una página de libro, había cuatro palabras visibles de una línea.

—Lo hemos encontrado dentro de la chaqueta de su mujer.

Henry se puso las gafas de lectura que había cogido para cuando lo detuvieran. Alguien había escrito unas palabras con bolígrafo sobre el texto impreso. La punta del bolígrafo había agujereado varias veces el papel, seguramente lo habían escrito sobre una superficie blanda. Era letra de mujer, redondeada y sin aristas.

—Pone: «Si puedo hacer algo», y un número de teléfono —leyó Henry, e hizo un gesto como para devolverle el papel a Jenssen—. No es la letra de Martha.

—Ya hemos llamado. El número corresponde a una tal Sonja Reens.

Henry vio a la joven con la parka de Martha, helada, frente al mar.

—Es la hija de nuestra alcaldesa, Elenor Reens. La conocí en la playa, cuando estaba buscando a mi mujer.

—Así es. Me pidió que lo saludara y preguntó cómo le va.

—¿Y cómo me va? —preguntó Henry.

—No me lo quiero ni imaginar —respondió Jenssen, y señaló el papel que Henry tenía en la mano—. ¿Le suena la página del libro?

Henry leyó en voz alta las palabras impresas:

—«Siempre solo que nunca».

No tenía ni puñetera idea de qué podía significar.

—¿No le dice nada?

Jenssen le dirigió una mirada triunfal, como si acabara de aterrizar en el planeta de los simios. Una voz interior le dijo a Henry que la frase tenía que sonarle, de modo que decidió (como tantas veces) tirar de heurística y aventurar una conjetura. Por lo general, la gente no aprovecha lo suficiente su capacidad latente de formular suposiciones. Junto con la razón y la conciencia, los seres humanos tenemos a nuestra disposición un ejército de neuronas anónimas. Las cargas eléctricas activan recuerdos, desvelan conocimientos enterrados y provocan visiones fruto del instinto. Uno no tiene más que confiar en ellas.

—Es mía. La frase es mía.

Jenssen se mostró sorprendido y decepcionado a partes iguales.

—Bingo —dijo elogiosamente—. Yo también la reconocí de inmediato y la busqué. Página ciento dos, parte inferior; solo faltan las palabras «Mejor estar», al principio. «Mejor estar siempre solo que nunca». Es de su novela El peso de la culpa, señor Hayden. En mi opinión, su mejor libro.

—Y eso —murmuró Henry satisfecho— demuestra la importancia de los lectores atentos.