XI

Decidió ir a echar un vistazo. Al llegar al poste kilométrico número ocho giró hacia los acantilados en lugar de seguir hacia su casa, lo que habría sido mucho más sensato, pues incluso los aficionados saben que los asesinos suelen volver al lugar del crimen, y que es entonces cuando los detienen. Lo hacen por sentimentalismo, o porque, como todo el mundo, sienten curiosidad por saber; algunos lo hacen por vanidad y otros por arrepentimiento, siguiendo la voz de su conciencia. Y, por último, los hay que vuelven porque les cuesta creer que fueron capaces de hacer lo que hicieron. Henry, por su parte, y tras la visita al Instituto Médico Forense, se había convencido de que la policía creía en la teoría del accidente. Así pues, no había ningún motivo para no ir a comprobar dónde estaba su mujer y cómo le iba. Henry creía que era justamente lo que Martha habría esperado de él.

Ya de lejos vio las luces intermitentes de emergencia. Mientras avanzaba con lentitud por la curva del accidente, donde aquel pobre imbécil se había estampado contra los bloques de hormigón, se cruzó con la grúa que se llevaba el coche al desguace. El vehículo había quedado totalmente aplastado, parecía un milagro que hubiera logrado salir de ahí dentro con vida. En aquel momento, Henry recordó que, justo antes de que el coche chocara, sus miradas se habían cruzado. En lugar de fijarse en la carretera, el conductor lo había mirado a él casi con sorpresa, como si lo hubiera reconocido. «Pero, bueno, muchas personas me reconocen por la calle —pensó Henry—, y, ya que estamos, el muy suertudo se ha salvado porque yo le he ayudado».

En la pista forestal, Henry aparcó donde siempre y se acercó silbando al acantilado por el caminito de losas de hormigón perforadas. Unas nubecitas blancas, solitarias, atravesaban el cielo, y en el ambiente cálido flotaba el aroma de las agujas de los abetos. «La gente debería salir a pasear más a menudo —pensó Henry—; con lo sano que es».

En el acantilado, en el punto exacto donde se había detenido el Subaru, había una caravana. A juzgar por la matrícula, los campistas eran una familia inglesa con niños, y habían producido una cantidad impresionante de basura, repartida por toda la hierba. Un festival para los forenses. Toda la zona estaba llena de saliva y sudor, por no hablar de excrementos, pelo, restos de piel y a saber qué más. «Que Dios bendiga a esta familia», exclamó eufórico Henry para sus adentros; incluso el mejor forense del mundo tenía trabajo ahí para mil años.

Se escondió detrás de un matorral y espió embelesado a la mujer desnuda que, ataviada solo con unos zuecos de madera, tendía la colada en una cuerda colocada entre dos árboles. Aquella Venus del Neolítico tardío debía de ser la madre. Sus pechos blancos, de pezones definidos, colgaban pesados pero armoniosos, y era evidente que los tres niños que se lanzaban piñas cerca de la caravana habían hecho que se le ensanchara la cintura considerablemente. La mirada experta de Henry se fijó en la cicatriz de una cesárea que se extendía horizontalmente justo encima del pubis, muy bien cicatrizada y en absoluto desagradable a la vista.

El cabeza de familia leía el periódico sentado en una silla de aluminio, desnudo también, con un sombrero de paja y las piernas cruzadas y cubiertas de varices. ¿Y qué hacía? ¡Fumarse un cigarrillo! No con prisas, como Betty, sino saboreando cada una de aquellas caladas que le acortaban la vida. El distinguido británico apagó la colilla en la pata de la silla, con cuidado, la tiró al suelo e inmediatamente se encendió el siguiente. Henry le habría regalado un camión lleno de cigarrillos. Sus educados hijitos recogían piñas y las lanzaban incansablemente, riendo y gritando que daba gloria verlos. A Henry le dieron ganas de ir a jugar con ellos. ¡La de tiempo que hacía que él no jugaba con aquella despreocupación! ¡Lo había hecho tan pocas veces! Sí, había que ir de vacaciones con los niños más a menudo, ¡se lo pasaban tan bien!

Si había quedado alguna marca de los neumáticos del Subaru, las gruesas ruedas de la caravana las habían cubierto todas. Fabuloso. Henry se dijo que regresaría en cuanto pudiera: le habría encantado pasar tranquilamente entre sus amigos nudistas e ir a visitar a Martha, pero más vale no tentar al diablo, ni siquiera cuando está de buen humor.

* * *

Unas moscas negras y gordas iban de aquí para allá sobre las ventanillas del Maserati. El sol había calentado el interior del coche, y cuando Henry abrió la puerta se levantó un torbellino de moscas apestoso. El mal olor provenía de la cartera del asiento trasero, que había estado cociéndose en un charco de sangre de color marrón. Las moscas incluso habían tenido tiempo de poner dos racimos simétricos de huevos blancos.

Agarró la cartera por el asa, con gesto de asco, y tiró de ella, pero estaba pegada al asiento. El asa había adquirido un tono oscuro a causa del sudor. Henry echó un vistazo de preocupación al cuajo marrón rojizo que había quedado en la napa, la mejor piel de becerro trabajada a mano. El seguro ya se ocuparía de ello. De la cartera sobresalían unas hojas amarillentas. Henry iba ya a arrojarla a un zarzal cuando en una de las páginas vio unas palabras marcadas con bolígrafo. Era su boletín de notas de tercer curso. Y lo que estaba marcado con bolígrafo era su nombre.

En la parte inferior de la hoja había varias firmas ilegibles. El tercer curso había sido un año particularmente difícil, que no le apetecía recordar. Las notas iban todas de deficiente a insuficiente, con la única excepción de Educación Física. En el apartado de comentarios, entre otras cosas, ponía: «Henry no supera el curso. Molesta en clase, copia de sus compañeros, y su rendimiento y obediencia dejan mucho que desear». Signo de exclamación. Lo de «copia de sus compañeros» estaba enmarcado en rojo y llevaba un signo de exclamación extra en el margen.

Cuidadosamente ordenados por fecha, Henry encontró una copia de su partida de nacimiento, diplomas, documentos legales sobre sus padres, expedientes de traslado a varios internados, dictámenes psicológicos, artículos de prensa sobre Henry Hayden y sus novelas, e incluso una copia de su acta de matrimonio; todo lleno de garabatos de colores. Henry reprimió el impuso de quemar la cartera allí mismo. La lanzó al asiento de atrás, bajó todas las ventanillas y al cabo de unos minutos volvió a pasar a una velocidad discreta por la curva de marras. Había varios bomberos recogiendo los últimos restos del coche. Así pues, el tipo lo había estado siguiendo. Tendría que haber hecho caso de su instinto y dejar que reventara.

La fe en la bondad humana es un prejuicio difícil de refutar. «¿No es mucho más razonable creer en la maldad humana?, ¿acaso esta no resulta mucho más evidente?», se preguntaba Henry mientras atravesaba la alameda, de camino a su finca. En su caso, por ejemplo, las esporádicas muestras de bondad, como salvar a un hombre de un accidente de coche o estrangular por piedad a un corzo moribundo en el monte, no eran más que breves interrupciones de su maldad. Henry era un asesino, un mentiroso y un estafador. Que a uno no le preguntaran nunca quién era realmente suponía el triunfo absoluto de la hipocresía. Millones de lectores devoraban sus libros, había muchísimas mujeres que lo deseaban, e incluso Martha, que sabía mejor que nadie que no valía para nada, no había dejado nunca de quererlo. «¿Se puede, se debe querer a un monstruo?», se preguntaba Henry. Pero si cree en la bondad humana, uno tiene incluso que quererlo. Inevitablemente, y ahí terminaba su asociación de ideas, la fe en la bondad humana obtiene siempre un castigo. Porque el simple hecho de creer en ello exige un castigo.

Aquella misma mañana había salido hacia el Instituto Médico Forense preparado para pasar el resto de su vida en la cárcel por el asesinato de su mujer. Por el camino, como si tal cosa, le había salvado la vida a un completo desconocido, al que había ayudado sin pensar en las consecuencias. Casi había llegado tarde a su propia detención. Ahora bien, ¿compensaba eso en medida alguna el asesinato de su mujer? ¿Serviría para que le rebajaran la pena que lo aguardaba? No, desde luego que no. Una buena obra no compensa una mala, pero es que uno tampoco obra bien pensando en eso, ¿verdad?

Apenas había pasado unas horas fuera de casa pero, sin embargo, Henry se sentía como si acabara de regresar de un largo viaje. Algo había cambiado. Poncho no salió ladrando a recibirlo, como de costumbre. Entonces vio a Sonja Reens, la hija de la alcaldesa, sentada en la antigua piedra de molino del jardín, con el perro a sus pies, en tensión, observándola. Parecía como si lo hubiera hipnotizado. Henry lo llamó pero el animal ni siquiera volvió la cabeza y se quedó mirando fijamente a la mujer. Ella vestía vaqueros azules, sandalias y una camiseta blanca y ajustada. La piel morena de sus brazos brillaba y la camiseta dejaba una estrecha franja de vientre a la vista. Alzó una mano y el perro se tumbó en el suelo; acto seguido la bajó y alzó la palma, y el perro volvió a levantarse, como si lo moviera con hilos.

Henry cerró el seguro del coche y volvió a abrirlo. Normalmente, aquel sonido despertaba en Poncho el reflejo de ir de paseo, y el animal salía corriendo hacia el vehículo, pero en esa ocasión ni siquiera levantó una oreja. En todos aquellos años no había sido capaz de enseñarle a su perro a hacer nada que no fuera lo que le placía en cada momento.

Entonces la mujer dio una palmada y Poncho despertó de su estado hipnótico y, menando la cola, se comió la galletita de recompensa que ella le ofreció. Henry levantó el dedo índice con gesto de reproche:

Poncho, habíamos quedado que estas cosas solo las harías conmigo —dijo, y miró a la joven con expresión de asombro—. ¿Cómo lo ha conseguido?

Ella le devolvió una mirada llena de orgullo profesional.

—Es muy fácil. A los perros les encanta aprender. Si uno los desafía, son muy agradecidos. Poncho es un buen nombre, le pega mucho. Es un perro muy listo.

—Me alegro. Hasta hoy habría jurado que era un zoquete.

Henry se fijó en que junto a la piedra de molino había una cesta de mimbre cubierta con un mantel a cuadros. Ella siguió su mirada.

—He pensado que a lo mejor necesitaba compañía, señor Hayden. Mi madre, Elenor, le ha preparado un pastel de ruibarbo.

—¿Para mí?

Henry habría preferido que lo torturaran. El ruibarbo le había parecido siempre una verdura de lo más amarga. Alguna gente la utilizaba para elaborar una gelatina asquerosa con la que luego les hacían la vida imposible a niños indefensos en los comedores escolares. Su experiencia a lo largo de su odisea por varios internados e instituciones disciplinarias había sido siempre la misma: cada falta tenía su castigo y, como recompensa, compota de ruibarbo. Pero no era momento para resentimientos.

Sonja se levantó de la piedra de molino con un brinco no carente de cierto bamboleo, se agachó para recoger la cesta, la alzó y la hizo oscilar de un lado a otro. Fascinado, Henry vio cómo su propia sombra se acercaba a la de ella.

—¿O acaso lo decía en serio, eso de «mejor estar siempre solo que nunca»? —preguntó ella con una sonrisa.

Henry se acordó inmediatamente del trozo de papel que Jenssen le había enseñado en el Instituto Médico Forense. «Hay días en los que me vuelve todo», pensó.

—No, eso no es mío. Lo escribió mi mujer.

Ella soltó una carcajada luminosa y carente de compasión. No le creía. ¿Cómo iba a creerlo, si decía la verdad? Henry vio que sus sombras ya se estaban abrazando.

—Me tendrá que perdonar, señor Hayden…

—Llámame Henry.

Ella se ruborizó.

—Henry. Siento lo de la página de la novela: quería escribir una nota y solo tenía tu libro a mano. Era de mi madre, por cierto. Es una gran admiradora tuya.

«Bendito el que tiene una madre», pensó él.

Sin darse ni cuenta, Sonja volvió a tratarlo de usted:

—¿Tiene nata montada?

—Sí, ¿por qué?

—Porque con nata montada todo sabe mejor.

—Eso mismo estaba pensando yo —contestó Henry, y sabe el cielo que lo decía sinceramente.

Lo último que necesitaba en aquellos momentos era una complicación. La novela no estaba terminada y la cuestión de quién escribiría el final no tenía ni mucho menos respuesta. Al niño que había en el vientre de Betty ya habían empezado a crecerle dedos, en el desván de su casa vivía un diablo de la conciencia reencarnado en comadreja, y un husmeador desconocido se dedicaba a recopilar a escondidas pistas sobre su pasado para destapar su gran secreto. No le resultaría nada fácil encontrar soluciones para todos esos problemas y reinstaurar el orden; aquel no era el momento para experimentos pasionales. Hay fases de la vida en las que uno debe guiarse por sus principios, no por sus impulsos.

Pero Sonja tenía algo magnético; todo en aquella joven le resultaba atractivo. Mientras Henry preparaba té, sus miradas se cruzaron en el reflejo de la ventana abierta de la cocina. Algo más tarde estaban sentados en su estudio, y ella le hablaba de la carrera de Veterinaria y de cómo le gustaría abrir un consultorio en el campo, mientras él chupaba su pipa fría y pensaba que ojalá fuera su clítoris. No habría habido nada más sencillo que ponerle un consultorio. Sus pensamientos lujuriosos se encaramaron hasta unas alturas donde las palabras ya no crecen. Cada vez que ella se inclinaba hacia delante para esparcir nata montada sobre el pastel de ruibarbo, Henry notaba cómo unas glándulas hasta entonces inactivas descargaban hormonas en su sangre. Sin duda, todo sabe mejor con nata montada, y el riesgo es más erótico que el sentido común.

Un cuarto de hora más tarde, Henry habría comido pastel de ruibarbo con clavos oxidados solo para complacerla. Ella hablaba del aislamiento de la vida en el campo, él, de la inspiración, ella de su debilidad por las máquinas agrícolas. Justo cuando Henry estaba a punto de confesarle que había comprado un tractor John Deere para abrir el viejo pozo de detrás de la capilla, sonó el teléfono. El maldito teléfono. El invento más pérfido desde la granada de mano.

Era Betty. Sonja interpretó su mirada silenciosa y salió inmediatamente de la sala. Sus delicadas zapatillas quedaron junto al sofá, formando una uve. «Si eso no es una señal…», se dijo Henry. La reacción espontánea de la joven señalaba que su breve relación tenía ya tendencia a la conspiración. Una persona emocionalmente indiferente se habría quedado sentada. Ya solo les quedaba superar las convenciones provincianas, pasar el duelo, alejar a todas las personas molestas y, al fin, esperar a la partida de defunción de Martha. Henry contó mentalmente hasta cinco antes de descolgar el teléfono.

La voz de Betty sonaba más grave y tensa que de costumbre cuando dijo:

—Estoy aquí.

Henry giró sobre sí mismo, como si lo hubieran marcado con un hierro candente, y miró por la ventana panorámica.

—¿Dónde, exactamente?

—Estoy aquí, Henry, a tu lado. Quiero que lo sepas. Te quiero, quiero estar contigo y con nuestro hijo.

Sí, nuestro hijo, nuestro hijo y blablablá. Henry dejó de escuchar. Si aún conservaba algún sentimiento hacia Betty, la fuerza bruta de lo desconocido acababa de pulverizarlo. Henry notó que ya no sentía nada. Por Betty, claro está. Aquel habría sido el momento ideal para hablarle con franqueza, para alcanzar un acuerdo económico, prometerle que velaría por el futuro de su hijo, y separarse de ella afablemente y en armonía. Pero un hombre nunca es tan cobarde, ni cuenta unas mentiras tan miserables como cuando acaban de pescarlo in fraganti y con los pantalones bajados, ¿no es cierto, caballeros?

—Tengo que verte —le dijo él.

—Y yo que pensaba que ya no querías verme más.

Cuánta razón tenía. No quería verla más. Había llegado la hora de contarle lo que había sucedido de verdad en el acantilado.