XXI
La zona de bajas presiones se encontraba situada en el Atlántico Norte, al oeste de las islas Feroe. Un fenómeno inhabitual en aquella época del año provocaba un ascenso de columnas de aire caliente y un descenso de la presión atmosférica, que succionaba masas de aire frío. Al principio empezaba a soplar el viento y a continuación se elevaban millones de toneladas de pequeñas gotas de agua, que se convertían en cristales de hielo y rotaban en el sentido de las agujas del reloj. La zona de bajas presiones se desplazaba hacia el este a una velocidad creciente. Al cabo de una hora, el servicio meteorológico marítimo emitió la primera advertencia de temporales en las emisoras de radio de la costa escocesa.
Henry estaba en el jardín de su finca, bajo una rama del cerezo, y apuntaba hacia la puerta abierta del granero con el objetivo de 85 milímetros de su Canon. Se apartó un mosquito de la cara y esperó. La silueta del interior del granero no hacía nada. No se movía, parecía estar clavada encima de su propia sombra. El cuerpo no era transparente, reflejaba fragmentos de luz. Y seguía faltándole la mitad de la cara. Henry pulsó varias veces el disparador. Tal como esperaba, en la pantalla de la cámara apareció la puerta del granero, pero no la silueta.
Ya de antemano, Henry sabía que ni siquiera las cámaras digitales más modernas eran capaces de captar las ilusiones ópticas, básicamente por eso, porque eran ilusiones. Pero las ilusiones también se pueden eliminar. Hacía poco había leído en una revista forense que los amputados que sufren los dolores provocados por un miembro fantasma experimentan cierto alivio si se les implanta una prótesis. El cerebro acepta la extremidad artificial y anula las señales de dolor. Al parecer, pues, este también se conforma con soluciones improvisadas.
Siguiendo una simple asociación de ideas, Henry había decidido fotografiar su alucinación para luego dejarse convencer de su no existencia mediante la imagen. «Si mi cerebro comprende lo que yo ya sé —pensó—, a lo mejor las alucinaciones se van».
Poncho dormitaba en la sombra, como un guardabarreras mexicano. De vez en cuando abría un ojo, por si pasaba algo, pero pronto volvía a cerrarlo. En su mundo no existían ni las soluciones improvisadas ni las proyecciones, sino tan solo cosas agradables y desagradables. Henry colocó la cámara en el trípode, programó el temporizador y esperó de espaldas al granero hasta que oyó cómo se abría y se cerraba el objetivo.
Obradin oyó la advertencia de temporal por la radio, a bordo de la Drina, justo en el momento de poner el nuevo motor diésel en marcha. El barómetro indicaba que se había producido un ascenso de tres hectopascales en la presión atmosférica durante la última hora, y eso significaba que el cambio de tiempo era inminente. El temporal, procedente del mar del Norte y acompañado de vientos huracanados, avanzaba en dirección al sur, y el frente frío había cruzado ya las islas Shetland. Se había suspendido el tráfico de embarcaciones con origen y destino en Stavanger. Durante la siguiente noche, el temporal llegaría a la costa con toda su intensidad. El motor diésel arrancó, soltó una nube de hollín y empezó a funcionar con regularidad. Obradin echó un vistazo al indicador de presión del aceite y apoyó una mano en el costado de la barca. El motor Volvo apenas hacía vibrar la madera. A Obradin le parecía un aparato excelente, desde luego, pero sabía con certeza que a su mujer no le había tocado la lotería.
En ese preciso instante, Jenssen ataba una cuerda de nailon en un bolardo de hormigón y pasaba una pierna con cuidado por encima del borde pavimentado de la carretera. Encontró un saliente de roca que le permitió descender hasta la grieta donde reposaba el objeto marrón que le había parecido ver desde la carretera. Se tendió en el suelo y escrutó la cavidad oscura. En la superficie reluciente, como de cuero, del objeto se distinguía una hebilla, seguramente de latón oxidado, y un asa. Con gesto triunfal, Jenssen metió el brazo musculoso en la grieta, pero la punta de los dedos le quedaba a un palmo del asa. Se incorporó, se quitó un zapato y el calcetín, e intentó agarrar la cartera con el pie, pero tampoco lo logró, pues tenía la pantorrilla demasiado gruesa para la grieta. De arriba le llegó el sonido de un coche que tomaba la curva donde Fasch había sufrido el accidente. Jenssen soltó una maldición y buscó el calcetín. La escasa vegetación de alrededor de la grieta no ofrecía ayuda alguna, pero a unos cinco metros de distancia, hacia un lado, había un arbusto reseco, cuyas finas ramas parecían tener la longitud perfecta. Jenssen se ató la cuerda a la cintura, tiró para comprobar que aguantara y se desplazó horizontalmente por el muro de piedra.
El teléfono de Henry sonó. La voz de Honor Eisendraht estaba ronca de excitación.
—¡Hemos encontrado su novela, señor Hayden, la hemos encontrado!
Henry dejó la Canon en el suelo.
—¿Dónde?
—En un USB, en el despacho de Betty. ¡Imagínese! La Policía Criminal ha retirado el precinto esta mañana. Estaba dentro de un cuenco de cristal, sobre la mesa de escritorio. Betty digitalizó todo su manuscrito, página por página. Estamos todos locos de alegría, Henry, sobre todo Moreany. Va a venir expresamente a la editorial. Tinieblas blancas es el título, ¿verdad?
Henry se mordió el labio y se masajeó el lóbulo de la oreja.
—Provisionalmente, sí. Me ha salvado la vida, Honor —dijo, con alegría fingida—, es una noticia fantástica.
Henry miró hacia el granero por encima del hombro. La visión había desaparecido.
—Me alegro muchísimo por usted, Henry. Si le parece bien, lo imprimiré ahora mismo.
—¡No! —exclamó Henry—. Espere a que yo llegue —añadió mientras pensaba—. Pasaré por la editorial esta tarde, en cuanto se hayan marchado mis visitas.
Honor hizo una breve pausa.
—¿Está seguro de que quiere viajar con el temporal, Henry?
—¿Qué temporal?
* * *
La cartera se movió. Jenssen tiró con cuidado de la rama, cuyo extremo curvo había logrado introducir en la hebilla de latón. El sudor le escocía en los ojos. Un lagarto rarísimo trepó por la roca, sin llamar la atención de Jenssen. Y la rama se partió en dos.
—Fuck! —gritó Jenssen como un energúmeno—. Fuck, fuck, fuck!
El policía arrojó el trozo de rama roto dentro de la grieta y pegó un puñetazo en la roca. Había pasado un cuarto de hora dándole vueltas a aquel trozo de madera para arrancarlo de la raigambre del arbusto. Aunque llevaba tiempo muerta, la rama se había defendido con todas sus fibras resecas…, para partirse en el momento más inoportuno, como si fuera de algodón de azúcar.
Jenssen se quitó la camisa y notó sobre la piel el aire frío procedente del mar. En el horizonte crecían montañas de nubes. Se pegó de nuevo a la roca arenosa, volvió a introducir la mano en la grieta, espiró para ganar un centímetro, cogió la cartera por el asa y la sacó. Era un bolso de mujer de cuero de imitación. El contenido estaba completamente podrido, y de dentro cayeron un puñado de insectos que el viento convirtió en polvo.
Henry le quitó el tapón de rosca a la garrafa y echó medio litro de gasolina de 98 octanos por encima de la cartera con los documentos de Gisbert Fasch. A continuación cerró el recipiente y lo dejó a un lado. Encendió una cerilla, pero el viento la apagó. Repitió la operación tres veces más, hasta que, al final, la cartera prendió con una sorda deflagración que levantó una densa nube negra. Henry se quedó mirando cómo el cuero se oscurecía, mientras el viento hacía oscilar las llamas. El perro había despertado de su sueño de guardabarreras y correteaba de aquí para allá, ladrándole al viento.
Ahora las zarzas se inclinaban hasta el suelo y las nubes pasaban veloces por encima del tejado. Henry se fijó en que las ventanas del desván estaban abiertas: el temporal terminaría la tarea de destrucción que él mismo había iniciado. «¿Adivinas cómo termina?», decía el último mensaje que le había dejado Martha. Una advertencia y, en rigor, también una premonición de que, de un modo u otro, todo lo que empieza tiene que terminar.
* * *
Desde la devastadora marea viva que había tenido lugar un mes de enero de hacía quince años, el plan de protección contra catástrofes naturales había mejorado muchísimo. En su día, el huracán, que había sorprendido a un pueblo aletargado e indefenso, levantó las barcas de los pescadores, las arremolinó y apiló formando montañas grotescas. Derribó numerosos edificios históricos del puerto y arrancó los castaños del Ayuntamiento como si fueran dientes de león. Las aguas que el huracán arrastró con él inundaron el pueblo, destrozaron las calles y se llevaron las lápidas del pequeño cementerio.
Cuando Henry llegó al pueblo, los comercios de la calle principal estaban terminando de cubrir los escaparates con maderos. Dos horas antes de la puesta de sol ya estaba oscuro. La lluvia intensa iba acompañada por rachas de viento de fuerza siete y hasta ocho, que obligaba a los hombres de los camiones, que se encargaban de amontonar sacos de arena en las entradas de las viviendas, a agarrarse como podían. Henry se detuvo ante la barrera que impedía el paso por la calle, donde estaba la alcaldesa Elenor Reens, vestida con uniforme de bombera voluntaria. Henry bajó un poco la ventanilla y la lluvia le cayó sobre la cara.
—¿Necesitan ayuda?
—Toda la que podamos conseguir —respondió Elenor, señalando calle abajo—. Échele una mano a la mujer de Obradin a cubrir las ventanas.
—¿Y Sonja?
—Es demasiado joven para usted.
Elenor dio una palmada en el capó del coche y le hizo un gesto para que siguiera adelante.
Helga se afanaba sola con el escaparate de la pescadería. Era muy menuda y tenía los brazos demasiado cortos y débiles para colocar aquellos grandes tablones de madera en la posición correcta. Henry bajó del coche y al instante quedó empapado por la lluvia. Cogió el tablón y apartó la cara del viento.
—¡¿Dónde está Obradin?! —gritó.
Helga se encogió de hombros y le respondió algo a voz en grito, pero él no la oyó. Después de dos intentos fallidos, consiguieron encajar el tablón en el anclaje y Helga lo aseguró con las barras de madera. Finalmente, Henry logró sacar del coche al perro, que no dejaba de ladrar, y meterlo en la pescadería. El animal se acurrucó en un rincón, asustado y encogido como un cachorro. Henry se dio cuenta de que el mostrador estaba limpio y vacío.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Obradin?
—¿Dónde va a estar? ¡Con su amante! —Helga se secó la cara con el dorso de la mano, aunque Henry no habría sabido decir si era por la lluvia o por las lágrimas—. El tarado ha empezado otra vez a beber. Se pasa todo el día en la maldita barca, ajustando el motor nuevo, como si no hubiera nada más en el mundo. Me va a dejar, lo presiento.
La Drina oscilaba en medio de una capa de espuma blanca, el mástil se zarandeaba como un metrónomo sobre el mar, el gallardete del palo mayor y de los costados estaban prendidos, y el motor en marcha. Henry atravesó el muelle corriendo, encorvado para que el viento no lo tirara al agua. La balandra estaba amarrada al poste de madera, alto como una persona, atada tan solo con dos cabos. Entre el costado de la embarcación y el muelle, el agua se elevaba como un géiser. Henry alcanzó un amarre, se agarró con fuerza y, a gatas, atravesó la pasarela de madera y subió a bordo de la vacilante embarcación.
Obradin estaba junto al motor, cubierto de grasa. Había entrado ya mucha agua en la cabina. Henry le dio la vuelta y lo puso boca arriba.
—¡Suelta amarras, amigo mío! ¡Nos marchamos! —balbució Obradin, borracho como una cuba. Llevaba la cara y el pecho cubiertos de trozos de comida, básicamente cebolla y lechuga.
Henry lo ayudó a incorporarse y Obradin soltó un eructo volcánico. Henry le dio un cachete en la cara con el dorso de la mano.
—No seas burro, vuelve a tierra. No le des un disgusto a tu mujer.
—¡Sabrá ella lo que son los disgustos! Dile que regresaré mañana.
En ese momento entró una ola inmensa en la cabina. A Obradin se le volvieron a cerrar los ojos, pero Henry lo sacudió.
—¡No habrá mañana, maldito borracho! ¡Te pillará el huracán y no volverás nunca más!
Henry intentó arrastrar a Obradin, pero este, fornido como era, se lo quitó de encima de un manotazo y Henry chocó de espaldas contra el motor. Entonces, durante un breve instante, Obradin cobró plena conciencia y se dirigió hacia él, con gesto amenazante y el puño apretado.
—¡Estamos en paz, Henry! ¡Has dado y has recibido! Ya no te debo nada.
Entonces se le pusieron los ojos en blanco y cayó de espaldas al suelo, con la cabeza dentro del charco de agua.
Unas últimas palabras de lo más grandilocuentes. Henry se quedó un momento pensando. Estaban en paz. La muerte de Obradin eliminaría el fastidioso riesgo residual, el diablo oculto en los detalles, aquella palabra irreflexiva, aquella insignificancia que uno olvida, el pequeño error que lo echa todo a perder. Obradin se ahogaría y, con él, el factor humano. Nadie encontraría jamás ninguna relación entre él y la desaparición de Betty. Henry solo tenía que bajar de la barca y dejar que el destino hiciera el resto; hasta la fecha no le había fallado nunca. Pero en vez de eso se quitó el cinturón, lo ató al torso de Obradin y lo sacó a rastras de la barca. Bondad esporádica, podríamos llamarlo, algo que el propio Henry creía que iba inevitablemente apareado al castigo y que no era más que una breve interrupción de la maldad.
El huracán sopló durante dos horas. Cada minuto llegaba el parte meteorológico a través de la radio: «Vientos huracanados de hasta ciento veinte kilómetros hora, norte de diez a once, virando a oeste; Skagerrak, oeste doce, virando a noroeste, descendiendo a once…». Un agotado Henry se echó junto a Obradin, que roncaba, en una de las camas de campaña del Ayuntamiento, donde habían montado algo así como un hospital militar de emergencia. Habían reforzado la tapia exterior del edificio con hormigón armado, y puertas y ventanas estaban cubiertas con persianas enrollables de aluminio; habrían podido resistir un ataque de las fuerzas aliadas sin ni siquiera enterarse. De vez en cuando temblaba el suelo, pero por lo demás aquello era más aburrido que la sala de espera de un médico: las mujeres hablaban entre cuchicheos, los hombres murmuraban, los niños lloraban, los perros jadeaban, todo ello aderezado por la monótona voz de la radio: «… Skagerrak, oeste once, virando a noreste, descendiendo a diez…». Habría sido un buen momento para morir, pero él, Henry el Grande, no se moría nunca, eso siempre les pasaba a los demás.
Vestida con su uniforme de bombera, Elenor Reens se dedicaba a repartir café con galletitas. Henry pensó en Sonja y en Poncho. El cansancio le hacía entornar los ojos, y vio la imagen borrosa de Elenor, con su cafetera y su maldita diligencia, su búsqueda de la felicidad y la justicia, y un deseo de comunión que a él le resultaba incomprensible. Notaba los pantalones húmedos y la cara entumecida. Entonces cerró los ojos y entró en la casa de sus padres. Subió lentamente por las escaleras, como su padre en su día, distinguió luz debajo de la puerta entreabierta de la habitación infantil, oyó susurros al otro lado, la abrió y vio el colchón mojado. El pequeño Henry había intentado otra vez esconder las sábanas húmedas. La rabia se apoderó de él detrás de los ojos cerrados, cogió al pequeño y lo sacó a rastras de debajo de la cama. «¿Por qué te escondes de mí? ¿Por qué no estás en el colegio, por qué mojas la cama, dónde coño está tu madre?».