IX
En la historia de Henry había algo que no encajaba. Martha no se había ahogado en la playa. Betty creía que ni siquiera había vuelto a casa desde el acantilado. Lo que era seguro era que el Subaru seguía desaparecido. A saber, a lo mejor se estaba oxidando en el fondo del mar, con Martha al volante. Eso significaría que ella misma estaba envuelta en el asunto. En realidad tenía parte de culpa en la muerte de Martha, no en vano le había robado el marido. ¿O había sido cosa del destino? Si finalmente encontraban el coche, debería enfrentarse a un montón de preguntas desagradables. De momento, Betty decidió concentrarse en el lado positivo del asunto: la muerte de Martha despejaba el camino para una vida con Henry y el bebé.
Recordó que en una ocasión Henry le había dicho que quien quería hacer realidad sus sueños debía vivir también con ellos. En sus labios, parecía como si la felicidad fuera una experiencia traumática, imposible de asimilar por completo. Él ya no tenía sueños, añadía Henry, ya lo había conseguido todo. De su pasado no hablaba nunca, como si fuera algo sucio que había que esconder antes de que llegaran los invitados. Como mucho, se refería a la época en que ella ya lo conocía. Betty tenía la sensación de que Henry elegía su pasado en función de las circunstancias: giraba como un caleidoscopio y así veía algo distinto de sí mismo cada vez.
Moreany le había propuesto matrimonio dentro de su Jaguar, en el aparcamiento del edificio de la editorial. Había confesado abiertamente sus sentimientos por ella y le había dicho que heredaría todos sus bienes cuando él faltara. Betty se había llevado una sorpresa y se había sentido sinceramente conmovida, pero también le habían dado náuseas, y le había pedido tiempo para pensárselo, aunque luego se había arrepentido, pues no había nada que pensar. Se habían despedido en el mismo aparcamiento, con un beso en la mejilla. Moreany se había dirigido hacia el edificio con paso ligero y Betty había abierto la puerta de su coche de alquiler para ir a la policía. Obedeciendo a un viejo hábito, había levantado los ojos hacia la tercera planta. Allí, en la ventana, estaba Honor Eisendraht.
Honor arrancó una hoja del drago y la estrujó entre los dedos. Había presenciado el beso junto al Jaguar, y mientras observaba a Moreany cruzar el aparcamiento con paso liviano le dieron ganas de arrancarse la piel de la cara a tiras. Cuando empezó a trabajar para Moreany también ella era joven y deseable. ¿Por qué?, ¿por qué había pasado todos aquellos años sentada en su silla, trabajando en silencio, esperando a que apareciera una mujer más joven y se lo arrebatara todo? Ya se sabe que nuestros errores más graves son aquellos de los que no somos conscientes.
Moreany entró en la oficina respirando pesadamente: en vez de coger el ascensor debía de haber subido por las escaleras. Honor se preguntó si acaso creía que la muerte haría una excepción con él y le regalaría un día más a cambio de aquel ejercicio ridículo.
—¿Han encontrado a la pobre mujer? —preguntó Honor.
Moreany comprendió enseguida a quién se refería.
—No. Se la ha llevado la corriente, no la encontrarán nunca.
Moreany se metió en su despacho y dejó la puerta abierta, como de costumbre. Honor oyó un crujido de papeles. Se levantó de la silla, se alisó la falda y entró en el despacho de su jefe, que revolvía su escritorio, todavía jadeando.
—¿Cómo estaba el señor Hayden?
—Bien —respondió Moreany—. Sorprendentemente entero.
—¿Puedo hacer algo? ¿Quiere que prepare una nota de prensa?
Moreany interrumpió su búsqueda y apoyó las dos manos encima de la mesa.
—Es una idea magnífica, Honor. Escriba solo que ha muerto, sin dar detalles, y pásemela.
—Le prepararé una valeriana.
—No hace falta, tengo que volver a salir enseguida.
—Ha llamado tres veces un tal señor Fasch.
—¿Quién?
—El hombre dice ser un antiguo compañero de clase del señor Hayden.
Honor Eisendraht esperó junto a la ventana hasta que Moreany subió a su coche y se marchó, y entonces entró en el despacho de su jefe. Después de servirse un whisky doble de su botella de cristal, que estaba encima de la mesita de madera de ébano negra, se sentó a su escritorio. «Vamos a tener que aplazar lo de Venecia», le había dicho Moreany a Betty al conocer la noticia de la muerte de Martha Hayden. «Sí —pensó Honor—, vosotros id a Venecia. Aquello es una laguna morta. Te estaré esperando allí, Betty, maldita zorra, para ahogarte».
Se bebió el vaso y empezó a registrar las estanterías. Quitó un pelo rubio y una enorme mosca muerta del interior del plumier. Buscaba documentos de viaje, billetes de avión o alguna reserva de hotel en Venecia. El cajón central estaba cerrado con llave. Honor la sacó de debajo de la alfombrilla de cuero de la mesa del escritorio y lo abrió. Junto a un puñado de notas y noticias de prensa recortadas, encontró un pastillero vacío y algo de dinero en efectivo. En el fondo del cajón había un sobre amarillo de tamaño A5, sin nada escrito. No estaba cerrado, y Honor lo abrió con la punta de los dedos. De dentro salieron dos tomografías de las vértebras lumbares de Moreany y un diagnóstico histológico de los tumores que cubrían todo el cuerpo vertebral.
Con los resultados en mano, Honor fue hasta la oficina, mezcló la baraja del tarot y descubrió la carta superior. Volvió a salir la Torre. Ya no había ninguna duda al respecto.
Betty denunció el robo de su coche en la comisaría de policía. Mientras rellenaba el formulario para la compañía de seguros ante la mirada escrutadora de un funcionario, notó un dolor en los pechos y le volvieron las náuseas. No lograba recordar cuándo había sido la última vez que había comido. Al cabo de un momento vomitó agua ácida en el urinario masculino, porque el baño de mujeres estaba ocupado. El motivo de aquellas náuseas no era la proposición matrimonial de Moreany, ni tampoco la absurda historia de Henry sobre la muerte de su mujer en la playa, sino el bebé que llevaba en el vientre. No podría seguir ocultándolo mucho más; tenía que hablar urgentemente con Henry y decidir qué iban a hacer.
Salió de la comisaría por la puerta de acero blindado y se apoyó en la pared de ladrillo, iluminada por el sol, que rodeaba el edificio. Sacó mecánicamente un cigarrillo de la cajetilla, lo encendió e inhaló: el humo mentolado sabía fatal. Betty tiró el cigarrillo y el paquete al suelo, y se compró un periódico en un quiosco.
«Muere ahogada la mujer del escritor Henry Hayden», leyó en la parte inferior de la primera página, con letra relativamente pequeña. Dentro había una noticia breve, sin foto. Sacó el teléfono del bolso y llamó a Henry. Sabía que no tenía contestador automático, así que lo dejó sonar. Henry no respondió. Betty esperó un minuto y volvió a intentarlo.
El animal lo había mordido. Henry se limpió la herida con agua y la inspeccionó. Los afilados dientes de la bestia habían llegado hasta el hueso y le habían dejado unos agujeros azulados en la parte inferior de la muñeca. Sonó el teléfono de la cocina, en la planta de abajo, pero Henry lo ignoró y estudió su reflejo en el espejo del baño de Martha.
Tenía la cara negra de polvo y virutas, y el pelo cubierto de telarañas y larvas de insectos momificadas. Parecía Indiana Jones, pero sin el sombrero. Tenía una costra en la oreja izquierda, la camisa hecha trizas, y los brazos, la barriga y las piernas cubiertas de astillas de madera.
Después de derribar la pared de detrás de la cama de Martha a martillazo limpio, se había lanzado a la caza de la comadreja armado con un pequeño arpón. Había sido una decisión completamente absurda, que Sigmund Freud denomina con acierto acción sintomática porque «manifiesta algo que el sujeto no sospecha en sí mismo y que, por lo general, no desea compartir, sino guardarse para sí». En fin, a quién vamos a culpar por ello.
Entre las tejas y la capa de aislamiento térmico quedaba un pequeño espacio vacío. Henry se había colado en el desván a través del agujero de la pared y se había arrastrado por los tablones de madera sin pulir, como un soldado. De vez en cuanto se detenía y aguzaba el oído, antes de avanzar un poco más. Percibía el olor del animal. Al cabo de un rato oyó el sonido de unas garras sobre la madera y tensó la goma elástica del arpón, encendió la linterna frontal y esperó, conteniendo el aliento.
Pero la comadreja también es un cazador. Su vista, su oído y su olfato eran mejores que los de Henry, y además se encontraba en su territorio. Percibió el peligro y decidió no abandonar su escondrijo, protegido por su instinto. Los animales no entienden casi nada pero lo saben todo. Los seres humanos se equivocan porque piensan, van derechos a su propia perdición porque tienen esperanzas. Los animales, en cambio, no tienen esperanzas, no miran hacia el futuro y no dudan de sí mismos. Por eso la comadreja no salía de su escondrijo.
Henry encontró cáscaras de huevo, plumas, huesos y unos excrementos apestosos, todavía blandos y aceitosos. Mientras se arrastraba por aquel laberinto de vigas de roble, notó cómo unas largas astillas se le hundían bajo la piel, pero las ignoró. «Si huele la sangre, mejor —se dijo—. Tal vez así comete un error y se acerca más». Pero el maldito animal no se dejaba ver.
En un momento dado Henry se dio cuenta de que había perdido la orientación. El dormitorio de Martha se encontraba en el lado oeste de la casa, donde el altillo medía al menos treinta metros de largo. Había avanzado ya unos veinte, a rastras. Por alguna grieta sopló una ráfaga de aire y le llenó la nariz de insectos secos. Soltó un estornudo e intentó darse la vuelta en aquel espacio tan estrecho. La maniobra hizo que la linterna se desenroscara accidentalmente, la luz se apagó y la batería se salió del mango de plástico. Al intentar retroceder de espaldas, se le disparó el arpón. Con un golpe seco, la punta metálica se clavó en una viga, junto a su oreja, y penetró medio dedo en la madera de roble. Si le hubiera dado en la cara, se le habría clavado hasta el tallo cerebral. Henry no pudo evitar una carcajada, pues habría sido bastante gracioso que se hubiera arponeado en el altillo de su propia casa; como mínimo, le habría valido una mención en el Premio Darwin. Henry pasó un buen rato tronchándose de risa en el suelo.
La comadreja se le acercó por detrás y le subió por las piernas. Henry notó las garras del animal sobre sus muslos. Tenía un pelaje sedoso y cálido, y trepó por el cuerpo de Henry hasta el brazo. Entonces el animal lo olisqueó y los pelos del bigote le hicieron cosquillas en el hombro. La comadreja estaba allí para evaluar su presa. Henry analizó la situación de forma realista. Si se quedaba allí tendido, la marta devoraría su cadáver y formaría una familia. Decidió pasar a la acción y agarró al bicho por la cola, pero este soltó un chillido y lo mordió. Los afilados dientes se le hincaron en el nervio de la muñeca. Henry dio un respingo, soltó al animal e intentó aplastarlo con el pie, pero se clavó la flecha del arpón en la oreja. En cuanto el dolor empezó a remitir, Henry decidió olvidarse del asunto, cerró los ojos y al cabo de un momento se durmió.
Unos finísimos rayos de luz se filtraban a través de las grietas del techo. Al despertar, Henry olió la fétida secreción que la comadreja le había dejado en los pantalones. ¡Lo había marcado! «Tú aquí no pintas nada —significaba su pestilente firma—. Te has adentrado en mi territorio, pero aquí no puedes ganarme».
Henry empezó a desandar el camino, retrocediendo entre las vigas. Se le clavaron más astillas en la piel. Tardó una eternidad en encontrar el agujero que había abierto en la pared del dormitorio de Martha y regresar a su propio territorio. Poncho meneó la cola, tendido en la cama de Martha. El muy buenazo lo había estado esperando allí. El perro le olisqueó la mano y percibió el olor de la comadreja; Henry notó cómo lo invadía una cálida oleada de agradecimiento y abrazó al perro.
—Amigo mío, querido amigo, sabes que soy un idiota y un inútil total, y aun así sigues a mi lado —le susurró, y acto seguido empezó a arrancarse las astillas de la piel.
En el piso de abajo sonó el teléfono. Henry levantó la mirada y aguzó el oído. El timbre se interrumpió y empezó a sonar de nuevo. Debía de ser Betty. Ya iba siendo hora de contarle lo que realmente había sucedido en el acantilado.
Después de ducharse y de vendarse la muñeca, bajó a la cocina, pero el teléfono ya no sonaba. Henry vio en la pantallita que Betty había llamado varias veces. Mientras reflexionaba sobre si debía devolverle la llamada, Henry abrió una lata de comida para perros de primera calidad para Poncho y se preparó una tostada con pasta de trufa. El teléfono volvió a sonar. Henry vio que no se trataba de Betty y descolgó. El afable Jenssen lo saludó con tono neutro.
—Hemos encontrado a su mujer, señor Hayden.
Su cadáver había aparecido en la costa, cerca de allí, etcétera. La altura, el peso y el color del pelo coincidían. Jenssen le preguntó, comprensivamente, si se veía con fuerzas para ir al Instituto Médico Forense a identificar a la fallecida.
El frío abrazo del miedo dejó a Henry sin aliento. Anotó la dirección, colgó el teléfono delicadamente, como si fuera de porcelana sin cocer, y notó cómo el suelo se abría bajo sus pies. Se apoyó en la isleta de la cocina, mientras esta y toda la casa se precipitaban bajo tierra a través de un pozo invisible. La ingravidez se fue apoderando de él, cada vez más deprisa, y, estupefacto ante el efecto de la levitación, abrió los brazos y se golpeó con fuerza la barbilla contra la encimera.