XVIII

A Jenssen le gustaban las estadísticas y, al igual que la mayoría de sus colegas, estaba al corriente de las estadísticas anuales de criminalidad. Los números pueden ser muy reveladores, sobre todo si uno los compara entre sí. Por ejemplo, en 2009 en Alemania hubo 38.117 mujeres que se hicieron el láser en la cara, en comparación con 42.623 hombres en ese mismo período de tiempo. «¿Qué nos dice esa información?», le gustaba preguntar a Jenssen cuando presentaba ese tipo de datos en la cantina de la comisaría.

En la categoría «muertes y homicidio», los crímenes sangrientos habían disminuido un 2,2 por ciento en comparación con el año anterior. El cupo de casos resueltos era de un 95,9 por ciento, un dato que dice mucho de la labor de las autoridades y muy poco de la percepción del delincuente violento medio. Así pues, deducimos que la mayor parte de los criminales considera aceptable que exista casi un ciento por ciento de probabilidades de que los detengan y reciban un castigo severo. A lo mejor eso se debe a que hablamos tan solo de casi un ciento por ciento, y de que las estadísticas no los afectan directamente a ellos, sino a otros. No olvidemos tampoco que la estadística criminal incluye solo los casos de asesinatos «reconocidos». Los no reconocidos, por no llamarlos perfectos, quedan en el limbo de los datos inexistentes. Por ello, es de esperar que durante los próximos años se registre un porcentaje similar de asesinatos perpetrados y expiados. Y esa certeza es algo así como un mal presentimiento.

Para Jenssen, la muerte de Martha Hayden por ahogo era un caso claro de muerte por accidente, ya que no existía ningún móvil ni indicio que apuntara en otra dirección. La presencia de la bicicleta en la playa lo había convencido, los había convencido a todos. Y, sin embargo, la «muerte durante el baño» no era más que una hipótesis, basada exclusivamente en el hallazgo de la bicicleta por parte ni más ni menos que de su marido. Desde el punto de vista puramente hipotético, la presencia de la bicicleta en la playa no descartaba la posibilidad de que a su propietaria la hubieran abducido unos extraterrestres y que en aquel momento se encontrara a bordo de una nave espacial, pasándoselo bien con alienígenas menores de edad. ¿Por qué no?

En cambio, la desaparición de Betty Hansen, de treinta y cuatro años y editora de la Editorial Moreany, no era ni un accidente ni, desde luego, un suicidio. Un helicóptero de la guardia costera había avistado el coche incendiado sobre las diez de la noche, durante un vuelo nocturno de rutina. A su llegada a las once menos cuarto, los bomberos solo habían podido sofocar los restos plásticos del vehículo, que aún ardían, con espuma, un procedimiento que había destruido valiosas pistas en las inmediaciones del vehículo. Los miembros del cuerpo de bomberos no habían hallado restos humanos.

Una hora después de empezar el turno de mañana, Jenssen llegó a los terrenos de la fábrica de conservas de pescado. Esta llevaba diez años en desuso y parecía una especie de balneario postapocalíptico de la Costa Brava. Le dolían todos los músculos del cuerpo, pues después de tres semanas sin hacer ejercicio había pasado toda la tarde anterior en el gimnasio. Ni mil quinientos miligramos de ibuprofeno le habían bastado para poder andar con normalidad: todavía lo hacía contoneándose de medio lado y blandiendo los brazos como un orangután.

El finísimo polvo de la espuma con la que habían apagado el incendio cubría el contorno del coche como una papilla gris. Los de la brigada de rastreadores se arrastraban por el suelo buscando sangre, pelos, restos de grasa corporal o huesos pulverizados. Jenssen celebró la intuición que, al iniciar su carrera, lo había llevado a renunciar a formar parte de aquella brigada. No es que le pareciera un trabajo poco interesante o absurdo, no: lo fatigoso de aquella tarea era que, por lo general, las pistas eran microscópicas, y un cabello encontrado equivalía a un tronco de árbol. Para Jenssen, aquel rebuscar en el plano nanodimensional carecía de cualquier tipo de sensualidad táctil.

Jenssen caminó hasta el mar y contó cuarenta y dos pasos. Unos viejos raíles avanzaban por un talud de hormigón hasta el agua, donde aún se veían las vagonetas oxidadas que en su día habían servido para trasladar la carga de las balandras a tierra. En la buena época, cuando aún había peces.

Tras una búsqueda infructuosa, volvieron a subir los perros rastreadores a las furgonetas. Un par de agentes con tubos de respiración y mascarillas inspeccionaban las aguas próximas al puerto, a la espera de que a lo largo de la tarde llegaran los buceadores que habían solicitado. Jenssen estaba convencido de que no encontrarían nada. Se sentó en una rueda de camión que los de la brigada de investigación criminal ya habían inspeccionado y, sin que nadie lo viera, empezó a hacer estiramientos para intentar recuperar el control sobre los brazos. Estaba seguro de que no iban a encontrar ni el cadáver, ni rastro del asesino, ni nada que sirviera para aclarar el caso. Una vez más, se sacó el fax arrugado del bolsillo y leyó la transcripción del protocolo de emergencia.

A las 21.16 h, Henry Hayden había llamado al número de emergencias de la policía desde su móvil. En primer lugar había preguntado si la policía tenía constancia de algún accidente de tráfico. A continuación, Hayden había contado que Bettina Hansen, su editora, no había acudido a su cita con el manuscrito original de su última novela. Ella lo había llamado en dos ocasiones, desde el coche, una vez para preguntarle qué camino debía tomar y otra para avisarle de que llegaría tarde. Hacía horas que el teléfono de la mujer estaba ilocalizable. El agente que atendía el número de emergencias le había dicho que no tenían constancia de ningún accidente de tráfico y que todavía era pronto para dar a la mujer por desaparecida y empezar a buscarla. Una respuesta totalmente correcta desde el punto de vista formal. Jenssen estaba seguro de que, cuando comprobaran el registro de llamadas del móvil de Hayden, la duración y localización de las llamadas recibidas encajaría con la información que este les había proporcionado.

* * *

Lo que le parecía extraño era aquella acumulación de coincidencias. Dos mujeres desaparecidas en menos de un mes, ambas estrechamente ligadas a Hayden. Con una estaba casado y con la otra trabajaba. Pero ¿no habría pensado lo mismo cualquiera que se encontrara en su situación?, se preguntó Jenssen. Otra coincidencia era que las dos mujeres habían desaparecido «por completo»: en ninguno de los dos casos habían sido capaces de encontrar ni una pista, ni un pelo, ni una sola partícula de sus cuerpos.

Martha Hayden era una nadadora experta. Aun así, su muerte era plausible, pues no había nadie capaz de resistir una fuerte corriente. Pero ¿cómo era posible que una mujer sana e inteligente como la editora se perdiera de aquella forma? Desde la carretera de la costa hasta aquel lugar había una pista de tierra de cinco kilómetros llena de cráteres. No había ningún cartel, ninguna indicación, ningún marcador en el GPS que apuntara a la presencia de un restaurante en medio de aquel páramo. ¿Y dónde estaba el cadáver?

Jenssen se puso en pie y entró en el hangar, sorteando a sus colegas. Se adentró cinco pasos en la oscuridad, dio media vuelta y gritó con fuerza:

—¡SOCORRO!

Los demás agentes abandonaron de inmediato lo que estaban haciendo y miraron a su alrededor, pero ninguno de ellos lo vio. Se encontraba a apenas cinco pasos y, no obstante, era invisible, se dijo Jenssen. Seguramente el asesino había salido de allí.

* * *

Después de telefonear cinco veces y de no obtener respuesta, Honor Eisendraht llamó a un taxi y le pidió que la llevara directamente de la editorial al chalé de Moreany. Entró en el descuidado jardín por la verja y llamó al timbre de la puerta hasta que le dio una rampa en el dedo índice. Entonces rodeó la casa y entró en la biblioteca a través de la puerta del porche, que estaba abierta. Buscó por toda la casa, preocupadísima. Encontró un sinfín de habitaciones vacías o en las que no había más que libros y cajas. Gritó el nombre de su jefe y aguzó el oído.

Al final encontró a Moreany en el dormitorio del primer piso. Estaba tumbado de costado en su inmensa cama de muelles, con la cara cubierta de sudor. Entre una respiración y la siguiente pasaban varios segundos. Vio una caja de Oramorph entre las sábanas a la que le faltaban tres comprimidos de diez miligramos. Colocó a Moreany boca arriba y este abrió los ojos, jadeando, la reconoció y sonrió. Ella le trajo un vaso de agua, se la dio con mucho cuidado, lo ayudó a levantarse y dejó que se apoyara en ella mientras iban al baño con paso tambaleante. Era evidente que Moreany sufría dolores terribles. Estaba tan débil que tuvo que sujetarlo mientras se sentaba en el váter. Cuatro tazas de café más tarde ya se encontraba un poco mejor. Moreany se fijó en el rostro preocupado de ella.

—Ya lo sé, Henry me llamó por la noche. La novela también se ha perdido.

—¡¿Cómo que se ha perdido?!

Honor se cubrió la boca con las manos, espantada.

—Betty llevaba el manuscrito en el coche.

—¡No! ¿Y no hay ninguna copia? ¡Seguro que Hayden hizo una copia!

Moreany negó con la cabeza.

—Henry escribe siempre a máquina. Vi el manuscrito con mis propios ojos. Todo ha terminado, Honor. Si te vas a poner a llorar, antes ten por favor la bondad de traerme mis galletas inglesas de mantequilla.

Encontró la caja de galletas que su jefe le había descrito en una despensa llena de exquisiteces caducadas. Estaba todo cubierto de telarañas y diminutos excrementos de insectos. Jamón ibérico enmohecido, embutido momificado, frutos marchitos, latas de conserva peligrosamente abombadas y estanterías perforadas por túneles de carcoma interconectados. Era evidente que en aquella casa faltaba una mujer. Honor apenas si se atrevió a abrir la lata, pero afortunadamente las galletas estaban en perfecto estado.

—¿Has visto los buitres del tejado, Honor? Espero que sean vegetarianos. No sé cuánto tiempo más voy a aguantar.

Era la primera vez que Moreany la tuteaba. Honor le cogió la mano y se la apretó. Él masticó una galletita con evidente placer.

—Bueno, Eisendrita —dijo él, y cerró los ojos—. Y ahora las buenas noticias. ¿Hay alguna?

* * *

El pequeño piso de tres habitaciones estaba ordenado. Flotaba un vago olor a muguete y a la ropa limpia que estaba secándose en un tendedero en la sala de estar. Jenssen deambuló lentamente por las habitaciones, estudiando el mobiliario, la pequeña colección de cristal veneciano, la ropa y los zapatos. En una pared colgaba un gran retrato en blanco y negro de Betty, que posaba de medio lado, con mucha luz en el pelo rubio; a Jenssen le recordaba a Lana Turner, la estrella de Hollywood de los años cuarenta. Sacó una foto del retrato con el teléfono. En la cocina, sobre la mesa, estaban todavía los platos del desayuno, y una manzana mordida junto a un periódico abierto. Colgado en la nevera había un calendario magnético con una fecha marcada en rojo. «Ginecóloga», ponía, escrito con rotulador. Jenssen echó un vistazo a su reloj de pulsera y constató que la fecha marcada era ese mismo día.

En la pequeña mesa de despacho del dormitorio de Betty encontró fotos personales y profesionales. En algunas aparecía Henry Hayden. Las fotografías correspondían a lecturas en bibliotecas y ferias literarias. Jenssen no encontró ningún ordenador, pero sí un módem inalámbrico que demostraba que en el piso había acceso a internet. Encima de una montaña de manuscritos había una declaración de daños de una aseguradora de vehículos, aún por rellenar. La propia compañía de seguros había marcado ya la equis en la casilla de robo y había introducido el tipo de vehículo. Jenssen estaba al corriente de que Betty Hansen había denunciado el robo del coche y que no había podido presentar ninguna copia de las llaves. Y también sabía que había alquilado otro vehículo con la tarjeta de crédito de Henry Hayden. La pregunta era por qué.

A Jenssen le gustaba inspeccionar las viviendas de personas fallecidas. Deambular por las habitaciones con paso lento y respetuoso, como un ateo en una iglesia contemplando la ausencia de Dios, le parecía de una solemnidad macabra. Había algo profundamente trágico en un par de zapatos que reposaban junto a un sofá y que alguien se había quitado con la intención de recogerlos en cuanto pudiera; un libro abierto encima de la cama era como un reloj parado, cada nota en un calendario, un mensaje del más allá.

Presa de la melancolía de los objetos abandonados, Jenssen pensó en la desconocida que había vivido allí. Antes incluso de ver su retrato en la pared, sospechaba que la mujer era la amante de Henry Hayden. Le pegaba mucho: era joven y atractiva, evidentemente culta y ambiciosa, y trabajaban codo con codo. La mayoría de los matrimonios y las aventuras clandestinas nacen en la oficina. De momento se trataba tan solo de una hipótesis, una vaga intuición, pero Jenssen creía que entre aquellas dos muertes existía una misteriosa conexión y que las dos respondían a un único móvil.

Henry Hayden no había asesinado a Betty Hansen, eso era seguro. Tenía una coartada impecable: la había estado esperando en un lugar público, a la vista de todo el mundo, e incluso había hablado con ella por el móvil. El anticuado teléfono de la mesa de escritorio sonó de pronto y a Jenssen le dio un vuelco el corazón. Tras un momento de duda, descolgó. Era la secretaria de la clínica Hallonquist, que llamaba amablemente para recordar que la señorita Hansen tenía una cita con la ginecóloga.

—¿Cuándo?

—Esta tarde, a las tres.

* * *

Henry vio el coche de la policía en el aparcamiento. La antena de radio sujeta al techo era bastante discreta, pero no lo suficiente. Al entrar en el edificio saludó al portero y le preguntó por su mujer, aquejada de reuma. Se encontraba como siempre, o sea, fatal. A continuación subió los tres pisos corriendo para que su pulso acelerado no resultara tan sospechoso.

Honor Eisendraht salió al vestíbulo a recibirlo, como si lo estuviera esperando. Tenía los ojos enrojecidos y el pelo ligeramente alborotado. Llevaba un vestido gris antracita, muy apropiado para la ocasión.

—Ha venido la policía —le susurró a Henry—, son tres y están interrogando a todo el mundo. Han precintado el despacho de Betty. Moreany se encuentra muy mal. ¿Cómo ha podido pasar todo esto?

—¿A usted le ha tocado ya?

—No, soy la siguiente. Cuando terminen con Moreany. Henry, ¿es verdad que la novela se ha perdido?

Él asintió con severidad.

—La puedo reescribir a partir de mis notas, pero tardaré bastante tiempo. Si Betty está muerta, se ha perdido, sí.

—¿Usted cree que es posible que siga viva?

Henry se dio cuenta de que le temblaban los labios. Conmovido, abrazó a Eisendraht y le acarició la espalda.

—Mientras no encuentren su cadáver, me niego a admitir que Betty ha muerto.

Se separaron y Honor se secó las lágrimas.

—Henry, usted no piensa que lo hice yo, ¿verdad?

—¿Que hizo qué?

—Esas ecografías no las mandé yo.

—¿Usted? ¡Por el amor de Dios, no se me habría ocurrido nunca! No, ¿sabe qué creo? Creo que las mandó el padre del bebé.

Cuando Henry entró en el despacho, el interrogatorio a Moreany ya había terminado. Los tres agentes de la brigada de investigación criminal parecían las tres últimas piezas de una partida de ajedrez. Moreany se hallaba sentado en su silla Eames, con el rostro lívido y sin afeitar. Estaba demasiado débil para levantarse, de modo que se limitó a saludarlo.

—Henry, te presento a los señores de la Policía Criminal. Disculpen, pero he olvidado sus nombres.

Henry reconoció a la zarigüeya, que estaba de pie junto a Jenssen. Desde la última vez que la había visto, la agente se había arreglado las cejas y había hecho desaparecer la raya transversal que le atravesaba el entrecejo. En cambio, al tipo delgado de pelo oscuro y facciones marcadas no lo conocía. El hombre se presentó:

—Me llamo Awner Blum —dijo secamente—. Dirijo la investigación.

Henry no habría sabido decir si aquello era una buena o una mala noticia. Les estrechó la mano a los tres y notó una vez más el vigoroso apretón de Jenssen.

—¿Disponen ya de algún tipo de… esto… de información? —preguntó Henry, mirándolos por turnos.

—Aún estamos analizando las pruebas —respondió Jenssen en tono neutro—. El culpable, o culpables, han incendiado el coche para eliminar las pistas. Sobre todo nos interesa averiguar si se trata de un crimen accidental o premeditado.

—¿Cómo iba a ser premeditado? —dijo Henry, escrutando la mirada de los presentes—. Betty se perdió, ni ella misma sabía dónde estaba. No lo sabía nadie.

—Esa es exactamente la cuestión, señor Hayden —intervino Blum.

Jenssen no dijo nada.

—¿Insinúa que tal vez había alguien con ella, en el coche?

—Por ejemplo. Podría ser, ¿no?

—Sí, claro, pero ¿quién?

La puerta se abrió con sigilo detrás de Henry y Honor Eisendraht entró en el despacho. Henry se dio cuenta de que la zarigüeya ya estaba otra vez olisqueando.

—Si le parece bien, señor Hayden, nos gustaría proseguir el interrogatorio con usted —dijo Jenssen, y se volvió hacia Moreany—: ¿Hay alguna sala vacía que podamos utilizar?

Antes de que Moreany pudiera contestar, Henry alzó las manos.

—Quiero decir algo que nos concierne a todos. Hace poco perdí a mi mujer. —Hizo una pausa para ordenar las ideas—. Como seguramente ya saben, Betty ha desaparecido con el manuscrito de una novela en la que llevaba tiempo trabajando.

Henry miró a Moreany, que asintió con la cabeza.

—Sí, ya se lo he contado.

—Hace unos días —siguió diciendo Henry—, me reuní con Betty en el hotel Vier Jahreszeiten. Tuve la sensación de que estaba… tensa y asustada. No era ella misma. Tenía miedo.

El policía bajito sacó una grabadora.

—¿Le importa que lo grabe?

—Faltaría más. Nos sentamos en el Oyster Bar y estuvimos hablando de la novela. Le comenté lo mucho que me cuesta escribir desde que murió Martha, pero ella apenas me escuchaba. Le pregunté qué le pasaba y se desmoronó. Me contó que estaba embarazada.

Honor se apoyó en la pared del despacho. La cabeza le daba vueltas.

—¿Mencionó algún nombre? —preguntó Jenssen, al que lo incomodaba visiblemente mantener aquella conversación delante de otros testigos.

—No. Dijo que había cometido un error garrafal y que ya era demasiado tarde para abortar.

—¿Cree que la violaron? —preguntó la zarigüeya.

—No lo descartaría. En cualquier caso, dijo que había un hombre que le daba miedo. Un hombre peligroso e imprevisible con el que había terminado una relación, y que temía que pudiera vengarse. La llamaba continuamente y la amenazaba con enviar las ecografías del bebé a la editorial. Betty aseguró que le había robado el coche.

—¿Junto con las llaves? —preguntó Jenssen con incredulidad.

—De eso no sé nada.

Jenssen empezó a tomar notas, negando con la cabeza.

—Yo le recomendé que hablara con la policía y me ofrecí a acogerla unos días en mi casa, pero ella no quiso. Entonces le dio un mareo y se fue al baño, pero ya no volvió, y yo me marché a casa a trabajar en la novela. Fue la última vez que la vi. Ahora no puedo evitar reprocharme no haber acudido de inmediato a la policía. Estaba en apuros, corría peligro. No debería haberla dejado sola.

—Eso puedo confirmarlo —dijo Honor, que seguía apoyada en la pared, con un hilo de voz—. Casualmente aquella tarde me encontraba en el vestíbulo del hotel. Fue un martes, hace once días. Vi cómo Betty entraba en el baño. Vomitó y lloró, lloró mucho. El señor Hayden salió del Oyster Bar y se marchó del hotel. No se percató de mi presencia.

Moreany se levantó fatigosamente de su silla y se la ofreció a Honor. A continuación se colocó detrás de la mesa y esbozó una mueca de dolor.

—Te hemos interrumpido, Henry.

—Solo quiero añadir una cosa —dijo Henry—. Si Betty está muerta y, tal como dice el señor Jenssen, no fue un accidente sino un asesinato, tienen que encontrar al padre de su hijo.

En el despacho de Moreany se hizo un silencio sepulcral, interrumpido solamente por un carraspeo.