40
A media tarde el sol despuntó bajo el manto de nubes que había dejado la tormenta. Las calles relucientes de lluvia se transformaron en espejos sobre los que caminaban los paseantes y se reflejaba el ámbar del cielo. Recuerdo que anduvimos hasta el pie de la Rambla, donde la estatua a Colón asomaba entre la bruma. Caminábamos en silencio, contemplando las fachadas y el gentío como si fuesen un espejismo, como si la ciudad estuviese ya desierta y olvidada. Barcelona nunca me pareció tan hermosa y tan triste como aquella tarde. Cuando empezaba a anochecer nos acercamos hasta la librería de Sempere e Hijos. Nos apostamos en un portal al otro lado de la calle, donde nadie podía vernos. El escaparate de la vieja librería proyectaba un soplo de luz sobre los adoquines húmedos y brillantes. En el interior se podía ver a Isabella aupada a una escalera ordenando libros en el último estante, mientras el hijo de Sempere hacía como que repasaba un libro de contabilidad tras el mostrador y le miraba los tobillos de refilón. Sentado en un rincón, viejo y cansado, el señor Sempere les observaba a ambos con una sonrisa triste.
—Éste es el lugar donde he encontrado casi todas las cosas buenas de mi vida —dije sin pensar—. No le quiero decir adiós.
Cuando volvimos a la casa de la torre ya había oscurecido. Al entrar nos recibió el calor del fuego que había dejado encendido antes de salir. Cristina se adelantó por el corredor y, sin mediar palabra, se fue desnudando y dejando un rastro de ropa en el suelo. La encontré tendida en el lecho, esperando. Me tendí a su lado y dejé que guiase mis manos. Mientras la acariciaba vi cómo los músculos de su cuerpo se tensaban bajo la piel. En sus ojos no había ternura sino un anhelo de calor y de urgencia. Me abandoné en su cuerpo, embistiéndola con rabia mientras sentía sus uñas en mi piel. La escuché gemir de dolor y de vida, como si le faltase el aire. Finalmente caímos exhaustos y cubiertos de sudor el uno junto al otro. Cristina apoyó la cabeza sobre mi hombro y buscó mi mirada.
—Tu amiga me dijo que te habías metido en un lío.
—¿Isabella?
—Está muy preocupada por ti.
—Isabella tiene tendencia a creer que es mi madre.
—No creo que los tiros vayan por ahí.
Evité sus ojos.
—Me contó que estabas trabajando en un libro nuevo, un encargo de un editor extranjero. Ella le llama el patrón. Dice que te paga una fortuna, pero que tú te sientes culpable por haber aceptado el dinero. Dice que tienes miedo de ese hombre, el patrón, y que hay algo turbio en ese asunto.
Suspiré irritado.
—¿Hay algo que Isabella no te haya contado?
—Lo demás quedó entre nosotras —replicó guiñándome un ojo—. ¿Acaso mentía?
—No mentía, especulaba.
—¿Y de qué trata el libro?
—Es un cuento para niños.
—Isabella ya me dijo que dirías eso.
—Si Isabella ya te dio todas las respuestas, ¿para qué me preguntas?
Cristina me miró con severidad.
—Para tu tranquilidad, y la de Isabella, he abandonado el libro. C’est fini —aseguré.
—¿Cuándo?
—Esta mañana, mientras dormías.
Cristina frunció el entrecejo, escéptica.
—¿Y ese hombre, el patrón, lo sabe?
—No he hablado con él. Pero supongo que se lo imagina. Y si no, lo va hacer muy pronto.
—¿Le tendrás que devolver el dinero, entonces?
—No creo que el dinero le importe lo más mínimo.
Cristina se sumió en un largo silencio.
—¿Puedo leerlo? —preguntó al fin.
—No.
—¿Por qué no?
—Es un borrador y no tiene ni pies ni cabeza. Es un montón de ideas y notas, fragmentos sueltos. Nada que sea legible. Te aburriría.
—Igualmente me gustaría leerlo.
—¿Por qué?
—Porque lo has escrito tú. Pedro dice siempre que la única manera de conocer realmente a un escritor es a través del rastro de tinta que va dejando, que la persona que uno cree ver no es más que un personaje hueco y que la verdad se esconde siempre en la ficción.
—Eso debió de leerlo en una postal.
—De hecho lo sacó de uno de tus libros. Lo sé porque yo también lo he leído.
—El plagio no lo eleva del rango de bobada.
—Yo creo que tiene sentido.
—Entonces será verdad.
—¿Lo puedo leer entonces?
—No.
Cenamos lo que quedaba del pan y el queso de aquella mañana, sentados el uno frente al otro a la mesa de la cocina, mirándonos ocasionalmente. Cristina masticaba sin apetito, examinando cada bocado de pan a la luz del candil antes de llevárselo a la boca.
—Hay un tren que sale de la estación de Francia para París mañana al mediodía —dijo—. ¿Es demasiado pronto?
No podía quitarme de la cabeza la imagen de Andreas Corelli ascendiendo las escaleras y llamando a mi puerta en cualquier momento.
—Supongo que no —convine.
—Conozco un pequeño hotel frente a los Jardines de Luxemburgo que alquila habitaciones por mes. Es un poco caro, pero... —añadió.
Preferí no preguntarle de qué conocía el hotel.
—El precio no importa, pero no hablo francés —apunté.
—Yo sí.
Bajé la mirada.
—Mírame a los ojos, David.
Alcé la vista a regañadientes.
—Si prefieres que me vaya...
Negué repetidamente. Me asió la mano y se la llevó a los labios.
—Saldrá bien. Ya lo verás —dijo—. Lo sé. Será la primera cosa en mi vida que salga bien.
La miré, una mujer rota en la penumbra con lágrimas en los ojos, y no deseé otra cosa en el mundo que poder devolverle lo que nunca había tenido.
Nos acostamos en el sofá de la galería al abrigo de un par de mantas, contemplando las brasas del fuego. Me dormí acariciando el pelo de Cristina y pensando que aquélla sería la última noche que pasaría en aquella casa, la prisión en la que había enterrado mi juventud. Soñé que corría por las calles de una Barcelona plagada de relojes cuyas agujas giraban en sentido inverso. Callejones y avenidas se torcían a mi paso como túneles con voluntad propia, conformando un laberinto vivo que burlaba todos mis intentos por avanzar. Al final, bajo un sol de mediodía que ardía en el cielo como una esfera de metal candente, conseguía llegar a la estación de Francia y me dirigía a toda prisa hacia el andén donde el tren empezaba a deslizarse. Corría tras él, pero el tren ganaba velocidad y pese a todos mis esfuerzos no conseguía más que rozarlo con la punta de los dedos. Seguía corriendo hasta perder el aliento y, al llegar al final del andén, caía al vacío. Cuando alzaba la vista, ya era tarde. El tren se alejaba en la distancia, el rostro de Cristina mirándome desde la última ventana.
Abrí los ojos y supe que Cristina no estaba allí. El fuego se había reducido a un puñado de cenizas que apenas chispeaban. Me incorporé y miré a través del ventanal. Amanecía. Pegué el rostro al cristal y advertí una claridad parpadeante en los ventanales del estudio. Me dirigí hacia la escalera de caracol que ascendía a la torre. Un resplandor cobrizo se derramaba sobre los peldaños. Subí lentamente. Al llegar al estudio me detuve en el umbral. Cristina estaba de espaldas, sentada en el suelo. El baúl junto a la pared estaba abierto. Cristina tenía la carpeta que contenía el manuscrito del patrón en las manos y estaba deshaciendo el lazo que la cerraba.
Al oír mis pasos se detuvo.
—¿Qué haces aquí? —pregunté intentando ocultarla alarma en mi voz.
Cristina se volvió y sonrió.
—Fisgonear.
Siguió la línea de mi mirada hasta la carpeta que tenía en las manos y adoptó una mueca maliciosa.
—¿Qué hay aquí dentro?
—Nada. Notas. Apuntes. Nada de interés...
—Mentiroso. Apuesto a que éste es el libro en que has estado trabajando —dijo, empezando a desanudar el lazo—. Me muero de ganas por leerlo...
—Preferiría que no lo hicieses —dije en el tono más relajado del que fui capaz.
Cristina frunció el entrecejo. Aproveché el momento para arrodillarme frente a ella y, delicadamente, arrebatarle la carpeta.
—¿Qué pasa, David?
—Nada, no pasa nada —aseguré con una sonrisa estúpida estampada en los labios.
Até de nuevo el lazo de la carpeta y la volví a dejar en el baúl.
—¿No vas a echarle la llave? —preguntó Cristina.
Me volví, dispuesto a ofrecerle una excusa, pero Cristina había desaparecido escaleras abajo. Suspiré y cerré la tapa del baúl.
Encontré a Cristina abajo, en el dormitorio. Por un instante me miró como si fuese un extraño. Me quedé en la puerta.
—Perdona —empecé.
—No tienes por qué pedirme perdón —replicó—. No debería haber metido las narices donde nadie me llama.
—No es eso.
Me ofreció una sonrisa bajo cero y un gesto de despreocupación que cortaban el aire.
—No tiene importancia —dijo.
Asentí dejando el segundo asalto para otro momento.
—Las taquillas de la estación de Francia abren pronto —dije—. He pensado que voy a acercarme para estar allí en cuanto abran y compraré los billetes para hoy al mediodía. Luego iré al banco y sacaré dinero.
Cristina se limitó a asentir.
—Muy bien.
—¿Por qué no preparas una bolsa con algo de ropa mientras tanto? Yo estaré de vuelta en un par de horas como máximo.
Cristina sonrió débilmente.
—Aquí estaré.
Me aproximé a ella y le tomé el rostro en las manos.
—Mañana por la noche, estaremos en París —le dije.
La besé en la frente y me fui.