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En aquellos días, la calle Nou de la Rambla tendía un corredor de faroles y carteles luminosos a través de las tinieblas del Raval. Cabarés, salones de baile y locales de difícil nomenclatura se daban de codazos en ambas aceras con casas especializadas en males de Venus, gomas y lavajes, que permanecían abiertas hasta el alba mientras gentes de todo pelaje, desde señoritos de cierto postín hasta miembros de las tripulaciones de barcos atracados en el puerto, se mezclaban con toda suerte de extravagantes personajes que vivían para el anochecer. A ambos lados de la calle se abrían callejones angostos y sepultados de bruma que albergaban una retahíla de prostíbulos de decreciente caché.


El Ensueño ocupaba la planta superior de un edificio que albergaba en los bajos una sala de music-hall donde se anunciaba en grandes carteles la actuación de una bailarina enfundada en una diáfana y escueta toga que no hacía secretos de sus encantos mientras sostenía en brazos una serpiente negra, cuya lengua bífida parecía besar sus labios.

«Eva Montenegro y el tango de la muerte —rezaba el cartel en letras de molde—. La reina de la noche en seis veladas exclusivas e improrrogables. Con la intervención estelar de Mesmero el lector de mentes que desvelará sus más íntimos secretos

Junto a la entrada del local había una estrecha puerta tras la cual ascendía una larga escalinata con las paredes pintadas de rojo. Subí las escaleras y me planté frente a una gran puerta de roble labrado cuyo llamador tenía la forma de una ninfa forjada en bronce con un modesto trébol sobre el pubis. Llamé un par de veces y esperé, rehuyendo mi reflejo en el gran espejo ahumado que cubría buena parte de la pared. Estaba considerando la posibilidad de salir de allí a escape cuando se abrió la puerta y una mujer de mediana edad y pelo completamente blanco pulcramente anudado en un moño me sonrió serenamente.

—Usted debe de ser el señor David Martín.

Nadie me había llamado señor en toda mi vida, y la formalidad me pilló por sorpresa.

—El mismo.

—Si tiene la amabilidad de pasar y acompañarme.

La seguí a través de un pasillo breve que conducía a una amplia sala circular de paredes vestidas de terciopelo rojo y lámparas a media luz. El techo formaba una cúpula de cristal esmaltado de la que pendía una araña también de cristal bajo la cual una mesa de caoba sostenía un enorme gramófono que supuraba una aria de ópera.

—¿Se le ofrece algo de beber, caballero?

—Si tuviese un vaso de agua, se lo agradecería.

La dama del pelo blanco sonrió sin pestañear, su porte amable y relajado imperturbable.

—Tal vez al señor se le antoje mejor una copa de champán o un licor. O tal vez un fino de Jerez.

Mi paladar no rebasaba las sutilezas de diferentes cosechas de agua del grifo, así que me encogí de hombros.

—Elija usted.

La dama asintió sin perder la sonrisa y señaló hacia una de las suntuosas butacas que punteaban la sala.

—Si el caballero gusta de tomar asiento, Chloé en seguida estará con usted.

Creí que me atragantaba.

—¿Chloé?

Ajena a mi perplejidad, la dama del cabello blanco desapareció por una puerta que se entreveía tras una cortina de cuentas negras, y me dejó a solas con mis nervios y mis inconfesables anhelos. Deambulé por la sala para disipar el tembleque que se estaba apoderando de mí. A excepción de la música tenue y del latido de mi corazón en las sienes, aquel lugar era una tumba. Seis corredores partían desde la sala flanqueados por aberturas cubiertas por cortinajes azules que conducían a seis puertas blancas de doble hoja cerradas. Me dejé caer en una de las butacas, una de esas piezas concebidas para mecerles las posaderas a príncipes regentes y generalísimos con cierta debilidad por los golpes de Estado. Al poco, la dama de blanco regresó con una copa de champán en una bandeja de plata. La acepté y la vi desaparecer de nuevo por la misma puerta. Me bebí la copa de un trago y me aflojé el cuello de la camisa. Empezaba a sospechar que tal vez todo aquello no fuese más que una broma urdida por Vidal a mis expensas. En aquel momento advertí una figura que avanzaba en mi dirección desde uno de los corredores. Parecía una niña, y lo era. Caminaba con la cabeza baja, sin que pudiera verle los ojos. Me incorporé.


La niña se inclinó en una genuflexión reverente e hizo ademán para que la siguiera. Sólo entonces me di cuenta de que una de sus manos era postiza, como la de un maniquí. La niña me condujo hasta el final del pasillo y con una llave que llevaba colgada del cuello abrió la puerta y me cedió el paso. La habitación estaba prácticamente a oscuras. Me adentré unos pasos, intentando forzar la vista. Oí entonces la puerta cerrarse a mis espaldas y, cuando me volví, la niña había desaparecido. Escuché el mecanismo de la cerradura girar y supe que estaba encerrado. Por espacio de casi un minuto permanecí allí, inmóvil. Lentamente mis ojos se acostumbraron a la penumbra y el contorno de la estancia se materializó a mi alrededor. La habitación estaba cubierta de tela negra desde el suelo hasta el techo. A un lado se adivinaba una serie de extraños artilugios que no había visto jamás y que no fui capaz de decidir si me parecían siniestros o tentadores. Un amplio lecho circular reposaba bajo una cabecera que me pareció una gran tela de araña de la que colgaban dos portavelas, en los que dos cirios negros ardían y desprendían ese perfume a cera que anida en capillas y velatorios. A un lado del lecho había una celosía de dibujo sinuoso. Sentí un escalofrío. Aquel lugar era idéntico al dormitorio que yo había creado en la ficción para mi inefable vampiresa Chloé en sus aventuras de Los misterios de Barcelona. Había algo en todo aquello que olía a chamusquina. Me disponía a intentar forzar la puerta cuando advertí que no estaba solo. Me detuve, helado. Una silueta se perfilaba tras la celosía. Dos ojos brillantes me observaban y pude ver cómo dedos blancos y afilados tocados de largas uñas pintadas de negro asomaban de entre los orificios de la celosía. Tragué saliva.

—¿Chloé? —murmuré.

Era ella. Mi Chloé. La operística e insuperable femme fatale de mis relatos hecha carne y lencería. Tenía la piel más pálida que había visto jamás y el pelo negro y brillante cortado en un ángulo recto que enmarcaba su rostro. Sus labios estaban pintados de lo que parecía sangre fresca, y auras negras de sombra rodeaban sus ojos verdes. Se movía como un felino, como si aquel cuerpo ceñido en un corsé reluciente como escamas fuese de agua y hubiera aprendido a burlar la gravedad. Su garganta esbelta e interminable estaba rodeada de una cinta de terciopelo escarlata de la que pendía un crucifijo invertido. La contemplé acercarse lentamente; incapaz ni de respirar, mis ojos prendidos en aquellas piernas dibujadas con trazo imposible bajo medias de seda que probablemente costaban más de lo que yo ganaba en un año, y sostenidas en zapatos de punta de puñal que se anudaban a sus tobillos con cintas de seda. En toda mi vida nunca había visto nada tan hermoso, ni que me diese tanto miedo.


Me dejé llevar por aquella criatura hasta el lecho, donde caí, literalmente, de culo. La luz de las velas acariciaba el perfil de su cuerpo. Mi rostro y mis labios quedaron a la altura de su vientre desnudo y sin darme ni cuenta de lo que estaba haciendo la besé bajo el ombligo y acaricié su piel contra mi mejilla. Para entonces ya me había olvidado de quién era y de dónde estaba. Se arrodilló frente a mí y tomó mi mano derecha. Lánguidamente como un gato, me lamió los dedos de la mano de uno en uno y entonces me miró fijamente y empezó a quitarme la ropa. Cuando quise ayudarla sonrió y me apartó las manos.

—Shhhh.

Cuando hubo terminado, se inclinó hacia mí y me lamió los labios.

—Ahora tú. Desnúdame. Despacio. Muy despacio.

Supe entonces que había sobrevivido a mi infancia enfermiza y lamentable sólo para vivir aquellos segundos. La desnudé lentamente, deshojando su piel hasta que sólo quedó sobre su cuerpo la cinta de terciopelo en torno a su garganta y aquellas medias negras de cuyos recuerdos más de un infeliz como yo podría vivir cien años.

—Acaríciame —me susurró al oído—. Juega conmigo.

Acaricié y besé cada centímetro de su piel como si quisiera memorizarlo de por vida. Chloé no tenía prisa y respondía al tacto de mis manos y mis labios con suaves gemidos que me guiaban. Luego me hizo tenderme sobre el lecho y cubrió mi cuerpo con el suyo hasta que sentí que cada poro me quemaba. Posé mis manos en su espalda y recorrí aquella línea milagrosa que marcaba su columna. Su mirada impenetrable me observaba a apenas unos centímetros de mi rostro. Sentí que tenía que decirle algo.

—Me llamo...

—Shhhh.

Antes de que pudiera decir alguna bobada más, me poso sus labios sobre los míos y, por espacio de una hora, me hizo desaparecer del mundo. Consciente de mi torpeza pero haciéndome creer que no la advertía, Chloé anticipaba cada uno de mis movimientos y guiaba mis manos por su cuerpo sin prisa ni pudor. No había hastío ni ausencia en sus ojos. Se dejaba hacer y saborear con infinita paciencia y una ternura que me hizo olvidar cómo había llegado hasta allí. Aquella noche, por el breve espacio de una hora, me aprendí cada línea de su piel como otros aprenden oraciones o condenas. Más tarde, cuando apenas me quedaba aliento, Chloé me dejó apoyar la cabeza sobre su pecho y me acarició el pelo durante un largo silencio, hasta que me dormí en sus brazos con la mano entre sus muslos.


Cuando desperté, la habitación permanecía en penumbras y Chloé se había marchado. Su piel ya no estaba en mis manos. En su lugar había una tarjeta de visita impresa en el mismo pergamino blanco del sobre en el que me había llegado la invitación y en la que, bajo el emblema del ángel, se leía lo siguiente:


Andreas Corelli

Éditeur

Éditions de la Lumière

Boulevard St.-Germain, 69. Paris


Había una anotación al dorso escrita a mano.

Querido David, la vida está hecha de grandes esperanzas. Cuando esté listo para hacer las suyas realidad, póngase en contacto conmigo. Estaré esperando. Su amigo y lector,

A. C.

Recogí mi ropa del suelo y me vestí. La puerta de la habitación ya no estaba cerrada. Recorrí el corredor hasta el salón, donde el gramófono se había silenciado. No había rastro de la niña ni de la mujer del pelo blanco que me había recibido. El silencio era absoluto. A medida que me dirigía hacia la salida tuve la impresión de que las luces a mi espalda se desvanecían, y corredores y habitaciones se oscurecían lentamente. Salí al rellano y descendí por las escaleras de regreso al mundo, sin ganas. Al salir a la calle me encaminé hacia la Rambla, dejando el bullicio y el gentío de los locales nocturnos a mi espalda. Una niebla tenue y cálida ascendía desde el puerto, y el destello de los ventanales del hotel Oriente la teñían de un amarillo sucio y polvoriento en el que los transeúntes se desvanecían como trazos de vapor. Eché a andar mientras el perfume de Chloé empezaba a desvanecerse de mi pensamiento, y me pregunté si los labios de Cristina Sagnier, la hija del chófer de Vidal, tendrían el mismo sabor.