8

Años después, al leer la crónica de unos exploradores británicos adentrándose en las tinieblas de un milenario sepulcro egipcio con laberintos y maldiciones incluidos, habría de rememorar aquella primera visita a la casa de la torre de la calle Flassaders. El secretario venía pertrechado de un farol de aceite porque en la casa nunca se había llegado a instalar la luz. El interventor traía un juego de quince llaves con el que liberar los incontables candados que aseguraban las cadenas. Al abrir el portal, la casa exhaló un aliento pútrido, a tumba y humedad. El interventor se echó a toser y el administrador, que había traído su mejor semblante de escepticismo y censura, se colocó un pañuelo en la boca.

—Usted primero —invitó.

El vestíbulo era una suerte de patio interior al uso de los antiguos palacios de la zona, con un empedrado de grandes losas y una escalinata de piedra que ascendía hasta la puerta principal de la vivienda. Una claraboya de vidrio completamente anegada de excrementos de palomas y gaviotas parpadeaba en lo alto.

—No hay ratas —anuncié al penetrar en el edificio.

—Alguien debía de tener buen gusto y sentido común —dijo el administrador a mi espalda.

Procedimos escaleras arriba hasta el rellano de entrada al piso principal, donde el interventor del banco necesitó diez minutos para encontrar la llave que encajase en la cerradura. El mecanismo cedió con un quejido que no sonaba a bienvenida. El portón se abrió para desvelar un infinito corredor sembrado de telarañas que ondulaban en la tiniebla.

—Madre de Dios —murmuró el administrador.

Nadie se atrevió a dar el primer paso, así que una vez más fui yo quien lideró la expedición. El secretario sostenía el farol en alto, observándolo todo con aire compungido.

El administrador y el interventor se miraron de un modo indescifrable. Cuando vieron que los estaba observando, el banquero sonrió plácidamente.

—Se le quita el polvo y con cuatro apaños esto es un palacio —dijo.

—Palacio de Barba Azul —comentó el administrador.

—Seamos positivos —enmendó el interventor—. La casa lleva desocupada cierto tiempo y eso siempre supone pequeños desperfectos.

Yo apenas les prestaba atención. Había soñado tantas veces con aquel lugar al pasar frente a sus puertas que apenas veía el aura fúnebre y oscura que lo poseía. Avancé por el corredor principal, explorando habitaciones y cámaras en las que muebles viejos yacían abandonados bajo una espesa capa de polvo. Sobre una mesa había todavía un mantel deshilachado, un servicio de mesa y una bandeja con frutas y flores petrificadas. Las copas y los cubiertos seguían allí, como si los habitantes de la casa se hubiesen levantado a media cena.

Los armarios estaban repletos de ropas raídas, prendas descoloridas y zapatos. Había cajones enteros repletos de fotografías, lentes, plumas y relojes. Retratos velados de polvo nos observaban desde las cómodas. Las camas estaban hechas y cubiertas de un velo blanco que relucía en la penumbra. Un gramófono monumental descansaba sobre una mesa de caoba. Había un disco colocado sobre el que la aguja se había deslizado hasta el final. Soplé la lámina de polvo que lo cubría y el título de la grabación emergió a la vista, el Lacrimosa de W. A. Mozart.

—La sinfónica en casa —dijo el interventor—. ¿Qué más se puede pedir? Va a estar usted aquí como un pacha.

El administrador le lanzó una mirada asesina, negando por lo bajo. Recorrimos el piso hasta la galería del fondo, donde un juego de café reposaba en la mesa y un libro abierto seguía esperando que alguien pasara página en una butaca.

—Parece que se hubieran ido de golpe, sin tiempo de llevarse nada —dije.

El interventor carraspeó.

—¿Quizá el señor desee ver el estudio?

El estudio estaba situado en lo alto de una afilada torre, una peculiar estructura que tenía por alma una escalera de caracol a la que se accedía desde el corredor principal y en cuya fachada exterior podían leerse las huellas de tantas generaciones como recordaba la ciudad. La torre dibujaba una atalaya suspendida sobre los tejados del barrio de la Ribera y rematada por un estrecho cimborio de metal y cristal tintado que hacía las veces de linterna y del que asomaba una rosa de los vientos en forma de dragón.

Ascendimos por la escalinata y accedimos a la sala, donde el interventor se apresuró a abrir los ventanales y dejar entrar el aire y la luz. La cámara describía un salón rectangular de techos altos y suelos de madera oscura. Desde sus cuatro grandes ventanales en arco abiertos por los cuatro costados podía contemplar la basílica de Santa María del Mar al sur, el gran mercado del Born al norte, la vieja estación de Francia al este y hacia el oeste el laberinto infinito de calles y avenidas atropellándose unas sobre otras en dirección al monte del Tibidabo.

—¿Qué me dice? Una maravilla —argumentó el banquero con entusiasmo.

El administrador lo examinaba todo con reserva y disgusto. Su secretario mantenía el farol en alto, aunque ya no hacía falta alguna. Me aproximé a uno de los ventanales y me asomé al cielo, embelesado.

Barcelona entera aparecía a mis pies y quise creer que cuando abriese aquellas mis nuevas ventanas sus calles me susurrarían historias al anochecer y secretos al oído para que yo los atrapase sobre el papel y se los contase a quien quisiera escucharlos. Vidal tenía su exuberante y señorial torre de marfil en lo más serrano y elegante de Pedralbes, rodeada de montes, árboles y cielos de ensueño. Yo tendría mi siniestro torreón levantado sobre las calles más antiguas y tenebrosas de la ciudad, rodeado de los miasmas y tinieblas de aquella necrópolis que los poetas y los asesinos habían llamado la «Rosa de Fuego».

Lo que acabó de decidirme fue el escritorio que dominaba el centro del estudio. Sobre él, como una gran escultura de metal y luz, descansaba una impresionante máquina de escribir Underwood por la que ya hubiese pagado el precio del alquiler. Me senté en la butaca de mariscal que había frente a la mesa y acaricié las teclas de la máquina, sonriendo.

—Me la quedo —dije.

El interventor suspiró de alivio y el administrador, poniendo los ojos en blanco, se santiguó. Aquella misma tarde firmé un contrato de alquiler por diez años. Mientras los operarios de la compañía eléctrica instalaban el tendido de luz por la casa me dediqué a limpiar, ordenar y adecentar la vivienda con la ayuda de tres sirvientes que Vidal me envió en tropa sin preguntarme antes si quería asistencia o no. Pronto descubrí que el modus operandi de aquel comando de expertos consistía en taladrar paredes a diestro y siniestro, y luego preguntar. A los tres días de su desembarco, la casa no tenía ni una sola bombilla en activo, pero cualquiera hubiera dicho que había una infestación de carcomas devoradoras de yeso y minerales nobles.

—¿Quiere decir que no habría otra manera de solucionar esto? —preguntaba yo al jefe del batallón que todo lo arreglaba a martillazos.

Otilio, que así se llamaba aquel talento, me mostraba el juego de planos de la casa que me había entregado el administrador junto con las llaves y argumentaba que la culpa la tenía la casa, que estaba mal construida.

—Mire esto —decía—. Si es que cuando las cosas están mal hechas, están mal hechas. Ahí mismo. Aquí dice que tiene usted una cisterna en la azotea. Pues no. La tiene usted en el patio de atrás.

—¿Y qué más da? A usted la cisterna no le compete, Otilio. Concéntrese en la cuestión eléctrica. Luz. Ni grifos, ni tuberías. Luz. Necesito luz.

—Si es que todo está relacionado. ¿Qué me dice de la galería?

—Que no tiene luz.

—Según los planos, esto debería ser una pared maestra. Pues aquí el compañero Remigio le ha dado un toquecito de nada y se nos ha venido abajo medio muro. Y de las habitaciones ni le cuento. Según esto, la sala al fondo del pasillo tiene casi cuarenta metros cuadrados. Ni por asomo. Si llega a veinte me doy con un canto en los dientes. Hay una pared donde no debería haberla. Y de los desagües, ya, bueno, mejor no hablar. No hay ni uno donde se supone que debería estar.

—¿Está seguro de que sabe interpretar los planos?

—Oiga, que soy un profesional. Hágame caso, esta casa es un rompecabezas. Aquí ha metido mano todo Dios.

—Pues va a tener que apañarse con lo que hay. Haga milagros o lo que se le antoje, pero el viernes quiero las paredes tapadas, pintadas y la luz funcionando.

—No me meta prisas, que ésta es faena de precisión. Hay que actuar con estrategia.

—¿Y qué piensan hacer?

—Por de pronto irnos a desayunar.

—Pero si acaban de llegar hace media hora.

—Señor Martín, con esa actitud no llegamos a ninguna parte.

El viacrucis de obras y chapuzas se prolongó una semana más de lo previsto, pero incluso con la presencia de Otilio y su escuadrón de portentos haciendo agujeros donde no tocaba y disfrutando de desayunos de dos horas y media, la ilusión de poder habitar finalmente aquel caserón con el que había soñado durante tanto tiempo me hubiera permitido vivir allí años con velas y lámparas de aceite si era necesario. Tuve la suerte de que el barrio de la Ribera fuera reserva espiritual y material de artesanos de todo tipo, y encontré a tiro de piedra de mi nuevo domicilio a quien me instalara nuevos cerrojos que no pareciesen robados de la Bastilla y apliques y grifería a los usos del siglo 20. La idea de disponer de una línea telefónica no me persuadía y, por lo que había podido escuchar en la radio de Vidal, lo que la prensa del momento llamaba los nuevos medios de comunicación de masas no me habían tenido en cuenta a la hora de buscar su público. Decidí que la mía sería una existencia de libros y silencio. No me llevé de la pensión más que una muda y aquel estuche que contenía la pistola de mi padre, su único recuerdo. Repartí el resto de mi ropa y mis efectos personales entre los otros realquilados. Si hubiera podido dejar atrás la piel y la memoria, también lo habría hecho.


Pasé mi primera noche oficial y electrificada en la casa de la torre el día que apareció publicada la entrega inaugural de La Ciudad de los Malditos. La novela era una intriga imaginaria que había tejido en torno al incendio de El Ensueño en 1903 y a una criatura fantasmal que embrujaba las calles del Raval desde entonces. Antes de que la tinta se secase en aquella primera edición ya había empezado a trabajar en la segunda novela de la serie. Según mis cálculos, y partiendo de la base de treinta días de trabajo ininterrumpido por mes, Ignatius B. Samson debía producir una media de 6,66 páginas de manuscrito útil al día para cumplir los términos del contrato, lo cual era una locura, pero tenía la ventaja de no dejarme mucho tiempo libre para que me diese cuenta.

Apenas fui consciente de que con el paso de los días había empezado a consumir más café y cigarrillos que oxígeno. A medida que lo iba envenenando, tenía la impresión de que mi cerebro se iba transformando en una máquina de vapor que nunca llegaba a enfriarse. Ignatius B. Samson era joven y tenía aguante. Trabajaba toda la noche y caía rendido al amanecer, entregado a extraños sueños en los que las letras en la página atrapada en la máquina de escribir del estudio se desprendían del papel y, como arañas de tinta, se arrastraban sobre sus manos y su rostro, atravesando la piel y anidando en sus venas hasta cubrir su corazón de negro y nublar sus pupilas en charcos de oscuridad. Pasaba semanas enteras sin apenas salir de aquel caserón y olvidaba qué día de la semana o qué mes del año corrían. No prestaba atención a los recurrentes dolores de cabeza que a veces me asaltaban de súbito, como si un punzón de metal me taladrase el cráneo, quemándome la vista en un destello de luz blanca. Me había acostumbrado a vivir con un constante silbido en los oídos que sólo el susurro del viento o la lluvia conseguían enmascarar. A veces, cuando aquel sudor frío me cubría el rostro y sentía que las manos me temblaban sobre el teclado de la Underwood, me decía que al día siguiente acudiría al médico. Pero ese día siempre había otra escena y otra historia que contar.


Se cumplía el primer año de la vida de Ignatius B. Samson cuando, para celebrarlo, decidí tomarme el día libre y reencontrarme con el sol, la brisa y las calles de una ciudad que había dejado de pisar para ya sólo imaginarla. Me afeité, me aseé y me enfundé el mejor y más presentable de mis trajes. Dejé abiertas las ventanas del estudio y la galería para que se ventilase la casa, y aquella niebla espesa que se había transformado en su perfume pudiera esparcirse a los cuatro vientos. Al bajar a la calle me encontré un sobre grande al pie de la ranura del buzón. Dentro encontré una lámina de pergamino lacrado con el sello del ángel y tocada de aquella caligrafía exquisita en la que se leía lo siguiente:

Querido David:

Quería ser el primero en felicitarle en esta nueva etapa de su carrera. He disfrutado enormemente con la lectura de las primeras entregas de La Ciudad de los Malditos. Confío en que este pequeño obsequio sea de su agrado.

Le reitero mi admiración y mi voluntad de que algún día nuestros destinos se crucen. En la seguridad de que así será, le saluda afectuosamente su amigo y lector,

Andreas Corelli

El obsequio era el mismo ejemplar de Grandes esperanzas que el señor Sempere me había regalado de niño, el mismo que le había devuelto antes de que mi padre pudiese encontrarlo y el mismo que, cuando quise recobrarlo años después a cualquier precio, había desaparecido horas antes en manos de un extraño. Contemplé aquel pedazo de papel que un día no muy lejano me había parecido contener toda la magia y la luz del mundo. En la cubierta aún se apreciaban las huellas de mis dedos de niño manchados de sangre.

—Gracias —murmuré.