12

Mientras cenaba en la mesa de la galería con Isabella advertí que mi nueva ayudante me miraba de reojo.

—¿No le gusta la sopa? No la ha tocado... —aventuró la muchacha.

Miré el plato intacto que había dejado enfriar sobre la mesa. Tomé una cucharada e hice amago de saborear el más exquisito manjar.

—Buenísima —ofrecí.

—Tampoco ha dicho una palabra desde que ha vuelto de la biblioteca —añadió Isabella.

—¿Alguna queja más?

Isabella desvió la mirada, molesta. Me tomé la sopa fría sin apetito, una excusa para no tener que conversar.

—¿Por qué está tan triste? ¿Es por esa mujer?

Dejé la cuchara sobre el plato a medias.

No respondí y seguí remando en la sopa con la cuchara. Isabella no me quitaba los ojos de encima.

—Se llama Cristina —dije—. Y no estoy triste. Estoy contento por ella porque se ha casado con mi mejor amigo y va a ser muy feliz.

—Y yo soy la reina de Saba.

—Lo que tú eres es una entrometida.

—Me gusta usted más así, cuando está de mala baba y dice la verdad.

—Pues a ver cómo te gusta esto: lárgate a tu cuarto y déjame en paz de una puñetera vez.

Intentó sonreír pero para cuando alargué la mano hacia ella se le habían llenado los ojos de lágrimas. Cogió mi plato y el suyo y huyó rumbo a la cocina. Oí los platos caer sobre el fregadero y, segundos después, la puerta de su dormitorio cerrándose de un golpe. Suspiré y saboreé el vaso de vino que quedaba, un caldo exquisito traído de la tienda de los padres de Isabella. Al rato me acerqué hasta la puerta de su habitación y golpeé suavemente con los nudillos. No respondió, pero pude oírla sollozar en el interior. Intenté abrir la puerta, pero la muchacha había cerrado por dentro.

Subí al estudio, que tras el paso de Isabella olía a flores frescas y parecía el camarote de un crucero de lujo. Isabella había ordenado todos los libros, había quitado el polvo y había dejado todo reluciente y desconocido. La vieja Underwood parecía una escultura y las letras de las teclas podían volver a leerse sin dificultad. Una pila de folios nítidamente ordenados descansaba sobre el escritorio con los resúmenes de varios textos escolares de religión y catequesis junto con la correspondencia del día. En un platillo de café había un par de cigarros puros que desprendían un perfume delicioso. Macanudos, una de las delicias caribeñas que un contacto en la Tabacalera le pasaba de tapadillo al padre de Isabella. Tomé uno y lo encendí. Tenía un sabor intenso que dejaba intuir que en su aliento tibio se encontraban todos los aromas y venenos que un hombre podía desear para morir en paz. Me senté al escritorio y repasé las cartas del día. Las ignoré todas menos una, de pergamino ocre y tocada con aquella caligrafía que hubiera reconocido en cualquier lugar. La misiva de mi nuevo editor y mecenas, Andreas Corelli, me citaba el domingo a media tarde en lo alto de la torre del nuevo teleférico que cruzaba el puerto de Barcelona.


La torre de San Sebastián se elevaba a cien metros de altura en un amasijo de cables y acero que inducía al vértigo a simple vista. La línea del teleférico había quedado inaugurada aquel mismo año con motivo de la Exposición Universal que había puesto todo patas arriba y sembrado Barcelona de portentos. El teleférico cruzaba la dársena del puerto desde aquella primera torre hasta una gran atalaya central con trazas de torre Eiffel que servía de meridiano y de la cual partían las cabinas suspendidas en el vacío en la segunda parte del trayecto hasta la montaña de Montjuïc, donde se ubicaba el corazón de la Exposición. El prodigio de la técnica prometía vistas de la ciudad hasta entonces sólo permitidas a dirigibles, aves de cierta envergadura y bolas de granizo. Tal y como yo lo veía, el hombre y la gaviota no habían sido concebidos para compartir el mismo espacio aéreo y tan pronto puse los pies en el ascensor que subía a la torre sentí que el estómago se me encogía al tamaño de una canica. El ascenso se me hizo infinito, el traqueteo de aquella cápsula de latón, un puro ejercicio de náusea.

Encontré a Corelli mirando por uno de los ventanales que contemplaban la dársena del puerto y la ciudad entera, la mirada perdida en las acuarelas de velas y mástiles que resbalaban sobre el agua. Vestía un traje de seda blanca y jugueteaba con un azucarillo entre los dedos que procedió a engullir con voracidad lobuna. Carraspeé y el patrón se volvió, sonriendo complacido.

—Una vista maravillosa, ¿no le parece? —preguntó Corelli.

Asentí, blanco como un pergamino.

—¿Le impresionan las alturas?

—Soy animal de superficie —respondí, manteniéndome a una distancia prudencial de la ventana.

—Me he permitido comprar billetes de ida y vuelta —informó.

—Todo un detalle.

Le seguí hasta la pasarela de acceso a las cabinas que partían de la torre y quedaban suspendidas en el vacío a casi un centenar de metros de altura durante lo que me parecía una barbaridad.

—¿Cómo ha pasado la semana, Martín?

—Leyendo.

Me miró brevemente.

—Por su expresión de aburrimiento sospecho que no a don Alejandro Dumas.

—Más bien a una colección de casposos académicos y a su prosa de cemento.

—Ah, intelectuales. Y usted quería que contratase a uno. ¿Por qué será que cuanto menos tiene que decir alguien lo dice de la manera más pomposa y pedante posible? —preguntó Corelli—. ¿Será para engañar al mundo o a sí mismos?

—Posiblemente las dos cosas.

El patrón me entregó los billetes y me indicó que pasara delante. Se los tendí al encargado que sostenía abierta la portezuela de la cabina. Entré sin entusiasmo alguno. Decidí quedarme en el centro, tan lejos de los cristales como fuera posible. Corelli sonreía como un niño entusiasmado.

—Quizá parte de su problema es que ha estado usted leyendo a los comentaristas y no a los comentados. Un error habitual pero fatal cuando uno quiere aprender algo útil —apuntó Corelli.

Las puertas de la cabina se cerraron y un tirón brusco nos colocó en órbita. Me agarré a una barra de metal y respiré hondo.

—Intuyo que los estudiosos y teóricos no son santo de su devoción —dije.

—No soy devoto de ningún santo, amigo Martín, y menos de los que se canonizan a sí mismos o entre ellos. La teoría es la práctica de los impotentes. Mi sugerencia es que se aparte usted de los enciclopedistas y sus reseñas y vaya a las fuentes. Dígame, ¿ha leído usted la Biblia?

Dudé un instante. La cabina salió al vacío. Miré al suelo.

—Fragmentos aquí y allá, supongo —murmuré.

—Supone. Como casi todo el mundo. Grave error. Todo el mundo debería leer la Biblia. Y releerla. Creyentes o no, tanto da. Yo la releo por lo menos una vez al año. Es mi libro favorito.

—¿Y es usted un creyente o un escéptico? —pregunté.

—Soy un profesional. Y usted también. Lo que creamos o no es irrelevante para la consecución de nuestro trabajo. Creer o descreer es un acto pusilánime. Se sabe o no, punto.

—Confieso entonces que no sé nada.

—Siga por ese camino y encontrará los pasos del gran filósofo. Y por el camino lea la Biblia de cabo a rabo. Es una de las más grandes historias jamás contadas. No cometa el error de confundir la palabra de Dios con la industria del misal que vive de ella.

Cuanto más tiempo pasaba en compañía del editor, menos creía entenderle.

—Creo que me he perdido. ¿Estamos hablando de leyendas y fábulas y me dice usted ahora que debo pensar en la Biblia como en la palabra de Dios?

Una sombra de impaciencia e irritación nubló su mirada.

—Hablo en sentido figurado. Dios no es un charlatán. La palabra es moneda humana.

Me sonrió entonces como se le sonríe a un niño que es incapaz de entender las cosas más elementales, por no darle una bofetada. Observándole me di cuenta de que resultaba imposible saber cuándo el editor hablaba en serio o bromeaba. Tan imposible como adivinar el propósito de aquella extravagante empresa por la que me estaba pagando un sueldo de monarca regente. A todo esto, la cabina se agitaba al viento como una manzana en un árbol azotado por un vendaval. Nunca me había acordado tanto de Isaac Newton en toda mi vida.

—Es usted un cobardica, Martín. Este ingenio es completamente seguro.

—Lo creeré cuando vuelva a pisar tierra firme.

Nos íbamos aproximando al punto medio de la ruta, la torre de San Jaime, que se levantaba en los muelles próximos al gran Palacio de las Aduanas.

—¿Le importa que nos bajemos aquí? —pregunté.

Corelli se encogió de hombros y asintió a regañadientes. No respiré tranquilo hasta que estuve en el ascensor de la torre y lo oí tocar tierra. Al salir a los muelles encontramos un banco que se enfrentaba a las aguas del puerto y a la montaña de Montjuïc y nos sentamos a ver volar el teleférico en las alturas; yo con alivio, Corelli con añoranza.

—Hábleme de sus primeras impresiones. De lo que le han sugerido estos días de estudio y lectura intensiva.

Procedí a resumir lo que creía que había aprendido, o desaprendido, durante aquellos días. El editor escuchaba atentamente, asintiendo y gesticulando con las manos. Al término de mi informe pericial sobre mitos y creencias del ser humano, Corelli se pronunció positivamente.

—Creo que ha hecho usted una excelente labor de síntesis. No ha encontrado la proverbial aguja en el pajar, pero ha comprendido que lo único que de verdad interesa en toda la montaña de paja es un condenado alfiler y que lo demás es alimento para los asnos. Hablando de pollinos, dígame, ¿le interesan las fábulas?

—De niño, durante un par de meses, quise ser Esopo.

—Todos abandonamos grandes esperanzas por el camino.

—¿Qué quería ser usted de niño, señor Corelli?

—Dios.

Su sonrisa de chacal borró la mía de un plumazo.

—Martín, las fábulas son posiblemente uno de los mecanismos literarios más interesantes que se han inventado. ¿Sabe lo que nos enseñan?

—¿Lecciones morales?

—No. Nos enseñan que los seres humanos aprenden y absorben ideas y conceptos a través de narraciones, de historias, no de lecciones magistrales o de discursos teóricos. Eso mismo nos enseña cualquiera de los grandes textos religiosos. Todos ellos son relatos con personajes que deben enfrentarse a la vida y superar obstáculos, figuras que se embarcan en un viaje de enriquecimiento espiritual a través de peripecias y revelaciones. Todos los libros sagrados son, ante todo, grandes historias cuyas tramas abordan los aspectos básicos de la naturaleza humana y los sitúan en un contexto moral y un marco de dogmas sobrenaturales determinados. He preferido que pasase usted una semana miserable leyendo tesis, discursos, opiniones y comentarios para que se diese cuenta por sí mismo de que no hay nada que aprender de ellos porque de hecho no son más que ejercicios de buena o mala voluntad, normalmente fallidos, para intentar aprender a su vez. Se acabaron las conversaciones de cátedra. A partir de hoy quiero que empiece a leer los cuentos de los hermanos Grimm, las tragedias de Esquilo, el Ramayana o las leyendas celtas. Usted mismo. Quiero que analice cómo funcionan esos textos, que destile su esencia y por qué provocan una reacción emocional. Quiero que aprenda la gramática, no la moraleja. Y quiero que dentro de dos o tres semanas me traiga ya usted algo propio, el principio de una historia. Quiero que me haga usted creer.

—Pensaba que éramos profesionales y no podíamos cometer el pecado de creer en nada.

Corelli sonrió, enseñando los dientes.

—Sólo se puede convertir a un pecador, nunca a un santo.