5
En mi mundo, las esperanzas, grandes y pequeñas, raramente se hacían realidad. Hasta hacía pocos meses, mi único anhelo cada noche al irme a dormir era poder reunir algún día el valor suficiente para dirigirle la palabra a la hija del chófer de mi mentor, Cristina, y que transcurriesen las horas que me separaban del alba para poder volver a la redacción de La Voz de la Industria. Ahora, incluso aquel refugio empezaba a escapárseme de las manos. Tal vez, si alguno de mis empeños fracasaba estrepitosamente, conseguiría recobrar el afecto de mis compañeros, me decía. Tal vez si escribía algo tan mediocre y abyecto que ningún lector fuese capaz de pasar del primer párrafo, mis pecados de juventud serían perdonados. Tal vez aquél no fuese un precio muy grande para poder volver a sentirme en casa. Tal vez.
Había llegado a La Voz de la Industria muchos años atrás de la mano de mi padre, un hombre atormentado y sin fortuna que a su vuelta de la guerra de Filipinas se había encontrado con una ciudad que prefería no reconocerle y una esposa que ya le había olvidado y que a los dos años de su regreso decidió abandonarle. Al hacerlo le dejó el alma rota y un hijo que nunca había deseado y con el que no sabía qué hacer. Mi padre, que a duras penas sabía leer y escribir su propio nombre, no tenía oficio ni beneficio. Cuanto había aprendido en la guerra era a matar a otros hombres como él antes de que ellos le matasen, siempre en nombre de causas grandiosas y huecas que se revelaban más absurdas y viles cuanto más cerca del combate se estaba.
A su retorno de la guerra, mi padre, que parecía un hombre veinte años más viejo que cuando se había marchado, buscó colocación en varias industrias del Pueblo Nuevo y de la barriada de Sant Martí. Los empleos le duraban apenas unos días, y tarde o temprano le veía volver a casa con la mirada envilecida de resentimiento. Con el tiempo, y a falta de otra alternativa, aceptó un puesto como vigilante nocturno en La Voz de la Industria. La paga era modesta pero pasaban los meses, y por primera vez desde su retorno de la guerra parecía que no se metía en líos. La paz fue breve. Pronto algunos de sus antiguos compañeros de armas, cadáveres en vida que habían regresado mutilados en cuerpo y alma para comprobar que quienes los habían enviado a morir en nombre de Dios y de la patria les escupían ahora en la cara, lo implicaron en turbios asuntos que le venían grandes y que nunca acabó de entender.
A menudo, mi padre desaparecía durante un par de días, y cuando volvía las manos y la ropa le olían a pólvora y los bolsillos a dinero. Entonces se refugiaba en su habitación y, aunque creía que yo no me daba cuenta, se inyectaba lo poco o mucho que había podido conseguir. Al principio nunca cerraba la puerta, pero un día me sorprendió espiándole y me pegó una bofetada que me partió los labios. Luego me abrazó hasta que la fuerza se le fue de los brazos y quedó tendido en el suelo, la aguja todavía prendida de la piel. Le saqué la aguja y le tapé con una manta. Después de aquel incidente, empezó a encerrarse con llave.
Vivíamos en un pequeño ático suspendido sobre las obras del nuevo auditorio del Palau de la Música del Orfeó Català. Aquél era un lugar frío y angosto en el que el viento y la humedad parecían burlar los muros. Yo solía sentarme en el pequeño balcón, con las piernas colgando, a ver la gente pasar y a contemplar aquel arrecife de esculturas y columnas imposibles que crecía al otro lado de la calle y que a veces me parecía que casi podía tocar con los dedos, y otras, la mayoría, me parecía tan lejos como la luna. Fui un niño débil y enfermizo, propenso a fiebres e infecciones que me arrastraban al borde de la tumba pero que, a última hora, siempre se arrepentían y partían en busca de una presa de mayor altura. Cuando caía enfermo, mi padre acababa por perder la paciencia y después de la segunda noche en vela solía dejarme al cuidado de alguna vecina y desaparecía de casa durante unos días. Con el tiempo empecé a sospechar que confiaba en encontrarme muerto a su regreso y así verse libre de la carga de aquel crío con salud de papel que no le servía para nada.
En más de una ocasión deseé que así fuese, pero mi padre siempre regresaba y me encontraba vivo, coleando y un poco más alto. La madre naturaleza no tenía pudor en deleitarme con su extenso código penal de gérmenes y miserias, pero nunca encontró el modo de aplicarme del todo la ley de la gravedad. Contra todo pronóstico, sobreviví aquellos primeros años en la cuerda floja de una infancia de antes de la penicilina. Por entonces, la muerte no vivía aún en el anonimato y se la podía ver y oler por todas partes devorando almas que todavía no habían tenido tiempo ni de pecar.
Ya en aquellos tiempos mis únicos amigos estaban hechos de papel y tinta. En la escuela había aprendido a leer y a escribir mucho antes que los demás críos del barrio. Donde mis compañeros veían muescas de tinta en páginas incomprensibles yo veía luz, calles y gentes. Las palabras y el misterio de su ciencia oculta me fascinaban y me parecían una llave con la que abrir un mundo infinito y a salvo de aquella casa, aquellas calles y aquellos días turbios en los que incluso yo podía intuir que me aguardaba escasa fortuna. A mi padre no le gustaba ver libros por casa. Había algo en ellos, además de letras que no podía descifrar, que le ofendía. Me decía que en cuanto tuviese diez años me iba a poner a trabajar y que más me valía quitarme todos aquellos pájaros de la cabeza porque de lo contrario iba a acabar siendo un desgraciado y un muerto de hambre. Yo escondía los libros debajo de mi colchón y esperaba a que él hubiera salido o estuviese dormido para poder leer. En una ocasión me sorprendió leyendo de noche y montó en cólera. Me arrancó el libro de las manos y lo tiró por la ventana.
—Si vuelvo a encontrarte gastando luz leyendo esas bobadas te arrepentirás.
Mi padre no era un hombre tacaño y, pese a las penurias que pasábamos, cuando podía me soltaba unas monedas para que me comprase dulces como los demás críos del barrio. Él estaba convencido de que las gastaba en palos de regaliz, pipas o caramelos, pero yo las guardaba en una lata de café debajo de la cama y, cuando había reunido cuatro o cinco reales, corría a comprarme un libro sin que él lo supiese.
Mi lugar favorito en toda la ciudad era la librería de Sempere e Hijos en la calle Santa Ana. Aquel lugar que olía a papel viejo y a polvo era mi santuario y refugio. El librero me permitía sentarme en una silla en un rincón y leer a mis anchas cualquier libro que deseara. Sempere casi nunca me dejaba pagar los libros que ponía en mis manos, pero cuando él no se daba cuenta yo le dejaba las monedas que había podido reunir en el mostrador antes de irme. No era más que calderilla, y si hubiese tenido que comprar algún libro con aquella miseria, seguramente el único que habría podido permitirme era uno de hojas para liar cigarrillos. Cuando era hora de irme, lo hacía arrastrando los pies y el alma, porque si de mí hubiese dependido, me habría quedado a vivir allí.
Unas Navidades, Sempere me hizo el mejor regalo que he recibido en toda mi vida. Era un tomo viejo, leído y vivido a fondo.
—«Grandes esperanzas, de Carlos Dickens...» —leí en la portada.
Me constaba que Sempere conocía a algunos escritores que frecuentaban su establecimiento y, por el cariño con el que manejaba aquel tomo, pensé que a lo mejor el tal don Carlos era uno de ellos.
—¿Amigo suyo?
—De toda la vida. Y a partir de hoy tuyo también.
Aquella tarde, escondido bajo la ropa para que no lo viese mi padre, me llevé a mi nuevo amigo a casa. Aquél fue un otoño de lluvias y días de plomo durante el que leí Grandes esperanzas unas nueve veces seguidas, en parte porque no tenía otro a mano que leer y en parte porque no pensaba que pudiese existir otro mejor, y empezaba a sospechar que don Carlos lo había escrito sólo para mí. Pronto tuve el firme convencimiento de que no quería otra cosa en la vida que aprender a hacer lo que hacía aquel tal señor Dickens.
Una madrugada desperté de golpe sacudido por mi padre, que volvía de trabajar antes de tiempo. Tenía los ojos inyectados en sangre y el aliento le olía a aguardiente. Le miré aterrorizado, y él palpó con los dedos la bombilla desnuda que colgaba de un cable.
—Está caliente.
Me clavó los ojos y lanzó la bombilla con rabia contra la pared. Estalló en mil pedazos de cristal que me cayeron en la cara, pero no me atreví a apartarlos.
—¿Dónde está? —preguntó mi padre, la voz fría y serena.
Negué, temblando.
—¿Dónde está ese libro de mierda?
Negué otra vez. En la penumbra apenas vi venir el golpe. Sentí que perdía la visión y que me caía de la cama, con sangre en la boca y un intenso dolor como fuego blanco ardiendo tras los labios. Al ladear la cabeza vi lo que supuse eran los trozos de un par de dientes rotos en el suelo. La mano de mi padre me agarró por el cuello y me levantó.
—¿Dónde está?
—Padre, por favor...
Me lanzó de cara contra la pared con todas sus fuerzas Y el golpe en la cabeza me hizo perder el equilibrio y desplomarme como un saco de huesos. Me arrastré hasta un rincón y me quedé allí, encogido como un ovillo, mirando cómo mi padre abría el armario y sacaba las cuatro prendas que tenía y las tiraba al suelo. Registró cajones y baúles sin encontrar el libro hasta que, agotado, regresó a por mí. Cerré los ojos y me encogí contra la pared, esperando otro golpe que nunca llegó. Abrí los ojos y vi que mi padre estaba sentado en la cama, llorando de asfixia y de vergüenza. Cuando vio que le miraba, salió corriendo escaleras abajo. Escuché el eco de sus pasos alejarse en el silencio del alba, y sólo cuando supe que estaba lejos me arrastré hasta la cama y saqué el libro de su escondite bajo el colchón. Me vestí y, con la novela bajo el brazo, salí a la calle.
Un lienzo de bruma descendía sobre la calle Santa Ana cuando llegué al portal de la librería. El librero y su hijo vivían en el primer piso del mismo edificio. Sabía que las seis de la mañana no eran horas de llamar a casa de nadie, pero mi único pensamiento en aquel momento era salvar aquel libro, y tenía la certeza de que si mi padre lo encontraba al volver a casa lo destrozaría con toda la rabia que llevaba en la sangre. Llamé al timbre y esperé. Tuve que insistir dos o tres veces hasta que oí la puerta del balcón abrirse y vi cómo el viejo Sempere, en bata y pantuflas, se asomaba y me miraba atónito. Medio minuto más tarde bajó a abrirme y en cuanto me vio la cara todo asomo de enfado se evaporó. Se arrodilló frente a mí y me sostuvo por los brazos.
—¡Dios santo! ¿Estás bien? ¿Quién te ha hecho esto?
—Nadie. Me he caído.
Le tendí el libro.
—He venido a devolvérselo, porque no quiero que le pase nada...
Sempere me miró sin decir nada. Me tomó en brazos y me subió al piso. Su hijo, un muchacho de doce años tan tímido que yo no recordaba haber oído nunca su voz, se había despertado al oír salir a su padre y esperaba en lo alto del rellano. Al ver la sangre en mi rostro miró a su padre, asustado.
—Llama al doctor Campos.
El muchacho asintió y corrió al teléfono. Le oí hablar y comprobé que no estaba mudo. Entre los dos me acomodaron en una butaca del comedor y me limpiaron la sangre de las heridas a la espera de que llegase el doctor.
—¿No me vas a decir quién te ha hecho esto?
No despegué los labios. Sempere no sabía dónde vivía y no iba a darle ideas.
—¿Ha sido tu padre?
Desvié la mirada.
—No. Me he caído.
El doctor Campos, que vivía a cuatro o cinco portales de allí, llegó en cinco minutos. Me examinó de pies a cabeza, palpando los moretones y curando los cortes con tanta delicadeza como pudo. Estaba claro que le quemaban los ojos de indignación, pero no dijo nada.
—No hay fracturas, aunque sí unas cuantas magulladuras que durarán y dolerán unos días. Esos dos dientes habrá que sacarlos. Son piezas perdidas y hay riesgo de infección.
Cuando el doctor se marchó, Sempere me preparó un vaso de leche tibia con cacao y observó cómo me lo bebía, sonriendo.
—Todo esto por salvar Grandes esperanzas, ¿eh?
Me encogí de hombros. Padre e hijo se miraron con una sonrisa cómplice.
—La próxima vez que quieras salvar un libro, salvarlo de verdad, no te juegues la vida. Me lo dices y te llevaré a un lugar secreto donde los libros nunca mueren y donde nadie puede destruirlos.
Los miré a ambos, intrigado.
—¿Qué lugar es ese?
Sempere me guiñó el ojo y me dedicó aquella sonrisa misteriosa que parecía robada de un serial de don Alejandro Dumas y que, decían, era marca de familia.
—Todo a su tiempo amigo mío. Todo a su tiempo.
Mi padre pasó toda aquella semana con los ojos pegados al suelo, carcomido por el remordimiento. Compró una bombilla nueva y llegó a decirme que, si quería encenderla, lo hiciese pero no mucho rato, porque la electricidad era muy cara. Yo preferí no jugar con fuego. El sábado de aquella semana mi padre quiso comprarme un libro y acudió a una librería que había en la calle de la Palla frente a la vieja muralla romana, la primera y última que pisaba, pero como no podía leer los títulos en el lomo de los cientos de libros allí expuestos, salió con las manos vacías. Luego me dio dinero, más que de costumbre, y me dijo que me comprase lo que quisiera. Me pareció aquél un momento idóneo para sacar a colación un tema para el que hacía tiempo que no había encontrado oportunidad propicia.
—Doña Mariana la maestra, me ha pedido que le diga a usted si puede un día pasar a hablar con ella por la escuela —dejé caer.
—¿Hablar de qué? ¿Qué es lo que has hecho?
—Nada, padre. Mariana quería hablar con usted de mi futura educación. Dice que tengo posibilidades y que ella cree que podría ayudarme a conseguir una beca para entrar en los escolapios...
—¿Quién se cree esa mujer que es para llenarte la cabeza de pájaros y decirte que te va a meter en un colegio para niñatos? ¿Tú sabes quién es esa gentuza? ¿Sabes cómo te van a mirar y cómo te van a tratar cuando sepan de dónde vienes?
Bajé la mirada.
—Doña Mariana sólo quiere ayudar, padre. Nada más. No se enfade usted. Le diré que no puede ser y ya está.
Mi padre me miró con rabia, pero se contuvo y respiró profundo varias veces con los ojos cerrados antes de decir nada más.
—Saldremos adelante, ¿me entiendes? Tú y yo. Sin las limosnas de todos esos hijos de puta. Y con la cabeza bien alta.
—Sí, padre.
Mi padre me puso una mano sobre el hombro y me miró como si, por un breve instante que nunca habría de volver, estuviese orgulloso de mí, aunque fuésemos tan diferentes, aunque me gustasen los libros que él no podía leer, incluso aunque ella nos hubiera dejado a los dos, el uno contra el otro. En aquel instante creí que mi padre era el hombre más bondadoso del mundo, y que todos se darían cuenta si la vida, por una vez, se dignaba darle una buena mano de cartas.
—Todo lo malo que uno hace en la vida vuelve, David. Y yo he hecho mucho mal. Mucho. Pero he pagado el precio. Y nuestra suerte va a cambiar. Ya lo verás. Ya lo verás...
Pese a la insistencia de doña Mariana, que era más lista que el hambre y que ya se imaginaba por dónde iban los tiros, no volví a mencionar el tema de mi educación a mi padre. Cuando mi maestra comprendió que no había esperanza me dijo que cada día, al término de las clases, dedicaría una hora más sólo para mí, para hablarme de libros, de historia y de todas aquellas cosas que tanto asustaban a mi padre.
—Será nuestro secreto —dijo la maestra.
Ya por entonces había empezado a comprender que a mi padre le avergonzaba que la gente pensara que era un ignorante, un despojo de una guerra que, como casi todas las guerras, se peleaba en nombre de Dios y de la patria para hacer más poderosos a hombres que ya lo eran demasiado antes de provocarla. Por aquel entonces empecé a acompañar algunas noches a mi padre a su turno de noche. Tomábamos un tranvía en la calle Trafalgar que nos dejaba a las puertas del cementerio. Yo me quedaba en su garita, leyendo ejemplares viejos del diario y, a ratos, intentaba conversar con él, tarea ardua. Mi padre apenas hablaba ya, ni de la guerra en las colonias ni de la mujer que le había abandonado. En una ocasión le pregunté por qué nos había dejado mi madre. Yo tenía la sospecha de que había sido por mi culpa, por algo malo que había hecho, aunque sólo fuese nacer.
—Tu madre me había abandonado ya antes de que me enviaran al frente. El tonto fui yo, que no me di cuenta hasta que volví. La vida es así, David. Tarde o temprano, todo y todos te abandonan.
—Yo no le voy a abandonar a usted nunca, padre.
Me pareció que se iba a echar a llorar y le abracé para no verle la cara.
Al día siguiente, sin aviso previo, mi padre me llevó hasta los almacenes de telas El Indio en la calle del Carmen. No llegamos a entrar pero desde las cristaleras del vestíbulo me señaló a una mujer joven y risueña que atendía a los clientes y les mostraba paños y tejidos de lujo.
—Ésa es tu madre —dijo—. Un día de éstos volveré aquí y la mataré.
—No diga usted eso, padre.
Me miró con los ojos enrojecidos y supe que aún la quería y que yo nunca la perdonaría por ello. Recuerdo que la observé en secreto, sin que ella supiera que estábamos allí, y que sólo la reconocí por el retrato que mi padre guardaba en un cajón de casa, junto a su pistola del ejército que cada noche, cuando creía que yo dormía, sacaba y contemplaba como si tuviese todas las respuestas, o al menos las suficientes.
Durante años habría de regresar hasta las puertas de aquel bazar para espiarla en secreto. Nunca tuve el valor de entrar ni de dirigirme a ella cuando la veía salir y alejarse Rambla abajo rumbo a una vida que había imaginado para ella, con una familia que la hacía feliz y un hijo que merecía su afecto y el contacto de su piel más que yo. Mi padre nunca supo que a veces me escapaba para verla, o que había días en que la seguía de cerca, siempre a punto de tomar su mano y caminar a su lado, siempre huyendo en el último momento. En mi mundo, las grandes esperanzas sólo vivían entre las páginas de un libro.
La buena suerte que tanto ansiaba mi padre nunca llegó. La única cortesía que la vida tuvo con él fue no hacerle esperar demasiado. Una noche, cuando llegábamos a las puertas del diario para iniciar el turno, tres pistoleros salieron de las sombras y lo acribillaron a tiros ante mis ojos. Recuerdo el olor a azufre y el halo humeante que ascendía de los orificios que las balas habían abrasado en su abrigo. Uno de los pistoleros se disponía a rematarle de un tiro en la cabeza cuando me abalancé sobre mi padre y otro de los asesinos le detuvo. Recuerdo los ojos del pistolero sobre los míos, dudando si debía matarme a mí también. Sin más, se alejaron a paso ligero y desaparecieron por los callejones atrapados entre las fábricas del Pueblo Nuevo.
Aquella noche sus asesinos dejaron a mi padre desangrándose en mis brazos y a mí solo en el mundo. Pasé casi dos semanas durmiendo en los talleres de la imprenta del diario, oculto entre máquinas de linotipia que parecían gigantescas arañas de acero intentando acallar aquel silbido enloquecedor que me perforaba los tímpanos al anochecer. Cuando me descubrieron, todavía tenía las manos y la ropa tintadas en sangre seca. Al principio nadie supo quién era, porque no hablé durante casi una semana y cuando lo hice fue para gritar el nombre de mi padre hasta perder la voz. Cuando me preguntaron por mi madre les dije que había muerto y que no tenía a nadie en el mundo. Mi historia llegó a oídos de Pedro Vidal, el hombre estrella del diario y amigo íntimo del editor, que a sus instancias ordenó que se me diese un empleo de correveidile en la casa y que se me permitiese vivir en las modestas dependencias del portero en el sótano hasta nuevo aviso.
Aquéllos eran años en que la sangre y la violencia en las calles de Barcelona empezaban a ser el pan de cada día. Días de octavillas y bombas que dejaban pedazos de cuerpos temblando y humeando en las calles del Raval, de bandas de figuras negras que recorrían la noche derramando sangre, de procesiones y desfiles de santos y generales que olían a muerte y a engaño, de discursos incendiarios donde todos mentían y donde todos tenían la razón. La rabia y el odio que años más tarde llevaría a unos y a otros a asesinarse en nombre de consignas grandiosas y trapos de colores se empezaba ya a saborear en el aire envenenado. La bruma perpetua de las fábricas reptaba sobre la ciudad y enmascaraba sus avenidas empedradas y surcadas por tranvías y carruajes. La noche pertenecía a la luz de gas, a las sombras de callejones quebradas por el destello de disparos y el trazo azul de la pólvora quemada. Eran años en que se crecía aprisa, y para cuando la infancia se les caía de las manos, muchos niños ya tenían mirada de viejo.
Sin más familia ahora que aquella tenebrosa Barcelona, el periódico se convirtió en mi refugio y mi mundo hasta que, a los catorce años, mi sueldo me permitió alquilar aquel cuarto en la pensión de doña Carmen. Llevaba apenas una semana viviendo allí cuando la casera acudió un día a mi habitación y me informó de que un caballero preguntaba por mí en la puerta. En el rellano de la escalera encontré a un hombre vestido de gris, de mirada gris y voz gris que me preguntó si yo era Daniel Martín y, ante mi asentimiento, me tendió un paquete envuelto en papel de estraza y se perdió escaleras abajo dejando su ausencia gris apestando aquel mundo de miserias al que me había incorporado. Me llevé el paquete al cuarto y cerré la puerta. Nadie, a excepción de dos o tres personas en el periódico, sabía que vivía allí. Deshice el envoltorio, intrigado. Era el primer paquete que recibía en mi vida. El interior resultó ser un estuche de madera vieja cuyo aspecto me resultó vagamente familiar. Lo apoyé sobre el catre y lo abrí. Contenía la vieja pistola de mi padre, el arma que el ejército le había dado y con la que había regresado de las Filipinas para labrarse una muerte temprana y miserable. Junto al arma había una cajetilla de cartón con unas balas. Tomé la pistola en las manos y la sopesé. Olía a pólvora y a aceite. Me pregunté cuantos hombres habría matado mi padre con aquella arma con la que seguramente él esperaba acabar con su propia vida hasta que se le adelantaron. Devolví el arma al estuche y lo cerré. Mi primer impulso fue tirarla a la basura, pero me di cuenta de que aquella pistola era cuanto me quedaba de mi padre. Supuse que el usurero de turno, que había confiscado lo poco que teníamos en aquel antiguo piso suspendido frente al tejado del Palau de la Música a la muerte de mi padre, en compensación por sus deudas, había decidido enviarme ahora aquel macabro recordatorio para saludar mi entrada en la edad adulta. Escondí el estuche encima del armario, contra la pared donde se acumulaba la mugre y a donde doña Carmen no llegaba ni con zancos, y no lo volví a tocar en años.
Aquella misma tarde volví a la librería de Sempere e Hijos y, sintiéndome ya hombre de mundo y de recursos, manifesté al librero mi intención de adquirir aquel viejo ejemplar de Grandes esperanzas que me había visto forzado a devolverle años atrás.
—Póngale el precio que quiera —le dije—. Póngale el precio de todos los libros que no le he pagado en los últimos diez años.
Recuerdo que Sempere me sonrió con tristeza y me posó la mano en un hombro.
—Lo he vendido esta mañana —me confesó abatido.