San Luis: 29 de marzo de 1994
Jack Darrow leyó tres veces el fax procedente de Sicilia. Después, cuidadosamente, arrojó el papel a las llamas y observó cómo ardía hasta consumirse totalmente. Removió las cenizas grises y las convirtió en polvo. Abrió la puerta de su apartamento y arrojó los restos al viento de la noche. La magia podía hacer cosas sorprendentes, pero hasta la hechicería tenía sus límites. Darrow no había sido agente de la Mafia sirviendo a un príncipe de la Camarilla sin ser muy cuidadoso.
Los contenidos de la misiva eran breves y concisos. Don Lazzari, el fiel lugarteniente de Don Caravelli, líder de la Mafia, había sido destruido por Madeleine Giovanni, la Némesis de la organización. El Capo de Capi no estaba contento, especialmente porque Madeleine había estado trabajando sola en América mientras Lazzari disponía de toda la cooperación del Sindicato del Crimen de la Costa Este.
Aunque el fax no decía nada definitivo, Darrow no era idiota y sabía leer entre líneas. Don Caravelli estaba preocupado. Durante casi un siglo, Madeleine Giovanni había estado detrás de su cabeza. Era como una de las Furias: persistente, infatigable e implacable. No había modo de alejarla de su venganza. Respaldada por los increíbles recursos del clan Giovanni, la cazadora perseguía constantemente al Capo de Capi, que cada vez estaba más desesperado. Sabía que, antes o después, Madeleine le atraparía, y a pesar de su reputación mortal el Jefe de Jefes sabía que no era rival para la Daga de los Giovanni.
El fax describía una oferta que Don Lazzari había llevado a los Estados Unidos. Aquel que matara a Madeleine Giovanni se convertiría en señor del Mafia del país y tendría la oportunidad de bajar su generación mediante la diablerie. Era un gran regalo, una oferta que dejaba claro lo desesperado que Caravelli había estado cuando envió a su lugarteniente a supervisar la operación. Sin embargo, eso no había salvado a Lazzari de la Muerte Definitiva. A pesar de su generosidad, nadie había aceptado la oferta. Hasta los Caitiff más estúpidos conocían la diferencia entre la ambición y el suicidio.
Enfrentado a la muerte de su agente y atado por un inflexible código de honor, Don Caravelli había aumentado la apuesta. Una sola frase describía los increíbles detalles, y aunque el papel había sido consumido por las llamas, las palabras estaban grabadas en su memoria.
Aquel que elimine a Madeleine Giovanni se convertirá en Maestro de la Caza de la Mafia.
Por tradición de la organización, el Maestro de la Caza era el vampiro a cargo de las operaciones. Se trataba del cargo de más poder después del de Capo de Capi. El Vástago que lo ostentaba era visto como el sucesor lógico del Jefe en caso de muerte o destrucción de éste. En aquel momento el cargo estaba vacante. El anterior Cazador había cometido el error de creerse el igual de su líder, y Don Caravelli le había corregido... permanentemente. No había habido Maestro de la Caza desde hacía casi veinte años. Que Don Caravelli estuviera dispuesto a nombrar uno nuevo indicaba claramente hasta qué punto temía a su enemiga.
Darrow sacudió la cabeza y trató de controlar sus ambiciones. Era hora de ponerse en marcha. En media hora tenía una cita con el Príncipe Vargoss, y no se atrevía a llegar tarde.
Vargoss había experimentado un sorprendente cambio de personalidad a lo largo de la última semana. Había desaparecido su modo relajado y abierto de tratar con los suyos. Se había convertido en un tirano duro y sádico capaz de volverse contra un súbdito leal ante la menor infracción. Darrow creía estar caminando por la cuerda floja con un pozo de lava ardiente bajo sus pies.
El príncipe ya no confiaba en sus consejeros. Darrow había sido relegado rápidamente a la posición de guardaespaldas ocasional y lacayo. Vargoss prefería su independencia y no confiaba en nadie. Aparecía en el club a horas extrañas y conducía los asuntos de la ciudad según su humor... cuando lo hacía. Nadie se atrevía a discutir con él, y los pocos que habían osado levantarle la voz para disentir habían desaparecido misteriosamente. El recuerdo de la ejecución de Carafea estaba demasiado fresco en la mente de todos como para hacer preguntas.
Darrow tenía sus sospechas, pero no las compartía con nadie. Sabía que era casi imposible igualar el poder de Vargoss, pero lo que el Brujah carecía en fuerza lo suplía con astucia.
Llegó al local diez minutos antes de lo previsto. Aunque no era una noche importante, el lugar estaba atestado. No había sitio donde aparcar, pero Darrow condujo hacia la zona de descarga de mercancías. Sospechaba que Vargoss se sentiría extraordinariamente molesto si llegara tarde a aquella reunión en particular.
El tiempo pasaba poco a poco. Cada pocos segundos, Darrow comprobaba el reloj del salpicadero. No había señal del príncipe, aunque los minutos se acercaban cada vez más a la medianoche. El guardaespaldas esperó nervioso. Las instrucciones de Vargoss habían sido claras. Tenía que estar en la puerta trasera del local exactamente a medianoche y no tenía que mencionar el encuentro con nadie. También tenía que llevar varias latas llenas de gasolina.
—Llegas pronto —dijo una voz desde el asiento trasero del coche—. Eso es algo que me gusta de ti, Darrow. No tomas riesgos innecesarios retrasándote.
El guardaespaldas se tensó sorprendido. Ninguna de las puertas se habían abierto, pero de algún modo el príncipe se encontraba sentado a su espalda. El Brujah estaba convencido de que Vargoss no había estado ahí hacía unos segundos. Había aparecido de la nada, y aquel era un poder que nunca antes había demostrado tener.
—Hago lo que se me dice, mi príncipe —respondió, manteniendo la voz tan calmada como era posible—. Ya lo sabes. Sigo las instrucciones al pie de la letra, sean las que sean. Soy tu fiel servidor.
—Eres un vampiro sin moral y sin convicciones firmes, Darrow —rió Vargoss—, pero no te preocupes. Me gusta eso en mis ayudantes. Tienes ambiciones y estás dispuesto a hacer lo que sea necesario para alcanzar tus metas. ¿No es cierto?
—Ha dado en el clavo, mi príncipe —respondió—. Ya estoy condenado, así que no creo que nada de lo que haga ahora me vaya a joder mucho en el más allá. No creo que haya perdón para nosotros al otro lado.
—Un modo pragmático de ver el mundo —dijo Vargoss—. Es refrescante si se compara con el enfermizo código de honor de los Assamitas y otros similares. Por supuesto, hablar es fácil. Las palabras no son nada sin la acción. Darrow, creo que esta noche será el momento de que demuestres lo que dices.
—No estoy seguro de entenderte, mi príncipe —dijo Darrow.
—La próxima semana se celebrará un importante cónclave en Europa —dijo Vargoss—. Los antiguos de la Camarilla van a discutir el asunto de la Muerte Roja, y como primer objetivo del monstruo seré llamado a declarar ante tan augusta concurrencia. —El príncipe volvió a reír con un tono desagradable—. Hará falta algo más que mi historia para convencer a los señores de la Camarilla de que es necesario tomar medidas severas para encargarse de la amenaza. La muerte de unos cuantos Vástagos menores no es una preocupación para Cainitas tan dignos.
—Hubo otros ataques —dijo Darrow—, y el asalto del Sabbat contra Washington.
—Es cierto —dijo Vargoss—, pero asume que creen que la Muerte Roja estuvo involucrada de algún modo en la guerra de sangre. Son muchos los que opinan que el ataque estuvo motivado únicamente por las ambiciones de la arzobispo de Nueva York, y que ésta fue frustrada por la reaparición de Melinda Galbraith. Los antiguos de la Camarilla tienen opiniones firmes. Hará falta algo importante para hacerles cambiar de idea. A pesar de todo lo que ha sucedido, temo que decidan no hacer nada. Lo único que harán contra ese monstruo es quedarse quietos.
—No parece que podamos hacer nada al respecto, mi príncipe —dijo Darrow.
—Al contrario —respondió Vargoss—. Podemos hacer algo muy sencillo. ¿Has traído los tanques de gasolina que te ordené?
—Ahí están —dijo Darrow entrecerrando los ojos incrédulo—. ¿Cuál es tu plan?
—La Muerte Roja empleó un fuego infernal para destruir a sus víctimas —dijo Vargoss—. Sin embargo, la mayoría de sus ataques atraían poco la atención. Se concentraban en los Vástagos, no en el ganado. Las historias fueron acalladas. —El príncipe se mantenía sereno mientras explicaba su diabólico plan—. La Camarilla trata de mantener la Mascarada a toda costa, y hará lo que sea para proteger los secretos de los Vástagos. Un incendio devastador con bajas mortales que atraiga la atención de todo el país obligaría a los antiguos a actuar.
Darrow no era un idiota.
—¿Estás proponiendo incendiar el local para culpar a la Muerte Roja?
Vargoss se limitó a sonreír.
—El edificio no arderá —dijo Darrow—. Esta protegido por todo tipo de conjuros para asegurar que nada como eso pueda suceder.
—Encantamientos menores —dijo el príncipe abriendo la puerta trasera del coche—. Son fáciles de neutralizar. —La mirada de Vargoss perforó la espalda de Darrow—. ¿Estás conmigo o no?
El Brujah sabía que negarse era firmar su sentencia de muerte. El Club Diabolique iba a ser destruido, con o sin su colaboración. Aunque evitaba los derramamientos de sangre innecesarios siempre que era posible, su existencia importaba mucho más que sus escrúpulos.
—Por lo que a mí respecta, mi príncipe, si quieres este puto lugar reducido a cenizas eso es lo que tendrás.
—Una sabia decisión —respondió Vargoss—. No esperaba menos. Coge la gasolina y viértela en las puertas y las ventanas. Si es posible, bloquea la entrada y las salidas de emergencia desde el exterior. —El príncipe mostró una sonrisa mortal—. Cuantos menos supervivientes haya, mejor. Cuantos más muertos haya, mayores serán los titulares.
Darrow hizo lo que se le ordenó. En el interior del club, la música atronaba con intensidad despiadada. El grupo goth que estaba tocando se llamaba Descenso hacia el Maelstrom. Darrow estimaba que habría al menos trescientos humanos. Arriba, en el local especial, habría unos doce vampiros. Si las llamas se extendían rápidamente no había muchas posibilidades de que hubiera demasiados supervivientes.
—Ya está hecho —informó al príncipe quince minutos después—. El lugar está listo para explotar. Solo hace falta una cerilla.
—Arranca el coche —dijo Vargoss—. Me reuniré contigo en unos momentos. Será mejor que no andemos cerca cuando empiece el fuego.
Asintiendo, Darrow se subió al coche y arrancó el motor. A través del parabrisas podía ver al príncipe Vargoss extender sus brazos hacia el rastro de gasolina. Se había quitado los guantes de seda blanca para revelar una manos largas y esbeltas. Las puntas de sus dedos brillaban bajo la luz de la luna con un rojo sangriento.