Washington D.C.: 23 de mano de 1994
Alicia decidió que el dinero no podía comprar la felicidad, pero desde luego permitía alquilarla durante breves plazos.
Por enésima vez observó los medidores que tenía frente a sus ojos. Todas las lecturas eran similares. En el exterior de la caja negra en la que descansaba rugía un infierno de increíble intensidad. Llevaba horas ardiendo, y esperaba que continuara así durante algunas más. Estaba atrapada dentro del sistema de soporte vital hasta que al final se calmara.
La cápsula de salvamento, un invento secreto de la NASA, tenía el tamaño de un ataúd y había sido diseñada como sistema de emergencia tras varios accidentes fatales en los primeros días del programa espacial tripulado. Eran capaces de soportar una explosión atómica y de dirigir la reentrada en la atmósfera, pero nunca habían sido utilizadas. Tres de ellas habían estado almacenadas en Florida hasta que las había conseguido mediante un enorme soborno de una de las muchas empresas de Alicia. Habían sido situadas en localizaciones estratégicas del Depósito de la Armada en Washington como última línea de defensa contra el diabólico poder de la Muerte Roja. Era una apuesta muy cara, pero desde luego había merecido la pena.
Alicia se sentía frustrada. Había algunos asuntos que exigían su atención inmediata, pero tendrían que esperar hasta que se hubiera liberado. Tenía suerte de seguir viva, y lo sabía. La apropiada combinación de poderes vampíricos y tecnología moderna le había salvado de la terrible destrucción que había asolando el Depósito hacía unas horas. La Muerte Roja había desplegado sus armas más potentes contra ella, tratando en dos ocasiones de reducirla a cenizas. Había fracasado las dos veces.
No tenía intención de darle una tercera posibilidad. La Muerte Roja le había tomado por idiota, y ella había permitido que su arrogancia y su sed de poder le cegara a los planes del monstruo. Sin embargo, ahora se había quitado el velo de los ojos. La Muerte Roja había iniciado una guerra de sangre y Alicia tenía intención de terminarla. Iba a acabar con aquella criatura.
Cerró los ojos y dejó vagar su mente. Sobre todo se preguntaba si Dire McCann había sobrevivido de algún modo a aquel infierno. No parecía probable. No había pasado más de una fracción de segundo entre el momento en que comprendió los planes de la Muerte Roja y la explosión. Su poder para detener el tiempo durante un instante le había dado la oportunidad de escapar hasta la cápsula de aislamiento, pero McCann no disponía de tal capacidad.
Sin embargo, Alicia tenía el vago recuerdo de una sombra recorriendo como el rayo el Depósito de la Armada, y no era de las que creía en las coincidencias. Sospechaba que, de algún modo desconocido, el detective había logrado escapar del fuego. Matar al ser que se hacía llamar Dire McCann, como había descubierto a lo largo de los siglos, era algo casi imposible. Parecía disponer de un sorprendente talento para la supervivencia. La Muerte Roja había intentado destruirlos a ambos con su trampa, y los dos habían infravalorado enormemente el poder de aquel monstruo. Sin embargo, éste había cometido el mismo error con ellos.
La idea de que hubiera cuatro Muertes Rojas acosaba a Alicia mientras pensaba. Ahora tenía que enfrentarse a cuatro enemigos, posiblemente con más. Si existían cuatro seres en aquella línea de sangre desconocida, podía haber cinco, seis, doce... Era una idea bastante desagradable. Al menos uno de ellos era un Matusalén. La primera Muerte Roja, el vampiro cuyo ataque contra el arzobispo del Sabbat en Manhattan había incitado el ataque de la secta contra Washington, era miembro de la Cuarta Generación. Alicia estaba totalmente segura de ello, ya que entre los Condenados más poderosos los iguales se reconocían.
Las otras Muertes Rojas debían pertenecer a las Generaciones Quinta y Sexta. Estaba convencida de que serían la progenie del Matusalén, sus chiquillos. Eran peligrosos, pero ninguno de ellos podía rivalizar con su propio poder. Sonrió. Había muy pocos vampiros en el mundo que fueran sus iguales. Lameth, el Mesías Oscuro, era uno de ellos; era evidente que la Muerte Roja se consideraba en dicha categoría, pero estaba dispuesta a demostrarle su error. Destruirle iba a ser todo un placer.
Bostezó. Las medidas no habían variado y el infierno en el exterior proseguía. Pasarían muchas horas antes de que el departamento de bomberos fuera capaz de controlar las llamas, y hasta entonces estaba atrapada en la cápsula. Ni siquiera sus poderes sobre el control del tiempo le servían ahora, ya que salir de la cápsula la expondría a un terrorífico horno. Su espíritu sobreviviría, pero no su forma física. Aunque antes había estado dispuesta a sacrificar su cuerpo para matar al monstruo, ya no se sentía tan generosa.
El plan de la Muerte Roja se había concentrado totalmente en destruir a Alicia Varney, dueña del inmenso imperio financiero Varney. Si ella moría Anis quedaría despojada durante décadas de su poder, y eso era exactamente lo que la Muerte Roja deseaba.
Cerró los ojos. Pronto amanecería, estaba cansada y necesitaba dormir. Miles de años de existencia le habían enseñado a ser paciente, y podía esperar a mañana para encargarse de la Muerte Roja. Segundos después se durmió.
Alicia soñaba...
—La dama en la habitación doce quiere una botella de buen vino —dijo Marcus Drum con una sonrisa lasciva en su feo rostro—. Cariño, ha pedido que seas tú la que se la lleve. Y me ha pedido que no te demores mucho.
—¿Yo? —preguntó Alice, mirando a Drum para intentar discernir la verdad entre sus rasgos retorcidos—. ¿Por qué yo?
El anciano rió de forma desagradable.
—¿Tú que crees? —respondió—. Puede que sea de esas a las que le gusta disfrutar con jóvenes bonitas como tú, mi pequeña. Algunas de las mejores damas que frecuentan mí establecimiento tienen esas extrañas inclinaciones. ¿Quién sabe? Mientras esté dispuesta a pagarme por tus servicios no me importa. Vamos, muévete antes de que se canse de esperar, y llévate dos vasos. También me lo dijo. Y acuérdate de traerme hasta el último penique que te dé. Si se te ocurre quedarte con algo te azotaré.
Alice ahogó una maldición. Drum era un viejo avaricioso hijo de puta al que le gustaba el látigo. Estaba segura de que, le pagara lo que le pagara aquella mujer, él diría que no era todo, aprovechando para golpearla hasta dejarla inconsciente. Alice lo había consentido durante tres años. El idiota no sabía que en realidad tenía razón, y que era verdad que se había estado quedando con dinero. Permitía que la pegara, pero no le importaba mientras no le dejara cicatrices. Algún día, muy pronto, habría ahorrado lo suficiente como para escapar de aquel nido de ratas y montar su propio negocio. Para el Maestro Drum también tenía planes. Y para su látigo de cuero.
Alice Hale, de veintidós años, era una de las mujeres más bellas de todo Londres. Era una prostituta de cabello oscuro con ojos deslumbrantes y una figura escultural, y su ambición estaba a la altura de su belleza. Había nacido en las calles y había empleado su cuerpo (y a veces su cuchillo) para llegar hasta el puesto de principal chica de servicio en el local El Trago Amargo. Para ella no era más que otro peldaño en su búsqueda de la fama y la felicidad. Otras mujeres del Londres del siglo XVIII habían escapado de las calles y habían llegado a convertirse en miembros de la aristocracia, y para ello solo hacía falta una cierta habilidad sexual... y muchísimo dinero.
Lo primero ya lo tenía. El dinero lo estaba acumulando, pero le estaba llevando más de lo que esperaba. Sabía que su belleza no duraría siempre, pero aún no estaba desesperada. Sin embargo, la ansiedad estaba ahí.
Aquella noche esperaba que la dama de gustos poco frecuentes le diera una propina superior a lo habitual. Ya había hecho el amor con los hombres suficientes como para no sorprenderse con sus peticiones, pero aunque las demás chicas solían hablar de los gustos extraños de algunas mujeres ricas, nunca le habían pedido que estuviera con una dama.
Ligeramente nerviosa, y sosteniendo una bandeja con dos vasos y una botella del mejor vino de la taberna, llamó a la puerta. Los dos vasos también le extrañaban, ya que sus clientes masculinos nunca habían compartido la bebida: no le veían sentido a desperdiciar un buen vino o una buena cerveza con una chica del servicio. Esas cosas no se hacían. Sin embargo, Drum insistió en que la dama quería dos vasos. Todo aquello era bastante extraño.
La puerta se abrió. Excepto por una vela solitaria, el cuarto estaba completamente a oscuras. La noble, envuelta en las sombras, se encontraba frente a ella. Alice se humedeció los labios con la lengua.
—Le traigo su vino, señora.
—Ya lo sé, Alice —dijo la mujer. Su voz era rica y profunda, culta y extrañamente exótica. Dio un paso hacia el interior—. Por favor, pasa.
Alice obedeció con suspicacia. Depositó la bandeja con los dos vasos y la botella en la mesilla. La mujer permaneció en las sombras.
—¿Quiere que le sirva una copa, señora? —preguntó, tratando de controlar sus emociones. Odiaba que Drum le tratara como a una baratija, como había hecho aquella noche.
—Para mí no —respondió la misteriosa mujer. Era alta y vestía bien. Por lo poco que Alice había podido ver, sus rasgos parecían muy bellos. No debía ser una mujer que tuviera que pagar a cambio de favores sexuales. La joven pensó preocupada en el tipo de diversión que Drum le había prometido, y en cuánto habría recibido aquel viejo cabrón a cambio.
—¿No quiere vino? —preguntó—. No comprendo.
—No me apetece vino —dijo—. Por favor, sírvete tú una copa. Bebe tanto como desees.
Alice negó con la cabeza.
—No, muchas gracias, señora. Es demasiado bueno para gente como yo.
La mujer rió. Su voz era la más sensual que Alice había oído jamás.
—No tiene sentido que me mientas, Alice. Por favor, sírvete. Las buenas cosechas son para disfrutarlas, especialmente por el precio que el señor Drum me ha cobrado.
Alice evitó un escalofrío y se sirvió un vaso. Realmente era un buen vino. Marcus Drum tenía una excelente bodega para sus mecenas adinerados. Al menos, pensó, el vino le serviría para desquitarse un tanto por lo que sucedería aquella noche.
—Estás equivocada, Alice —dijo la dama, surgiendo de las sombras para que sus rasgos quedaran iluminados por la luz de la vela. Era la mujer más impresionante que la joven hubiera visto nunca, con el cabello negro y largo, los labios del color de la sangre y un porte aristocrático. Vestía un sencillo traje negro contra el que su piel parecía blanca como la nieve. Se movía con una gracia sinuosa que Alice encontraba bastante inquietante—. No he llegado a ningún trato con el señor Drum. Tu cuerpo no me interesa. Al menos, no del modo que tú sospechas.
—Sabía mi nombre —dijo Alice, que nunca había sabido mantener la boca cerrada.
—Conozco tu nombre, tu lugar de nacimiento, tu historia y tus pensamientos más íntimos —dijo la dama, sentándose cuidadosamente sobre la enorme cama de plumas—. Tus padres son Tom y Molly Hale. Eres la última de siete hermanos. Solo cuatro sobrevivisteis, pero hace años que no los ves. Tu primer contacto sexual fue con Tom Smith, en el día de Navidad de 1714, cuando ambos contabais trece años. A lo largo de los diez años posteriores siguieron muchísimos más. —La dama sonrió—. Quieres coger el látigo del señor Drum y estrangularle con él. La imagen está bastante clara en tus pensamientos. ¿Hace falta que siga? No tienes secretos para mí, jovencita.
Alice sacudió la cabeza aturdida e incrédula. Debería estar asustada, probablemente aterrorizada por aquellos comentarios, pero no sentía nada, salvo el deseo de tomar otro vaso de vino.
—Bebe —dijo la mujer—, y luego siéntate aquí a mi lado. Tenemos que hablar.
—¿Sobre qué? —preguntó Alice, recuperando todas sus suspicacias—. ¿Qué desea una bella dama como vos de alguien como yo?
—Más de lo que puedas imaginar —dijo. La pálida luz de la vela se reflejaba en la blancura perfecta de sus dientes—. Mi nombre es Anis, y llevo algunos meses observándote desde la distancia. La reunión de esta noche estaba preparada desde hacía mucho tiempo. No me gusta tomar decisiones equivocadas, y ahora que te tengo delante y noto tus sentimientos sé que he elegido bien. Eres ambiciosa, careces de escrúpulos y eres fuerte. Exactamente como yo.
—No comprendo —dijo Alice—. ¿De qué estáis hablando?
—Un trato, Alice —respondió Anis—. Estoy hablando de un trato.
—Sois el diablo —respondió la joven, recordando las historias que había oído de niña. Sus ojos se estrecharon, como si estuviera tratando de detectar unos cuernos o una cola—. O uno de sus servidores.
—¿Importaría que así fuera? —preguntó Anis—. ¿Importaría realmente si te ofreciera todo lo que tu corazón desea?
—Ni por un solo momento —respondió Alice con honestidad—. No me asusta pasar la eternidad en el Infierno si eso significa que puedo vivir mis días en la Tierra con esplendor. Lo que importa es el presente. Ésa es mi verdad.
—Opinas exactamente igual que yo —dijo Anis—. Pensamos igual. ¿Por qué preocuparse por el Más Allá? El mundo material está esperando para que lo conquistemos. —La mujer se inclinó hacia delante con un brillo sobrenatural en la mirada—. No soy el diablo, Alice, ni uno de sus servidores. Soy una de los Condenados. Soy miembro de los no-muertos, un vampiro.
—¿Un vampiro? ¿Qué es eso? —preguntó.
Anis lanzó una carcajada.
—Parece que no me tenía que haber preocupado por asustarte. Supongo que la ignorancia es una bendición. Un vampiro, Alice, es un hombre o una mujer que muere y que regresa para alimentarse de los vivos. Son criaturas que subsisten únicamente con sangre humana. Estos seres no-muertos, o Cainitas, como muchos prefieren llamarse, son inmortales y prácticamente invulnerables. Pueden ser eliminados mediante la luz del sol o el fuego, o siendo decapitados. Una caída desde un acantilado suele ser fatal. Eso es todo. Algunos, como yo, existimos desde hace más de cinco mil años.
Alice sacudió la cabeza y rió. La potencia del vino le aturdía.
—Suplico vuestro perdón, mi dama, pero a mí no me parece que tengáis cinco mil años. No tenéis ni una arruga en el rostro. Más bien tenéis veinticinco. Treinta, a lo sumo.
Con una sonrisa amable, Anis asintió. Inesperadamente, una de sus manos salió disparada y agarró a Alice por la garganta. Después se levantó sin esfuerzo, alzando fácilmente a la joven por los aires. La mano le impedía emitir sonido alguno, y con ojos desesperados trataba sin éxito de liberarse de aquella férrea presa.
Anis abrió la boca, revelando dos largos colmillos que no podían ser humanos.
—Con un solo mordisco podría dejarte seca —declaró, agitando a Alice como a una muñeca de trapo—. ¿Me crees ahora, Alice, o sigues dudando de mi palabra?
Abriendo la mano, Anis dejó caer al suelo a la muchacha, que con un gemido se frotó el cuello donde se le habían clavado aquellas uñas de hierro. Levantó la mirada hacia la figura que tenía frente a ella.
—Os creo —susurró—. Del todo.
—Bien —dijo Anis, sentándose de nuevo en la cama—. Esperaba que la demostración te convenciera. La alternativa era... desagradable.
Alice tembló mientras pensaba en los colmillos.
—¿Habríais bebido mi sangre? —preguntó—. ¿Me hubierais asesinado por el único motivo de que conocía vuestro secreto?
—La vida humana, querida —respondió Anis con un encogimiento de hombros—, es muy barata. Después de cincuenta siglos los mortales no son para nosotros más que una sombra. No mato sin un motivo, pues ese es el comportamiento de las bestias. No obstante, en caso de necesidad no dudo. Recuerda lo que digo, pues es una lección que deberás aprender y no olvidar jamás.
—¿Qué queréis de mí, si no es mi sangre? —preguntó Alice mientras se servía un tercer vaso de vino. Había recuperado por completo la sobriedad—. Hablasteis de un trato.
—Quiero tu cuerpo, no tu alma —dijo Anis de forma pausada—. Deseo vivir de nuevo. A través de ti quiero volver a experimentar los placeres de la carne. Ansío volver a comer alimentos de verdad, beber vino, hacer el amor apasionadamente. Como vampiro tales placeres me están vedados, pero con tu colaboración podré volver a disfrutar de todos ellos.
—¿Cómo? —preguntó la muchacha.
—Tras miles de años de existencia —dijo Anis—, mi cuerpo se ha cansado. Gran parte del tiempo, excepto por breves interludios como esta noche, lo paso en un estado de trance conocido como letargo. Mi forma física permanece en un profundo sueño, pero mi mente es libre para vagar donde desee. Una vez se forje un vínculo mental entre las dos, podré fundir mis pensamientos con los tuyos. Se tratará de una relación simbiótica que no te hará daño alguno, pero que me permitirá percibir la realidad a través de tus sentidos humanos.
—Os adueñaréis de mi cuerpo —dijo Alice asustada—. Reemplazaréis mi alma con la vuestra.
—Nunca —respondió Anis, negando con la cabeza—. Eso arruinaría mis intenciones. No quiero que te conviertas en mí. Quiero ser parte de ti, recuperar parte de mi humanidad. Se producirá un cambio en tu personalidad, no hay duda, ya que mis objetivos y ambiciones se harán importantes para ti. Además, absorberás gran parte de mi conocimiento, mi historia y mis poderes. Pero siempre serás Alice, aunque una más poderosa. Alice y Anis están unidas en una sola entidad. Llámanos... Alicia.
—Mencionaste riqueza y poderes —siguió la joven. La mayoría de lo que escuchaba no tenía ningún sentido para ella, pero no le importaba. Lo que importaba era que estaba cansada de la pobreza, cansada de tener que luchar para sobrevivir. Quería todo lo que la vida tenía que ofrecer, y lo quería ahora, no más tarde. El precio le daba igual—. ¿Cuándo?
—Tan pronto como quieras —dijo Anis—. Para completar nuestro trato no tienes más que beber un poco de mi sangre. Unas gotas bastarán. La vitae te transformará en mi ghoul, y como tal tus poderes físicos y mentales se ampliarán notablemente. Mi sangre también frenará el proceso de tu envejecimiento hasta casi detenerlo. Podrás vivir varios siglos. Una vez sellemos el pacto nos ocuparemos de algunos asuntos pendientes en esta taberna. El señor Drum recogerá la amarga cosecha que ha sembrado. Quemar este lugar hasta los cimientos con él atado a la cama será bastante satisfactorio. Tendrás tu venganza, querida Alice, y lo poco que el señor Drum sabe sobre mí desaparecerá con su desafortunada muerte. Después regresaremos a mi casa en el campo. Allí te instruiré sobre toda las cosas que deberás aprender antes de que puedas funcionar como mi alter ego. La pobre sirvienta debe transformarse en una dama, y ni siquiera mis poderes pueden conseguir eso de un día para otro —La voz de Anis se hizo seria—. No hay prisa. Si algo nos sobra, es precisamente tiempo.
—¿Viviré para siempre? —preguntó Alice—. ¿No moriré jamás?
—No puedo prometerte eso —respondió Anis—. La carne mortal envejece. No es posible detener el proceso, solo frenarlo. Sin embargo, sobrevivirás a muchas vidas mortales. Puede que alcances el milenio, o incluso más.
—Suficiente para mí —dijo Alice. Entonces comprendió—. No soy la primera, ¿no? Dijisteis que teníais más de cinco mil años. Esta no es la primera vez que hacéis un trato con una joven —Sonrió, complacida con su descubrimiento—. Estoy en lo cierto, ¿no es así?
—Eres la tercera —admitió Anis—. Mi último huésped murió hace una década, y desde entonces he estado buscando otro. Mis gustos son bastante selectos, ya que pocas mujeres reúnen los atributos físicos y las capacidades mentales que deseo. Casi había dado por imposible mi búsqueda... hasta esta noche. —Su voz se suavizó hasta hacerse casi suplicante—. Ansío los placeres de la vida. Estoy terriblemente aburrida con la no-muerte. Quiero volver a vivir... En letargo, mi mente es libre de vagar tanto por el día como por la noche. Quiero volver a sentir el sol sobre mi piel. Quiero sentirme... cálida. Con tu cooperación, empleando tus sentidos, podré hacerlo otra vez.
Alice se humedeció nerviosa los labios. Quería creer que Anis le estaba contando la verdad, pero estaba asustada, terriblemente asustada de ser engañada. Sospechaba que, una vez sellado el trato, no hubiera vuelta atrás.
—¿Hay otros como tú? —preguntó—. ¿Otros Cainitas?
—Hay muchos vampiros —dijo Anis poniéndose en pie con una expresión inescrutable—. Existen miles de ellos por todo el mundo. Son los amos secretos de la humanidad, manipulando a las naciones y a las razas para lograr sus propios fines. Pero no es eso lo que quieres saber, ¿no, Alice? Te preguntas si hay otros que, como yo, vivan mediante huéspedes humanos. La respuesta a esa pregunta es no.
—¿Por qué no? —preguntó ansiosa la joven—. ¿Qué secretos me estáis ocultando? ¿Están los demás contentos con su destino, o les asustan demasiado las consecuencias?
—No eres estúpida, Alice —dijo Anis—. Ésa es una de las muchas razones por las que te he elegido como compañera. Los Condenados no están ni asustados ni satisfechos. La mayoría odia su existencia, ya que deben soportar un eterno conflicto con la sed de sangre que ruge en su interior. Se la llama la Bestia Interior. Ése es el motivo por el que muchas uniones entre espíritus Cainitas y humanos están condenadas a fracasar. Cualquier mortal que se conecte con un vampiro cae en la demencia, enloquecido por la desoladora sed de su compañero. Sólo uno de los no-muertos libre de esa maldición oscura puede fundir su personalidad con un humano...
—¿Qué os hace tan especial? —preguntó Alice.
Anis sonrió.
—Elegí al amante adecuado.
—N-no comprendo...
—Existe un estado especial del ser —dijo Anis—, conocido como Golconda que sólo unos pocos Cainitas afortunados alcanzan. Normalmente es el resultado de cientos y cientos de años de rigurosa disciplina mental y una intensa meditación espiritual. Un vampiro que alcanza la Golconda logra un absoluto dominio sobre su deseo de sangre. Está en armonía con el universo. —Anis rió—. Por desgracia, alcanzar la Golconda ha demostrado ser prácticamente imposible para casi todos los de mi raza. Se dice que el círculo interno de una misteriosa secta conocida como el Inconnu lo ha conseguido. Otros dicen que la progenie de Saulot, los Salubri, también lo lograron... pero ya no existen. Como ningún vampiro admitirá su pertenencia a ninguno de los dos grupos, en mis más de cinco mil años de existencia aún estoy por conocer a uno de estos seres increíbles.
—Pero vos lo conseguisteis —dijo Alice, y no como una pregunta.
Anis asintió.
—Como dije, la diferencia la marcó el amante adecuado. Hace casi seis mil años, en un fabuloso lugar conocido como la Segunda Ciudad, un brillante vampiro alquimista y hechicero, Lameth, creó una poción mediante extraños y esotéricos componentes que inducía artificialmente la Golconda. Sólo había elixir suficiente para dos. Él bebió la mitad y el resto me lo dio a mí.
—¿Qué ocurrió con Lameth?
—Aún existe —contestó Anis casi con melancolía—. También pretende ser humano, aunque no sé si utiliza la misma técnica que yo. A lo largo de los siglos hemos vagado juntos muchas veces para luego separarnos, unas veces como amantes y otras como amargos enemigos. Los dos albergamos ambiciones que no pueden compartirse con otro. Entre los Cainitas es conocido como el Mesías Oscuro, ya que la fórmula de su elixir ofrecía la salvación para los Condenados. Sin embargo, e igual que su contrapartida mortal, aún está por regresar.
—Y a ti, Anis —dijo Alice, sabiendo que había terminado la hora de las preguntas—, ¿cómo te llaman los demás vampiros?
La Cainita extendió el brazo derecho, llevando su muñeca hasta los labios de Alice.
—Yo soy Anis, Reina de la Noche. Ahora muerde, y bebe. Que comience la mascarada.