Washington D.C.: 23 de marzo de 1994

El pequeño avión aterrizó en la pista oculta a las cuatro de la madrugada. Según los registros del Departamento de Hacienda de Virginia, el campo era propiedad de la Corporación Americana del Desarrollo e Investigación del Tabaco. Un edificio solitario de ladrillo de dos plantas se alzaba en una esquina del terreno, cerca de una carretera muy poco utilizada. En el estacionamiento junto al edificio esperaba una limosina negra. Un cartel en la fachada anunciaba que se trataba de la sede del Instituto de Investigación del Tabaco de los Estados Unidos. Los papeles en poder del Departamento de Hacienda del Estado de Virginia explicaban que la corporación, financiada mediante concesiones de las principales productoras de tabaco, trataba de producir un cigarrillo seguro con un bajo nivel de alquitrán. En los enormes terrenos se sembraban miles de plantas de tabaco alteradas genéticamente.

Nadie se había molestado en declarar que las plantas estaban fijadas a grandes tableros móviles que se retiraban con sólo pulsar un interruptor, revelando una pista de aterrizaje totalmente operativa. Tampoco se hablaba de los millones de dólares que se pagaban cada año en sobornos a los policías de la zona, asegurando que los vuelos del Instituto no fueran interrumpidos ni investigados. Los empleados no eran ni científicos ni investigadores, sino matones del Sindicato. Los terrenos, localizados exactamente a cuarenta y tres kilómetros de la Casa Blanca, eran uno de los principales puntos de entrada de la droga destinada a la capital. En ocasiones servía como acceso para los visitantes extranjeros que preferían no atravesar las aduanas. Aquella noche era el caso.

Tres hombres se acercaron a la CESSNA mientras los poderosos motores calmaban su rugido. En cuanto el único ocupante saliera, el avión volvería a despegar, los tableros regresarían a su posición y la pista de aterrizaje desaparecería, reemplazada por la plantación de tabaco. Encabezando la delegación estaba Tony "El Atún" Blanchard, jefe de la Costa Este del Sindicato del Crimen. Era un hombre grande y robusto de cara roja, y llevaba toda la tarde esperando nervioso la llegada de aquel pequeño avión. Su traje de Armani de mil dólares estaba totalmente arrugado. Aunque el aire nocturno era frío, no dejaba de sudar mientras se acercaba a la puerta del aparato y esperaba a que ésta se abriera.

A ambos lados se encontraban sus guardaespaldas, Alvin y Theodore. Los dos eran gigantescos (medían casi dos metros diez), musculosos y de brazos simiescos. Vestían trajes grises de corte clásico, camisa blanca y corbatas grises. Aunque la iluminación del campo de aterrizaje era escasa, los dos llevaban gafas de sol. Eran matones fríos y despiadados, y exudaban un aire amenazador. Alvin y Theodore no le tenían miedo a nada, y por eso Tony los había traído con él.

Una figura oscura salió del avión y bajó hasta la pista. Vestía un pesado abrigo negro, bufanda blanca y sombrero gris. Sus grandes manos estaban protegidas por guantes de seda negra. El extraño, bajo y fornido, era de hombros anchos y cabello oscuro muy corto. Su rostro era muy pálido, la nariz ganchuda y las cejas estrechas y enarcadas le daban el aspecto de un halcón al acecho. Los labios blancos eran muy finos, y sus ojos tenían el color del mármol viejo. Aparentaba cuarenta años, pero Tony Blanchard sabía que era mucho, mucho más viejo.

—Don Lazzari —dijo, tratando de mantener un tono tranquilo. Extendió la mano a modo de saludo—. Es usted puntual.

—Muy puntual, Tony —respondió Don Lazzari, dándole la mano. Su apretón era como el acero, y sus dedos eran fríos—. Le dije al piloto que si no llegábamos con media hora de antelación le arrancaría los genitales.

Don Lazzari rió con una voz cruel y dura. Tony le imitó, pero más por miedo que por el comentario. Sabía que aquel hombre hablaba en serio. El Capo de la Mafia nunca amenazaba en balde.

—Por favor, sígame —dijo mientras señalaba el edificio del Instituto—. Tenemos que abandonar la pista para que el avión pueda despegar. Además, dentro estaremos mucho más cómodos.

—¿Ya ha llegado todo mi equipaje? —preguntó Don Lazzari mientras entraban.

—Todo en orden —respondió Tony—. Su ataúd llegó esta tarde y ordené que lo situaran en el sótano del Instituto. Debido a lo precipitado de su aviso, parecía el lugar más seguro. He asignado a Alvin y a Theodore, mis guardaespaldas personales, la tarea de montar guardia hasta mañana. Por la noche, cuando despierte, podremos mover el ataúd donde usted desee.

—Todo parece correcto —dijo Don Lazzari—, considerando el poco tiempo del que has dispuesto. Creo que este lugar me servirá como base para mis asuntos. Buen trabajo, Tony.

—Muchas gracias, Don Lazzari —dijo Blanchard, suspirando aliviado—. He hecho lo que he podido. Si hubiera dispuesto de más tiempo...

—Don Caravelli me envió aquí como respuesta a una noticia del todo inesperada —respondió Lazzari—. El Capo de Capi suele olvidar que las principales operaciones necesitan de una adecuada preparación. Espera milagros. —El Don de la Mafia sonrió, revelando una dentadura amarillenta y lupina—. Por supuesto, nunca he pronunciado estas palabras. Sólo un idiota se atrevería a criticar a Don Caravelli, y yo no soy ningún idiota.

—No, Don Lazzari —dijo apresuradamente Blanchard. Volvía a sudar—. Desde luego, usted no es ningún idiota.

—Me alegra que me comprendas, Tony —respondió el otro mientras entraban en el edificio—. Tengo la sensación de que eres un hombre con un gran futuro. Asumo que eres capaz de mantener la boca cerrada y los ojos y los oídos abiertos.

—Sí, Don Lazzari —respondió Tony sacudiendo la cabeza arriba y abajo como una boya—. Sus deseos son órdenes. Se lo prometo. Se lo juro.

—Bien —dijo el Don. Se encontraban en la gran sala de reuniones, con una mesa alargada rodeada por seis sillas. Con un gruñido de satisfacción, Lazzari se sentó en la silla de cuero negro en la cabecera de la mesa—. Muy bien. —Señaló la silla que había a su lado—. Siéntate, Tony. Relájate. Tenemos que hablar de algunos asuntos —dijo mientras sus ojos se estrechaban y sus labios se torcían en la más leve de las sonrisas—. La petición especial que te hice ayer. La de la joven, una virgen. ¿Me has encontrado una?

—Sí, Don Lazzari —respondió Tony con la garganta repentinamente seca. Era un hampón endurecido que no tenía problemas con los adultos, pero que prefería mantener alejados a los niños de todos sus asuntos—. Encontramos a una. Mis hombres raptaron a la chiquilla en la escuela de un convento. Está atada en el sótano. Como ordenó, no hemos utilizado ni sedantes ni drogas. Está despierta.

Don Lazzari sonrió.

—Excelente, Tony. Manda a esos dos gigantes para que me la traigan. Mientras tanto, tú y yo hablaremos de negocios.

—Como desee, Don —dijo Tony mientras se volvía hacia sus hombres—. Id a por la chica y traedla arriba. El Don quiere verla. Rápido.

Sin más palabras, Alvin y Theodore salieron hacia el sótano. Apenas hablaban, y ninguno de los dos tenía mucho que decir. Además, no les pagaban para charlar, sino para cumplir órdenes.

—La sangre de una virgen —dijo Don Lazzari—, es más dulce que cualquier otra. Mis congéneres Vástagos me dicen que no hay diferencia alguna, pero carecen de mi paladar refinado.

—Eh, por supuesto, Don Lazzari —dijo Blanchard mientras el sudor empapaba su camisa. No se sentía nada cómodo hablando de sangre humana, especialmente cuando la víctima era una adolescente sin culpa alguna—. ¿Quería hablar de negocios?

—La zorra Giovanni —dijo Don Lazzari—. ¿Han descubierto tus hombres algún rastro de ella?

Blanchard torció el gesto.

—Aún no, pero siguen buscando. Hemos pasado nota por las calles. Según la información que nos proporcionó su hombre, Darrow, la mujer viaja en un gran trailer con el símbolo de los Giovanni en el lateral. Es todo un detalle que anuncie así su presencia. Esperamos dar con el camión de un momento a otro.

—Cuanto antes mejor —dijo Don Lazzari—. No puedo arriesgarme a que abandone la ciudad. Las apuestas están demasiado altas. Aumenta la recompensa si es necesario, a la Mafia le sobra el dinero. Pagaré de mi bolsillo veinticinco mil dólares al hombre que dé con el camión.

—¿Veinticinco de los grandes? —silbó Blanchard—. Es un buen montón de pasta por localizar a la dama. Don Caravelli debe estar ansioso por ponerle las manos encima.

—Madeleine Giovanni lleva muchos años siendo una constante molestia —respondió Lazzari—. El Capo de Capi está deseoso de liberarse de ella. Ha ofrecido una inmensa suma por su eliminación, y he venido aquí para supervisar personalmente la operación.

—¿No dijo Don Caravelli algo sobre que la tal Madeleine no era una pieza fácil? —preguntó Blanchard. Junto a otros tres jefes del Sindicato acababa de regresar de una visita al jefe supremo de la Mafia. No había sido un viaje nada agradable—. Nos dijo que había eliminado a seis asesinos que había enviado contra ella.

—No hay duda de que esa puta tiene garras —dijo Don Lazzari—, pero no es invencible, ni invulnerable. En cuanto esté seguro de que está en la ciudad lanzaré el mensaje especial que he traído de Sicilia. Don Caravelli ha ofrecido el control de toda la rama estadounidense de nuestra operación al Cainita que destruya a Madeleine Giovanni. La recompensa hará que todos los vampiros de la ciudad salgan a cazarla. Ni siquiera ella podrá enfrentarse a tal marea.

—Suena prometedor —dijo Tony—. Nadie es tan duro.

—Si diera con ella —siguió Lazzari, con la mirada inundada por el fuego—, la clavaría al suelo con una decena de puñales. Me aseguraría de que no se moviera ni un milímetro. Después la vería luchar hasta que el sol se alzara y fundiera su carne, arrancándosela de los huesos y convirtiéndola en polvo. —El vampiro se detuvo, como si estuviera saboreando sus pensamientos—. Grabaría cada momento para poderla ver morir miles de veces, y cada vez que pusiera la cinta reiría y reiría.

Blanchard tragó saliva, sintiéndose molesto. El sonido de pasos le recordó que estaban a punto de suceder cosas peores, mucho peores.

Alvin y Theodore volvieron a la habitación. Entre ellos, y con un pañuelo en la boca para que no pudiera gritar, había una chica de unos catorce años. Medía poco más de uno sesenta y era de una delgadez extrema. Llevaba el pelo castaño recogido en coletas. Vestía uniforme de colegio, con calcetines blancos y sencillos zapatos negros. Sus mejillas estaban surcadas de lágrimas y los ojos mostraban su terror. Tenía buenos motivos para estar asustada.

Don Lazzari la observó. Sus miradas se encontraron y, por un momento, la joven dejó de luchar, hipnotizada por los ojos del vampiro. Lazzari rió entre dientes.

—Perfecto —declaró—. Exactamente lo que quería. Nunca ha conocido el tacto de un varón.

—Tratamos de agradarle, Don Lazzari —dijo Tony Blanchard, luchando para no vomitar. El deseo impío presente en la voz del Capo le provocaba nauseas—. ¿Quiere que... que le dejemos solo con la chica?

El Capo sacudió la cabeza.

—No. Gran parte del placer procede de la emoción de la persecución. Quiero que dejéis marchar a la chica.

—¿Dejarla ir? —preguntó Blanchard—. No seré yo el que dude de su buen juicio, Don Lazzari, pero si la niña llega hasta la autopista y consigue ayuda, toda la operación se pondría en grave peligro.

—No temas —dijo Lazzari riendo—. Acepto toda la responsabilidad por lo que pueda pasar. Quitadle el pañuelo, tengo que hablar con ella. Es importante que comprenda lo que está a punto de suceder.

Alvin dejó libre la boca de la muchacha.

—¿Quién es? —preguntó con voz aterrorizada—. ¿Qué quiere de mí?

El Capo se puso en pie.

—Me llamo Don Nicko Lazzari. Soy un vampiro —Sonrió, estirando sus labios para mostrar dos largos colmillos—. Me alimento de sangre humana caliente. Tú, niña, eres mi presa.

—¿Por qué yo? —preguntó la muchacha mientras las lágrimas caían por sus mejillas—. No le he hecho nada malo. Nunca he hecho daño a nadie... —El llanto se había convertido en un torrente—. ¿Por qué yo?

Don Lazzari se encogió de hombros.

—Estabas en el lugar equivocado en el momento equivocado. El nuestro es un mundo de tinieblas en el que no existe la justicia. La vida y la muerte son accidentes de un destino que no se preocupa por nosotros, que no tiene significado ni propósito. —El vampiro se detuvo, como si estuviera reflexionando—. Sin embargo, no soy irrazonable en mi búsqueda de placer. Te ofrezco una oportunidad de sobrevivir. Eres joven y fuerte, y tu cuerpo está sano. Puedes correr. Si consigues eludirme lo suficiente como para llegar hasta la autopista, te prometo que te dejaré marchar.

—¿Por qué tendría que creerle? —dijo la niña entre sollozos—. Dígame por qué tengo que creerle.

El vampiro mostró una desagradable sonrisa.

—No me importa que me creas, ya que no tienes opción: corre o muere. —Hizo un gesto a los dos guardaespaldas—. Llevadla fuera. Me aburre tanta cháchara.

Alvin y Theodore observaron a Tony Blanchard, ya que era él el que les pagaba, no Don Lazzari. Totalmente pálido, sabiendo que estaba sentenciando a muerte a la chica, asintió y entró en las filas de los condenados.

—¿En qué dirección se encuentra la autopista? —preguntó Don Lazzari cuando se encontraban en la entrada del edificio. La oscuridad era absoluta, y aún quedaban unas horas antes del amanecer. La única luz provenía de la luna.

—Está a un kilómetro y medio, hacia el este —respondió Tony señalando el camino de tierra que pasaba cerca del Instituto—. Eso si se sigue el camino. Atravesando el bosque está aún más cerca.

—Un kilómetro y medio —le dijo Don Lazzari a la joven—. Una carrera de seis o siete minutos para una chica de tu edad. ¿Estás lista? Te daré cinco minutos de ventaja. Ni un segundo más, ni un segundo menos. —El vampiro observó a Blanchard—. Tienes reloj. En cuanto comience a correr pon en marcha tu cronómetro. Tendrá el tiempo prometido. Mi palabra es sagrada.

—Por favor —suplicó la chica, primero a Blanchard, luego a Alvin y por último a Theodore—. No dejen que me mate. Ustedes pueden detener esta cosa horrible. Por favor... —Ninguno de ellos dijo palabra alguna. Gimiendo, la chica se volvió hacia la carretera—. Oh, Dios mío, sálvame, por favor.

Don Lazzari lanzó una risotada, un ruido cruel en el que no había la menor sombra de piedad.

—Tu dios no puede ayudarte ahora, y yo no tengo tiempo que perder. Corre, niña, corre.

La chica obedeció. Salió disparada como una flecha y corrió por la carretera de tierra que llevaba hasta la autopista. Era rápida, mucho más de lo que Blanchard hubiera imaginado. Observó nervioso su reloj. Había pasado menos de un minuto y la muchacha ya no estaba a la vista.

—Se mueve bien —dijo Don Lazzari con los ojos brillando por la emoción—. Eso me agrada. La pobre idiota cree que puede escapar. Las que cazo en Europa se resignan hasta tal punto a su destino que ni siquiera simulan intentarlo. Les falta mordente. Su falta de entusiasmo le quita toda la gracia a la persecución.

—Dos minutos —dijo Tony—. La chica es condenadamente rápida, Don Lazzari. Podría llegar hasta la autopista en cinco minutos. Como dije antes, si llega hasta la policía puede poner en peligro todo esto.

El vampiro hizo un gesto con la mano.

—Le di mi palabra a la niña, Tony, y me niego a romperla en ninguna circunstancia. Tiene su oportunidad. Eso es lo que hace emocionante la caza. ¿Conseguirá escapar de mis garras? ¿Sobrevivirá a esta noche? No es probable, a pesar de su velocidad. Como muchos otros miembros de mi raza, soy muy, muy rápido.

—Cuatro minutos —dijo Blanchard—. ¿Quiere que le sostenga el abrigo, o algo? La niña tiene que estar llegando a la autopista. Puede que sea necesario un esfuerzo mayor de lo esperado.

Lazzari sacudió la cabeza. Giró suavemente sobre sus talones hasta encararse en la dirección hacia la que había partido su presa.

—Nadie se me escapa, Tony —declaró sombrío—. Nadie se me resiste.

El hampón tragó saliva, comprendiendo que no sólo estaba hablando de la chica en los bosques. La amenaza implícita era evidente: cruzarse en el camino del Capo no era la mejor de las ideas.

—Cinco... —comenzó Blanchard, para detenerse cuando el líder mafioso se desvaneció literalmente, moviéndose más rápido de lo que el ojo podía captar— ...minutos.

Menos de diez segundos después, el horrible grito de una chica rasgó el silencio de la noche. El aullido fue breve, pero permaneció en la cabeza de Tony el resto de la noche, igual que la terrible verdad de lo que había hecho. Don Lazzari era un monstruo malvado y depravado, una criatura de pasiones inhumanas. Colaborando con él, Tony no era mejor.