Washington D.C.: 25 de marzo de 1994
Nervioso, Tony Blanchard volvió a mirar su reloj. Ya habían pasado más de diez minutos desde que soltaron al muchacho. Don Lazzari se había ido hacía cinco, pero del bosque no había llegado ningún grito. Tony no podía sino preguntarse si algo inesperado había sucedido.
—No me gusta nada —susurró—. Algo va mal.
—Ese chaval no era un mierdecita, jefe —dijo Alvin. Él y Theodore parecían tranquilos—. Jugaba a las cartas como un profesional.
—Hacer trampas en el póquer no tiene nada que ver con jugársela a un vampiro —dijo Tony—. Lo más probable es que Don Lazzari se esté tomando su tiempo, jugando al gato y al ratón.
—Sí —dijo Theodore mientras observaba la oscuridad. La niebla se estaba levantando y el leve brillo de la luna comenzaba a filtrarse por las nubes—. Ese mafioso es todo un hijo de puta, y sus amigos son casi peores.
Tony sintió un escalofrío al recordar la mirada hambrienta en los ojos de los renegados.
—No causarán problemas —declaró—. No tendremos que preocuparnos de ellos mientras hagamos nuestro trabajo y obedezcamos a Don Lazzari.
—Seguro, Tony —dijo Theodore—. Apuesto a que Joey Campbell pensaba lo mismo antes de palmarla.
—Le mataste tú, no yo —dijo Tony mientras volvía a observar la hora. El Capo ya había salido hacía diez minutos, y aún no se oía nada desde el bosque.
—Hice lo que se me dijo —respondió Theodore—. Desde luego, no me iba a negar. Al mirar a Don Lazzari vi que era o él o yo, y no soy tan noble.
—Ya somos dos —añadió Alvin—. Lo siento, jefe, pero Don Lazzari es el que está ahora al mando. Tú eres el segundo, y nosotros no podemos hacer nada al respecto.
—Bueno, aún tengo... —Tony se detuvo abruptamente—. ¿Habéis oído algo?
—Mierda —dijo Theodore—. Parecía alguien gritando en la vieja zona de picnic.
—Sí —dijo Alvin palideciendo—. Y no ha sido ese maldito chico.
—El chaval no puede hacer daño a un vampiro —dijo Tony—. No me lo creo.
El segundo grito llegó un minuto después, y duró mucho, mucho tiempo. No había duda de que se trataba de la voz de Don Lazzari.
—Tengo la ligera sospecha de que Lazzari se ha topado con la dama que estaba buscando —comentó Alvin—. A pesar de todo lo que decía, sospecho que no tenía mucha prisa por encontrársela a solas.
—Sí —dijo Theodore—. Tampoco parecía tener muchas ganas de quedarse esperando en el camión a que regresara.
—Pero... pero... —dijo Tony. Cada grito era un clavo más en su ataúd. Se lo había jugado todo a favor de aquel vampiro. Sin la protección del Don Lazzari, Blanchard no era más que un jefe del Sindicato con sueños de grandeza—. No puede terminar así. No.
—Lo siento, Tony —dijo Alvin—, pero no pienso quedarme aquí hasta que demuestres que te has equivocado. Cuando esos cuatro tipos sepan que el italiano es historia volverán, y no tengo ganas de saludarles de nuevo.
—Yo también me largo —dijo Theodore mirando a Tony—. Puedes venir con nosotros si quieres, jefe.
—Yo no me marcho —respondió furioso Tony—. No puede ser cierto. Debe ser un error. Don Lazzari sólo nos está poniendo a prueba. Eso es lo que pasa, una prueba. Quiere ver quién es leal y quién no. Largaos ahora y os cazará uno detrás de otro.
—Me arriesgaré —dijo Alvin desenfundando su arma—. Salud, jefe. Puede que el niño tuviera razón. Nos vemos en el infierno.
Alvin y Theodore se subieron a la limosina negra y se perdieron en la oscuridad. Tony se quedó solo con su rostro convertido en una máscara angustiada.
—¡No puede ser! —gritó al coche que se alejaba—. ¡No puede ser!
Sacudiendo la cabeza, se giró y se dirigió hacia la puerta. Apenas había entrado en el edificio cuando se oyeron los primeros disparos. Desde la entrada podía ver los destellos de las detonaciones. Fueron cinco, seis tiros de armas diferentes. Entonces se oyó un aullido y Tony reconoció la voz de Alvin. Descompuesto, Blanchard cerró la puerta y la atrancó. Rezando plegarias que no oía desde su niñez, corrió escaleras arriba hasta la sala de reuniones de la segunda planta.
—Es esa loca que está detrás de Don Caravelli —le dijo a las sillas mientras se acercaba al sillón de cuero negro que había frente a la entrada—. Mató a seis tipos que el Capo de Capi envió tras ella. Recuerdo que nos lo dijo. Esa puta es el infierno sobre ruedas. Nunca tenía que haberme liado con estos cabrones de la Mafia. Qué gran error, colega, qué gran error.
Cerca del sillón había una pequeña ametralladora oculta en una caja. Tony la sacó y comprobó el cargador. El arma estaba lista.
—Nadie coge a Tony Blanchard desprevenido —dijo—. No es ninguna mierda.
La puerta de entrada saltó en pedazos en la planta baja. Con la mirada aterrorizada, Tony levantó la ametralladora y la apuntó hacia las escaleras. Las luces se apagaron.
Disparó. Apretó el gatillo y no lo soltó mientras las balas volaban por la sala de reuniones, impactando contra las sillas y el suelo. Las paredes explotaban cuando los proyectiles atravesaban el yeso. Tony gritó mientras agitaba el arma de un lado a otro, inundando el aire de plomo.
Mantuvo el dedo en el gatillo hasta que se quedó sin munición. No se oía nada. Rió. Nadie podía haber sobrevivido a aquellos disparos. Hasta los vampiros eran de carne y hueso.
A su espalda, una mano se acercó y le arrancó la ametralladora de los dedos. Ahogado por la sorpresa, Tony se giró. Frente a él había una esbelta joven vestida con un traje negro. Su piel era blanca como la tiza. En silencio, la mujer tomó el cañón ardiente del arma y lo dobló por la mitad.
—Apuntaste demasiado alto —dijo sonriendo—. Además, eres lento.
—¿Q-quién eres? —preguntó Tony, sabiendo la respuesta.
—Soy Madeleine Giovanni, del clan Giovanni —respondió—. Júnior me ha dicho que te llamas Tony.
—¿Júnior? —preguntó—. ¿El chaval?
—El chico que entregaste a Don Lazzari para su caza —dijo Madeleine—. Oyó tu nombre en mi camión. Tiene buena memoria, y nunca olvida a sus enemigos. Nunca.
Tony se sentía mareado.
—¿Vas a matarme?
Madeleine Giovanni negó con la cabeza.
—No, salvo que me obligues a hacerlo. Trataste mal a Júnior, pero no fuiste cruel intencionadamente. Los dos hombres del coche trataron de atropellarme cuando me vieron y tuve que defenderme. Pagaron el precio por su estupidez, pero de otro modo les hubiera dejado marchar en paz. A Júnior le gustaban. Dinero fácil, creo que les llamaba.
—Si no vas a matarme —dijo Tony recuperando parte de su coraje—, ¿qué haces aquí? ¿Qué es lo que quieres?
—Necesito un mensajero —respondió Madeleine—. Hay un comunicado importante que quiero que llegue hasta alguien a quien no tengo acceso inmediato. Tú puedes conseguirlo.
Tony tragó saliva al comprender lo que la mujer quería decir.
—Un mensaje —repitió mientras el sudor comenzaba a caerle por la frente—. ¿Quieres que entregue una carta de tu parte?
—No, una carta no —dijo Madeleine. Sus ojos oscuros parecían increíblemente grandes. Tony no podía apartar la mirada de ellos, hundiéndose en su profundidad imposible. La voz de la mujer llegó desde muy lejos y sus palabras parecían irresistibles.
»Quiero que vueles mañana hasta Sicilia —dijo—. Emplea el nombre de Don Lazzari cuando sea necesario. Te abrirá los canales necesarios. Ya sabes dónde tienes que ir: la fortaleza de la Mafia.
—Su cuartel general —asintió Tony. Escuchó cuidadosamente, sabiendo que tenía que seguir las órdenes de la vampira al pie de la letra. Era lo adecuado. Era necesario que lo hiciera.
—Una vez llegues allí —siguió Madeleine—, quiero que le entregues a Don Caravelli un mensaje de mi parte. Asegúrate de hablarle tú en persona. No permitas que nadie más lo haga por ti. Es tu misión, tu responsabilidad. ¿Comprendes?
Tony asintió.
—Comprendo. Es mi misión. —Haría todo lo que quisiera Madeleine. Era su deber.
—Muy bien —respondió la mujer—. Quiero que le digas lo siguiente: "Madeleine Giovanni envía sus saludos al cobarde de la roca. Tu marioneta, Don Lazzari, ha visto la gloria del amanecer. Muy pronto tú también la conocerás".
Tony repitió las palabras.
—¿Eso es todo lo que tengo que decirle? —preguntó. ¿Quieres que espere por si hay alguna respuesta?
—No será necesario —dijo Madeleine—. No espero respuesta alguna. Don Caravelli tiene un temperamento violento, y sospecho que cometerá el error de pagar el mensaje con el mensajero. Puede que te perdone por tu papel en este drama, pero sinceramente lo dudo.
—Ahora mismo haré los arreglos necesarios —dijo Tony. Se acercó al teléfono, medio enterrado entre los cascotes de yeso. Sorprendentemente, aún funcionaba—. Aún hay línea, gracias a Dios.
Le estaba hablando al aire. Madeleine Giovanni había desaparecido, y el único sonido de la habitación era el del teléfono. El hampón se volvió y marcó el número de su cuartel general. Una vaga sensación de inquietud apareció en lo más profundo de su mente, pero la ignoró. Estaba haciendo lo correcto. Su madre, por fin, le daría su aprobación.