Washington D.C.: 25 de marzo de 1994
Júnior sabía que correr hacia la autopista no serviría de nada. Si Don Lazzari era al menos la mitad de rápido que la señorita Madeleine, una ventaja de cinco minutos no significaba nada. Además, estaba convencido de que, a pesar de todo lo que había dicho, el jefe de la Mafia nunca le dejaría escapar.
Lo que hizo en cuanto el vampiro le dio la salida fue marchar en otra dirección. La mayor parte de su vida la había pasado fugado, y en los años en la carretera Júnior había aprendido muchas cosas para evitar la captura. El factor más importante era aprovechar la ventaja de su tamaño. Don Lazzari podría ser más fuerte y rápido, pero era mucho más alto que él y bastante más fornido. Además, el Cainita no podía soportar la luz del sol.
Júnior sabía que aquello no era una carrera contra la autopista, sino contra el reloj. Tenía que aguantar alejado de Don Lazzari hasta el amanecer. Aquella era su única posibilidad de sobrevivir.
La granja estaba rodeada de árboles. Los bosques eran oscuros y dificultaban la visión. El suelo estaba cubierto de matojos, enredadoras, arbustos y ramas rotas. Júnior comenzó a caminar entre la maleza sin preocuparse por dejar un rastro. Estaba seguro de que el vampiro podría encontrarle de todos modos. Necesitaba encontrar una zona llena de espinos antes de que terminaran los cinco minutos. Sin ellos, estaba condenado.
La suerte estaba con él. Tras tres minutos en el bosque se topó con una enorme masa de arbustos de seis metros de longitud y tres de anchura enredados entre media docena de arces. Las ramas de los arbustos no tenían hojas, sino inmensas espinas, largas y afiladas, que surgían en todas direcciones. Aquella vegetación formaba una barrera, un muro impenetrable. Con un suspiro, Júnior se tumbó boca abajo y comenzó a arrastrarse.
Apenas había sitio para deslizarse bajo las espinas más bajas. El suelo estaba blando y embarrado, lo que frenaba sus progresos. Sin embargo, para cuando terminaron los cinco minutos Júnior esta casi en el centro de la nube de espinas. Apenas se había dado la vuelta cuando supo que su tiempo de gracia había expirado.
—Un bonito truco —dijo Don Lazzari. El vampiro parecía más agradado que molesto—. No sólo tienes cerebro, sino también coraje, te lo concedo. Por desgracia, no me rindo fácilmente. Estos obstáculos no son más que una molestia.
El terreno tembló como si fuera golpeado por un gigantesco martillo. Los ojos de Júnior se abrieron aterrados cuando comprendió que Don Lazzari estaba aferrando la base de cada arbusto para arrancarlos del suelo. El vampiro poseía una fuerza sobrehumana. Con un gemido de frustración, el chico comenzó a arrastrase hacia el otro extremo de los matorrales. No le quedaba hacer otra cosa que correr.
Un minuto más tarde, arañado y lleno de heridas, Júnior se puso en pie. A tres metros, en el centro de los arbustos, se encontraba Don Lazzari con una de las plantas arrancadas en la mano. Sus ojos brillaron en la oscuridad cuando detectó a su aterrada presa.
Con el corazón desbocado, Júnior corrió entre los árboles, trazando un camino irregular a través de la maleza y esperando que el monstruo no fuera capaz de seguirle el rastro. Salvo por su aliento entrecortado, el bosque estaba en silencio. Don Lazzari no hacía ruido alguno.
El terreno se hundió en un pequeño barranco en cuyo fondo corría un pequeño riachuelo. Agotado, Júnior entró en el agua fría. Según una película que recordaba haber visto en el orfanato, los vampiros no podían cruzar el agua. Rezaba por que Lazzari hubiera visto la misma película... y por que se la creyera.
Siete metros más adelante, Júnior regresó al bosque. La corriente se curvaba hacia la granja, y desde luego era el último lugar al que quería ir. Aturdido y confuso, corrió hacia la oscuridad mientras trataba ansioso de detectar algún ruido de su perseguidor.
Inesperadamente, el bosque terminó. Los árboles desaparecieron, dando paso a un campo totalmente abierto. Algunas mesas rotas indicaban que hacía años aquello había sido una zona de picnic. Al otro extremo del claro había un estacionamiento abandonado y una carretera de un solo carril. Más allá debía encontrarse la autopista, comprendió. Era una esperanza remota, pero mejor que nada. Se negaba a rendirse. Nunca lo había hecho.
Gimiendo con cada aliento, atravesó el campo desierto. Los pulmones le ardían y tenía la sensación de tener los pies en carne viva, pero no había señal de Don Lazzari. Nervioso, miró por encima del hombro esperando que el vampiro surgiera del bosque de un momento a otro. No ocurría nada. La lluvia se había detenido y la niebla se levantaba. Un destello de luz de luna iluminó el suelo. El pavimento estaba a menos de veinte metros, luego quince, tres...
La hierba alta que rodeaba a Júnior se agitó como si la meciera una brisa inesperada. El chico creyó ver un destello antes de que Don Lazzari, con una sonrisa de suficiencia en los labios, apareciera de la nada frente al estacionamiento. El vampiro río, meciendo la cabeza fingiendo sorpresa.
—Podía haberte capturado en cualquier momento —declaró—, pero creí que era mejor dejarte creer que tenías alguna posibilidad. El juego es mucho más entretenido si la presa sigue luchando hasta el final.
Júnior se derrumbó sobre el suelo. Tumbado de espaldas, miró desafiante a Don Lazzari.
—Aún no ha terminado, monstruo de mierda —gruñó.
—Ha terminado —respondió el vampiro con los ojos brillantes. Se inclinó y extendió el brazo hacia el hombro del muchacho. En ese momento se congeló: otra voz resonaba en el claro.
—Ha terminado, devorador de niños. No para el chico, sino para ti.
Don Lazzari se giró para enfrentarse a la recién llegada. En su voz pudo oírse un leve rastro de miedo al identificar a la mujer.
—Madeleine Giovanni.
—¡Señorita Madeleine! —gritó Júnior, incorporándose sobre un codo—. ¡Sabía que me encontraría!
La mujer estaba a pocos metros de Lazzari. Se había alzado de las sombras sin un ruido, y su ropa negra y piel blanca como el marfil contrastaban en la noche. Los brazos descansaban a los costados y parecía totalmente relajada. Su rostro era sereno, mortalmente calmado. En sus labios había una sonrisa helada. Sus ojos ardían con la intensidad del infierno.
—Creo que me estabas buscando —dijo—. Ya estoy aquí, Don Lazzari. ¿Dónde está tu valentía, ahora que no te enfrentas a un niño?
El Capo de la Mafia gruñó con un ruido inhumano que surgió de su pecho.
—Puta —dijo—. No me asustas.
—Mentiroso —le respondió Madeleine, dando un paso hacia delante. Don Lazzari se retiró un paso—. O, si lo dices en serio, idiota. Soy tu muerte. Hace un siglo ayudaste a tu amo a matar a mi padre. Esta noche has ejecutado a un niño que era amigo mío.
»Te atreviste a cazar a otro. El castigo por cada uno de tus crímenes es la Muerte Definitiva. Llevo mucho tiempo esperando este momento. No habrá piedad, ni perdón. Lo único que lamento es que no pueda llevarte conmigo de vuelta al mausoleo. Allí sufrirías mil años de tormentos antes de que te dejaran morir.
—Sólo hice lo que se me ordenó —dijo Don Lazzari con voz dubitativa—. Sólo seguía órdenes.
—Eso díselo a tus víctimas cuando te enfrentes a ellas en el infierno.
—¡Nunca! —gritó el vampiro lanzándose hacia Madeleine con las manos dirigidas contra su cuello. Apenas les separaba distancia alguna y se movía rápido como el viento, pero cuando cerró los dedos la mujer ya no estaba allí.
—Eres un bufón y un imbécil —declaró una sombra oscura a su lado. Un zarcillo de negrura se acercó a Don Lazzari y le tocó el cuello. Los huesos se partieron como ramas secas mientras el Capo gritaba y se precipitaba hacia el suelo. Se quedó allí, retorciendo su cuerpo como un pez fuera del agua. Tenía la cabeza tan fuertemente apretada contra el barro que no podía emitir sonido alguno.
»El golpe te ha partido la columna —dijo Madeleine con aire satisfecho por su trabajo. Pasó sobre el cuerpo derribado y se acercó a Júnior, ayudándole a ponerse en pie—. No podrá emplear sus brazos ni sus piernas hasta que se recupere. Por desgracia para él, para regenerar una herida tan seria necesita sangre. Puede oír, puede ver, puede hablar y, por supuesto, sentir. Pero no puede moverse.
—¿Lo hizo con ese golpecito, señorita Madeleine? —dijo Júnior—. ¡Es la hostia! ¡Ha sido increíble!
—No, Júnior —dijo Madeleine con una sonrisa maliciosa—. Ha sido un placer. —La mujer observó al prisionero indefenso. Su rostro era una máscara mortal—. Aún no he terminado con Don Lazzari. No queda mucho hasta el amanecer, así que tengo que actuar rápido. Esta escoria va a sufrir por sus crímenes. Probablemente será mejor que no veas lo que voy a hacer a continuación.
—Y un huevo —dijo Júnior—. Este hijo de puta hizo que mataran a Pablo y quería beberse mi puta sangre. Quiero ver todo lo que le hagas.
—Si así lo deseas —dijo Madeleine. No intentó discutir, y su expresión era inescrutable—. Hazte a un lado.
Levantando al inerte Don Lazzari como a un niño. Madeleine se lo llevó hasta el estacionamiento de hormigón, tirándolo boca arriba sobre el pavimento. Incapaz de hacer otra cosa que mover la cabeza, el vampiro observó horrorizado cómo la mujer buscaba en los alrededores algunos trozos sueltos de cemento.
—Madre del amor hermoso —gritó cuando vio a Madeleine arrancar una pequeña losa de más de medio metro—. ¿Qué vas a hacerme?
—Aplastaste mis sueños —dijo Madeleine mientras levantaba el bloque sobre la pierna del vampiro—. Antes de que mueras pienso pagarte con la misma moneda.
—Déjame ir —suplico Lazzari con la vista fija en el bloque de hormigón—. Te lo ruego, por favor... Déjame morir peleando, no aplastado como un insecto.
—Una comparación adecuada —dijo Madeleine sin el menor rastro de remordimiento. Una ligera sonrisa cruzó por sus labios—. Te concederé la misma misericordia que le disteis a mi padre.
Aún sonriendo, derribó el bloque sobre las piernas de Don Lazzari. El vampiro aulló cuando sus miembros quedaron reducidos a pulpa. El sonido parecía no terminar nunca. Madeleine rió mientras volvía a levantar la losa. Júnior, menos interesado en la venganza, vomitó lo poco que le quedaba de cena en el estómago.
—Esperaré en las mesas de picnic, señorita Madeleine.
—Esto me llevará unos minutos, Júnior —dijo la mujer sin volver la cabeza. Don Lazzari, con la mirada horrorizada, balbucía incoherente—. Quiero asegurarme de que Don Lazzari no se mueve de aquí hasta que salga el sol. Primero tengo que terminar de destrozarle las piernas. Después le reventaré los brazos y por último me encargaré de parte de su cuerpo. Para cuando termine, saludará con alegría el abrazo del amanecer.
Don Lazzari no dejó de gritar, pero la Daga de los Giovanni era implacable. No ofreció cuartel alguno.