Washington D.C.: 23 de marzo de 1994

—Es un fuego espectacular, ¿no cree? —dijo la mujer. Era corpulenta, de edad avanzada y cabello plateado—. El mejor que he visto en mucho tiempo.

—Toda una conflagración —respondió el hombre de piel caoba que había junto a ella. Era bajo y delgado, con el cabello negro y la dentadura blanca. Observaba las llamas con una intensidad peculiar. Era uno de los treinta espectadores que se habían reunido cerca de la entrada del Depósito de la Armada para contemplar aquel infierno—. Es una obra maestra de la destrucción. La creación de un auténtico artista.

—¿Le gustan los incendios? —preguntó la mujer mientras se limpiaba el sudor de la frente. Aunque se encontraban a dos manzanas de las llamas, el calor era muy intenso. No se molestó en esperar a que el extraño contestara—. A mí me encantan los grandes. Cuanto mayores sean, mejor.

—Un incendio bien realizado es una obra de arte —respondió el hombre de tez oscura. Su tono era educado y su dicción perfecta—. Las cosas bellas siempre son motivo de gozo.

—Tengo una emisora conectada con la policía en mi furgoneta —dijo la mujer en voz baja, como si estuviera susurrando un secreto. Echó un vistazo al resto de la multitud, pero nadie le estaba prestando atención—. Y tengo otra en casa. Las tengo siempre sintonizadas en la frecuencia de emergencias, y así puedo llegar a los incendios cuando aún están en marcha. —Su voz se hizo aún más baja—. A veces llego a tiempo de oír gritar a las víctimas, antes de que el humo y las llamas les cierren la boca. Ya sabe a quién me refiero... A esas mierdecitas ahí atrapadas, los que no pueden escapar.

—Ah, comprendo —dijo el hombre—. Habla de los pobres desafortunados atrapados en las llamas. Es una tragedia que mueran antes de que llegue la ayuda.

—Sí —respondió la mujer con la mirada encendida—. Es tooooda una pena. Pensar en su piel chamuscada y crujiente, el olor de la carne quemada... me produce escalofríos —No pudo refrenar la risa—. Ratas crujientes, los llamo yo.

—Una desagradable comparación —dijo el hombre sonriendo—, aunque debo confesar que es precisa. Es usted una crítica muy perspicaz.

—El verano es la mejor temporada para los incendios —prosiguió la mujer—. Todas las noches hay montones de ellos, más de los que los bomberos pueden atender. Los provocan los chicos. Parece que les gusta quemar cosas, pero no puedo culpar a esos cabroncetes. Yo misma he sentido la tentación una o dos veces. Ya sabe, sólo para ver cómo podría ser.

—Pero nunca lo hizo, por supuesto —dijo el hombre—. Eso sería un delito.

—No he dicho que lo hiciera —respondió la mujer con una sonrisa astuta—, pero tampoco lo he negado. No sé si me sigue.

—Se rodea de compañía de lo más interesante, señor Makish. —La voz surgió de la oscuridad tras la pareja. Se trataba de una figura alta y enjuta vestida con una gabardina oscura. Un gran sombrero cubría gran parte de sus rasgos. No parecía molesto por el calor—. La mujer parece realmente intrigante.

—Sabe apreciar un fuego cuidadosamente elaborado —respondió tranquilamente Makish. Miró por encima de su hombro, como si quisiera confirmar la identidad del recién llegado—. Se trata de un don que muy pocos comparten. —Se inclinó a la altura de la cintura—. Ha sido un placer hablar con usted esta noche, honorable señora. Espero que podamos continuar nuestra conversación en un futuro incendio.

—Ya sabe dónde encontrarme —respondió la mujer cacareando de forma insoportable—. Si se produce un buen fuego no me lo perderé. Me llaman Francine la Luciérnaga.

—Buenas noches, señora Francine —dijo Makish—. Tengo la seguridad de que volveremos a encontrarnos. —Luego se volvió hacia la Muerte Roja—. Asumo que has venido a hablar de los resultados de nuestra reciente transacción. Por eso me he quedado por el barrio. ¿Paseamos?

—Tú primero —dijo la Muerte Roja. Hizo un gesto hacia las calles desiertas que se alejaban del Depósito. Las casas, viejas y oscuras, estaban abandonadas—. No creo que debamos preocuparnos por ninguna interrupción.

—Los habitantes de la zona la abandonaron poco después del comienzo del fuego —dijo Makish—. Un rumor sin confirmar, pero bastante creíble, señala que un viejo cargamento de explosivos almacenado en el Depósito estalló, provocando el fuego. La gente, por supuesto, pensó que era posible que se produjeran más explosiones y evacuó sus hogares a toda velocidad.

La Muerte Roja rió entre dientes. Se trataba de un sonido seco y carente de emoción alguna.

—Los bomberos parecen no querer combatir el infierno, porque no se han presentado. Me temo que carezcan de la dedicación que corresponde a los verdaderos servidores públicos.

—Una lamentable pero astuta observación —dijo Makish—. Creo que están dejando que el fuego se extinga por su cuenta. Es un procedimiento común en estos tiempos turbulentos. El jefe de bomberos dice carecer del equipo y del personal necesario para encargarse del desastre. Es difícil encontrar buenos ayudantes.

—Muy cierto —dijo la Muerte Roja. Su voz se tornó súbitamente dura—. Tú, por ejemplo, no lograste esta noche tus objetivos. Se suponía que el fuego debía matar a Dire McCann y a Alicia Varney, pero no ha sido así. Los dos han sobrevivido. Me juraste que no había modo posible de escapar de la trampa. Pagué tu tarifa y a cambio esperaba resultados... y no los he visto.

—Protesto —dijo Makish, educada pero firmemente. Su voz tenía un tono duro e implacable. A los asesinos Assamitas no les gustaba que se les acusara de fracasar—. Te guardaste información importante sobre mis víctimas. Cumplí con las obligaciones al límite de mis habilidades. —Observó a su alrededor, como si estuviera buscando a otras figuras en la oscuridad—. Me dijiste que McCann y Varney eran mortales, y no tenía razón alguna para sospechar lo contrario. Durante la pelea que tuvieron contigo y tus discípulos los dos exhibieron poderes que van mucho más allá de los de un humano ordinario. Tras tu retirada, esos mismos poderes les salvaron de mi magnífico fuego.

—Puede que haya infravalorado sus habilidades —respondió la Muerte Roja—. Me sorprendieron.

—Eso es evidente —dijo Makish educadamente—. ¿Dónde están los tres sosias que te ayudaron en el ataque, si se me puede permitir preguntarlo?

—¿Temes que puedan tenderte una emboscada? —preguntó la Muerte Roja en tono burlón—. No tienes que preocuparte, no te culpo del desastre. Además, el uso del Cuerpo de Fuego requiere de tremendas cantidades de energía. Tras nuestro encuentro con McCann y Varney, ninguno somos capaces de emplear esa Disciplina de nuevo durante varias horas. Mis chiquillos han regresado a otras responsabilidades, marchándose de Washington hace varias horas. Estamos solos.

—Me alivia que aceptes este contratiempo con tan buen talante —dijo Makish—. Es una actitud muy madura.

La Muerte Roja volvió a reír, pero no parecía complacido.

—Uno aprende a tener paciencia después de algunos miles de años. Cometí un gran error, ya que dejé que mi ego dominara a mi buen juicio. No volverá a suceder.

—Un hombre sabio aprende más de sus fracasos que de sus triunfos —dijo Makish solemne.

—Traté de eliminar a McCann y a Varney empleando métodos directos —siguió la Muerte Roja—. Fue una completa estupidez por mi parte. Al intentar superarlos por la fuerza, revelé más sobre mis ambiciones y sobre mí mismo de lo que sería prudente.

—La mirada al pasado siempre es la más clara —comentó Makish—. A menudo es posible rectificar los errores. Esas decisiones son las que mantienen ocupados a los asesinos como yo. —El Assamita vaciló, pero después siguió hablando—. Aún no comprendo cómo esos dos humanos pueden controlar fuerzas de tal magnitud. ¿Podrías explicármelo, por favor?

—Dire McCann asegura ser un mago de la tradición Eutánatos —respondió la Muerte Roja—. Alicia Varney dice ser ghoul de un importante líder del Sabbat. Sin embargo, eso no es más que un modo de explicar a los demás sus sorprendentes habilidades. Los dos tienen un gran cuidado en no demostrar nunca el verdadero alcance de las mismas.

—Un ghoul y un mago no hubieran podido detenerte esta noche, ni hubieran podido escapar a mi trampa.

—Los dos están poseídos —dijo la Muerte Roja—. Son marionetas controladas por dos Cainitas legendarios. Sus cáscaras mortales no hacen más que ocultar la inteligencia vampírica que tira de los hilos. Sus poderes no son más que un mero reflejo de los de aquellos que les controlan.

—Casi me da miedo preguntar la identidad de esta pareja —dijo Makish—. Sin embargo, siempre es mejor enfrentarse a la verdad que sospechar lo peor.

—Dire McCann es el agente humano de Lameth, el Mesías Oscuro. Alicia Varney es la marioneta de Anis, Reina de la Noche.

Makish abrió la boca para responder, pero después la cerró.

Permaneció en silencio durante varios minutos. Al final encontró su voz.

—Me temía algo parecido, pero esperaba estar equivocado. Son oponentes formidables, y sospecho que también enemigos implacables. Es posible que ya sepan quién preparó la trampa en el Depósito de la Armada. Si hay algo cierto, es que ya no hay vuelta atrás para mí. Mis servicios están a tu disposición. ¿Puedo suponer que ya tienes planeado un nuevo curso de acción para enfrentarte a este contratiempo?

—Se hacía necesaria una ligera modificación de mi programa —dijo la Muerte Roja—. Revisé los detalles en cuanto descubrí que nuestra presa había conseguido escapar. El plan se desarrollará tal y como estaba previsto.

—Estoy totalmente seguro de que ahora esperarán problemas —dijo Makish—. Ése es el verdadero problema.

—No creo —respondió la Muerte Roja—. Su atención está centrada en mí. Los dos quieren encontrarme, así que desapareceré. Me quedaré quieto y dejaré que los demás trabajen para mí.

—Estoy confuso, señor —dijo Makish—. ¿Me lo podrías explicar?

—A medida que en las próximas noches se desarrollen los acontecimientos comprenderás mejor. Una estocada mortal es lo más eficaz, pero un golpe demoledor es igualmente útil. —La Muerte Roja hizo una pausa—. Mientras tanto, tengo nuevas instrucciones. Deberían representar un reto para ti, como asesino y como artista.

—¿De qué se trata? —preguntó Makish—. Estoy ansioso por demostrar mi valía después de los desafortunados incidentes de esta noche. Estaría dispuesto incluso a rebajar mis tarifas.

—Qué generoso —dijo sarcástica la Muerte Roja—. No, no sufrirás esa agonía. Te pagaré lo que convenimos por el trabajo, ya que vale cada dólar. Quiero que mates a una compatriota Assamita.

Makish frunció el ceño.

—Temía que dijeras eso. Normalmente no es posible aceptar tales contratos, pero desde que abandoné a mi clan, hace tiempo que no me preocupan sus reglas de conducta. Por tanto aceptaré, aunque no sin cierto pesar.

—No esperaba menos —dijo la Muerte Roja—. Mis planes proceden a demasiada velocidad como para encargarme de todos los cabos sueltos. La mascota del Príncipe Vargoss, el Ángel Oscuro, ha jurado destruirme en venganza por haber matado a su hermana. Es una enemiga peligrosa por diversas razones. Quiero que la elimines, y cuanto antes mejor.

—Me ocuparé de ella mañana —dijo Makish—. Es una luchadora mortal, pero yo soy mejor. Además, a este Ángel Oscuro le ciegan sus pasiones. Un asesino debe carecer de emociones. Su sed de venganza será su perdición. Dentro de veinticuatro horas se unirá a su hermana en el Infierno.