París, Francia: 24 de marzo de 1994

—Venga, entra —dijo Marie riendo. Cuidando de no ejercer toda su fuerza, empujó a su joven amante hacia el gran vestíbulo de la mansión—. Dijo la araña a la mosca.

—Eres demasiado bonita para ser una araña, amor mío —dijo Maurice, observando su cuerpo perfecto con ojos llenos de deseo. Él era alto, guapo y de piel oscura, el estereotipo del caballero seductor. Y estaba borracho como una cuba.

—Me infravaloras —dijo Marie, girando sobre sus pies. Como una delicada bruma oscura, su chal casi transparente giró alrededor de su cuerpo. También llevaba un vestido de terciopelo negro extremadamente corto que se ceñía a sus curvas como un guante. Las medias estaban decoradas con rosas, conjuntando con la que tenía pintada en la mejilla derecha. Su cabello era largo y oscuro, y se enroscaba alrededor de sus hombros como una gigantesca serpiente. Los labios eran de color rojo brillante—. La viuda negra es a la vez bella y mortal. Ama a su víctima hasta la muerte.

—Tú no eres una viuda negra —dijo Maurice sujetándola por los hombros. La atrajo hacia sí y su boca cubrió la de la mujer con un abrazo apasionado. Las manos descendieron hacia sus grandes pechos. Tomó impaciente el borde del vestido y tiró hacia abajo, mostrando los pezones—. Tus labios son fríos como el hielo, pero enseguida te los calentaré.

—Es por el aire de la noche —dijo Marie mientras se alejaba de su última conquista. No hizo esfuerzo alguno por arreglarse el vestido. Un poco más de provocación nunca hacía daño, pensó. Maurice era joven, fuerte y estaba lleno de vida. Primero le dejaría hacerle el amor. Después, cuando su energía y su lujuria se hubieran agotado, le robaría toda su sangre, rica y cálida.

—¿Quieres algo de beber? —preguntó mientras tocaba una campana para llamar al servicio—. Un vaso de vino, quizá.

—Vino está bien —respondió Maurice. Su rostro estaba enrojecido y tenía la mirada fija en aquellos pezones rojos—. Eres tan joven... tan bella... Tienes unos pechos increíbles. Quiero hundir mi cara entre tanta belleza...

—Tendrás tiempo de sobra para examinarlos con detenimiento —dijo Marie con una sonrisa—. De hecho, creo que insistiré en ello.

El joven rió con un sonido áspero que contrastaba con la voz de terciopelo de la mujer. Marie no pudo evitar encogerse. A pesar de su buen aspecto y de sus ropas caras, Maurice era un típico pueblerino que había venido a la gran ciudad a hacer fortuna. Todos los años llegaban a París cientos de aventureros como él en busca de riqueza y notoriedad. Casi todos terminaban como camareros en alguno de los muchos restaurantes de la ciudad. Otros, como Maurice, se convertían en gigolós de clase alta que atendían los excesos sexuales más exóticos y depravados de los ricos. Prácticamente nadie notaría su desaparición.

Marie lo había descubierto en la fiesta del amigo de un amigo de un amigo. Como miembro de las clases privilegiadas de París, la mujer acudía a muchos de estos acontecimientos. Maurice había llegado a la galería como escolta de una bruja reseca con demasiado dinero y demasiado poco gusto por la cultura. Librarse de la vieja no había sido un gran problema, ya que Marie era experta en disponer de cualquiera que se interpusiera en el camino de sus deseos. Lograr la atención de Maurice había sido aún más fácil. Un destello de un muslo desnudo, un susurro apasionado y la visión de la limosina Rolls-Royce era todo lo que había necesitado para conseguir que le acompañara a su mansión, en el barrio Marais.

—¿Dónde está esa chica? —preguntó Marie en voz alta. Volvió a tocar la campanilla—. Yvette, ven aquí. Ahora.

Nadie respondió y Marie frunció el ceño. La mansión estaba silenciosa... Demasiado silenciosa. Yvette debía haber acudido inmediatamente. La chica, uno de sus ghouls, sabía que no era recomendable hacer esperar a su señora. No había excusa para su ausencia.

—¿Ocurre algo, cariño? —preguntó Maurice mientras se balanceaba de un lado a otro. Estaba muy borracho—. No te preocupes, te protegeré.

—Estoy segura de que no hay nada de qué preocuparse —respondió Marie, dirigiéndose hacia el teléfono en una mesilla cercana—. Pero voy a llamar a Emile, por si acaso.

Emile era su conductor, y tenía su habitación en el garaje. Como Yvette, era un ghoul que llevaba décadas a su servicio. Había sido veterano de la Segunda Guerra Mundial y podía ser mortal en una pelea. Si había algún problema en la mansión, Emile podría encargarse.

La línea estaba cortada.

Marie frunció el ceño. La conclusión era evidente. Un grupo de ladrones había entrado en su casa para robar algunos de sus fabulosos tesoros. Sospechaba que ya era demasiado tarde para preocuparse por la suerte de Yvette. Aunque lo más probable era que los ladrones se hubieran marchado hacía horas, Marie sabía que era mejor ser precavida.

—Creo que lo mejor es que salgamos de aquí inmediatamente —le dijo a Maurice, aferrando su brazo derecho. El hombre se sorprendió en su estupor alcohólico por la fuerza de sus dedos—. Estamos en peligro. No discutas y no intentes hacerte el héroe. Y permanece callado.

Juntos, se giraron hacia la puerta, pero Marie contuvo el aliento sorprendida. Allí había un hombre, un hombre enorme, a quien inmediatamente percibió como un vampiro. Estaba vestido con unos pantalones descoloridos y una camiseta negra. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y ocupaba toda la puerta. Su sonrisa era cruel.

—¿Pensaba en ir a algún sitio, milady?

—Apártate de mi camino, cerdo —ordenó Marie, invocando toda la fuerza de su voluntad. Ningún hombre y muy pocos Vástagos eran capaces de desobedecer sus órdenes directas. El vampiro la observó con atención y luego rió. No se movió ni un milímetro.

—¿Q-qué está pasando? —preguntó Maurice, totalmente confundido. No parecía ser consciente del peligro—. ¿Quién es ese payaso de la puerta? Dile que se vaya. Quiero quedarme a solas contigo.

—Me temo que tus deseos no nos importan, mon ami —dijo una voz suave a su espalda.

Marie giró sobre sus talones, comenzando a asustarse. Se trataba de un hombre bajo y delgado, con un bigote fino y ojos nerviosos. Vestía de modo similar a su compañero... y también era un vampiro.

—¿Quiénes sois? —exigió Marie—, ¿Qué estáis haciendo en mi casa?

—Me llamo Le Clair —respondió el hombre pequeño—, pero eso carece de importancia. Yo soy el que hace las preguntas. Tú te limitarás a responder.

—Otro gilipollas —declaró Maurice, beligerante. Levantó los puños—. No se le habla así a las señoras. Te voy a enseñar modales, enano...

—Estate quieto, Maurice —dijo Marie—. Los caballeros son ladrones. Lo único que quieren es saber dónde guardo las joyas. Déjame atenderles para que puedan marcharse.

—No me asustan —replicó Maurice balanceándose. Sus labios se torcieron en una mueca burlona—. Dos paletos... Sus acentos les delatan. Ése es de Marsella, típica escoria marinera. Hijo de una puta barata, diría yo.

—Mi madre era una honrada contrabandista —respondió fríamente Le Clair—. Lloró amargamente por su único hijo, que murió en la guerra.

—Guerra —dijo Maurice—. ¿Qué guerra?

—La Guerra que terminaría todas las Guerras —respondió Le Clair. Miró por encima del hombro de Maurice al gigante que esperaba en la puerta—. Me he cansado de las tonterías de este humano. Baptiste, mátalo.

—Como desees, Le Clair —murmuró el otro.

Para alguien de su tamaño, Baptiste se movía a una velocidad cegadora. Dio dos pasos hacia delante y atrapó con su mano izquierda al sorprendido Maurice por la nuca. Levantó el brazo, alzando del suelo al joven. Sin esfuerzo alguno, el gigante aplastó la cara de Maurice contra la pared más cercana. El yeso saltó por la fuerza del golpe.

La sangre comenzó a manar en cuanto los huesos se hicieron pedazos. El gigoló aullaba de dolor, e ignorando los gritos Baptiste le golpeó una segunda vez contra la pared. Y una tercera, y una cuarta. Cuando Maurice dejó de gritar, su sangre lo empapaba todo.

—Matar humanos no es divertido —dijo el gigante, soltando a su presa. Se quedó inmóvil—. Apenas merece la pena el esfuerzo. —Sonriendo, el enorme vampiro descargó el pie contra la cabeza del gigoló. El cráneo explotó, salpicando toda la estancia de huesos, sangre y masa cerebral—. Me encanta hacer eso. Divertido y asqueroso.

—Soy la favorita del Príncipe de París, Francois Villon —dijo Marie temblando—. Si me hacéis daño os hará pagar.

—Una idea aterradora —dijo un tercer vampiro que apareció a la espalda de Le Clair. Era un hombre de aspecto agradable con un aire relajado y casual. Casi parecía humano, salvo por sus ojos rojos, que ardían con el fuego de la locura. En sus manos sostenía las cabezas de Yvette y Emile, pero de éstas no caía sangre alguna. Les habían dejado secos—. Prometemos portarnos bien.

Le Clair rió.

—Es cierto, los tres somos almas gentiles. No pretendemos hacer daño a nadie. Todo lo que queremos es algo de información.

—¿Información? —repitió Marie, consciente de que el gigante, Baptiste, estaba muy cerca de ella—. ¿Qué clase de información? ¿Por qué habéis acudido a mí?

—Porque, madame —dijo el tercer vampiro arrojando de forma despreocupada las cabezas de sus dos ghouls a sus pies—, se dice de ti que eres la reina de los rumores entre los Vástagos de París. En el poco tiempo que llevamos en la ciudad hemos descubierto que, si hay algún secreto, tú eres la que tiene las respuestas.

—¿Yo, rumores? —dijo Marie indignada—. Yo no me dedico a esas cosas. Soy una artista.

—Todos los miembros del clan Toreador aseguran ser artistas —dijo Le Clair—. Muy bien. Personalmente, opino que el arte es una mierda. Una pérdida de tiempo.

Marie sonrió socarrona.

—Señor, tiene usted el alma de un cerdo.

Le Clair devolvió el gesto.

—Y usted, señorita, está pisando en terreno muy peligroso. Hay otros en la ciudad que nos pueden proporcionar la misma información. Sigue insultándome si te atreves.

Marie comprendió lo precario de su situación. Sus poderes no servían de nada enfrentada a tres Vástagos de fuerza similar. Estaba a merced de aquellos monstruos; ella lo sabía y ellos también.

—¿Qué queréis saber? Preguntad y responderé en la medida de lo posible... con una condición.

—¿Una condición? —dijo Le Clair—. Me hace gracia que te atrevas a negociar con nosotros. No estás en posición de exigir nada.

—Lamento disentir —dijo Marie—. Queréis hechos. Los tengo. Nadie sabe más sobre esta ciudad que yo. Nadie. Destruidme y podéis estar eliminando vuestra única oportunidad de saber lo que queréis. ¿Tengo razón?

—Eres más lista de lo que pareces, no hay duda —respondió Le Clair, observando a su atractivo compañero—. ¿Qué opinas, Jean Paul?

—Haz un trato con la puta —dijo—. Tenemos prisa.

—Siempre tenemos prisa —señaló Le Clair—. Es una mala costumbre. —Se volvió hacia Marie—. ¿Cuál es tu precio?

—Mi vida, por supuesto —respondió. Señaló al cuerpo de Maurice y las dos cabezas en el suelo—. Me he acostumbrado a la vida eterna. Los sirvientes pueden reemplazarse, igual que los amantes. No son más que ganado. Júrame que no me haréis daño y os diré todo lo que queráis.

Le Clair hizo un gesto con la mano.

—A cambio, queremos tu juramento de que no revelarás nuestra presencia en la ciudad a nadie en una semana. Para entonces ya nos habremos marchado o habremos sido destruidos, dependiendo de las circunstancias.

—Prometo no decir palabra —respondió Marie tratando de parecer sincera. En aquel momento estaba dispuesta a jurar cualquier cosa por conservar la vida. Las promesas no significaban nada para ella. En cuanto los tres se marcharan pretendía llamar al Príncipe de París e informarle de todo lo que había sucedido—. Lo juro por el honor de mi sire.

—El honor de tu sire —repitió Le Clair—. Ése es un poderoso juramento. Yo también lo juro. Por el honor de mi sire, no serás dañada.

Marie señaló al vampiro llamado Jean Paul.

—Él también debería jurar. Y el gigante.

—Lo juro —dijo Jean Paul—. Por el sagrado honor de mi sire, no te haré daño.

—Y yo —añadió Baptiste—. Lo mismo que han dicho los otros.

—Preguntad, pues —dijo Marie—. Responderé a todo lo que sepa y después os marcharéis.

—Estamos buscando a un antiguo Nosferatu conocido como Phantomas —dijo Le Clair—. Se nos ha dicho que vive en catacumbas en lo más profundo de las calles de París. Dinos cómo podemos encontrarlo.

—¿Phantomas? —respondió la mujer riendo—. Debéis estar bromeando. No es más que un personaje de las revistas. No hay ningún vampiro así en esta ciudad.

—Nuestra presa no es ningún personaje —siguió Le Clair—. Estoy convencido de ello. Concéntrate. Actúa como si tu existencia dependiera de tu respuesta —sonrió el hombre—. Es así.

—¿Catacumbas bajo las calles? —repitió Marie esforzándose. Sacudió la cabeza—. París no es Roma. Aquí no hay túneles así. —Entonces, repentinamente, el pensamiento de Roma despertó un recuerdo casi olvidado—. Quizá... solo quizá, podéis referiros a los túneles romanos que hay en Montparnasse... Algunas historias aseguran que forman parte de una red mucho mayor que recorre toda la ciudad.

—¿Dónde se encuentran exactamente esas catacumbas romanas? —preguntó Le Clair.

—La entrada principal se encuentra en Denfert-Roucereau, cerca del monasterio de Montparnasse —dijo Marie—. Las recuerdo bien. Hace muchos años, antes de que fuera Abrazada, visité el lugar con mis padres. Fue terrorífico. Durante el siglo XVIII las cuevas estaban llenas con los restos de millones de esqueletos desplazados de los osarios de la ciudad. Cubrían el suelo como si se tratara de una alfombra de huesos. Mi madre llamaba a aquel lugar las Puertas del Infierno.

Jean Paul asintió.

—Me suena bien.

—A mí también —dijo Le Clair, inclinándose ante Marie—. Muchas gracias por la información, madame. Nos has sido de gran ayuda. Gracias por tu colaboración. —Hizo un gesto a Baptiste—. Destrúyela. Si quieres puedes beberte su sangre.

Marie gritó cuando el gigante le aferró la garganta.

—¡Lo prometisteis! —aulló—. ¡Hicisteis un juramento!

—Mentimos —respondió Le Clair.