París, Francia: 25 de marzo de 1994
Tras caminar otros veinte minutos, Le Clair comenzó a sospechar. Aunque llevaban varias horas en los túneles, aún no habían visto rastro alguno de Phantomas. Los pasadizos seguían y seguían, sin llegar a ninguna parte.
—Aún siento la presencia del Nosferatu —le dijo a Baptiste, frustrado—. El antiguo está en alguna parte, en el corazón de este laberinto. Antes lo detecté frente a nosotros, pero ahora está a nuestra derecha.
El gigante sacudió la cabeza.
—No entiendo. ¿Qué significa eso, Le Clair?
—Estamos dando círculos a su alrededor —respondió sombrío—. En vez de dirigirnos hacia su guarida, este túnel la rodea sin llegar a atravesarla. No tiene sentido. ¿Por qué construir pasadizos que no se conectan con el nudo central?
—Es posible —dijo Baptiste con el ceño fruncido por la concentración— que Phantomas cerrara las puertas al oírnos entrar.
—No hay puertas, canchón —saltó Le Clair. Se preguntaba por qué se molestaba en decirle nada a Baptiste. El gigante era un completo idiota—. Estamos en un laberinto, no en una casa de huéspedes. No hay pasadizos con paneles... —Entonces se detuvo, pensando exactamente en lo que iba a decir—. Paneles deslizantes —terminó—. Merde.
Baptiste sonrió, como si comprendiera que había dicho algo importante. No sabía qué era, pero la expresión de Le Clair dejaba claro que podía ser una solución.
—Los Nosferatu son un culto de locos paranoicos —dijo Le Clair—. Construyen inmensas guaridas bajo tierra y las llenan de trampas para mantener alejado a algún hombre del saco. Ése es nuestro problema: Phantomas diseñó estos túneles, y tiene miedo de su propia sombra.
—¿Qué pasa con las puertas deslizantes, Le Clair? —preguntó Baptiste, ansioso por descubrir más sobre aquel hallazgo—. ¿A qué te referías?
—Ese es el secreto del laberinto, amigo mío —respondió—. Hemos seguido pasadizos que se retuercen como las ideas de un poeta loco y que no conducen a ningún sitio. Sin embargo, sospecho que muchos de ellos se conectan en realidad con el corazón del laberinto. Lo que ha hecho Phantomas ha sido bloquear esos túneles con muros móviles. Estamos trazando un gigantesco círculo alrededor del sanctum del Nosferatu. Si seguimos lo suficiente, podríamos terminar donde empezamos.
—¿Entonces no hay forma de llegar al centro? —preguntó Baptiste frunciendo el ceño—. ¿Cómo entra y sale Phantomas de su cuartel general?
—Las paredes se mueven, conchan —dijo Le Clair fríamente. Echaba de menos a Jean Paul—. Eso es lo que he estado intentando decir. Se pueden deslizar de diferentes maneras, cambiando la forma del laberinto. Cuando Phantomas quiere marcharse, pulsa un botón y aparece un camino limpio y directo hacia la superficie. Cuando hay intrusos en los túneles, pulsa otro y voilá, reaparece un gigantesco laberinto que no conduce a ninguna parte. ¿Entiendes ahora?
—Eso creo —dijo Baptiste lentamente—. Somos como insectos en un laberinto de juguete. Queremos llegar al centro, pero el jefe no nos lo permite, tapando todas las entradas. Es un juego que no podemos ganar, porque las reglas las hace Phantomas. ¿Qué vamos a hacer?
Le Clair rió con un ruido cruel que resonó en todo el pasadizo.
—Dejaremos de seguir las reglas de Phantomas, amigo mío. Inventaremos las nuestras, unas que nos conviertan en ganadores.
—¿Nuevas reglas? —dijo Baptiste confuso—. No sabía que pudiéramos hacer eso.
—Eso es lo que nos hace especiales —dijo Le Clair—. Nos negamos a ser gobernados por las decisiones de otros. Somos nuestros propios amos.
—¿Cuándo empezamos? —dijo Baptiste—. Estoy aburrido de andar por estos túneles. Cambiemos las reglas ahora mismo.
—Eso mismo pienso yo —respondió Le Clair—. Ahora guarda silencio. Tengo que concentrarme.
Cerrando los ojos, el vampiro tanteó con su mente. Podía sentir la presencia de Phantomas en el laberinto, pero lo que necesitaba era situarlo exactamente, encontrando luego un camino que llevara hasta él.
—Sígueme —dijo tras unos instantes. Con los ojos aún cerrados, colocó su mano izquierda en el muro interior y comenzó a deshacer lentamente el camino recorrido. Ansioso por entrar en acción, Baptiste marchó detrás de él.
Avanzaron unos treinta metros antes de que Le Clair se detuviera. Paró y se giró sobre sus tobillos hasta encararse con su compañero. Con la mano derecha tocando la pared y los ojos muy cerrados, dio cinco pasos hacia atrás, hasta que al final se detuvo. Se volvió hacia la pared.
—Está más cerca de este punto —declaró abriendo los ojos—. Desde aquí siento más claramente la presencia del antiguo. —Miró a Baptiste—. Dijiste que estabas cansado de andar. Muy bien. Nuestra presa está tras esta pared. Ahí debe haber un pasadizo que conduzca directamente hacia él, más allá de las piedras. Encuéntralo.
Baptiste observó la roca sólida y después se giró hacia Le Clair, encogiéndose de hombros. Nunca discutía las órdenes de su compañero. Era la cruz de su relación, y así había sido desde su Abrazo. Le Clair pensaba y él proporcionaba el músculo.
—Apártate —le dijo apretando fuertemente los puños—. No va a ser fácil.
Le Clair se apartó unos metros.
—Adelante —le ordenó—. Estoy seguro de que al otro lado hay un pasadizo.
—Eso espero —declaró Baptiste mientras descargaba sus enormes puños contra la piedra. Sus manos parecían de acero, y los fragmentos de roca comenzaron a volar. Golpeó el mismo punto con el otro puño, esparciendo esquirlas por todo el pasadizo. Firmemente plantado sobe el suelo, el gigante martilleó la pared como una bola de demolición.
Una decena de golpes demostraron ser suficientes. Baptiste cayó hacia delante cuando su puño derecho atravesó la barrera. Después de recuperar el equilibrio, sonrió y sacó el brazo, destrozando la roca con sus dedos.
—Ha sido fácil —dijo—. En el otro lado está abierto.
—Por supuesto —dijo Le Clair, controlando su temperamento. La fuerza de su compañero era una continua fuente de sorpresas. Insultar a Baptiste, especialmente ahora que Jean Paul había desaparecido, podía ser peligroso—. Te dije que ahí tenía que haber un pasadizo. Amplía el hueco para que podamos arrastrarnos.
—No hace falta que nos arrastremos —dijo, dando un paso atrás y arrojándose contra el muro. Todo el pasadizo vibró con el impacto y la pared se movió un centímetro. Cuando empezaron a caer fragmentos del techo, Le Clair comprobó el túnel. Parecía estable. Baptiste, que nunca se preocupaba por los efectos de sus acciones, se lanzó una segunda vez.
Con un crujido el muro se colapso, revelando un pasadizo perpendicular a aquel en el que se encontraban. El gigante, cubierto de polvo pero ileso, sonrió. Se encontraba en el espacio entre los dos túneles.
—Mira —dijo orgulloso—. No hace falta arrastrarse cuando podemos entrar andando.
—Una demostración impresionante —dijo Le Clair entrando en el nuevo pasadizo—. Este túnel conduce en la dirección correcta. El Nosferatu está directamente frente a nosotros. No puede andar lejos.
—Quiero su sangre —dijo Baptiste mientras comenzaban a avanzar rápidamente—. Me la he ganado.
—Así es, amigo mío —dijo Le Clair—. Sin embargo, primero hay que atraparle. Creo sospechar que aún puede haber un obstáculo o dos en nuestro camino.
—¡Mira! —gritó el gigante, su voz resonando en todo el pasadizo—. ¡Ahí está, frente a nosotros!
Los ojos de Le Clair se abrieron asombrados. Su compañero tenía razón. A veinte metros, observándolos con calma, estaba la criatura más fea que había visto jamás. Tenía que ser Phantomas. Era bajo y fornido, con una piel moteada del color del queso mohoso y ojos que brillaban en la oscuridad con el tono de la sangre. Estaba sonriendo.
—Cuidado, Baptiste —gritó Le Clair mientras el gigante se lanzaba hacia delante—. Hay algo extraño en ese pasillo.
La advertencia llegó a tiempo, ya que Baptiste se detuvo en seco a unos siete metros. Le Clair corrió a su lado y vio el pozo.
El túnel terminaba abruptamente en el extremo de un gigantesco agujero en la tierra. Tenía diez metros de diámetro y separaba los dos extremos del corredor. Las paredes verticales caían cien metros, y en la oscuridad Le Clair creyó poder distinguir enormes escarpias metálicas surgiendo del fondo. Estaba convencido de que aquellas puntas no eran el único peligro.
Phantomas se encontraba a menos de diez metros, pero podían haber sido kilómetros. No había ningún puente que cruzara la sima.
—Hemos venido a por su sangre, monsieur Phantomas —gritó atrevidamente Baptiste—. No podrá escapar de nosotros.
—Eso explícaselo al pozo —respondió el Nosferatu. Su voz era sorprendentemente suave para alguien tan feo—. Te está esperando.
A la espalda de los dos vampiros llegó el sonido de la roca moviéndose contra la roca. Le Clair se giró y maldijo. El pasadizo por el que habían llegado se había cerrado con una enorme puerta de piedra que ocupaba todo el túnel, cortándoles la retirada. Se encontraban en una sección de tres metros de longitud por uno y medio de anchura. Unas maquinarias invisibles se activaron, y lenta pero constantemente la plataforma sobre la que se encontraban comenzó a alzarse, inclinándose hacia el pozo. Le Clair gritó asustado. En meros segundos la placa estaría vertical y los arrojaría al abismo. No podían hacer nada por evitarlo.
—Adiós, estúpidos —dijo Phantomas. Tras esto se dio la vuelta y regresó a su sanctum, dejándolos solos para enfrentarse a su destino.
—Rápido, Baptiste —dijo Le Clair mientras la plataforma seguía inclinándose—. Aún hay una oportunidad. ¿Recuerdas la mansión en Transilvania? Me lanzaste sobre el suelo derrumbado. Hazlo otra vez. Tírame al otro lado, ¡pero asegúrate de apuntar bien!
Obediente, Baptiste levantó a Le Clair sobre su cabeza.
—¿Y qué hay de mí? —preguntó de repente—. No puedo arrojarme a mí mismo.
—Haz lo mismo que la otra vez —dijo Le Clair—. Tus piernas son fuertes. Salta. Si necesitas ayuda yo te cogeré.
—Es un buen plan —declaró el gigante.
Sin más palabras, arrojó a Le Clair sobre el abismo. Durante un momento el pequeño vampiro vio cómo se dirigía hacia los muros. Su mente se llenó de pensamientos sombríos, pero antes de que pudiera cerrar los ojos se descubrió en el suelo al otro extremo del pasadizo. Baptiste había realizado un lanzamiento perfecto.
—¡Ahí voy! —gritó el gigante mientras su compañero se ponía en pie a toda prisa y corría hacia el fondo del túnel. El gigante estaba en un equilibrio precario en el borde del abismo, con la plataforma de piedra empujándole la espalda—. ¡Ya!
Ni siquiera Baptiste era lo suficientemente fuerte como para saltar diez metros sin carrerilla alguna. Anduvo cerca, pero su cuerpo chocó contra la pared opuesta, cinco metros bajo la entrada del túnel.
Sorprendentemente, no cayó. Los dedos del gigante, fuertes como el acero, se habían clavado sobre la superficie y le habían anclado a la roca. Se encontraba allí colgado, con todo el peso del cuerpo apoyado en sus manos.
Le Clair sacudió la cabeza sorprendido. Creía que por fin se había librado de Baptiste, pero parecía demostrando que era muy difícil de matar. Sin embargo, estaba decidido a poner fin a su carrera.
—Baptiste —le dijo asomándose sobre el borde del pozo—. ¿Puedes subir? Sujétate con una mano y usa la otra para crearte otro asidero.
—Lo intentaré —respondió mientras miraba a su compañero con ojos preocupados. Tenía la nariz aplastada contra la cara y sus rasgos estaban cubiertos de sangre—. Tengo que tener cuidado, no estoy bien sujeto.
—No esperes demasiado. Phantomas se ha ido, pero puede volver en cualquier momento. Además, cuanto más estés ahí más te cansarás. Mira a ver si puedes empezar ya.
—L-lo intentaré —dijo Baptiste.
Cuidadosamente, el gigante sacó de la piedra los dedos de su mano izquierda. No sucedió nada. Permanecía inmóvil, con su cuerpo colgado de los otros cinco dedos. Elevó lentamente el brazo izquierdo sobre su cabeza lo más alto que pudo. Entonces, curvando los dedos y extendiéndolos, los clavó en la roca.
Asombrado, Le Clair observó cómo Baptiste tensaba los músculos del brazo extendido, alzándose como una grúa. Los dedos de la mano derecha se liberaron y colgaron a su costado mientras equilibraba su nueva posición. Entonces, sin dudas, Baptiste repitió la operación, subiendo todo lo posible.
Izquierda, derecha, izquierda, derecha, el gigante escalaba la pared del pozo hacia Le Clair. El pequeño hombre gruñó frustrado. En breves instantes Baptiste llegaría al borde y estaría a salvo. Sabía que no volvería a tener una oportunidad así.
Desesperado, miró el pasadizo. Estaba limpio de escombros: nada que arrojarle. Pensó en sus botas, pero olvidó la idea. Para cuando se las desatara ya sería demasiado tarde. Aún había otra opción. Por mucho que le desagradara la idea de enfrentarse físicamente a Baptiste, era el único camino.
—Vamos —le apremió tumbado sobre el suelo del túnel. Se situó directamente sobre la cabeza de su compañero. Apoyado sobre un codo, espero a que la cara de Baptiste surgiera del pozo.
Como cuatro inmensos gusanos, los dedos del gigante surgieron en la oscuridad, tanteando. Le Clair frunció el ceño cuando vio cómo los dedos se clavaban en la piedra, a sólo unos centímetros. Se puso en guardia, sabiendo que decidir el momento del ataque era crucial.
Durante unos segundos, con la mano izquierda libre, Baptiste estaba sujeto únicamente por sus dedos clavados en el suelo. Centímetro a centímetro, su cabeza surgió del abismo. Primero apareció el pelo, luego la amplia frente y por fin sus ojos. Las pupilas de Baptiste se abrieron asombradas al ver la cara de Le Clair a milímetros de la suya. Aquel era el momento.
Con toda la fuerza de su cuerpo, Le Clair golpeó a Baptiste en la cara. Sus dedos índice y corazón, extendidos como estacas, se hundieron en los globos oculares del gigante, que gritó confuso cuando sus pupilas estallaron. Lanzó hacia atrás la cabeza involuntariamente, tratando de huir del dolor.
La roca se pulverizó cuando los dedos de Baptiste se cerraron en un puño. Le Clair torció su propia mano, golpeando salvajemente con la palma la nariz de su compañero. El brazo de Baptiste empezó a resbalar, hasta que la gravedad entró en acción. Gritando de forma incoherente, el gigante se precipitó al abismo. Sonriendo triunfante, Le Clair contempló la caída de su amigo, que agitaba los brazos desesperado como si tratara de volar. Aterrizó con un ruido enfermizo sobre las inmensas escarpias metálicas, quedando atravesado por una decena de ellas en su horrendo abrazo.
Segundos después, el fuego rugió en el fondo del pozo. Evidentemente, cualquier contacto con el metal disparaba los lanzallamas embebidos en las paredes. Aunque Baptiste hubiera sobrevivido a la caída, las llamas significaban su fin. El gigante había muerto. Los Tres Impíos se habían visto reducidos a uno.
Le Clair se puso en pie. Jean Paul destruido. Baptiste destruido. Solo quedaba él.
Sonrió. Según ciertos filósofos, los fuertes sobrevivían. No era cierto. La fuerza estaba bien, pero la inteligencia era mejor. Y no había nada como la falta de escrúpulos.