Capítulo 31
Cuando habíamos abierto la puerta principal de Monroe House tras nuestro regreso, antes de que entráramos y yo fuera a buscar el martillo, nos encontramos un pequeño paquete que los de FedEx habían dejado en algún momento entre el instante en que nos marchamos y llegaron los fumigadores. Iba dirigido a Eleanor Glacy. Dentro había un libro fotocopiado y una nota del experto en taquigrafía junto con una factura por un valor de setecientos dólares.
Nos retiramos al sol mientras Eleanor leía la nota.
—La taquigrafía de Monroe se llama Octavian Standard —me dijo antes de hojear las páginas del libro fotocopiado. Se trataba de una reedición de principios de los años treinta de un libro inglés que databa de finales de 1880. El experto de Eleanor lo había fotocopiado en la Biblioteca Central de Los Ángeles, donde se guardaba en la sección de libros raros.
—Bueno, ya podemos descifrar el diario de Monroe —contesté con escaso entusiasmo.
Monroe House se alzaba ante nosotros con su intruso morador muerto —porque estaba muerto, ¿no?— y descifrar el diario de Monroe se me antojaba parecido a caminar entre los muertos. En esos momentos lo que deseaba era seguir adelante, no ir hacia atrás. Por la expresión de Eleanor vi que pensaba igual.
—Sí —convino—. Ya podemos empezar.
Llevábamos una semana en Lily's House haciendo planes cuando Abel Gorman me llamó.
—¿Ya tenemos fecha para el juicio?—le pregunté.
El ruido que hacían los carpinteros, los pintores y los albañiles resultaba ensordecedor. A pesar de que, técnicamente hablando, yo me encontraba en quiebra, habíamos decidido seguir adelante con nuestra idea de restaurar la vieja Monroe House y convertirla en lo que una vez había sido (o en lo que nosotros suponíamos que había sido). Iba a tener un estilo victoriano, sí; pero menos recargado, menos oscuro, con toques más delicados y colores más alegres. Eleanor lo había planeado todo, hasta el último detalle.
—Tenemos noticias —me dijo Abel—. Según parece, Lillith cayó fulminada anoche mientras asistía a un concierto. Sufrió una hemorragia cerebral. Ha muerto.
La noticia de la muerte de Lillith fue una completa sorpresa. Para empezar, nunca había creído que estuviera realmente viva. Simplemente la había visto como una fuerza negativa en este mundo, como un viento malo; aunque desde luego había sido muy malo y muy activo.
—¿Y eso qué repercusiones tiene en el caso? —me oí preguntar mientras pensaba en las locas actitudes de aquellas personas cuyos seres amados siguen acompañándolos incluso después de haber muerto: «¿Cómo voy a explicárselo a Lily».
—Su heredero es un primo. Ella ha dejado buena parte de sus bienes a varias organizaciones benéficas, pero principalmente a la DeMay Foundation. No tengo ni idea de a qué se dedica, pero creo que tiene que ver con la educación de mujeres sin medios o algo así. Pero ahora viene la parte graciosa o extraña, según se mire: acabo de recibir una llamada del primo. Quiere hacer un trato.
—¿Qué clase de trato?
—El heredará no sé cuánto. Muchos millones. Según mis estimaciones, el valor de los bienes de Lily, que ahora son tuyos, es de unos mil setecientos millones de dólares. De todas maneras, tiene razón en una cosa: con la ayuda de un buen abogado puede tener ese dinero paralizado durante más de diez años.
—¿Qué clase de trato? —repetí.
—Diez millones en un cheque una vez se haya verificado el testamento.
La sierra mecánica del pasillo hacía tanto ruido que me veía obligado a gritar. Me aparté del teléfono y vociferé:
—¡Eh, chicos! ¡Dejadlo estar un momento! Esta llamada es importante. ¿Vale?
Los dos carpinteros que la manejaban se encogieron como diciendo «Como quieras, tío. Tú pagas», y salieron al porche a descansar.
—No irás a recomendarme que acepte un trato así, ¿verdad?
—Mira, Theo, en este momento, tus gastos de representación legal con nosotros están por los... —Lo oí rebuscar entre sus papeles—. Sí, dos coma seis millones.
—¿Qué? ¿Cuánto has dicho?
—No soy barato, Theo. Además, tengo un montón de socios trabajando en esto. Estamos preparando una defensa en toda regla de tus activos, así pues, no creo que...
—Vale, vale. ¿Cuánto crees que ese tío estará dispuesto a soltar?
—Él es de la opinión que el dinero debería quedarse en la familia.
—Yo soy familia, y más cercana que él.
—Sí, pero por matrimonio.
—Dame una cifra, Abel.
—La mitad.
La mitad. La mitad de mil setecientos y pico millones. Eso hacía ochocientos millones, redondeando. ¡Ochocientos millones!
—Ofrécele quinientos millones —dije caballerosamente, como si tuviera la más mínima idea de lo que significaban quinientos millones.
—Bueno, desde luego le ofreceré algo menos, pero quiere conservar los negocios de la familia, especialmente el grupo editorial. Es probable que no desee liquidar tu parte o ponerla en el mercado demasiado deprisa porque eso puede hacer bajar el precio. Ya te aviso de que no te llevarás una cantidad importante en metálico, Theo —me dijo Abel como si yo me dispusiera a comprar la Estatua de la Libertad en dinero contante y sonante.
—¿Cuánto líquido calculas?
—No sé, puede que unos veinte millones.
Me eché a reír.
—Lo suficiente para pagar a Abel Gorman y todo su equipo.
Fue el turno de reír de Gorman.
—Bueno, sí.
—De acuerdo. Mantenme al corriente.
Volví a llamar a los carpinteros que estaban en el porche porque el tiempo era oro y el oro de Lily seguía corriendo.
Conseguí un permiso de obra que nos permitió ampliar el comedor hacia el este donde un cenador y un nuevo jardín harían las delicias de los futuros comensales. A Eleanor le había gustado mi idea de que Lily's House se convirtiera en la competencia de The Sows Ear, The Brambles y The Hamlet at Moonstone Gardens. Ella no estaba segura de poder estar a la altura de aquellos establecimientos, de modo que empezó a buscar un chef al que fichar. No me importó porque sabía que ella me prepararía al menos un plato al día y quizá incluso más porque cocinar era lo que más le gustaba hacer.
Y no sé si atreverme a mencionar esto: Eleanor ya no estaba tan delgada como antes. Pasaba ampliamente de los veinte y, aunque seguía siendo una jovencita, ya no era una quinceañera. Sus caderas se habían ensanchado visiblemente; y su vientre, que seguía liso como una tabla, había adquirido una redondez más femenina. Además, sus pechos empezaban a demandar un sujetador, al menos en ciertos momentos y en función del modo en que vistiera. Sus piernas seguían siendo largas y delgadas, pero su rostro se volvía más ovalado, como el de sus hermanas.
Decidimos que abriríamos en mayo, al comienzo de la temporada turística, y que nos casaríamos una semana después ante nuestros amigos y familiares reunidos en Lily's House, la nueva atracción de Cambria.
No le dije nada de la muerte de Lillith ni de la oferta a su heredero; al menos, no enseguida. Hablar de dinero la trastornaba, como si aquellas cantidades fueran a volverme loco y a empujarme a abandonarla. Yo tenía pensado poner Lily's House a su nombre una vez el testamento hubiera quedado verificado y cerrado el trato con el primo de Lily. De todas maneras, teniendo en cuenta las leyes de California, la propiedad siempre pasaría a sus manos si algo me ocurría.
Por las noches, cuando los carpinteros y los pintores se habían marchado, nos instalábamos en una rutina casi de pareja casada. Yo veía a los Dodgers en el satélite o una película de estreno en el canal de pago. Había comprado una televisión de plasma de alta definición que Eleanor miró con desdén. Sin embargo, no tardó en hacerse adicta a ella tanto como yo, especialmente a las películas. Salíamos a cenar fuera casi todas las noches, siempre a restaurantes distintos para ver la oferta de la competencia. También bailábamos en el nuevo salón al son de los CD que poníamos en el equipo de música, solos ella y yo en la penumbra, mientras su vestido susurraba al apretar su nueva figura contra mí.
—¿Sabes? Aquí todavía no lo hemos hecho —le sugerí juguetonamente.
Aunque nuestra vida sexual no había disminuido, sí había pasado la fase en la que todas las habitaciones, todas las dunas y todas las situaciones debían ser satisfechas en una experiencia romántica compartida.
—Me vas a arrugar el vestido —dijo imitando perfectamente a Claudette Colbert en Unmarido rico.
—Sí —contesté—, y puede que también el peinado.
¿Acaso podía ser mejor?
Pero había veces en que hablábamos del asunto, de la casa, de lo que había habido en ella y de lo que había hecho antes de que yo la matara. ¿Realmente se había apoderado de todas aquellas almas, de la fuerza vital de la gente que moría en Monroe House o cerca de ella, y por lo que sabíamos, incluso más lejos, como de los que habían muerto cerca del faro de Piedras Blancas?
—¿Tú qué opinas, Theo? ¿Qué crees que era?
—No lo sé.
—¿Satán? ¿Un demonio?
—No, pero... No lo sé.
—Pero era maligno. Mató a toda aquella gente y...
—No sé lo que era, Eleanor. Lo único que sé es que Lily me pidió que matara a ese ser y eso hice.
Pero ¿había liberado realmente a Lily? ¿Tenía forma de asegurarme? Con Janice fuera de este mundo, no conocíamos a nadie en quien pudiéramos confiar para que nos lo confirmase. Porque, a ver, aquella cosa estaba muerta, ¿no? Yo la había matado tras meses de inyectar veneno en la casa, después de haberla privado, de electricidad y de cualquier otro tipo de alimento. ¿Acaso había podido sobrevivir de algún modo? ¿Se trataba realmente de un ser vivo?
Aquel horror, la posibilidad de que siguiera con vida de algún modo resultaba demasiado espantosa para ser tenida en cuenta.
Sí. Tomé precauciones. Hice venir una cuadrilla y excavamos el pozo lleno de cadáveres (de los cuales no todos habían sido animales, y no, no informé a las autoridades, aquella casa era Lily' House y no tenía intención de manchar su reputación con los horrores de Monroe House). A unos ocho metros de profundidad hallamos una caverna, pero dentro de ella no había nada Descubrimos túneles de unos treinta a sesenta centímetros de diámetro que en su día habían albergado raíces. Pero habían desaparecido. Solo quedaba polvo. Lo hice rellenar todo con cemento, camión tras camión que vaciaron su carga en el sótano, una cantidad mucho mayor de la que habría hecho falta para poner cimientos nuevos. Después, hice que colocaran una gran losa de hormigón donde antes había habido un suelo de tierra.
Fuera lo que fuese, estaba muerto.
Y Lily estaba libre, junto con todos los demás. Tenía que ser así. Tenía que estar libre.
Eleanor empezó a llevarse el diario a la cama y a descifrarlo. No sé cuándo tomó la decisión de hacerlo, y tampoco si era necesario. Me sorprendió, pero no dije nada. Me limité a quedarme en mi lado de la cama leyendo el último libro de Tom Clancy mientras Eleanor se sentaba con la espalda apoyada muy recta contra el cabezal, con una libreta y un bolígrafo a un lado, las fotocopias del manual de taquigrafía al otro y el diario en el regazo.
—¿Algo interesante? —le pregunté tras varias noches de aquel nuevo ritual.
—John Monroe tuvo que ser el hombre más aburrido del mundo —me contestó.
—Estás empezando desde el principio, ¿verdad? —A pesar de todo, me había dado cuenta—. ¿Y por qué no...? —Cogí el diario y pasé las páginas hasta llegar al final de los garabatos de Monroe y donde empezaban las hojas en blanco—. ¿Por qué no te saltas la paja?
Eleanor me lanzó una mirada que habría podido fundir una piedra. A pesar de todo, empezó a descifrar el diario desde el final, y yo volví a Tom Clancy.
Una noche, justo antes de irnos a la cama, recibí una llamada telefónica. Era Laura. Noté cierta vacilación en su tono. Había bebido, pero no estaba borracha. Ninguna de sus palabras sonaba arrastrada. Estaba en la estación de tren de San Luis Obispo.
—¿Cómo marcha el negocio? Pensé que os apetecería tener un huésped.
En mi afán de restaurar Lily's House había perdido la pista de Laura y me sorprendió descubrir que Eleanor también.
—Claro. Esta vez te daremos una habitación diferente. ¿Qué te parece?
—Me da igual —repuso Laura riendo—. Sigo yendo armada.
Fuimos a buscarla con el coche sumidos en un silencio desacostumbrado hasta que comenté:
—Hacía tiempo que no sabíamos nada de ella.
—Sí —contestó Eleanor.
—Pensaba que vosotras dos seguíais manteniendo el contacto.
—Bueno, sí. Así fue durante un tiempo.
—Supongo que habrá estado muy ocupada. Que alguien quiera convertirse en abogado es algo que no me cabe en la cabeza.
—¿Abel no te lo dijo? —preguntó Eleanor.
—¿Decirme, qué?
—Que la despidió.
—¿Que la despidió? ¿Y por qué?
—Fue a trabajar borracha; o, al menos, bebida. Al principio se mostró muy resentida. Ya sabes, llamaba y se quejaba de Abel, del trato que le había dado; en fin, de todo.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella?
—No lo sé, Theo. Seguramente hará meses.
—¿Meses? —Estaba perplejo. Aquellas dos mujeres habían estado tan unidas como si fueran hermanas—. ¿Cómo, has dejado que pasaran meses y no la has llamado?
—Su teléfono estaba desconectado. Le escribí algunas cartas, pero me las devolvieron.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunté.
—Estabas muy ocupado.
—Nunca estoy tan ocupado.
—Mira, Laura ha cambiado, ¿vale? —me espetó Eleanor—. Por eso no he seguido en contacto con ella. Se ha vuelto, no sé..., siniestra.
—¿Siniestra? ¿Cómo?
—Ya lo verás.
Laura se encontraba sentada en un banco, fuera de la estación, con una sola bolsa entre las botas. Se había puesto una chaqueta de pana encima de una camiseta y vaqueros. Parecía que llevaba tiempo sin lavarse el pelo, y cuando extendió los brazos para darme un abrazo le olí las axilas, un olor penetrante que recordaba haber notado el primer día, en su cuarto, cuando iba en combinación. No me pareció que en ese momento llevara una.
—¿Cómo estás, niña? —le pregunté.
—Como nunca, papá, como nunca —contestó.
Percibí el olor a whisky en su aliento, ¿Southern Comfort, quizá?
Ella dio un beso a Eleanor e hizo un comentario elogioso sobre sus kilos de más. Quizá ya pudieran compartir la ropa, ¿no? Cogí su bolsa y nos dirigimos a la furgoneta, donde la eché en la parte de atrás.
—¿Cuándo piensas comprarte un coche para ti solo, Theo? —me preguntó con fingida desaprobación.
—Este lo he heredado. Propiedad compartida.
—Sé que os vais a casar. ¡Eso es fantástico!
—La semana que viene —contestó Eleanor—. Te enviamos una invitación, pero...
—Sí. He pasado un tiempo en Wisconsin. Mi madre murió.
¿Qué puede hacer uno cuando un amigo hecho y derecho nos dice que su madre ha muerto? La estreché nuevamente y le dije:
—Lo siento, chica.
Eleanor hizo lo mismo.
—No pasa nada —repuso Laura—. Murió de repente. ¿Cómo puede uno prever una cosa así?, me refiero al momento en que llegará la hora. Mira que morir a media frase...
—¿A media frase?
—Sí. Estaba preparando un pastel y se desplomó.
Abrí la puerta del pasajero esperando que Eleanor ocupara la plaza de en medio, pero fue Laura la que subió primero, lo cual significaba que yo tendría que aguantar su olor todo el camino. Eleanor se sentó al lado de la ventanilla mientras yo daba la vuelta al vehículo y me ponía al volante.
Volvíamos a circular por la Highway One cuando Laura sacó el tema.
—Abel me despidió hace unas semanas, pero creo que eso ya lo sabéis. —Lo cierto era que yo no lo había sabido hasta ahora, pero no importaba—. Por lo tanto, no tenía prisa por volver. Además, me olvidé de pagar el alquiler, de modo que cogieron todas mis cosas, las guardaron, me enviaron una factura y devolvieron todo mi correo.
—Puedes quedarte con nosotros el tiempo que quieras —le dije.
Vi un destello en la mirada de Eleanor. Había dicho lo que no debía.
—Gracias, chicos. Sabía que lo entenderíais.
Tres días hacía seis meses. Nos habíamos conocido tres días hacía seis meses.
Eleanor dijo que estaba cansada y se fue directamente a dormir. Llevé la maleta de Laura a la habitación que había sido de Tom, situada en el lado opuesto de la casa donde ella había dormido la primera vez. Dejé la bolsa encima de la cama, encendí la luz del baño y me disponía a salir cuando noté la mano de Laura en mi brazo.
—Theo —me dijo—, si no te importa, tengo un dolor de cabeza terrible.
—¿Coñac? —le pregunté—. ¿O prefieres algo más fuerte?
—El coñac ya casi no me hace efecto. ¿Tienes un poco de bourbon?
—Enseguida te lo traigo.
Cuando volví, la luz del cuarto estaba apagada. Solo quedaba encendida la del lavabo. Pensé que estaría dentro aunque la puerta del dormitorio se veía abierta; y el ventilador, en marcha.
—Laura... —llamé.
—Aquí. —Se hallaba al otro lado de la cama, entre las sombras. Acababa de quitarse los vaqueros. La chaqueta y la camiseta formaban una pila encima del colchón—. Un momento —me dijo. Se quitó el sujetador, se bajó las bragas y fue hasta la puerta donde yo me encontraba con la botella de bourbon y el vaso en la mano. Me llegó su olor, mientras me decía que no con el dedo—. Theo, chico malo. Puedes mirar todo lo que quieras, pero no tocar.
Yo no tenía ninguna intención de tocar. Hacía días que aquel cuerpo no tomaba un baño, quizá más. Me cogió la botella y el vaso y volvió a sumirse en las sombras como si yo no estuviera allí. Ya tenía lo que deseaba, y para ella mi importancia se había reducido a cero.
Siniestra. Se había vuelto siniestra.