Capítulo 22

Ya había oscurecido cuando volvió la luz. Entramos en la casa y nos sentamos a la mesa de la cocina. Eleanor preparó café y después, cuando el calentador se hubo llenado, subió a darse una larga ducha. Entretanto, yo me quedé leyendo un número atrasado de The Cambrian y me enteréde que nos habíamos perdido una representación de Muerte de un viajante en el Pewter Plow Playhouse,el teatro local. Poco después, Eleanor bajó envuelta en su bata. Nocruzamos una palabra durante más de una hora.

Entonces, se me ocurrió:

—Mira, tenderemos una carpa sobre la casa y la cubriremos —le expliqué—. De ese modo, nada podrá entrar y nada podrá salir. Luego, desconectaremos la corriente.

—¿Cubrirla? ¿A qué te refieres?

—Como si fuéramos a fumigarla.

Eleanor no dijo nada durante unos minutos.

—¿Estás dispuesto a correr ese riesgo? Me refiero a que no sabemos qué hay en este lugar, a que no sabemos cómo «llama» a la gente, a los animales para que entren, ¿no?

—Poco importará si no pueden entrar.

—Y nosotros, ¿qué hacemos? ¿Montamos guardia fuera durante un par de semanas para asegurarnos?

—No podrá entrar nada, Eleanor —le aseguré—. Asegurarán la carpa al suelo. Estos montajes están pensados para retener sustancias venenosas.

Eleanor no se mostró convencida.

—Necesitamos un experto —declaró.

Aquello era el equivalente de la vieja discusión entre hombres y mujeres acerca de preguntar una dirección. Las mujeres están más predispuestas a poner su fe en los demás, a buscar el consejo del experto, mientras que los hombres se fían más de sus propios recursos y sí, a veces se pierden o se pegan un tiro en el pie.

—Ya intentamos consultar con un experto —respondí, refiriéndome a nuestras furtivas llamadas a ciertos programas de televisión.

—Puedo buscar en internet —propuso ella.

—Eso podemos hacerlo los dos. Yo buscaré una empresa dedicada a la desratización que nos salga barata.

 

 

Esa noche, un extenso vacío se interpuso entre nosotros en nuestra cama doble; y, por primera vez desde el comienzo de nuestra relación, Eleanor se acostó con el camisón puesto en lugar de alegremente desnuda. Permanecimos tumbados en la oscuridad durante un largo rato antes de que yo dijera:

—Eleanor, no soy responsable de la muerte de Phil Becker.

Silencio.

—Eleanor...

—Sí. Lo eres —contestó con un hilo de voz—. Y yo también.

—No teníamos manera de saberlo...

—¡Pero si nos tumbamos bajo una sombrilla, Theo! —me gruñó—. Nosotros; sí, nosotros, fuimos espectadores de una matanza. Y en cuanto a Becker, brindamos sobre su cadáver mientras comíamos y bebíamos, como si su muerte no tuviera ninguna importancia. Y la tuvo, Theo. La tuvo.

Por primera vez, me vi privado de su corazón, de su aliento y del calor de su cuerpo, y la eché de menos.

 

 

Localicé una empresa dispuesta a cerrar toda la casa bajo una carpa durante dos semanas por un precio muy razonable. Por su parte, Eleanor se puso en contacto con una médium de la bahía de San Francisco y con un profesor de estudios paranormales del Occidental Collage de Los Ángeles, interesados ambos en investigar nuestro fenómeno, pero con la condición por parte de la médium de poder escribir un libro sobre el tema.

Yo me avine a posponer la alternativa de la cobertura de la casa mientras los dos «expertos» estuvieran manos a la obra; pero, demasiado orgulloso para asumir la frialdad de Eleanor, trasladé mis cosas a la habitación con la cama doble.

Una noche, tarde, cuatro días después de que George hubiera estado a punto de sucumbir a la casa, volví a oír el gemido y salí al rellano, donde me encontré a Eleanor sentada en la oscuridad, al pie de la escalera.

—Ten cuidado al bajar —me avisó.

El sonido salía de todas partes y de ninguna. Me senté al lado de ella y vi que llevaba uno de sus nuevos camisones de satén y nada más, de modo que le di mi bata.

—No. Tú la necesitas más —me contestó.

No dije nada. Apenas le había dicho nada durante días porque detestaba que me rehuyera, detestaba perder a la mujer a quien amaba.

—Se ha vuelto a ir la luz —me dijo Eleanor, refiriéndose al fenómeno como si fuera un suceso natural.

—Querrás decir que la está consumiendo —añadí yo.

—Lo que sea.

—¿Por qué crees que lo hace solo en plena noche? Me refiero a lo de la luz.

—No lo sé —contestó ella—. ¿Crees que puede tener otra fuente de energía durante el día?

—¡Pues sí! ¡Sí! La energía solar. Chupa del sol. La carpa lo matará. Espera y verás.

—Theo, me prometiste que esperarías.

—Y eso haré. Al menos hasta que los expertos hayan tenido su oportunidad —le contesté.

No quedamos en silencio, salvo por el gemido, que se fue debilitando hasta que, al fin, desapareció.

Las luces del vestíbulo se encendieron.

Nos miramos el uno al otro. Eleanor tenía un aspecto insomne y ojeroso. Puede que yo también. Nos dimos la vuelta juntos y subimos los peldaños, aunque ella tuvo que esperarme a mí y a mi bastón. Una vez arriba, me tomó del brazo y me condujo hasta el dormitorio principal, donde me quitó la bata y ella, el camisón.

—Necesito el calor de tu cuerpo, Theo —me dijo metiéndose bajo las sábanas. Yo la seguí después de tirar mi ropa por el suelo—. Necesito que me abracen —susurró.

La sinergia de nuestros cuerpos nos hizo entrar en calor enseguida. Ella lloró un momento, y yo no le pregunté por qué. No habíamos tenido nada que ver con la muerte de Phil Becker; en cuanto a aquellos animales, el montón de restos putrefactos del sótano —que ya habíamos retirado— demostraba que la casa había estado complementando su dieta durante meses, puede que años. A pesar de todo, Eleanor se había tomado su papel en el asunto como algo personal; lo cual nos conduce a otro comentario acerca de las mujeres, o al menos sobre la mayoría de ellas, y es que se trata de seres que dan vida en lugar de tomarla. Si fuera necesario, realmente necesario, yo sería capaz de matar a alguien sin pensarlo dos veces. Sin embargo, la mayoría de las mujeres funcionan con la dinámica contraria. «Pobre hombre», había dicho Eleanor de Becker; «pobre perro» o «pobre mujer» había dicho de otros menos afortunados que ella a los que había visto mientras su vida seguía adelante. Las mujeres que no poseen esa dinámica de vida o las que la suprimen para poder parecerse a los hombres y ser más competitivas frente a ellos pierden más de lo que ganan.

Aquella mañana, antes de salir de la cama, Eleanor me deseó. No hará falta que diga que a mí me pasó lo mismo con ella. Hicimos el amor y yo solté alguna de mis gracias para que se riera.

No quería que saliera de la cama, no quería interrumpir el contacto con su piel, con sus labios, con sus ojos. Y cuando por fin ella se hurtó de la cama, no dejé de contemplar su adorable cuerpo y su desnuda sonrisa hasta que ella acabó arrojándome una almohada y corrió a la ducha.

 

 

Por la tarde, llegó la primera de nuestros «expertos», madame Ouspenskaya. De acuerdo, su apellido no era Ouspenskaya, sino Henderson, y tampoco se refería a sí misma como «madame», pero yo ya estaba dispuesto a rechazar cualquier cosa que pudiera decir. No era más que un impedimento para mi gran plan, la carpa, la formidable maniobra que nos libraría para siempre de lo que fuera que moraba en nuestro albergue.

Instalamos a Janice —pues ese era su nombre y el que nos insistió en que utilizáramos— en uno de los dormitorios de la planta baja donde acabábamos de instalar el nuevo papel pintado y los muebles. Era un cuarto agradable que daba al césped de la entrada y a parte del porche.

—¡Oh, qué bonito es! —dijo nada más entrar y fracasando en percibir la maligna presencia que acechaba en Monroe House—. Parece nuevo.

—Lo acabamos de redecorar —le explicó Eleanor.

—¿Llevan tiempo juntos los dos? —preguntó Janice. A mí me pareció una pregunta aparentemente inofensiva, pero puede que le resultara de utilidad para sus posteriores galimatías.

—Solo unos meses —repuso Eleanor—. Yo trabajaba como administradora de fincas mientras él pasaba unas vacaciones en estado de coma, pero se despertó y ahora no soy más que su concubina.

El sentido del humor de Eleanor empezaba a parecerse al mío.

—¡Qué romántico! —comentó Janice como si Eleanor le hubiera dicho que éramos recién casados.

—La verdad es que somos bastante felices y lo seríamos más de no ser por esta casa.

—Pero si no es más que una casa —dijo Janice—, piedra y madera. Lo que dos personas tienen entre ellos cuando están enamoradas, eso sí que es importante. —Y casi de corrido añadió—: Y ese lavamanos, ¿también es nuevo? No había visto ninguno igual.

Tenía una filigrana roja a lo largo del borde de la pila y grifos a juego. Naturalmente, era nuevo.

—Es retro —dije yo—. Victoriano, pero con desagüe.

 

 

Eleanor acompañó a Janice Henderson mientras esta recorría la propiedad y yo me quedaba jugando un solitario en el pequeño Mac de Eleanor y perdía todas las manos al intentar espiar su conversación.

—¡Oh, este es un punto caliente! —dijo Janice.

Y desde luego que lo era. Había hecho el comentario en el dormitorio principal.

—Aquí también percibo algo —comentó en el pasillo, entre los dos dormitorios de arriba.

Sin embargo, no bajó más que cuatro peldaños antes de llegar al sótano, detenerse, decir algo negativo, volver arriba y cerrar la puerta. Allí abajo seguía oliendo un poco, con moho o sin él. «Seguro que es el olor», me dije.

Janice también notó algo en la cocina, lo cual no era la mejor de las alternativas porque a Eleanor le encantaba la cocina, trabajaba en la cocina y preparaba la comida en la cocina, una comida que desempeñaba un papel importante en mi percepción de lo que significa calidad de vida.

Conversaron igual que un par de conspiradoras, como si la casa pudiera escucharlas, y yo me levanté y, fingiendo disgusto, salí a columpiarme a la mecedora como un niño de pantalón corto.

Aquella noche, durante la cena, Eleanor contó a Janice Henderson todo sobre la casa, incluyendo los meses que había pasado en ella antes de que yo llegara y lo que le sucedió. Yo le había aconsejado que no lo hiciera, que dejara que la médium y el profesor de estudios paranormales descubrieran sus propios fantasmas, le dije; pero Eleanor prefería asegurarse de que conocieran la historia completa y supieran a qué se enfrentaban.

—¿Y usted era virgen? —preguntó Janice con genuina sorpresa.

Eleanor se agitó en su asiento, jugueteó con su plato de carne asada moviendo los trozos de carne con el tenedor y asintió.

—Sí. Bueno, es que no estaba preparada para...

—¿Y cuántos años tenía?

—Veintitrés.

—Y, después de eso, ¿le pareció que la casa se tranquilizaba?

Eleanor hizo un gesto afirmativo mientras me lanzaba una mirada que decía: «Ni se te ocurra meterte en esta conversación».

—Bueno, no me extraña —comentó Janice.

Eleanor prosiguió con la historia, sobre cómo regresó el fenómeno, aunque a un nivel mucho menor; sobre cómo al final nos habíamos dado cuenta de que robaba energía eléctrica para sobrevivir, sobre nuestra decisión de cortarle la luz y cómo el pobre Phil Becker había muerto y nosotros lo habíamos encontrado y descubierto que la casa atraía a sus presas para alimentarse de ellas.

—¿Había oído usted algo parecido? —le preguntó Eleanor.

Janice consideró la pregunta un momento y después alzó el plato para pedir una segunda ración de asado, que su anfitriona le sirvió gustosamente. Janice se concentró en cortar unos trozos de carne y al final dijo.

—Parece como si estuviera vivo.

—Sí —contesté—. Eso parece.

—Pero los fantasmas no están vivos. Son energía, y no sabemos de qué manera renuevan esa energía; sin embargo, como norma, no matan para consumir.

Yo empezaba a apreciar a Janice. Es cierto que era una médium que le gustaba tocar y palpar, pero tenía la cabeza sobre los hombros.

—A ver si me entienden, nosotros matamos seres vivos, los ingerimos, los digerimos y transformamos su materia en energía. Esto de ustedes, por cierto, ¿cómo lo llaman?, esta entidad parece estar haciendo lo mismo.

—Yo hace tiempo que lo llamo «Ralph» —dije con mi mejor sonrisa—. Eleanor prefiere otros nombres, pero no los mencionaremos en la mesa.

—Y además es inteligente —añadió Janice.

Naturalmente, nosotros sabíamos desde hacía tiempo que era inteligente porque reproducía a gente que conocíamos y lo hacía bastante bien; pero oírlo confirmado en boca de Janice nos impresionó a los dos. Cruzamos una mirada que no pasó inadvertida a la médium.

—¿Qué saben de la historia de esta casa? —preguntó.

Eleanor le habló de Monroe y del diario que no habíamos podido descifrar porque estaba escrito en taquigrafía.

—¿Puedo verlo?

Janice pasó media hora examinando el diario, tan incapaz como nosotros de descentrar su contenido, y maravillándose ante los detallados dibujos de Monroe con sus plantas y flores de la cuenca amazónica.

—También hay fotografías —le dije yo—. Negativos, en realidad.

Sin embargo, Janice no mostró interés en ellos y cerró el diario de repente.

—Puede que ocurriera después —nos dijo—. Cualquier cosa que le haya ocurrido a este lugar, bien pudo suceder después de que los Monroe se marcharan. —Entregó el diario a Eleanor, que lo guardó en la caja más grande—. Y ahora, la pregunta del millón: ¿resulta seguro dormir en esta casa?

Eleanor y yo tardamos un momento en dejar de mirarnos.

—Necesita mucha energía para... materializarse —contesté—. En estos momentos se encuentra bastante débil. Aun así, puede que intente darle un buen susto. Eso es algo que tiene que saber.

Tal como pudimos apreciar, aquella noticia no le hizo la más mínima gracia, pero Janice tampoco rechazó la tarta de melocotón que Eleanor sirvió a continuación y que, desgraciadamente, no me dejó probar.

 

 

En plena madrugada, bastante antes del amanecer, oí un grito, un «¡AAAGH!» que surgía del piso de abajo, seguido de un «Lo siento, no pasa nada. ¡Estoy bien!». Eleanor ni se inmutó y siguió durmiendo, yo me di la vuelta y me sumergí de nuevo en el sueño. Más tarde, Janice nos explicó que había visto los faros de un coche barrer la pared de su dormitorio desde la calle y que había pensado que... Bueno, uno tendría que meterse en el cerebro de Janice para averiguar qué había creído ver, pero seguro que no resultaba agradable.