Capítulo 10

Ya habían dado las nueve cuando por fin hicimos algo de verdad.

Los repetidos cafés y tés habían aportado cierto alivio, y el sol, que brillaba a través de la ventana de levante de la cocina también era un consuelo. Pero también estaba la cuestión principal, que exigía tiempo para pensar sobre ella.

—¿Y un sacerdote? —sugirió Eleanor.

—¿Te refieres a un exorcismo?

—Sí.

—Católico, no —dije yo.

—¿Te refieres a la casa?

—No. A mí. ¿Y tú?

—No. No mucho, por no decir nada, la verdad. Mi familia es bastante flexible cuando se trata de religión.

—¿Y el departamento de parapsicología de la universidad? —propuse.

Llamamos y descubrimos que el sistema universitario local no tenía fondos presupuestarios que pudiera malgastar en departamentos de parapsicología.

—¿Y qué me dices de algún médium famoso? —indicó Eleanor.

Llamé a la emisora local que tenía un programa sobre entrar en contacto con los muertos, pero no pude pasar más allá de una serie de filtros donde me hicieron más preguntas de las necesarias y por razones que se me antojaron sospechosas. Eleanor también llamó a un programa de la competencia, con idéntico resultado.

Tomamos más té y más café.

—Bueno, una cosa está clara —dije durante un respiro dentro de una pausa—, y es que esta ha sido la última noche que pasas en Monroe House.

—No —repuso Eleanor—. No pienso marcharme.

—Pues claro que te marchas.

—No —aseguró.

—Eleanor, después de lo que te ha pasado...

—Fue un sueño, Parker.

—Tenías la camisola desgarrada.

—El camisón —me corrigió—. Una camisola es lo que nos ponemos las mujeres cuando queremos excitar a los hombres. Además, tú estarás ahí para protegerme.

—No se puede decir que eso haya funcionado.

—Bueno, pero la próxima vez estarás prevenido.

—Eleanor —dije con calma para no delatar mi ira ni mi frustración—, algo ha intentado arrancarte la ropa y puede que también hacerte daño.

—Alguien ha intentado hacerme daño, lo reconozco, Parker. En cuanto a lo de mi ropa, estoy empezando a pensar que ha sido psicosomático. No sé, es posible que tengas cierta inclinación por las mujeres delgadas y que entre la confusión y tus prisas por ayudarme, tú...

—¿Me estás diciendo que es posible que haya sido yo quien te ha arrancado la ropa?

Ella sonreía porque era un buen chiste y, porque en secreto, le complacía pensar que podía haber sido cierto.

—Vale, pero esta noche no la pasarás en esta casa —dije con firmeza.

—En eso tienes razón. Tengo que asistir a una boda en Fresno.

Se levantó, fregó su plato y su taza (yo no tenía plato porque soy un hombre de verdad, ¡por favor!) y los dejó en el escurridor.

—¿En Fresno? —pregunté.

—Mi hermano Dougie se casa mañana. La cena y el ensayo son esta noche. Yo soy una de las damas de honor.

—¿Haces de dama de honor en la boda de tu hermano? ¿No va eso en contra de la tradición?

—La novia de Dougie tiene cuatro hermanos y los ha acompañado a todos.

—¿Y tú tienes tres hermanas? —Iba a ser un intercambio: tres hermanos por tres hermanas.

—Ahora lo has entendido, Parker —me dijo en tono que pasó del puramente informativo al íntimo cuando añadió—: Tengo que pedirte un favor.

¡Oh, oh! Me iban a reclutar.

—Todas mis hermanas salen con alguien.

—¿Es que en tu familia ya nadie cree en el matrimonio?

—Te agradecería mucho que me acompañaras. No como mi pareja, desde luego. De todas maneras, no te preocupes, creen que soy lesbiana.

—¿Creen que eres lesbiana?

—Se trata de una larga historia —replicó—, y de una bastante graciosa. Ya te la contaré alguna vez. Pero si me pudieras acompañar, solo como amigo, no me sentiría tan sola.

«No me sentiría tan sola.» Aquella chica iba a arrancar de mí, hasta la última brizna de compasión.

—¿Y no voy a tener que hacer nada?

—Solo sentarte en el banco de una iglesia y después tomarte un trozo de pastel y charlar, algo que sé que te gusta hacer.

—Pero no tengo ropa que ponerme —le dije.

¡Toma ya! Jaque mate. Volvía a ser libre.

Eleanor salió a toda prisa y volvió al cabo de un instante con mi traje azul. Estaba claro que había abierto mi maleta —la maleta que Lily había hecho el día en que nos casamos, el día en que compramos aquella horrible casa, el día en que su cuerpo resultó tan malherido por la goma rodante que fue borrada de este mundo— y sacado el traje.

 

 

Me levanté y me marché.

Salí de la casa y vi que hacía un día espléndido para caminar.

Paseé por Main Street, desde el East Village hasta el West, curioseé en las tiendas de curiosidades y eché un vistazo en las galerías de arte. Compré un anillo de estaño y un tintero con tapa de bisagra para mi escritorio, por si alguna vez llegaba a tener alguno o me daba por ponerme a escribir de nuevo. Para cuando regresé a Monroe House era media tarde. Eleanor estaba sentada en los peldaños del porche con mi traje azul en las rodillas. Debía de haber llorado hacía un buen rato porque solo quedaban los restos secos de las lágrimas, como los ríos secos de Marte.

—Hola —me dijo.

—Está bien, iré —anuncié—. Toma. Un anillo de estaño. Siempre he querido conocer Fresno. Dicen que uno no ha vivido de verdad hasta que ha estado en Fresno y comido una pasa. Nunca me han hecho mucha gracia las pasas, ¿sabes?, porque son iguales que las cagarrutas de conejo y... Bueno, siempre me ha preocupado la posibilidad de que alguien en la fábrica de pasas haya podido cometer un error.

—Lo siento.

—La verdad es que no es tan grave —le dije—. Al final siempre puedo optar por no probar las pasas.

—Te casaste con este traje, ¿verdad?

—En el juzgado de Ventura. Nos cambiamos en los lavabos, antes y después.

—Caramba, lo siento, Parker.

—Yo también, maldita sea.

—No puedes acompañarme. Lamento habértelo pedido.

Me senté en la mecedora, a su lado. Sostenía el traje por los hombros, como si hubiera una persona dentro de él, y me hizo gracia. Aquella Eleanor era una chica curiosa.

—¡Qué demonios! —exclamé—. No es más que un trozo de tela.

Y lo cierto es que no era más que eso.

 

 

Así pues, aquella tarde nos fuimos a Fresno con la furgoneta, dejando Monroe House cerrada a cal y canto, no para mantener fuera a los ladrones, sino para dejar dentro lo que hubiera dentro. Encontré una vieja maleta —una honrada imitación de una de verdad fabricada en los años setenta, abandonada en el albergue sin duda por una cuestión de buen gusto— y la llené con mi ropa. Sí, mi ropa, la que tenía y me ponía antes de que Lily muriera. Pantalones, calzoncillos, esas cosas. Y también el traje azul. Mi viejo equipaje, una bolsa de viaje de cuero color Burdeos era demasiado memorable para arrastrarla por ahí, de manera que la dejé en el armario de objetos perdidos del porche de servicio.

Eleanor condujo mientras yo le daba animada conversación. Me di cuenta de que no me escuchaba cuando puso la radio y sintonizó una emisora de música country. Yo sabía que detestaba la música country, de modo que apagué la radio y dije:

—Está bien, me callaré.

Después de eso, solo hubo líneas discontinuas y sombras sobre el asfalto.

El ensayo de boda iba a tener lugar en una iglesia baptista de un barrio periférico de Fresno. Cuando llegamos al aparcamiento ya estaba lleno. Eleanor, como mujer pragmática que era, maniobró y dejó la furgoneta entre un árbol y unas barras de hormigón colocadas para impedir que un contenedor de basura se desplazara. Hacía rato que el sol se había puesto y también hacía rato que llegábamos tarde. Sin embargo, hicieron sitio a Eleanor entre tres de las mujeres más guapas que yo había visto en mi vida, mujeres del tipo y con la clase de Lily; de no haber estado tan obsesionado con su recuerdo, podría haber reconocido que incluso un poco más guapas y todo.

Primero, estaba Carla. Con sus veintisiete años, era la mayor. Tenía un cabello rubio que había pertenecido a la familia durante generaciones, estoy seguro. Carla tenía una belleza que trascendía la juventud. Incluso de mayor seguiría siendo una belleza, con sus limpios y verdes ojos de entonces y después, con sus marcados hoyuelos y una barbilla que era firme y remataba todo lo que había por encima. Su figura era redonda donde tenía que ser redonda, y estrecha donde casi ninguna lo es.

—Te presento a mi amigo, Parker —dijo Eleanor a Carla.

—Hola, Parker —repuso Carla con una voz que era toda crema y caramelo, con un punto añadido de miel porque somos Dios y no vamos a ser tacaños con Carla, ¿no?

—¿Qué tal, Carla? —saludé—. Encantado de conocerte.

Después, estaba Della, que era un par de centímetros más baja que Carla pero igualmente guapa. Della tenía el pecho algo más grande, aunque también podía deberse al sujetador que llevaba, pero ¿quién sabía eso sino Della y el propio Dios? Sus hoyuelos no eran tan marcados como los de su hermana, su cabello algo más oscuro y sus ojos más claros. Estaba que tiraba de espaldas y, según aprecié gracias al ojo que los hombres desarrollan con el tiempo, aunque puede que sin tanta agudeza como yo, Della estaría fenomenal en biquini. Y, si había alguien lo bastante afortunado, incluso mejor con menos.

—Encantado de conocerte, Della —dije mientras le estrechaba la mano y notaba el punzante roce de sus cuidadas uñas.

—Caramba, esto si que es una sorpresa. Bueno, lo mismo digo, Parker —contestó ella.

Luego, estaba Cissy, que a sus veintidós años era la más joven. Cissy era la más menuda de las cuatro, con una complexión menos rotunda que sus hermanas, pero infinitamente más generosa que la de Eleanor. También era rubia cuando Eleanor era castaña, tenía los ojos de un azul verdoso cuando los de Eleanor eran marrones, y una piel pálida y suave, como sus dos hermanas mayores.

Todo aquello, según comprendí, daba respuesta a muchas preguntas.

Las chicas volvieron a su ensayo de boda, y yo me senté en uno de los bancos junto a la madre de Eleanor, Ella, que era igual de guapa que sus hijas pero con el doble de años. No vi mucho de Ella en Eleanor y me pregunté si realmente a Eleanor la habían bautizado en honor de aquella mujer. Ella era agradable y una maestra en la charla intrascendente.

—Dígame otra vez, señor Parker, ¿a qué se dedica usted?

—Llámeme «Parker» a secas —la corregí—. Antes escribía en una revista de coches. Ahora soy el propietario de un albergue a donde nadie quiere ir.

—¿Y cómo es eso? —me preguntó.

—Porque mi difunta esposa me lo legó.

—No. Me refiero a por qué la gente no quiere ir... —Entonces se interrumpió—. ¿Su ex esposa, ha dicho?

—«Ex», no. Difunta. Ha muerto.

—¿Quiere decir que estaba casado, casado con una mujer?

—Sin duda.

Aquella información debía ser debidamente procesada, de modo que Ella se quedó sentada en silencio durante un rato, con las manos en el regazo, mientras el sacerdote, un joven de unos veinticinco años, jugaba a hacer de director desde el púlpito. Lo cierto era que se trataba de una boda bastante lujosa, con comunión incluida (¿baptistas?) además de ceremoniales varios que no reconocí, incluyendo a modo de efectos especiales el descenso desde el techo de un arreglo floral. Cómo era posible, ¿no había globos ni se soltaban palomas? La madre de Eleanor interrumpió mis contemplaciones.

—Perdone, señor Parker, pero no sé si me he equivocado, ¿no es usted gay?

—Soy alegre —le respondí con la mejor de mis sonrisas—. A menudo soy feliz. También he tenido momentos de éxtasis; pasajeros, pero los he tenido. Pero lo que se dice gay, no. No lo soy.

—Pues nosotros pensábamos que... dado que la mayoría de los amigos de Eleanor son gays, usted también...

—Eso me parece muy extraño —le dije—, porque conozco a todos los amigos de Eleanor y no creo que ninguno sea gay, aunque debo reconocer que nunca ha salido el tema.

Vi que Ella asimilaba aquella nueva información. Algo ocurría, sin duda, algo ocurría con su hija que ella ignoraba. Algo...

—Mi hija es lesbiana, señor Parker —me dijo en un tono que denotaba absoluta certeza.

—Pues eso sí que es raro —repuse—, porque nunca me lo ha mencionado, ni una vez, ni siquiera cuando hemos estado en la cama juntos.

Ella se levantó y cruzó la iglesia en busca de su marido, que se hallaba con el padre del novio intercambiando chistes. Eleanor vio la reacción de su madre y supo que yo había hecho algo que la había provocado. Me miró, y yo le devolví una sonrisa donde se leía: «¿Quién, yo?».

El padre de Eleanor —cuyo nombre era Billy, según supe después—, que no había demostrado el suficiente interés en el acompañante masculino de su hija para acercarse y que se lo presentaran, escuchó lo que su mujer fue a decirle y se encaminó hacia mí antes de que ella lo estropeara.

—Hola —dijo en tono forzado y tendiéndome la mano—, ¿debo entender que es usted el amante de mi hija?

—¡Billy! —protestó Ella.

—No, no pasa nada —repuse yo—. Viniendo de un padre es una pregunta legítima. Puedo imaginarme algún día haciendo la misma pregunta.

¡Y una mierda!

Me disponía a cruzar un Rubicón. Eso lo comprendía. Lo que había empezado como una inocente intrusión por mi parte se estaba convirtiendo en algo más que eso. No tenía ningún derecho a decir aquellas cosas, pero estaba claro que Eleanor constituía una perfecta desconocida para su propia familia. Quiero decir que no era como si hubiera irrumpido en una acogedora unidad familiar. Aquella gente pensaba que su heterosexual hija era lesbiana, y yo sabia que no era así. Existía una buena razón para que Eleanor fuera la persona más aislada que había conocido, sin amigos de los que yo tuviera noticia y con una familia cuyos miembros parecían salidos de un festival bávaro, mientras que saltaba a la vista que ella venía de otro molde. No sé, pero me daba la impresión de estar defendiéndola.

—Tiene todo el derecho del mundo a no contestar —dijo Ella en respuesta a mi silencio.

—Está bien, escuchen —repuse al fin—. No me siento cómodo hablando de nuestra vida privada ni de lo que hacemos en la intimidad de nuestro dormitorio, ¿entienden a qué me refiero?

Tanto padre como madre estaban perplejos y me miraban como si acabara de soltar un horrible pedo en mitad de la iglesia y me hubiera identificado como el autor de la ventosidad diciendo: «¡Mirad, he sido yo». Proseguí:

—No sé si me entienden. A mí no me incumbe lo que usted y su mujer hacen en el dormitorio, ¿verdad? De todas maneras me parece que estoy en lo cierto, creo que no me equivoco si supongo, y yo diría que es algo que uno puede suponer de la mayoría de las parejas, que ustedes dos comparten el mismo dormitorio, ¿no es así?

—Sí —dijo Ella.

—En efecto —confirmó Billy, aunque el tono de «en efecto» no fue del todo firme.

—Pues Eleanor y yo —declaré— también compartimos un dormitorio.